jueves, 23 de abril de 2020

DÍA DEL LIBRO 2020: MICRORRELATO EL HOMBRE LIBRO




EL HOMBRE LIBRO

Tenía la sensación de estar laminado, como si mi cuerpo fuese un libro lleno de hojas. Al incorporarme fui consciente de que algo había cambiado, pues en mi brazo derecho pude leer: «En un lugar de la Mancha». Incrédulo, giré mi cabeza a la izquierda, y leí: «de cuyo nombre no quiero acordarme». Todo me resultaba extraño, como en un sueño. Yo nunca quise tatuarme y ahora me había convertido en un hombre libro. Mi piel estaba rugosa como las hojas de papel. Mis manos habían crecido hasta convertirse en unas perfectas pastas con las que recubrir todas y cada una de las frases que decoraban mi cuerpo. Incluso mi olor era muy parecido a esa leve fragancia de tinta e imprenta que impregna a cada libro. Todo era nuevo y diferente, como cuando te enamoras por primera vez. Sin embargo, el pánico se apoderó de mí, al pensar que, en algún lugar de mi cuerpo, tendría tatuada la palabra fin. 

Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

sábado, 18 de abril de 2020

MARGUERITE DURAS, EL PARQUE: LA NECESIDAD DE LA ESPERANZA



El parque como antesala del bosque, como decía la propia Marguerite Duras. O la soledad que se rompe a través de las palabras como antesala de la esperanza, son el puno de partida de una novela escrita a través de los diálogos que mantienen una joven parisina de veintiún años, y un viajante más mayor que ella en el banco de un parque. Los diálogos que abarcan y monopolizan esta novela también pueden ser interpretados en ocasiones como meros monólogos, a través de los cuales, los dos personajes van deshojando la margarita de sus vidas. Vidas marcadas por la soledad que, sin embargo al principio, divergen en cada uno de ellos. Mientras la joven quiere encontrar un marido que acabe de dar sentido a su vida, el viajante se muestra mucho más escéptico con el futuro y prefiere permanecer aletargado bajo su cobardía. En ese tira y afloja constante que se produce a lo largo de los diálogos, una y el otro confrontarán sus pensamientos y miedos de una forma natural, sin apenas exabruptos, lo que puede llevar a interpretar El parque como una subtrama de la obra de teatro de Samuel Beckett, Esperando a Godot. Donde la espera es una necesidad de no se sabe muy bien qué, salvo de la incertidumbre que le supone a cada ser humano la necesidad de la esperanza. Una esperanza que nos haga capaces de afrontar un nuevo día. El hilo conductor de todo ello es el lenguaje. La necesidad de comunicarse mediante la conversación. CONVERSAR sin más, para de  ese modo ahuyentar a todos nuestros monstruos o fantasmas que no llenan de penumbra nuestros pensamientos. Ese miedo a la soledad del individuo es el que le convierte en un animal social que depende del otro para argumentarse a sí mismo y para ser consciente de cuál es su lugar en el mundo. El reflejo y la contraposición del otro son, en este caso, el camino por el que andar nuestra propia vida. Vida hecha de experiencias y determinaciones, y de fracasos y tragedias. Secretos inconfesables que en El parque la joven y el viajante irán rompiendo a medida que avanza su conversación hasta llegar a lo que en principio parecía imposible: un punto de encuentro.



El estilo y la capacidad expresiva y narrativa de Marguerite Duras adquieren en esta novela la coordinación y la grandeza de una sinfonía de giros y expresiones que ponen en valor su gran dominio del lenguaje y los tiempos. En este caso, como en tantos otros, acunados por ese ritmo lento tan característico de su narrativa, y tan identificativo en su forma de reinterpretar el mundo. Escrita en 1955, El parque es una obra que se encuadra en la corriente que surge en la década de los cincuenta conocida como nouveau roman. Una corriente en la que se exploran los flujos de la conciencia, y que supone una ruptura con la novela tradicional decimonónica. Sea como fuere. Duras impregna a sus dos personajes esa angustia existencial que todos tenemos ante el devenir de nuestra existencia. Y lo hace bajo la necesidad de la esperanza.   

