martes, 30 de octubre de 2018

HOMENAJE A JOHN KEATS EN EL 223 ANIVESARIO DE SU NACIMIENTO: 31/10/1795 - 31/10/2018


La luz se torna azul, como si de repente todo hubiese dejado de ser real y mis sentidos acabasen perdidos dentro de uno de mis sueños. Miro el jardín a través de las cortinas de la habitación, y, a pesar de mi malestar, todavía me siento con fuerzas para crear una poesía que sea capaz de atrapar parte de ese reflejo que la última luz de la tarde me envía. «La vida es un reflejo», pienso. Sin embargo, nunca intentamos asir ese efímero destello, sino que más bien nos comportamos como si nuestra existencia se quedara prisionera dentro de la imagen del cristal que solo vemos. Ese es nuestro gran error, porque la verdadera vida huye en apenas un instante, justo el que dura ese centelleo en el que casi nunca reparamos. Yo, ahora busco ese reflejo sin llegar a encontrarlo, y me pierdo como un huérfano lo hace en sus recuerdos. Imágenes que esta vez se depositan en un arca sonoro y oscuro, próximo y terrible a la vez. Mis amigos, junto al doctor Bry, creen que debo abandonar Inglaterra. Un invierno más aquí agravaría mi estado de salud y sería definitivo para mi vida. La tuberculosis que anida dentro de mis pulmones precisa de otros aires, me han dicho. Y lo han hecho en un tono de tal preocupación y zozobra, que ya no puedo borrar de mi cabeza las expresiones de sus rostros. «¿Acaso existe otra solución?», me lamento entre sollozos imaginados, como aquellos que soñé cuando murió mi madre. Esta vez, mi orfandad es fingida, porque ellos lo han pensado todo por mí, como si fueran los tutores de mi desdicha. Incluso han imaginado el lugar donde mi pecho se sentirá más aliviado, porque antes de venir a verme han decidido que viaje a Italia, ya sea por tierra o por mar. Sonrío al pensarlo, porque casualidad o no, también he recibido una carta de Shelley invitándome a pasar el invierno junto a él en Pisa.

Soy víctima tanto de mi salud como de mi situación económica, pero esta, al menos, se resolverá mediante una colecta entre mis amigos y admiradores, aunque yo, en mi intimidad, me permitiré un gesto de libertad cuando le pregunte a Taylor, mi editor, por el precio del viaje y la cuantía de un año de residencia en Roma. A pesar de mis preocupaciones, todo está arreglado, según parece. No iré solo, porque sin necesidad de discutirlo, Haslam ha tenido la idea que sea el joven pintor, Joseph Severn, quien me acompañe. Una propuesta que este ha acogido de muy buen grado. Sin embargo, en mi silencio, yo hubiese preferido que Brown, el hombre más cercano a mí y a mi atormentado espíritu, fuera el designado, pero como yo sabía muy bien esa elección era imposible. Sin necesidad de mirarle, por un momento he pensado en las estrecheces económicas a las que se ha visto abocado después de haber dejado embarazada a su criada; un hecho que, en sí mismo, no le permite un gesto tan heroico hacia mi persona. No obstante, son muchas las casualidades que inciden en este viaje, y una de ellas es que Severn disfruta de una beca de la Royal Academy tras ganar la medalla de oro a la mejor pintura histórica por su cuadro Caverna de la desesperación de Spencer, lo que le deja libre de cargas a la hora de acompañarme en esta tenebrosa travesía, y sin la preocupación de ser un nuevo contratiempo para nadie.

A pesar de todo, esa es solo la parte más pragmática del viaje. «Keats —me digo— abandona esa soflama poética con la que adornas tu desgracia y mírate a los ojos a través de la imagen que te devuelve el espejo. No hay otra esencia más pura que la realidad. No intentes fomentar con versos imposibles la belleza de las derrotas, porque todo será inútil. Ni los dioses del Olimpo ni las musas de los más insignes creadores tienen las armas necesarias para frenar el ardor de tus pulmones. Sangre y fuego juntos, como volcanes subterráneos de magmas incandescentes, que de nuevo, en cualquier momento, ascenderán por tu garganta y más allá de tu boca serán el símbolo de una señal que no quieres ver». Y por un instante pienso que mi estado de salud debe ser peor del que yo creía, porque si la única solución para vencer a la tuberculosis, que poco a poco se apodera de mí, es marchar lejos del invierno inglés y buscar refugio en la soleada Italia, es porque no me quedan más opciones. Me han hablado del doctor James Clark y de sus habilidades para con enfermos como yo que, inocentes, buscan su salvación a través de la poesía. Un poeta es alguien que solo cuenta con su imaginación, y esa no es suficiente para vencer a este delirio exento de pólvora. Me han asegurado que Roma es el lugar perfecto. Allí mi «capacidad negativa» buscará consuelo entre piedras y edificios milenarios decorados con las pinturas más bellas que el hombre haya creado jamás. «Excusa perfecta», pienso. «Y paréntesis sublime para un exiliado del mundo como yo», añado. Y vuelve a mí esa imagen reciente, cuando todos a coro me han dicho, cual tribu de oráculos de sentencias de muerte ajenas: Roma es el mejor refugio para un poeta.

