lunes, 18 de diciembre de 2023

ELIZABETH SIDDALL, OBRA COMPLETA: UN LARGO SALMO DE DESPEDIDA


 

La sempiterna lucha entre el ser y el no ser. La invocación de esa imagen propia que tenemos dentro de nuestra mente, pero que nunca se hace realidad. Por imposible. Inútil. U onírica. Esclavo demiurgo de la vida que se escapa de nuestras manos como el agua cristalina de un manantial. De esa incompleta transparencia nacen los versos de Elizabeth Siddall, que tal y como suscribe Eva Gallud en la introducción de su Obra completa, con casi total seguridad los escribió cuando estaba enferma y su estado de salud no le permitía pintar. Una obra poética que partió de su devoción por la fuerza de un poema de Alfred Tennyson, lo que le llevó a explorar la belleza oculta de la poesía. Y, que en su caso, se tradujo en poemas nacidos de un final, el propio. Poemas que tienen el eco de un largo salmo de despedida. Poemas donde se dan la mano la soledad, el ostracismo, la enfermedad, el desamor, el olvido o la ira. Poemas a los que ella contrapuso la fuerza y la luz de la creatividad y la rebeldía. Rebelde con causa por anticiparse a muchas mujeres artistas que años más tarde reivindicaron su figura. En este sentido, podríamos expresar que Elizabeth Siddall se asemeja al junco que durante el día es cortejado por el viento que visita el lago cada día, pero que al caer la tarde, yace en la desesperanza de una soledad nunca buscada. Soledad a la que ella quiso dar la vuelta a través del amor. Amor sincero. Carnal. Y bello, por ser ansiado con la mayor de las purezas. Amor que sucumbió cuando nadie la vio como ella sí lo hizo en su autorretrato en el que nos muestra el mundo interior, no de Elizabeth, sino de Lizzie. Un mundo masacrado por la depresión y la fealdad que ésta le provocaba. La imagen de una mujer real que quería luchar por ser alguien por sí misma. Una mujer que se buscaba lejos de la faceta de modelo a la que los hombres la constriñeron. Hombres que la idealizaron y la condenaron al ostracismo. 

A Elizabeth Siddall siempre se la recordará como la Ofelia de Millais. Suspendida en las transparentes aguas del lago. Inerte. Con un semblante de inigualable belleza. Sin embargo, la faceta artística de Siddall es mucho más compleja como nos demuestran sus sencillos versos. Versos que componen poemas que nos hablan del amor perdido: «No es un año de anhelo/ lo que nos separa, ni un día/ pero las hojas verdes me rozan la mejilla,/ Cristo querido, este mes de mayo/ ¿quién puede tomar su primer amor/ y como antes besarlo?». Poemas que muestran su constante súplica ante Dios y su incertidumbre ante su encuentro con la muerte: «Señor, no sabemos cómo/ será esto: Buen Señor,/ ponemos nuestra fe en ti./ ¡Oh, Dios, acuérdate de mí!». Poemas que también nacen a la luz de la pasión. Pasión no correspondida y que lucha contra su aciago destino: «Ayude el Cielo a mi corazón ingenuo/ que no predijo el paso del tiempo,/ que arrancó a mi ídolo de su podio/ y convirtió en ruinas su templo.» 

Elizabeth Siddall, mujer antes que musa. Artista antes que costurera. Pintora y poeta antes que hada… Poeta que nos narra la vida y sus reversos. La vida y el contraste entre lo soñado y lo vivido. La vida como un largo salmo de despedida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 17 de diciembre de 2023