                                                                 



Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 16 de abril de 2020

AMÉLIE NOTHOMB, ÁCIDO SULFÚRICO: EL DOLOR Y LA MISERIA HUMANA COMO ESPECTÁCULO



Nada parece detener al ser humano en su lucha a favor de su exterminación y anulación como tal. Situaciones que antes nos parecían imposibles ahora se nos han incrustado en el día a día sin que nos rebelemos contra ellas. Situaciones que, cada vez más, tienen a los medios de comunicación como protagonistas de la barbarie, y a los telespectadores, como cómplices necesarios para llevar a buen término sus manipulaciones. Vamos hacia una sociedad sin espíritu crítico y esa va a ser una de las grandes pandemias de este siglo XXI. Amélie Nothomb apuesta de nuevo por saltarse las normas del buenismo imperante y nos plantea en esta sátira titulada Ácido sulfúrico la equiparación entre un reality show televisivo y un campo de concentración nazi, cuya única diferencia estriba en que ahora los horrores son televisados y compartidos por millones de telespectadores. Cómplices necesarios y silenciosos de la barbarie. Una barbarie cuyo máximo exponente es el de la pérdida de identidad de los prisioneros que pierden su nombre por una identificación (tipo matrícula de vehículo) conformada con números y letras. Esa pérdida de identidad lleva aparejada la de su voz. La del propio ser humano que es obligado a silenciar su nombre. Un nombre que le aleja de su esencia, para convertirlo en algo más amorfo y fácil de manejar. En esta potente sátira de los nuevos tiempos no falta de nada, pues en las páginas de esta novela corta también hay sadismo, violencia y permisividad o tolerancia con ella. Nada parece ser lo bastante trasgresor con tal de alcanzar una mayor cuota de pantalla. A todo esto, la primera pregunta que se nos debería ocurrir sería la siguiente: ¿Dónde está el gobierno? Una pregunta que solo admite una respuesta: la del silencio y la ausencia. A nadie le interesa llevarle la contraria a una población, que más tarde acudirá a las urnas como ovejas complacientes de aquello que les es propio: la visualización de la desgracia ajena. En la sociedad actual los partidos han pasado a ser marionetas en manos del marketing y la cuota de pantalla televisiva donde exponer sus discursos cada vez más infantiles. A nadie le interesa ya quiénes son sus máximos dirigentes. Ahora el gran público se conforma con visualizar un holograma vacío que no para de decir mentiras o incongruencias delante de una cámara. Y, de ese modo, el discurso del miedo se apodera de la conciencia colectiva con una mayor facilidad.



Ácido sulfúrico se centra más en la idea que nos quiere transmitir que en la estilización de los personajes o en el abordaje dramático de sus vidas en aras de buscar en la síntesis de la barbarie, a la que asistimos impávidos, una respuesta eficaz ante tal distopía. La redención de las miserias que irá acompañada del poder de la dignidad aliada con la belleza capaz de romper las normas más totalitarias; y el amor como arma demoledora de las almas más atormentadas, serán el camino en el que Amélie Nothomb buscará su respuesta a la hora de diseñar el camino de la esperanza en el que el ser humano está condenado a buscar, o fabricar por sus propios medios una salida a la barbarie que le aflige. Es verdad que la belleza por sí sola y la determinación en un momento dado de la protagonista de ser Dios no son armas suficientes con las que derribar el mundo del dolor y la miseria como espectáculo, pero sí constatan su posibilidad como única vía de establecer la duda en aquellos que son los depredadores necesarios de llevar a cabo el exterminio. Esos “kapos” que en la novela ejercen de ejecutores del mal, al fin y al cabo, también son seres humanos. Con sus defectos y virtudes. Y con la necesidad de amar. A los otros. Y a sí mismos. No hay una mayor carga de crueldad que el desprecio a nuestra propia identidad. O a esa parsimonia de la sociedad en general ante el dolor ajeno.