Fanny, no te presté atención mientras ellos estuvieron delante de nosotros, pero cuando se marcharon, lo primero que hice fue pensar en ti. Ahora que de nuevo habíamos disfrutado de las aleluyas del amor, y que nuestras manos se habían vuelto a tocar sin miedo. ¿Qué será de ti cuando yo haya muerto? No sé cómo tengo la valentía de pensar en estas cosas si te lo debo todo a ti. Por ti regresé a la poesía y por ti comencé a soñar de nuevo, entre violetas y jazmines, que nacidas bajo el sol de la última primavera extendieron sus aromas por los amores del incandescente estío. Fanny, aunque no lo comprendas, este viaje es mi última esperanza, una pócima de sabor amargo en la que mis amigos han confiado como la mejor de todas las posibles soluciones a mi situación. Tú sabes mejor que yo que mi actual estado financiero no me permite decirles que no. ¡Si no se vendiesen tan lentamente los poemas de Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas…!, pero según parece, «la impopularidad de mi nuevo libro se encuentra en que las damas están ofendidas conmigo». ¿Qué damas te preguntarás? «Y pensando nuevamente en esto, me siento seguro de que nada hay en él cuya esencia pueda disgustar a ninguna mujer a quien quisiera yo agradar; pero es cierto que en mis libros existe una tendencia a colocar a las mujeres junto a las rosas y las golosinas... en un lugar donde jamás se ven a sí mismas ocupando un puesto dominante»[1].

Pero, ¿qué importan todas estas apreciaciones de gustos y estilos si sé que me voy a morir? Fanny, la muerte es oscura y silenciosa… Fanny, estoy seguro de que comprenderás por qué me aferro a la vida con todas mis fuerzas, aunque en mi solitario interior sepa que se trata de un esfuerzo inútil. Más todavía cuando tú ya no estés a mi lado, por mucho que no compartas mi idea acerca de que mi presencia no te puede hacer ningún bien. Tú tienes que vivir la vida de los vivos y a mí solo me queda padecer el calvario de los muertos.

Desde que me has dejado solo en la habitación, no puedo evitar hacerme la siguiente pregunta: ¿cuál es la más bella de las derrotas?, porque al igual que el agua cristalina acaricia la tierra por la que transita sin dejar apenas rastro de su paso, nuestros besos desaparecerán de nuestra memoria cuando me haya ido a Roma, porque lo harán perdidos buscando el polen de la flor equivocada. Yo al menos lo deseo así, por mucho que sea un contrasentido abandonarte para marcharme lejos a buscar refugio dentro de la cuna del arte. Sin embargo, te juro, que ni el más bello de los lienzos pintados en Roma, ni la más pura de las brisas de una ciudad engalanada con los versos de los más ilustres poetas serán suficientes para borrar de mi memoria la belleza y la profundidad de tus ojos, porque ellos fueron los culpables de que mi corazón latiera de nuevo. Esa especie de sueño sin días ni noches, hizo que ascendiera una vez más a la copa de los árboles, y desde allí, flotara en el limbo de los poetas resucitados. ¿Recuerdas? El tacto…, «el tacto tiene memoria»…, y tu mirada el poder de los deseos imposibles.

Primer capítulo de la novela Los últimos pasos de John Keats (Ángel Silvelo, 2014)  



[1] Frase extraída de una carta escrita por John Keats a su amigo Charles Brown fechada el 14 de agosto de 1820 en CORTÁZAR, JULIO (trad., y n. prel.), Lord Houghton. Vida y cartas de John Keats, Valencia, Editorial Pre-textos (col. Narrativa Clásicos), 2003, p. 305.

lunes, 29 de octubre de 2018

ARTHUR MILLER, EL PRECIO, DIRIGIDA POR SILVIA MUNT EN EL TEATRO EL PAVÓN KAMIKAZE DE MADRID: LAS CRISIS ECONÓMICAS COMO EL FRACASO DE TODOS