MIS MEJORES LECTURAS DEL AÑO 2023

1.- HILARIO J. RODRÍGUEZ, CONSTRUYENDO BABEL: EDIFICANDO PIRÁMIDES SOBRE LA VIDA PROPIA Y LA AJENA 

¿Existe el mundo? ¿Acaso existen las palabras? ¿Qué certeza tenemos sobre la materialidad de los libros? Quizá todo sea un sueño. Sueño eterno el que transita y transige los límites de nuestra propia vida para convertirla en algo distinto y, sobre todo, en algo ajeno, público y real. Si reales son las palabras escritas sobre el papel, después de que éstas formen parte de nuestra propia existencia y se conviertan en sueños, anhelos o simples recuerdos. En espacios oníricos que deambulan por ese otro mundo etéreo al que solemos denominar como VIDA sin más. Una vida fabricada con la argamasa del poder de los recuerdos y las heridas que éstos nos dejan en la memoria. Y ecos. Sí, muchos ecos que nos delatan sobre cómo fuimos o hemos sido en nuestra propia pirámide. Pirámide de vida y obra en la que en un determinado instante aparece la verdad. Esa necesidad de la verdad que se nos revela envuelta en imágenes de falsos recuerdos que necesitan del auxilio de la ficción. Verdad desordenada. Perversa. Poliédrica. Asesina. Realidad frente a ficción como mejor manera de seguir edificando pirámides sobre la vida propia y la ajena. Pirámides en forma de Babel. ¿Y Babel? Babel y su génesis. Babel como biblioteca, pero también como orden y zozobra de toda una vida. Como pirámide que guarda el mayor de los tesoros. Como ciudad. Recuerdo. Viaje en el tiempo a través de la literatura. Como experiencia de la que parte la aventura de la existencia, la palabra y su permanencia en el tiempo. Babel como libro, porque así nos lo apunta su autor, Hilario J. Rodríguez, casi al inicio de este inclasificable, por maravilloso, libro: «Me gusta… la idea de que los libros sean, además de libros, espacios y que en esos espacios quepan muchas cosas, no solo historias… Esa es mi idea de la literatura: la de los libros que dan forma a su propio género, la de los libros que no fundan una única memoria porque cada lector combina sus elementos de una forma distinta y los entiende a su manera». Babel… Construyendo Babel, como otra forma de hacer y crear literatura y contar al vida de una manera más abierta, ecléctica e híbrida.

2.- MANUEL MOYA, PESSOA, EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS: UNA EPOPEYA SOBRE LA POSIBILIDAD DE LO IMPOSIBLE 

¿De qué estamos hechos? De cuerpo y alma. De opacidades y sombras. De realidades y sueños. De miradas y sus reflejos. Y, a pesar de todo, ¿qué somos?, quizá sólo seamos el polvo que se lleva el viento, o la soledad que nuestra muerte deja en nuestros seres queridos. ¿A quién cabe la destreza de avanzar por la difusa línea que marca la imposibilidad de lo posible y transformarla en una epopeya sobre la posibilidad de lo imposible? Quizá a nadie. Quizá a unos elegidos. Quizá a esos dioses perdidos que muy de cuando en cuando se convierten en hombres de carne y hueso. ¿Qué fue Pessoa entonces, el hombre de los sueños, o un sueño escondido bajo un mapa de sensaciones? Bajo esta geografía donde siempre hay una batalla que ganar, aunque siempre se pierda, transita esta extraordinaria e inigualable biografía de Manuel Moya sobre Fernando Pessoa. Un mundo de mundos en el que escritor onubense emplea el espacio geográfico y biográfico de Pessoa y su querida Lisboa: «Lisboa con sus calles de varios colores», para crear una literatura de alto nivel y acercarnos la figura del hombre de los sueños. Y lo hace con una prosa trazada con un estilo limpio, directo y universal dotado de las virtudes de una metaliteratura con la que consigue encumbrar al biografiado a la categoría de mito. Desde su nacimiento el 13 de junio de 1888 en Largo de Sâo Carlos —frente al teatro del mismo nombre donde comenzó su particular teatro de voces mientras escuchaba a una niña tocar el piano, y donde fue feliz hasta la muerte de su padre— hasta su muerte el 30 de noviembre de 1935 en la clínica de Sâo Luís dos Franceses a poco más de un kilómetro del lugar donde vino al mundo, Manuel Moya recorre con una pulcra exactitud, llena de certezas, el retrato completo de un personaje sumergido hasta este momento en las falsas creencias o inexactitudes que rodearon a su vida. Una vida, bien es cierto, llena de lagunas que, sin embargo, en El hombre de los sueños, van cayendo una tras otra hasta dibujarnos con total claridad la vida y la obra de un Pessoa, si no distinto, sí más cercano, pues el estudio, el trabajo y la mirada de Moya nos ayudan a vislumbrar las sombras que teníamos del poeta portugués con un extenso y detallado recorrido por su vida y su obra, lo que da como resultado el retrato completo de una de las figuras literarias más importantes del s.XX. Gracias a Moya derribamos esos falsos axiomas que pendían de un Pessoa mucho más pegado a la vida cotidiana de lo que siempre se nos había hecho saber, o con una trayectoria de publicaciones mucho más extensa a lo largo del tiempo de la que siempre se ha alardeado. Y, con ello, conseguimos situar mucho mejor su obra en el espacio-tiempo en el que vivió. Un espacio-tiempo que va más allá de su leyenda posterior. En este sentido, la vida de Pessoa también es retratada desde las turbulencias políticas que registran muy bien la época tan convulsa en la que le tocó vivir, y que además, nos proporcionan otro de sus elementos vitales más característicos: la contradicción. Una contradicción cimentada a través de sus paradojas, únicas e inigualables, como única e inigualable fue su renuncia a la vida y al amor en pos de su obra literaria, tal y como le confesó por carta a Ophelia el 29 de noviembre de 1920: «Mi destino pertenece a otra Ley […] y está cada vez más supeditado a la obediencia a Maestros que no condescienden ni perdonan».

