Atrapados en nuestro propio laberinto igual que Cíclopes de un solo ojo que han perdido el rumbo y van en una única dirección. Y todo, por ese oscuro artificio del azar que representa la vida no vivida. Una vida que nunca pensamos que tendríamos que experimentar, pero que es la vida tal y como es y no cómo nos la imaginamos. Esas falsas ensoñaciones, sin embargo, traen consigo cambios accidentales provocados por las erupciones dormidas en el letargo del tiempo. Relámpagos vitales que siempre están esperando su momento: el de la venganza. Pues esa venganza es la que parece que albergan los personajes principales de esta última novela coral de la escritora inglesa Tessa Hadley que, bajo el artificio de la calma y la falta de falsos efectismos, nos presenta con una majestuosidad doliente —y a veces perversa—, las auténticas dimensiones del yoísmo y sus ambages. Un lenguaje, el del yo, que no solo identifica a un gran porcentaje de los seres humanos en la actualidad, sino que además, los retrata como auténticos robots de carne y hueso. Máquinas sin más alma que la vertida sobre los demás. Esos otros yos que conforman la parte pública que ellos en su interior creen que no son, pero que adheridos a esa corriente tan común en nuestra sociedad como es la hipocresía, refuerzan los vínculos de pareja, amistad y familia sin remordimientos. Christine y Alex por un parte y Lydia y Zachary por otra, son arquetipos de personas que matan gran parte de su vida en buscar y rebuscar en el fondo de sus entrañas sin saber muy bien aquello que quieren. Y de esa anulación del verdadero deseo, surgen otros anhelos, aquellos que les llevan a ejercer su yoísmo sin remordimientos, pues el propio deseo, al fin y al cabo, es el que cuenta. Con esa aparente fachada de libertad, Hadley retrata la vida conyugal de las parejas consolidadas y de los miedos y fantasmas que las poseen, determinando una suerte infinita de posibilidades donde ya se han esfumado la lealtad al otro, o la fidelidad al juramento que en un momento de sus vidas les llevó a compartir sus destinos.
Lo que queda del día se asemeja mucho a esa tenue luz de final de verano que se cuela tras las cortinas de las ventanas de las casas y las llena de reflejos, si queremos irreales, pero que son como figurantes que nos hablan de nuestras vidas y sus consecuencias. Reflejos que no tienen miedo, al fin, a conocer la verdad. Una verdad que ilumina esos aspectos del alma que estaban a oscuras esperando que alguien los enfocara. De ese desconocimiento surgen otras vidas. Distintas. Inesperadas. Posibles. Vidas que son el soporte en el que nos sustentamos para reiniciar de nuevo a ese yo que llevamos dentro creyendo que esta vez será diferente. De ese auto engaño también nace la posibilidad de llegar a ser otro. Ese otro que se revela como una nueva tiniebla que juega a convertirse en pura luz, aquella que nos alumbre el nuevo camino.
Tessa Hadley nos propone con una aparente sencillez, en Lo que queda de luz, la naturaleza escondida que se refugia tras las relaciones interpersonales. En este caso, de la clase acomodada británica: libre ya de la sociedad victoriana, pero inmersa todavía en la esclavitud que representa el manejo de las emociones. Un estigma que nos deja sin palabras cuando tenemos que hacer frente a lo inesperado. Esos accidentes vitales que pueden venir representados por la muerte, la pérdida de confianza o la infidelidad. Rasguños que unos y otros tratamos de tapar con falsas esperanzas, aquellas que nos crean el yoísmo y sus ambages.
Ángel Silvelo Gabriel.