Explorar en lo más oculto de uno mismo. En esa parte del alma donde se ubica la traición a nuestras ideas. Al suicidio de los sueños en los que creímos una vez. A la luz de una vida que quisimos que fuera diferente y, que sin embargo… Noche oscura de sueños rotos. Vigila de demiurgos que sólo existen en nuestra imaginación. Recuerdos que van y vienen a nuestro antojo, pero que no se detienen ni espían la verdad. La verdad del mundo. La verdad que existe nada más salir a la calle. La verdad de los otros. Porque nuestros sueños no son los de los otros, ni nuestras vidas sus vidas, ni nuestros hijos sus hijos. Renunciar a todo a lo largo del tiempo es la mayor virtud del fracaso y, en el caso de la obra de teatro El precio de Arthur Miller, es navegar, una vez más, por las profundas y oscuras aguas de la familia, de sus traiciones, de sus rencores, y de sus fracasos. Fracasos que el paso del tiempo acentúa. Rencores que sólo esperan la oportunidad de salir a la luz. Crisis enquistadas que buscan su propio campo de batalla. En El precio es una buhardilla. Un lugar donde los muebles grandes y viejos se amontonan. Donde el polvo y los recuerdos conviven con el odio, las rencillas y el aire viciado de muchos años. En este sentido, la iconografía empleada en el Teatro Kamikaze es tan acertada que su puesta en escena es un elemento más de la obra, por su carácter omnipresente, delatador y narrativo dentro de la tragedia familiar. Todo pende de un hilo, como la magnífica montaña de sillas que parecen que se van a venir abajo de un momento a otro y, cuya provisionalidad, nos habla de ese otro lenguaje de los sentimientos: el del miedo. Sin embargo, los personajes de esta obra, como el mobiliario que tratan de vender o comprar, se muestran reacios a acabar en el fondo del mar como si fueran un pecio. Y luchan. Luchan contra sí mismos. Y contra sus mentiras. Mentiras camufladas en las crisis económicas. Y en la otras. Las propias. Aquellas de las que no se atreven a hablar: de ahí, que las crisis económicas sean el fracaso de todos. De los que se arruinaron, pero también de los que se hicieron ricos, porque si sumamos los beneficios y la pérdidas de unos y otros, el resultado es el vacío.



Al mejor estilo de Broadway, la obra se inicia con música de jazz; una música que vagamente nos recuerda al clarinete de Woody Allen; y con unas imágenes sobreproyectadas que nos hablan de ese otro tiempo del crack del 29. Tan lejano y tan cercano a todos. Versos y rimas de tragedias que no acabamos de digerir y, que como una noria que nunca se para, se repiten una y otra vez, una y otra vez. Aquí, los seres humanos no pasamos de ser esos pequeños ratones que no dejan de empujar las norias de sus vidas. El jazz y el crack del 29 son la excusa y el telón visual, sonoro y antesala de la magnífica escenografía de Enric Planas: por lo sobria, contundente e iconográfica que resulta. Y, porque el menos es más, funciona como la mejor de las maquinarias de relojería. Silvia Munt ya había montado esta obra la temporada pasada en Barcelona y, con gran acierto, decidió dejar el mismo escenario. No ocurre lo mismo con los actores que, de la mano de Tristán Ulloa y Gonzalo de Castro en los papeles de los hermanos que hace treinta años que no se ven, encabezan un reparto equilibrado y contundente, donde la que menos brilla es Elisabet Gelabert. Tanto Ulloa en su papel de hermano pobre policía, como de Castro en el de médico y hombre de éxito, van conduciendo el drama con la fuerza y el empuje que la obra necesita. Eso sí, sin llegar a los puntos álgidos de La muerte de un viajante, pues El precio no los tiene, por eso no podemos hablar de un vacío de interpretación si no de dramaturgia. A los hermanos, esta vez, se les presenta un contrapunto: genial, astuto y cómplice. Un contrapunto interpretado de forma mayúscula por Eduardo Blanco. Perfecto tasador de muebles al que interpreta con la mejor de las virtudes: la de dar vida a un personaje único, y Eduardo Blanco lo hace con generosidad y acierto, complicidad y desparpajo, entrega y realismo.



Dejando a un lado el eterno castigo que suponen para el ser humano y su entorno las crisis económicas, El precio es una magnífica oportunidad de reencontrarnos con aquel que fue un gran cirujano de los sentimientos y la naturaleza humana. En El precio de Arthur Miller se hallan todos los elementos que le dieron fama y prestigio. Y su labor como dramaturgo, siempre está a gran altura, aunque ésta, no sea su mejor obra. Su habilidad para para plantear, desarrollar y finalizar conflictos, le hacen ser un gran mago de los sueños, a pesar que como en este caso, sean anhelos que retratan el fracaso de todos. 

 

Ángel Silvelo Gabriel.