3.- FRANCISCO UMBRAL, LAS NINFAS: UN VIAJE DESDE EL CINISMO A LA BÚSQUEDA DE LA LIBERTAD

La literatura es el sueño que acunamos de pequeños, por necesario a la hora de reivindicar nuestros recuerdos. La vía de escape del infierno diario que nos consume, y que nos evita ser nadie. El camino que transitar en busca de uno mismo y de la libertad que desconocemos, pero a la que tenemos que dar forma. El niño que se convierte en adolescente. Y el adolescente que regresa una y otra vez a la niñez son las opciones narrativas que Francisco Umbral emplea en Las ninfas (Premio Nadal, 1975) en la que nos muestra la semblanza y la forja de un escritor que, abandona los sueños que tiene en su habitación azul, para iniciar su particular andadura vital en la ciudad de provincias en la que vive (su Valladolid enquistado). Un viaje desde el cinismo a la búsqueda de la libertad que se inicia con la necesidad de ser alguien más allá de sus sueños. Sueños de letras, donde lo sublime y lo bello al principio sólo se desparraman en las hojas de un papel, y que más tarde acabará en la realidad. La realidad del erotismo, el sexo, y la ausencia de una lírica estética, y una moral existencial alejada de la religión que al alter ego de Umbral le llevará a la necesidad de abandonarse a sí mismo y sus deseos, y de ese modo, alejarse de todo aquello que le rodea o abraza. Ese viaje es también el que transita el protagonista de esta novela desde la habitación azul (como concepto literario) en la que el niño-adolescente sueña con lo que todavía no es ni ha creado, hasta el adolescente-joven que es capaza de atisbar que: «una de las grandes angustias del adolescente es la de su inactualidad». Pues la época del adolescente es la época en la que no existe el tiempo, y donde esa atemporalidad está prendida de un hilo tan fino e invisible que nadie lo ve, excepto uno mismo. Época secreta, la del adolescente. Época errática, inclinada en el afán de búsqueda. Exploración en la incertidumbre y la duda, al no hallar aquello que tanto se desea encontrar. Un mundo de mundos que es un mundo incomprendido, y si acaso, inalcanzable.

4.- DELPHINE DE VIGAN, LOS REYES DE LA CASA: LA CARA OCULTA DE LA POSVERDAD 

A veces el frío de la soledad es tan inmenso que nos petrifica hasta convertirnos en estatuas de hielo. Estatuas de hielo que nos aíslan de la vida y de la realidad. La consecuencia más inmediata de esa perenne petrificación, es la emisión de señales que representan la cara oculta de la posverdad. Señales de un aislamiento desde que el sólo percibimos nuestra propia voz en un juego sempiterno de ratón enjaulado. Un ensimismamiento enfermizo como el del roedor que no para de mover la rueda en una única dirección. Cada vez más, vivimos durante más horas aislados en nuestra propia burbuja; una membrana que nos lleva a un mimetismo infantil del que somos las primeras víctimas. Entonces, ¿por qué tenemos la necesidad de visualizar en otros lo que no somos capaces de hacer por nosotros mismos? Esa es la falsa incoherencia que nos lleva a la inmediatez de las redes sociales. A la tiranía de un mundo digital cada vez más enfermizo y egocéntrico. Y vacío, por ser el punto de lanza de un abismo: el propio. Esa falsa vida que nos provocan las redes sociales es la que nos lleva a la búsqueda de una felicidad que no somos capaces de hallar fuera de ellas. A ese destello de confort que sólo percibimos a través de la vida de los otros. Seres digitales. Hologramas planos que, a su vez, nada más que ponderan aquello que no son. Por falta de iniciativa propia. Temor. O desapego social. Todos queremos que se nos reconozca nuestra valía. Y de esa necesidad de pertenencia al grupo nace la búsqueda de una falsa felicidad, a la que Delphine de Vigan, a medio camino entre el estilo periodístico y la novela policiaca, da sentido en su última novela Los reyes de la casa. Un thriller que nos acerca con tintes de novela-denuncia a la confusión que existe a día de hoy entre la realidad y el mundo virtual. Esa otra vida que nos inventamos sin ser conscientes de sus peligros. De Vigan, además, aprovecha esta confusión de ser otro a través de los otros, para poner en solfa la explotación que los padres hacen de sus hijos en las redes sociales. Un trabajo y una exhibición por la que ganan cantidades ingentes de dinero. ¿Acaso hay algo de inocencia en ello? La bondad y parabienes paternales que colonizan el almibarado universo youtuber parece decirnos que sí, pero sólo somos conscientes, y siempre demasiado tarde, de que tan sólo representan la cara oculta de la posverdad. Un oscurantismo que, desde el matiz de ensayo sociológico que tiene esta novela, la autora francesa intenta mostrarnos algo de luz. A veces es un simple destello, pero que a través de su dominio del lenguaje y la trama, enseguida se transforma entre terrorífico y perturbado, porque nos habla muy a las claras de la necesidad del papel de denuncia que tiene la novela —y esta novela en concreto—, y no sólo en su vertiente de novela negra.