Si todos, en algún momento de nuestras vidas, fuésemos capaces de pararnos a pensar lo que hacemos o cómo contribuimos a mejorar la sociedad en la que vivimos, a buen seguro que dejaríamos de lado la fatua cultura del espectáculo que nos aplasta y anula la conciencia, porque siempre es más fácil vigilar el dolor y la miseria ajena que la propia.



Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 15 de abril de 2020

EL VERBO ODIADO, NADA QUE CELEBRAR: EL ÍMPETU DE LAS PRIMERAS VECES


Subidos a la grupa de la noche. Firmes en la oscuridad. Caballeros de una realidad sonora que buscan una y otra vez los destellos de una luz mágica. La que alumbra sentimientos como el amor, el desamor o el miedo. Y guitarras que suben y bajan tras los pasos de la verdad. Aquella que se esconde en cada uno de nuestros corazones. El Verbo Odiado en su segundo álbum, Nada que celebrar, despliegan una sinfonía de guitarras inmaculadas. Indescriptibles. Portentosas. Mágicas. Guitarras que llenan espacios inimaginables con sus resonancias. Ecos que se pierden en la memoria y perduran en ella y te obligan a escucharlas una y otra vez. En un bucle que nos sugiere infinidad de matices que tienen el valor de la firmeza que va de la mano de su forma de entender la música. Donde la fuerza y el ímpetu de las primeras veces son un photoshop de la esperanza como generadora de nuevas vidas, sensaciones y sentimientos. Sumergidos en una Atlántida desgarradora y perfectamente identificable, y con la compañía de una poderosa estética donde se reúnen unas letras arrebatadoras y profundamente poéticas.

Nada que celebrar contiene diez canciones que se agrupan muchas de ellas en unos magníficos medios tiempos en los que el grupo acierta a la hora de buscar su identidad sonora que, en ocasiones nos recuerda a la de grupos como Pasajero. Canciones como La Mancha, que crece hasta romper en una segunda parte más que alentadora: «Que no quiero verte asustada/ Que no va a pasarnos nunca más». O en una enigmática No tienes nada, en la que las guitarras sumergidas en la oscuridad resurgen sobre sus propios destellos. De luz. Energía. Fantasía: «Igual que tú me enciendes en mi oscuridad» Y una fusión de imágenes entre convulsa y perfecta. O en, Tu casa, con un potente discurso entre claroscuros. Notas álgidas impregnadas de sinergias tan esclarecedoras como una luna llena.

Territorios épicos por los que recorrer espacios únicos de la mano del grupo oscense. Espacios que tiene su momento álgido en la breve y potente canción, Nada que celebrar que, aparte de dar título al disco, reafirma todo lo dicho. Ésta es una canción con alma propia, brillante, y que conjuga ritmo y letra de una forma portentosa: «Fue verdad mejor hubiera un paraíso/ Fue verdad, sentiste tirar del hilo/ Y si algo te va a pasar/ Me pasará a mí contigo/ Y si no hay nada que celebrar/ Escóndete aquí conmigo». La música no tiene piedad con la mediocridad, y las guitarras de El Verbo Odiado en este tema y en el resto del álbum, suenan con una fuerza mágica y atronadora, pues son capaces de definir sentimientos, como el amor o el miedo, de una forma impactante y luminosa. Ecos con unas resonancias que agitan nuestros sueños.

El contrapunto de todas sus composiciones es esa nana musical titulada, Trucos de Memento, que afrontan de la mano del gran Ricardo Lezón, y que es una muestra más de la influencia que el de Getxo despliega sobre las capacidades sonoras del mundo indie patrio. Acordes y palabras que describen esa soledad con tintes de una nada que los de Huesca son capaces de convertir en una luciérnaga que luce por sí sola en mitad de la oscuridad: «Otro invierno sin dinero/ Con el que comprarme un abrigo nuevo/ Otro invierno más que pierdo la oportunidad de calentar el miedo». Miedos que nos alejan de la premisa que da título al último trabajo de El Verbo Odiado, pues aunque a veces todo esté en nuestra contra, siempre nos queda el ímpetu de las primeras veces. Un ímpetu lleno de esperanza.

Ángel Silvelo Gabriel.