sábado, 27 de octubre de 2018

VICENTE VALERO, DUELO DE ALFILES: EL AJEDREZ COMO EXCUSA PARA VIAJAR A LAS ENTRAÑAS DE LA LITERATURA



El poder de la ficción reside, entre otras muchas circunstancias, en la sensación del descubrimiento que conlleva. Leer es vivir otras vidas, pero también afianzar aquello en lo que uno cree, con el agravante —en este caso— de que uno no llega a ser consciente de sus infinitos límites a la hora de explorar el alma humana. Límites que no sólo nos proporcionan la literatura en sí, sino que se reafirman en el viaje, la metaliteratura, la fusión entre realidad y ficción, y esa sana curiosidad que nos lleva a meternos en aquellas vidas y lugares que nunca antes nadie reparó en ellas. De ahí, que la literatura y su capacidad de descubrimiento, sean en sí mismas una especie de alumbramiento. Y luz es lo que cada vez más necesitamos en los territorios de tinieblas en los que nos desenvolvemos. En este sentido, tanto la luz como la libertad que le proporciona al escritor el innato poder que representan los recuerdos sobre su obra, están muy presentes en este Duelo de alfiles, una novela que su autor, Vicente Valero, define como de viajes. No obstante, no debemos confundir tal definición como novela de aventuras o de periodista viajero, porque nada más lejos de esa realidad se encuentra el gran encomio y acierto de la última novela del escritor ibicenco, que se sirve de una de sus pasiones, el ajedrez, para mostrarnos a cinco grandes escritores de finales del siglo XIX y principios del XX en pequeños avatares de sus vidas que, sin embargo, para su autor tuvieron gran trascendencia, tanto en sus vidas como en sus obras. Por tanto, en Duelo de alfiles estamos ante el ajedrez como excusa para viajar a las entrañas de la literatura. Como ya hizo en Los extraños o El arte de la fuga, Vicente Valero se cuela por la rendija que nadie antes ha penetrado, para darnos una gran lección de las relaciones y dimensiones que existen en el espacio exterior e interior de los escritores y su trascendencia. Hay en cada uno de estos cuatros retratos (Bertolt Brecht, Frank Kafka, Nietzsche y Rilke), cinco si añadimos a Walter Benjamin, esa necesidad de búsqueda de la luz y la superación de la frustración creativa a la que todo artista se enfrenta. Y Valero nos la muestra en cuatro capítulos que podrían representar cuatro partidas de ajedrez con sus diferentes aperturas y finales; unas partidas donde siempre subyace la casualidad que existe tras cada viaje. Gracias a esa capacidad de narrar, Valero apoya sus relatos en anécdotas que, en principio, no parecen trascendentales, pero que nos hacen un dibujo certero y único de los episodios vitales de los escritores que retrata. Y que como buen pintor de semblanzas que es, nos disecciona en unas no menos interesantes disquisiciones filosóficas y literarias sus accidentadas vidas entreguerras, lo que nos traslada a ese otro complicado territorio de las comparaciones y las confrontaciones. No es una casualidad, en este caso, los lugares comunes que recorren los cinco autores ni su presencia en un mismo lugar un mismo día sin que ellos sean conscientes de esa cercanía; una cercanía anónima en ese instante, pero relevante y trascendente en el devenir de los tiempos. Esa, sin duda, es otra de las grandes labores de orfebrería literaria que ha llevado a cabo Valero a la hora de darle a este novela metaliteraria el dogma de referencial a pesar de su corta extensión en el número de páginas. Nada falta y nada sobra en esta obra narrativa; una obra dotada con los elementos suficientes para hacerla única y especial.



Desde un estilo narrativo sencillo, que busca romper la monotonía de las grandes descripciones, pero con el acierto de una escritura pulcra que te hace buscar más allá, Valero vuelve a demostrarnos su gran capacidad para construir historias y relacionarlas entre sí, como si todas ellas formaran parte de ese gran ajedrez que es el mundo y que, él, nos ha acercado a través de cinco figuras literarias esenciales, tanto para él como para la historia de la literatura. Y todo ello, macerado con el gran poder evocador que tienen los viajes. Y así, Duelo de alfiles se nos presenta como un todo donde el ajedrez es la excusa para viajar a las entrañas de la literatura.  



Ángel Silvelo Gabriel. 

domingo, 21 de octubre de 2018

LA BUENA ESPOSA DE BJÖRN RUNGE: LA DIGNIDAD A LA QUE NO VENCE EL ÉXITO



¿Existe una noticia mejor para un escritor que recibir la llamada de la Academia Sueca para informarle de que ha ganado el Premio Nobel de Literatura a toda su carrera? Quizá ninguna, o quizá sí, si esa noticia logra convertirse en un algoritmo capaz por sí solo de poner en orden todas y cada una de las renuncias que una buena esposa ha tenido que sufrir a lo largo de su vida personal, conyugal y literaria. En este caso, como en tantos otros, la autocensura al final acaba transformándose en una peligrosa curva que no somos capaces de trazar y que nos lanza sin remedio al fondo del precipicio. Un precipicio desde el que observamos como un esplendoroso arcoíris se transforma en un espantoso nubarrón. Desde ese punto de vista, en el que la dignidad vence al éxito sin más, parte La buena esposa. Un film con un toque abiertamente feminista y muy bien capitaneado por una soberbia Glenn Close, que se erige como una de las hermanas Brönte del siglo XXI; y, también, con un marcado planteamiento teatral en la concepción de las escenas y la trama que nos recuerda a los dramas misóginos del dramaturgo sueco August Strindberg. La ciudad de Estocolmo, en uno y otro caso, se erige como la espectadora muda de la tragedia. Observadora y fría, blanca y pulcra, como la mejor de las traiciones griegas.