5.- ÁNGEL ANTONIO HERRERA, LOS ESPEJOS NOCTURNOS: DESTELLOS DE CERTEZAS E INCERTIDUMBRES 

¿Puede el alma humana apoderarse del mundo? ¿Ponderar la tragedia y asirse a la felicidad esquiva que se pierde con el sueño y la noche? Atrabiliarios dulcificados con el poder de los versos. Palabras que suman con la nostalgia de los que miran el tiempo del ayer desde el hoy que siempre desconcierta. No hay nada mejor que andar cerca del abismo. De ese cable que se dobla tras cada pisada, para afrontar de frente al tiempo ya vivido. A la realidad. A nuestra vida. Vida teñida de destellos de certezas e incertidumbres. Y, con todo ello, fundar el mundo. Descubrir el edén de los sueños donde nada es lo que parece. Atribuir al universo el don de la desdicha cual reflejo de espejos que juegan al despiste. Ahí es donde place y yace este particular “ser de lejanías” titulado Los espejos nocturnos, en el que Ángel Antonio Herrera ha reunido su obra poética. Un compendio de cierres y letanías: «Un día mejor, amé en el sur, tuve padre, dije paraíso». Poesía de ida y vuelta. Poesía que viaja de la madurez a la juventud. De la experiencia a la inocencia, porque ese es el camino que el autor ha querido darle a su obra. La del sentido inverso. La de aquella que recoge la seguridad que va camino de una inseguridad que no es tal. De la noche al día. Como decía Pessoa: «Vivir es ser otro», y aquí Herrera es un ejemplo de ello, pues al atravesar los confines de la vida real, para situarse en la dialéctica de la poesía, nos invita a la trastienda de los sentidos ocultos del arte, por estar éstos refugiados tras las apariencias más próximas al alma. Cuevas de profundidades sin explorar que el poeta nos muestra con el temple de imágenes cultas y contrapuestas. Imágenes originales que buscan el ritmo del poema desde su propia voz, muchas veces atormentada: «Aún no sé qué violín de aguas agrias nos envenena el consuelo», como son los versos que componen El piano del pirómano. Poemas barrocos, directos y con un punto salvaje. Furia de fieras, pumas y leopardos. Animales nocturnos que reivindican la noche sin tapujos ni miedos. Desencuentros en el éxtasis de la palabra: «Sé, y no sé, que respiro eternidad acaso en el último engaño de la alegría».

6.- ANDRÉS ORTIZ TAFUR, TRAIGO NOCHE EN LOS ZAPATOS: EL SILENCIO QUE NOS ACOGE

Explorar la vida. Vomitarla en forma de renglones torcidos que se rebelan contra nuestra idea del mundo, y de esa felicidad que siempre hemos creído que nos sostenía. Alabar esa dicha que se nos hace presente en el recuento de unos días que ya no volverán. Ese pasado, y sus condiciones, que se vuelcan sobre nuestras experiencias vividas, y sobre los recuerdos que éstas nos producen cuando nos alejan de la verdad. Verdad que nace teñida de lo más profundo del deseo. El deseo que, sin embargo, es torturado por la discordia de todo aquello que no quedó dibujado en el papel de nuestra vida. Recuerdos sin rastro revestidos del silencio que nos acoge. Silencios que nos devuelven al curso de un río teñido por unas aguas oscuras que nunca terminan de convertirse en cristalinas. En esa paradoja de los silencios no declarados se mueven los últimos pensamientos, en forma de versos, de Andrés Ortiz Tafur. Traigo la noche en los zapatos es una metáfora que nos acoge en la soledad de los recuentos pasados, y de lo vivido sin el freno del futuro. No future aclamaban unos Sex Pistols desdeñosos con la posteridad de los que no la desean. Nacemos avocados a la penuria de los designios de un destino incontrolado e incontrolable. Y de esa incertidumbre nacen los reproches y los deseos que marchan tatuados a nuestra piel. Signos invisibles que, como los silencios que nos gobiernan, nadie más que uno mismo conoce. Entrañas a las que nos cuesta ponerles un nombre, porque son hijos de nuestra propia discordia y senectud. Traigo noche en los zapatos nos recuerda toda la vulnerabilidad que nos asiste por mucho que la obviemos o huyamos de ella, y Ortiz Tafur se vale de los recuerdos cuando aborda a la familia, y a aquellos que ya no están a nuestro lado. Del día a día que nos recuerda aquello que fuimos. Y de los deseos ocultos que descansan en cicatrices que ya se han difuminado en la penumbra del paso de los días. Esa labor de explorador con raíces propias es la que le lleva a transitar por territorios propios y comunes, pues todos somos hijos de una sociedad que languidece en busca de un nuevo mundo que ya no será aquel que conocimos, y en el que ahora ejercemos de héroes de nuestra propia derrota. Abismos inocentes que, a día de hoy, él necesita dejar marcados en las hojas de un papel que le rediman de aquellos silencios que marcaron su vida sin saberlo: «Hay personas que siempre me vencen/ con las que siempre me resulta hermoso/ descubrirme perdiendo y perdido,/ buscando la manera de volver a chocar/ para volver a perder y a perderme./ Como el estropajo que se seca/ y necesita más agua y jabón/ para seguir empantanando la vida.»

Ángel Silvelo Gabriel

miércoles, 13 de diciembre de 2023

KATHERINE MANSFIELD, LA CRIATURA TERRESTRE Y OTROS POEMAS: ENTRE LO MÁGICO Y LO COTIDIANO


 

Explorar el lado mágico de la vida para llevarlo en la práctica a lo cotidiano. A esa versión de nosotros mismos contra la que luchamos día a día por ser una mala copia de aquello que soñamos, anhelamos o perseguimos. Porque al final somos el resultado combinado de nuestros deseos no consumados y de las realidades con las que convivimos. Esa distancia que separa a la vida del sueño es la que recorre la escritora neozelandesa Katherine Mansfield en esta amplia colección de poemas que lleva el título de La criatura terrestre y otros poemas. Un legado donde se dan la mano los mitos y las leyendas, las hadas y los niños. Un sinfín de versos que conjugan la rebeldía de una mujer contra el mundo y sus circunstancias. Adversas circunstancias cabría decir por la cronología de su vida y sus contratiempos. Los poemas de Mansfield nacen de esa rebeldía frente a la época que le ha tocado vivir. Frente a sus amantes. Frente a su frágil salud. O frente a su caótica situación económica. La prisa del artista es la daga de su obra, pues no siempre una se salva de la sentencia de la otra. Entre viaje y viaje. Entre ciudad y ciudad. Así, de esa nacimiento nómada, la escritora neozelandesa va haciendo crecer su obra donde su yo poético se asimila con la figura del pájaro. Metáfora que busca una libertad no siempre bien resuelta y, que en demasiadas ocasiones, acaba como la muestra de su vulnerabilidad. Voluntad dilapidada en la indeterminación de un espíritu atormentado por el amor y su necesidad de encuentro con una felicidad que persiguió desde su adolescencia en el Queen’s College de Londres. 

Nada dejó de lado Katherine Mansfield en su obra poética. Exploró las raíces de lo genial y lo triste tanto o más que la incertidumbre que desdeña de la caricatura de uno mismo. De ahí, que en sus poemas oscile de lo infantil a lo macabro. De la nostalgia a la ironía. De la mueca a la reivindicación. O del amor al fracaso. Una obra poética que exploró siempre el lado más sensual de la experiencia humana que trata de llevarnos a un espacio y a un tiempo en el que llegar a conocernos mejor; a trasladar a la realidad la conjetura de los sueños que necesitan una vía de salida, y que ella explora contraponiendo la alegría a la tristeza, el pasado con el presente, o lo estético con lo político. Todas ellas, muestras de su ímpetu vital que sólo decayó los últimos meses de su vida cuando su cuerpo no pudo sobreponerse a la enfermedad. Poemas donde aparece la figura del infante que se ensalza como la división entre la realidad y el mito. Una especie de mito que ella denomina como «niño cambiado». De ese tránsito literario y vital surge el deseo de ser una mujer nueva. Una mujer que Virginia Woolf definió así: «Desdibujado fantasma de ojos fijos, labios burlones, y al final, la corona clavada en su pelo». Una criatura terrestre que deambuló tras la soledad y la incomprensión, pero que siempre persiguió un sentido de la aventura que la alejara del odio (su emoción favorita) y la acercara a Dickens o Wilde como mejor forma de expresar su pronunciado sentido literario entre lo mágico y lo cotidiano. 

El pájaro herido(*) 

En el amplio lecho

bajo la colcha verde bordada

con flores y hojas que siempre parecen estremecerse

ella es como un pájaro herido que descansa en un remanso.

 

El cazador disparó su dardo

y la alcanzó en el pecho,

provocó una herida, mas no la muerte.

Ay, alas mías, alzadme — ¡alzadme!