La buena esposa es la enésima oportunidad para que Glenn Close se alce con el Oscar en la próxima edición. Si bien, la película no está a la altura de tal distinción, ni tampoco de la actuación magistral de la actriz norteamericana, porque ella, por sí sola, eleva la calidad del film a una gran altura. El repertorio de sus miradas, gestos, y la sutileza inicial y firmeza posterior a la hora de mantenerse firme antes de ceder al golpe maestro que lo derrumba todo, están al alcance de muy pocas actrices, y ella, sin duda, lo está. Esta historia de renuncias silenciosas y de grietas tapadas en el tiempo bajo la cotidianeidad de una sociedad que en demasiadas ocasiones ha obviado el talento de las mujeres, es el escenario perfecto para que el enorme talento actoral de Glenn Close brille con luz propia; una talento que tiene enfrente a Jonathan Pryce que, a pesar de su solvente y robusta actuación, no llega a la brillantez de su pareja en el film. Algo que también le sucede a los flashback —por lo poco que aportan, ya que vamos siendo conscientes de la situación final antes de que esta llegue— a través de los que se nos cuenta la historia personal y profesional de un matrimonio que, con el paso del tiempo, representan como nadie a la dignidad a la que no vence el éxito.



Ángel Silvelo Gabriel. 

martes, 16 de octubre de 2018

HA NACIDO UNA ESTRELLA DE BRADLEY COOPER: INTENTANDO ATRAPAR EL RECUERDO DE LOS BUENOS TIEMPOS



Existe la posibilidad de dibujar líneas en el horizonte y, también, existe la posibilidad de alcanzarlas para descubrir que aquello que buscábamos no se encuentra allí, tras la línea del horizonte, sino dentro de uno mismo. Es ahí, en el lugar que algunos denominan como alma, donde se halla la materia gris del artista capaz de transmitir lo que casi nadie llega a sentir, vivir o comunicar. Esa faceta del arte y el artista es la que la distingue del simple talento, pues éste se puede atesorar con el tiempo, la práctica o el empeño, y sin embargo, el duende o el alma del verdadero artista ni se ve ni se toca, sólo se presiente como aquellas experiencias únicas que la vida nos brinda a lo largo de los años. Experiencias vitales, unas y otras, que nos dejan marcados para siempre. Algo parecido es lo que le ocurre a Jackson Maine, el cantante de country interpretado por Bradley Cooper. Un alma atormentada y en continúa huida, tanto de sí mismo como de los demás. En no pocas ocasiones a lo largo de la película, el semblante, la soledad y la tortura que acompañan a Maine nos recordaron a otros genios de la música española como fueron Antonio Vega o Enrique Urquijo, sólo por poner dos ejemplos. Quizá, porque la tiranía en la que crece el talento sólo es apaciguada por el hambre que produce en el artista la huida. La creación, en muchos casos, es el resultado más dañino de la autodestrucción, y ese es un reflejo que, en este film, se plasma muy bien de la mano de Cooper, siendo su versión contraria la de Ally, una Lady Gaga sorprendente tanto en su actuación como actriz, como en su magistral faceta como cantante, pues su voz es un huracán pleno de fuerza y múltiples matices —todo un descubrimiento más allá de los clichés previamente establecidos—, lo que convierte a Ha nacido una estrella en una experiencia extraña por lo sorpresivo de la misma —por más que sea la tercera adaptación del clásico de Wellman—, y por lo inesperado que nos resulta, pues el relato de la primera hora de la cinta es inmejorable: por el ritmo, por cómo está narrada y rodada, y por esa efectiva puesta en escena musical de las canciones que interpretan Bradley Cooper y Lady Gaga, tanto solos como a dúo. Si sorprende el nivel interpretativo de Lady Gaga no es menos increíble el alto nivel como cantante de Cooper, amén de sus buenas maneras como director, donde es capaz de rodar un final digno de los grandes del cine.



Ha nacido una estrella es la perfecta combinación entre una comedia romántica que surca las aguas del drama y el musical con una solvencia que llega a los espectadores que, en ocasiones, no salen de su asombro por el acierto de una película en la que no todo es brillante, es verdad. Quizá, la segunda parte, donde se nos narra la decadencia y caída de la estrella del country es más plana tanto en la concepción de la parte musical como en el relato, en el que por otra parte, asistimos a la narración de todos los vicios intrínsecos a la industria de la música con sus prolongadas zonas de sombra —alcohol, drogas y manipulación del artista—. Alejándonos del resto de las adaptaciones, podemos decir que la versión de Bradley Cooper es plenamente actual y retrata muy bien esa entelequia que es atrapar el recuerdo de los buenos tiempos. Del mismo modo que hay que resaltar la más que sobresaliente banda sonora como temas rítmicos o baladas que en las manos de la guitarra de Cooper y en la voz de Lady Gaga lucen por sí solos, a lo que hay que unir su cuidada producción, y donde también se nota la gran diferencia que existe entre las canciones de la primera parte —pues les salen del alma—, y las de la última parte, por lo aburridas y repetitivas que nos parecen, y que estamos hartos de escuchar en las radio-fórmulas.



Si por una parte siempre recordaremos la potencia vocal de una espléndida Lady Gaga en su faceta musical, tampoco podremos olvidar el rictus de cansancio vital que transmite Bradley Cooper en muchas partes de la película, donde cielo e infierno se dan la mano de una forma sorprendente. Y entre esas luces y sombras que nos depara la vida, Ha nacido una estrella, es capaz de lanzarnos un chorro de luz tan potente que todavía nos hace creer que merece la pena luchar por aquello que deseamos. Ya sea por el éxito profesinal, o el amor de nuestras vidas.