¡No estoy horriblemente herida!

Cayó y permaneció quieta.

 

Llegaron al borde del remanso gentes amables con cestas

«¡Sin duda lo que el pobre pájaro quiere es comida!».

Sus petates y bolsillos se henchían casi hasta reventar

de migajas de la cena y sobras del almuerzo de los sirvientes.

¡Ay, cuánto les complacía dar algo de verdad!

«Antes, ¿sabes?, ¿sabes?, no hacías más que huir volando

rara vez venías al alféizar, rara vez

compartías las deliciosas migas arrojadas al jardín.

Aquí tienes un delicado fragmento y aquí una exquisitez

que sigue como nueva. Y aquí tienes un pedazo de puro deleite

y tarta y pan y pan y pan y pan».

 

De noche — en el amplio lecho

con las hojas y las flores

flameando suavemente en la oscuridad

ella es como un pájaro herido que descansa en un remanso.

Con gran timidez saca la cabeza de debajo del ala.

En el cielo hay dos estrellas

Que brillan y flotan —

Ay, aguas — ¡no me cubráis!

¡Miraría tanto tiempo esas hermosas estrellas!

Ay, alas mías —alzadme— ¡alzadme!

No estoy tan terriblemente herida… 

(*) Poema El pájaro herido, de Katherine Mansfield. 

 Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 7 de diciembre de 2023

TEATRO LARA, ELIZABETH SIDDALL: UN SUEÑO DE AMOR

 


Las relaciones entre artista y musa siempre han dado mucho que hablar, pero si nos atenemos sólo a esta premisa no habremos entendido la sentida actuación de María Giménez de Cala en el papel de Elizabeth Siddall, la mujer que aparece sumergida en el famoso cuadro prerrafaelista de Millais, Ophelia, y que dijo: «El amor de una mujer nunca es breve». Giménez de Cala va mucho más allá a la hora de crear un personaje más completo y complejo, porque da luz a la faceta artística de una Siddall pintora, escritora y creadora, pues su mundo es un universo cuyo objetivo es el de ser otra por más que sea consciente de que será recordada por ese cuadro. En este sentido, en la obra de teatro, los límites del amor se ven superados por la búsqueda de un yo que trascienda al tiempo y que deje huella de la forma de sentir de una mujer en una época diametralmente opuesta a la actual, donde las mujeres tenían un papel secundario en la sociedad. Esa lucha por manifestar la propia libertad se ve envuelta en una puesta en escena sencilla e impactante, y que nos recuerda la importancia del simbolismo y la metáfora a la hora de crear mundos propios y espacios únicos, porque único es el eslabón de la cadena al que Elizabeth trata de vencer y al que María (su caracterización con su pelo rojizo, y su desnudez apenas cubierta con una faja, tienen un marcado carácter gótico) da voz y materialidad a través de su cuerpo y sus gestos. A lo que sin duda habría que unir la música de violín o clavicordio que se desprende sobre la escena como una nube (y que con un esmero exquisito nos trae Bruno Axel), y con el que consigue darle a la atmósfera (teñida con la niebla londinense), un tinte sonoro y visual que el romanticismo inglés exploró con anterioridad. Todas ellas, son las claves de un destino que se precipita sobre nuestros sentidos de una forma épica y trascendente, como épica y trascendente es la actuación de una María Giménez de Cala impactante, sensible y entregada en el personaje que interpreta. Una forma de sentir que nos acerca, sin duda, a esa Lizzie a la que ella tanto admira. 

La obra, Elizabeth Siddall, es un altar de manifestación y sentimiento. De reivindicación y lucha. De amor y muerte en la que su figura, a través de la actriz que la interpreta, quiere llegar a estar en ese otro lado: el soñado. Esta obra, en poco más de sesenta minutos, recorre ese atlas vital y sentimental de un personaje que se adelantó a su tiempo, y por tanto, vivió a contracorriente del mundo y las personas que le rodeaban. Ese tránsito que se desarrolla de la vitalidad a la decadencia. De la vida a la muerte, y que termina del amor al vacío, es un paraje plagado de guiños y homenajes a una mujer que nos dice en boca de María: «Yo he elegido la intemperie y la vida incierta… [en soledad]… [a encontrar palabras que se abran como rosas]». Rosas que se alzan como altares post-románticos y que simbolizan una nueva época de búsqueda. De intemperie. De soledad que se engendra por la necesidad de ser una misma. De lucha y activismo. De sobreponerse a esa bañera de agua fría en la que ella se sumergió durante horas y horas para que Millais la inmortalizara sin ser éste consciente de la tortura a la que la sometía, lo que le provocó un quebranto en su salud que la marcaría el resto de su vida. Quizá, por eso, Siddall se planteara qué habría sido de su vida si hubiese continuado trabajando en la sombrerería de la que salió. O si hubiese tenido marido e hijos. Y si hubiese tenido que luchar por hallar su habitación propia. En este sentido, Elizabeth Siddall es una heroína más que, desde las hermanas Brönte nos llevarán hasta Virginia Wolf, y a tantas otras mujeres que dieron su vida por ser ellas mismas en un mundo plagado de páramos en las que no se las tenía en cuenta. De ahí, sin duda, la necesidad del láudano (el opio del s. XIX) de Elizabeth. Láudano que fue el combustible que la permitió seguir adelante hasta que todo acabó. Pronto. Muy pronto. Cuando tan sólo tenía treinta  dos años. Sumida en un sueño de amor.   