Ángel Silvelo Gabriel. 

jueves, 11 de octubre de 2018

LAS TEODORAS, ESCRITA Y DIRIGIDA POR HUGO PÉREZ DE LA PICA E INTERPRETADA POR CHELO VIVARES: MENSAJES DE VULNERABILIDAD E INOCENCIA ATRAPADOS EN EL LABERINTO DEL TIEMPO



La luz se muestra egoísta con aquellos grandes olvidados por la obcecación de la lujuria que existe en el éxito. Como si arremeter contras las telarañas del tiempo que penden del techo fuese algo pernicioso o prohibido. No es fácil dedicarse a explorar los recuerdos, porque igual que los que yacen depositados en un arcón, éstos nos deparan sorpresas y se detienen en objetos que nos devuelven imágenes perdidas en el transcurso del tiempo. Esos olvidos, sin embargo, son los culpables de devolvernos mensajes de vulnerabilidad e inocencia que creíamos atrapados en el laberinto del tiempo. Un laberinto sin salida. Un laberinto caprichoso que reta a nuestras más firmes convicciones. Un laberinto, en definitiva, todopoderoso que nos envuelve hasta hacernos reír, llorar, gritar o huir. Ese caleidoscopio de emociones es el que envuelve a la obra de teatro Las Teodoras, escrita y dirigida por Hugo de la Pica e interpretada por una formidable Chelo Vivares. Las Teodoras, de algún modo, somos todos y cada uno de nosotros, pues los nietos de hace mucho tiempo fuimos los hijos de ayer y los padres de hoy en una amalgama sucesoria imposible de detener. En este sentido, Hugo de la Pica reivindica el papel de las cómicas del siglo XX español de una forma tragicómica y dándonos a entender que el poder del teatro también está en las luces y sombras con las que nuestras actrices han defendido su profesión. Cargada de penurias, frío y hambre unas veces, incomprensión y olvido en otras, pero sin dejar de estar vivo y presente en cada momento ese duende que cada una de ellas llevó dentro. Este homenaje que el autor ha querido hacer a Criste Miñana, madre de Chelo Vivares y actriz de mediados del siglo XX, surge de las múltiples conversaciones que autor y actriz mantuvieron a lo largo de los años, lo que proporciona a la obra de teatro ese tesón tan entrañable y conmovedor que se traduce y visualiza en las múltiples situaciones y épocas que aborda, y que van desde los años 40 a los 70. Un simpar juego de imágenes que Hugo de la Pica ha sostenido con un texto que deviene en el alto nivel interpretativo de una magnífica Chelo Vivares. Un lujo que el director de la obra no ha desperdiciado, porque ha brindado a Chelo Vivares la oportunidad de mostrarnos los múltiples y geniales registros interpretativos que posee, a cual mejor, la verdad. Esa variedad se acompaña de una sencilla puesta en escena que, como siempre, en el Teatro Tribueñe es muy efectiva y se comporta como un perfecto manto que cubre a toda la obra. Las imágenes proyectadas sobre el espejo, que también hace las veces de biombo, nos depositan en una encrucijada reversible del tiempo, en un perfecto vaivén que avanza y se retrotrae como un perfecto abanico que se abre y se cierra sin darnos cuenta.

Mención aparte merece Chelo Vivares, muy emocionada al final de la representación por el regalo que Hugo de la Pica le ha proporcionado al crearle este papel donde da vida a su madre. Chelo Vivares es la viva representación de la experiencia sobre el escenario. Es solemne, cómica, tragicómica, irónica, burlona, actriz sobre actriz, cantante, mulata, mística, hija, esposa… y así hasta un infinito e interminable número de registro. Chelo lo es todo. Diosa y bruja. Amante y esposa. Hija y madre. Chelo lo es todo porque pocas actrices como ella pueden serlo tras una vida dedicada a la interpretación. El manejo de los tiempos, el verbo y los silencios permanecerán siempre en nuestra memoria, pues son y serán imborrables. 

Las Teodoras le sirve al Teatro Tribueñe como excusa para celebra su 15 aniversario desde que abriera sus puertas en el año 2013 y, sin duda, acierta con esta puesta en escena que retrata tan bien lo que hemos fuimos, somos y seremos. Todo ello impregnado bajo mensajes de vulnerabilidad e inocencia atrapados en el laberinto del tiempo.

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 9 de octubre de 2018

COLD WAR DE PAWEL PAWLIKOWSKY: EL AMOR Y SUS ZONAS DE SOMBRA






Hay una intrínseca necesidad en el amor de poseerlo todo. El tiempo y el espacio. Los temores y la pasión. La incertidumbre y el sosiego. Esa necesidad es tan agobiante que lo anula todo. Anula hasta ese resto formado por el mundo y sus alrededores. De ahí que la distancia, en el amor, sea un territorio brusco e inexpugnable, en el que los errores son olvidados y en el que el universo de las emociones toma forma y fuerza. El amor no entiende ni de barreras ni de fronteras, porque vive de ese imposible que es la sinrazón. Porque sinrazón es amar a aquel que no nos corresponde. O amar a aquel que se encuentra prisionero bajo la rigidez de un Estado totalitario. La Europa divida en dos grandes bloques que representaron el Este y el Oeste es la otra sinrazón a la que se enfrentan los protagonista de Cold War; una historia donde no hay espacio para lo superfluo, pues todo surge como si estuviésemos presenciando un milagro. La imposibilidad del amor y sus consecuencias, en Cold War, se convierte en la posibilidad de convivir con el fracaso rodeado de unas imágenes fílmicamente bellas; imágenes únicas como pocas veces es posible ver en el cine actual. La cámara de Pawlikowsky se deja llevar y se enfrenta a ese juego de brumas, de blancos y negros, y de fundidos que nos acercan de una forma inigualable al amor y sus zonas de sombra. Los soldados, las fronteras, ese cigarrillo mil veces encendido o el abandono durante una interminable espera, se convierten en los mejores espías de unos sentimientos que creíamos tener olvidados, por lo auténticos y honrados que nos parecen. La desnudez del amor y sus trágicas consecuencias no nos dejan margen a la duda: Cold War es una película única.


Sin embargo, Cold War también se convierte en un sinsentido que lucha contra la historia de la época en la que se desarrolla. Historia política. Historia de revanchas y traiciones. Historia situada en un territorio de minas incontroladas que te impide ver a la persona que amas cuando tú más la necesitas. En este caso, esas ausencias impuestas y totalitarias, convierten al amor en la mayor de las fuerzas capaces de luchar contra ese imposible. Pawlikowsky se sirve de ese decorado de la primera época de la guerra fría, y de la opacidad del estalinismo, para mostrarnos la imposibilidad del amor que no sólo lucha contra los sentimientos, sino que también lo hace contra las ideologías políticas y sus muros. Muros infranqueables para cualquiera menos para unos amantes que van y vienen con la intensidad del movimiento de un péndulo que gana fuerza y tragedia con cada vaivén. Esta sincronía entre arriba y abajo tiene la peculiaridad de que nos va dejando el rastro único y genuino de las grandes obras. A cada fundido en negro Cold War nos va ganando con esa sensación de dolor y belleza que nos perturba los sentidos sin poder evitarlo, porque la potencia visual de muchas de las escenas, encuadres e imágenes que Pawlikowsky ha filmado, son la mejor expresión de ese grito de pasión desmesurado que se apodera de cada uno de nosotros ante lo auténtico y lo verdadero. Las imágenes en blanco y negro y su formato en forma de cuadrado, los arrebatos expresivos de una hipnótica Joanna Kulig en el papel de Zula y el hieratismo de Tomasz Kot no dejan lugar a la duda: Cold War es la máxima expresión del amor. Del amor y de sus zonas de sombra. Sombras que persisten en la distancia y en el tiempo. Sombras que se apoderan del universo de unos amantes incapaces de renunciar el uno al otro por mucho que les cueste estar juntos. La melancolía que se apodera de Zula cuando está lejos de Polonia, en ese París del jazz y los clubes nocturnos, sólo es comparable a la magia de Myriam Mezières en Una llama en mi corazón de Alain Tanner. En Cold War, asistimos atónitos a esa pasión que, en ocasiones, nos proporciona el valor suficiente para dejarnos caer pegados a la pared de un precipicio que sólo dentro de nosotros tiene sentido.


Cold War es una bella obra de arte que seduce por su planteamiento, por sus imágenes y por el tratamiento pulcro y limpio con el que Pawlikowsky entiende el cine de autor a secas; un cine que rebosa la belleza de todo aquello que en principio nos parece imposible de llegar a conseguir y que, sin embargo, está al alcance de nuestra mano a poco que cambiemos nuestro punto de mira. La realidad de esta película es árida por el tiempo y la forma en la que transcurre, pero también es robusta y tenaz en su necesidad de salir una y otra vez de los socavones a los que se precipita sin más argumento que el que viene intrínseco en la pasión con la que cada uno de nosotros vive su particular historia de amor. Sus aristas, sus dobleces y sus zonas de sombra son una magnífica huida de lo cotidiano; esa red que nos atrapa y no nos deja ser libres. No deberíamos olvidar que no hay mayor libertad que aquella que posee nuestro corazón, porque en ella sólo se encuentra radicada la verdad más pura, por inexplicable, por insólita, por auténtica. Esa verdad que no requiere de más matices que el amor verdadero. Ese con el que somos capaces de fundir nuestros cuerpos y nuestros sentidos más allá de esta vida.