«La lujuria de los ojos. The Lust of the Eyes, Elizabeth Siddal (1829-1862) 

No rezo por el alma de mi Dama,

aunque antaño haya adorado su sonrisa;

Su destino final no me atormenta,

ni cuándo su belleza perderá su encanto.

 

Sólo me siento a los pies de mi Dama,

mirando fijo sus ojos salvajes,

sonriendo al pensar cómo mi amor huirá

cuando su radiante belleza muera.

 

No me atribulan las plegarias de mi Dama,

pues sordo yace nuestro Padre en el cielo.

Mi corazón late con alegre melodía

al sentir que su amor me ha sido otorgado.

 

Entonces, quién cerrará los ojos de mi Dama?

Quién doblará sus frágiles manos?

Alguien la asistirá cuando sus ojos lluevan,

mientras, silenciosa, camine hacia las Tierras Desconocidas?»

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

BRET EASTON ELLIS, LOS DESTROZOS: EL FRACASO DE LA GRAN NOVELA AMERICANA

 


¿Por qué nos miente el tiempo? ¿Por qué nos engañamos cuando queremos atrapar el pasado cuarenta años después masificándolo de detalles que nunca existieron? ¿Por qué no somos capaces de mirarnos al espejo y decir: basta? Simular una vida perdida en un pasado lejano y reconvertirla en algo que seguro nunca existió, adornándolo como si fuese un árbol de Navidad cuyas luces no lucen ni brillan, es una gran falacia. En este sentido, la última novela de Bret Easton Ellis, Los destrozos, representa el fracaso de la gran novela americana. Una falsa obra maestra de uno de los escritores llamados a seguir la estela de Hemingway, Fitzgerald o Thomas Wolfe, pero que sin embargo, naufraga una vez más sin apenas salir del puerto del que quiere partir. La última novela de Ellis es insulsa. Aburrida. Inexplicablemente extensa. Y repetitiva, como si su autor no supiera salir de su jaula de oro y se comportarse como hámster que no para de dar vueltas a una rueda que sólo tiene la posibilidad de la repetición. Porque de nuevo, en esta novela, asistimos al mundo desenfadado y plomizo de unos jóvenes americanos atrapados en las drogas, la música, las fiestas y la cocaína, pero esta vez sin pulso narrativo ni trama que los sostenga. Baste decir que la novela no empieza a narrarnos la verdadera historia de lo que Ellis nos quiere contar hasta más allá de la página trescientas. En este caso, el autor de Menos que cero hubiese necesitado, igual que Thomas Wolfe en su momento, un editor como Maxwell Perkins para dejar esta historia en no más de doscientas páginas de un nihilismo adolescente sin pasión y acartonado, como los falsos escenarios de Hollywood. Esta desidia compositiva no es nueva, pues ya está presente en su novela Suites imperiales, donde una vez más su protagonista (álter ego de Ellis) regresa a Los Ángeles y establece su repetitiva paranoia acerca de la persecución y la muerte como símbolos que marchan pegados a su espíritu. Un espíritu sin alma. 

Los destrozos es un sinfín de imágenes que se aproximan más a su paso como guionista de cine por Hollywood, que a una novela de autoficción como la denomina él, aunque al final de la misma se nos recuerde que cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia. Ellis, en este sentido, podría haber aprovechado su paso por la Meca del cine (sí lo ha hecho respecto a sus diálogos y escenas de acción) para emular a un Fitzgerald acabado que, sin embargo, en su paso por Hollywood fue capaz de escribir una fabulosa colección de relatos titulada Crack-up, donde explota el lirismo del fracaso de una forma brillante, o escribir (aunque la dejara inconclusa) esa pieza maestra que es El último magnate. Algo que un escritor de su época como Jay McInerney también ha hecho y que no le ha impedido seguir construyendo una obra literaria que sí se mantiene en el tiempo, y que además, explora las pasiones y fracasos de su generación y de su país, pues sólo hace falta leer su acertada La buena vida (en la que aborda los atentados del 11-S en Nueva York) para darnos cuenta del pulso narrativo que aún posee. Por todo ello, cabe preguntarse qué podríamos esperar de ese egocentrismo vital y físico al que nos tiene acostumbrados Ellis en sus últimas novelas, de las que sólo se salva ese pulso narrativo marca de la casa, donde el ritmo endiablado de secuencias musicales y descriptivas te llevan a lo largo de la historia sin apenas darte cuenta, pero que en Los destrozos desgraciadamente ocurre muy pocas veces, pues la intención de la misma es una aburrida reivindicación de una época ya explorada hasta la saciedad y sobre la que Ellis no aporta nada nuevo, porque se pierde en aburridas descripciones sin interés y muy repetitivas. 