Ángel Silvelo Gabriel.


martes, 2 de octubre de 2018

TEATRO TRIBUEÑE: PROGRAMACIÓN OTOÑO 2018

TEATRO TRIBUEÑE

TEATRO DE REPERTORIO

PROGRAMACIÓN DE OTOÑO

Ay cómico de mis fueros
que acampa por esos lares
deseo que Dios te ampare
tan muerto me vivís luego

– Hugo Pérez de la Pica–

ESTRENO EN TRIBUEÑE


DOMINGOS DE MUSICAL


TRIBU DE POETAS DEL MES


lunes, 1 de octubre de 2018

FLEUR JAEGGY, EL ÚLTIMO DE LA ESTIRPE: EL LENGUAJE POLIFÓNICO DE LOS UNIVERSOS CERRADOS


La naturaleza humana dispone de diversas membranas que cada uno de nosotros usamos para acercarnos o separarnos de los demás. En este caso, los personajes de los relatos de Jaeggy se adentran o escapan de su entorno, o bien de una forma terrorífica o atroz, o bien tras el manto de una felicidad difuminada en el tiempo, relacionando de ese modo aspectos de la vida que se encuentran muy distanciados entre sí. Esta es una manera de afrontar la realidad mediante ecos que perturban la memoria de sus protagonistas y la del lector que se acerca a ellos, como si todo se redujera a un lenguaje polifónico de universos cerrados por los que la autora vierte todo su talento literario para forzarnos a experimentar, una vez más, ese malestar que nos incita a seguir leyendo sus textos. En este sentido, la virtuosa escritora de las frases cortas, de las palabras punzantes que te dejan sin aliento, o la interventora del miedo y el silencio, se luce en los relatos cortos jugando a su gusto con las palabras, como si las propias palabras pareciese que careciesen de importancia; un efecto literario que se difumina cuando se llega al final de la historia narrada y, ahí, éstas se rebelan y nos demuestran su valía y su acierto, porque ahí, también, es donde el miedo se convierte en luz y en sangre a la vez, tal y como ocurre en el cuento que abre esta recopilación, Soy el hermano de XX, en el que el silencio del muerto reconvertido en palabra escrita se recrea en el eco de las palabras, de los recuerdos y de la ausencia o no necesidad de ambas, pues el objetivo es dormir, dormir cuanto más mejor.

La familia y la infancia aparecen con fuerza, una vez más, en el subconsciente literario de Jaeggy para atraer hacia sí esa fuerza perturbadora de su escritura, donde la búsqueda de las palabras en soledad bajo la cúpula oscura de la noche se convierte en poemas bajo la intemperie de una pequeña máquina de escribir, al modo que ocurre en Nedge. O como sucede en el relato que da título a la recopilación, El último de la estirpe, donde la frase: «le parece que la memoria poco tiene que ver con el recuerdo» nos lleva a la familia, a los rencores y a los recuerdos voluminosos que, como un rimero de libros, se desploman sobre el protagonista. Aquí la desdicha, el terror y la muerte se dan la mano y lo hacen cargadas de desesperación. En otras ocasiones, sus personajes entablan una comunicación directa con los peces del acuario de un restaurante; unos peces que más tarde acabarán en los platos de los comensales —terror y sangre fría afilados al máximo—; o con los personajes de los cuadros de un museo como sucede en La visitante, donde la realidad se transforma en un sueño en el que la visitante al Museo Arqueológico de Nápoles percibe cómo las obras de arte toman vida propia y abandonan su realidad en dos dimensiones, a pesar de que en el fondo sepan que todo ese mundo es una mera  renuncia: «han llamado tres veces antes de entrar. Sin decir sus nombres. Se había cumplido la ceremonia de la no existencia. No deseaban otra cosa que la renuncia». Por otra parte, también existen en este recopilación ese otro tipo de relatos donde Jaeggy se muestra inflexible con la fe y la religión y, así, en Agnes, la autora establece una comparación entre el rito de la muerte de Jesús y su crucifixión, con el amor que la protagonista vive con Agnes, una chica más joven que ella y, que, a pesar de su inocencia, es capaz de llenar su vida de luz, sexualidad y flores. De nuevo, el final nos reporta a la tenacidad de los recuerdos y a esa ambivalencia que tienen los objetos que nos pertenecen, pues es en los otros, donde representan los símbolos de nuestra posesión. En este ámbito religioso se desenvuelve el cuento titulado Adelaide, en el que asistimos con toda su crudeza a un fresco de una familia pintada con los colores del terror, la sangre, la furia y la destrucción. ¿Qué hacer con aquél que sobra en la mesa a la hora de cenar? Y a partir de aquí, el tono siniestro de Jaeggy se adorna con el toque tétrico que para la autora tiene la religión católica.

En El último de la estirpe asistimos de nuevo a la exploración por parte de su autora, Fleur Jaeggy, de la relación existente entre las palabras y sus recuerdos, y la evocación que esa relación provoca en un léxico cerrado, agónico y mágico, quizá, porque pertenezcan al lenguaje polifónico de los universos cerrados a los que la autora nos traslada como si fuésemos ese hijo al que una madre lleva cada tarde a un acantilado, con la única esperanza de que cuando sea mayor se muestre capaz de precipitarse al vacío en un día de primavera.  

Ángel Silvelo Gabriel.