En definitiva, Los destrozos es una triste reminiscencia de Menos que Cero y American Psycho, los dos latigazos narrativos que encumbraron a Ellis como la gran esperanza de la novela americana, y que sin embargo, en esta novela vira en sentido contrario, para hacer de él y de su figura como escritor, el mejor ejemplo del fracaso de la Gran novela americana. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 1 de diciembre de 2023

FERNANDO PESSOA, Y LOS DIOSES PERDIDOS, EN EL 88 ANIVERSARIO DE SU MUERTE: LA VERDAD QUE REPOSA MÁS ALLÁ DE LO OBVIO


 

Luis, el protagonista de Los dioses perdidos se encuentra atrapado por un pasado que nunca imaginó que existiera en su familia. De ahí, que busque un futuro sin recuerdos y sin la perversa necesidad de mirar atrás, porque como decía Saramago al modo de un innato explorador: la tierra espera. Lo que él no sabe, y tardará en descubrirlo, es que la verdad, aquella que él ansía encontrar, reposa más allá de lo obvio. Decía Pessoa que la vida es un «teatro de máscaras» cuyos «moldes de realidad» conforman «el álgebra del misterio». Un misterio en el que se embarcará nuestro protagonista para desentrañar el oscuro devenir de la existencia de su abuelo de la mano del poeta portugués Fernando Pessoa y de la inmensidad de su vida interior y de su obra. Llegar al alma de Pessoa es complicado, porque su universo es un conjunto de sombras y fantasmas que no dejan huellas en el camino. Luis enseguida se da cuenta de ello y sabe que tiene que adivinarle más allá de la línea de lo obvio, entre las luces y las sombras de sus paradojas, a lo largo y ancho de las múltiples voces de sus heterónimos y en la reinterpretación de los ismos que inventó y con los que situó a Portugal en el mapa europeo de la cultura. No es extraño entonces que esta novela sea un collage espontáneo de palabras y frases, dudas y sentencias, donde Pessoa emerge en la vida de Luis sin necesidad de pensarlo, como si todo a su alrededor fuese un mundo conformado de marionetas en las manos del tiempo. «Una geometría del abismo», así lo definió él. «Mi destino pertenece a otra Ley […] y está cada vez más supeditado a la obediencia a Maestros que no condescienden ni perdonan.» Esos Maestros en este caso son los que conforman los dioses perdidos que dan título a esta novela; una metáfora con la que se escenifica la posibilidad de conjugar la palabra DIGNIDAD como el hallazgo vital que nos permita seguir adelante. 

Ahora que la sociedad ha renunciado al poder de las palabras, Los dioses perdidos nos permite revisar ese proceso destructivo que supone el final de una época. La historia que se nos narra en la novela trata de ser el reflejo de un tiempo que no para de dar vueltas dentro de nuestra cabeza, y que nos posibilita volver a tener esperanza en aquello que de verdad importa. En este sentido, la metaliteratura es el cauce elegido por el autor para mostrarnos que, aunque sea imposible, merece la pena intentar atrapar la luz con tan sólo cerrar nuestra mano. Un deseo imposible, como en muchas ocasiones es imposible el amor o la renuncia a la tiranía del móvil y las redes sociales. Ese último resquicio, a través del que avistamos la esperanza, en la novela se transforma en un espacio donde se concitan pensamientos, ocurrencias, paradojas, poemas y un falso diario con el que nos vamos tropezando acompañados por Pessoa y la sensibilidad extrema de aquel que nació adelantado a su tiempo y se sintió extraño en su entorno y dentro de sí mismo. Por todo ello, Los dioses perdidos se manifiesta como un falso diario que, en muchas ocasiones, utiliza palabras tales como: alma, esencia, vida, sombra, fantasma, reflejo, espejo…, pero en el que también están presentes el amor y Lisboa; una encrucijada, contradictoria e imprescindible a la vez, en la que gracias a Pessoa podemos divisar la línea del horizonte y pensar que otra vida es posible. 

Ángel Silvelo Gabriel