martes, 25 de febrero de 2020

MÓNICA OJEDA, NEFANDO: UN LENGUAJE POLIFÓNICO DONDE EL GRITO FUE HECHO PALABRA



Tirarnos a una piscina. Buscar el fondo. Y explorar el silencio bajo sus aguas. Allí, donde nos atrevemos a “mirar de frente a las mandíbulas abiertas”. Fieras que desean devorarnos porque saben que no somos víctimas fáciles de engullir. Allí, donde los ojos cerrados y la respiración estancada en la abominable oscuridad del terror que solo existe en una habitación-cocodrilo son nuestras señales de identidad. Allí, donde el grito se hace palabra. “Y lo que no se ve o no debe ser dicho encuentran su verdadero sentido”. Allí, donde el grito y su posibilidad de transformarse en palabra son la única opción. Palabra hecha agua. Redentora y Asfixiante. Agua transformadora del dolor y la forma de mirarlo. Agua transparente que en nuestras conciencias deviene en habitaciones-cocodrilo que lo engullen todo. El presente y el pasado. El dolor y el placer. La agonía y la redención. En esa necesidad de nuestro deseo a la hora de colonizar la experiencia del otro es en la que Mónica Ojeda ha construido Nefando. Nefando, un videojuego creado como un sinfín de gritos vertidos sobre el silencio. De la noche. De lo que no se ve. De lo que no debe ser dicho. De lo no visto. De lo no dicho. Como un juego exterior-interior existente en cada uno de los seis personajes de esta novela que traspasa las líneas invisibles de nuestras mentes y sus conciencias. Del deseo y el terror que se afianza como una liberación del alma que, atormentada, está sujeta a las reglas de un cuerpo que en ocasiones ni conocemos ni deseamos. Cuerpo-prisión. Cuerpo-deseo. Cuerpo-terror. Cuerpo que transita por la mugre de un mundo que no visualizamos. Como tampoco lo hacemos con el dolor que solo nosotros sabemos que nos hace daño. Ese, sin duda, es uno de los aciertos de esta novela y de su autora. Novela-difícil. Novela-dolorosa. Novela-única. Como único es mirar al dolor desde la valentía del que sabe que no saldrá ileso del intento. Dolor íntimo y perverso. Dolor sobre uno mismo y sobre el otro. El otro que ya no es un reflejo, sino la puerta que nos lleva hacia el abismo. A la derrota. A la destrucción. A la muerte.



Nefando es una cacofonía de la vida interior y de los miedos que nos comporta, no solo aceptarla, sino retarla. Vida de estragos y sexo. Sangre y cuerpos lamidos. Penetraciones anales y canibalismo. Decapitaciones animales y pornografía que solo existe en la deep web. Infierno de contraseñas liberadoras. Acertijos sin resolver. Y vidas que alientan un deseo desde la pedofilia. Cómic sin héroes. Pornografía sin reglas. Ciencia ficción sin platillos volantes. Todos ellos conforman un juego que no existe. ¿Acaso existe la zona oscura? Aquella que no nos atrevemos a mirar o admitir. El lenguaje polifónico de los personajes de Nefando nos arrastra hacia ese otro que creemos no ser y, sin embargo, late dentro de nosotros. Todos llevamos un monstruo dentro que se mece bajo las notas musicales de Daft Punk o Gorillaz. Todos exploramos en alguna ocasión la sonrisa del deseo de un hombre-cocodrilo que lo abarca todo en la noche-oscura del deseo incontrolado y liberador. Límites que no conocen fronteras. Límites que necesitan de una voz: el silencio. Un silencio reconstruido a base de una prosa poética indestructible: «Lo que se escriba aquí tiene que ser más importante que el silencio...» Arrolladora y violenta: «El erotismo es violento como la naturaleza». Herida por el deseo: «El deseo se parece a cientos de pájaros estrellándose contra una boca cerrada». Una prosa poética que se olvida de respirar bajo el agua para crear otros mundos y otros valores. Donde la lealtad hacia uno mismo es la necesidad de realizar un viaje hacia las entrañas de una habitación tamizada por las noches sin luz. Una prosa poética que busca a la vez lo bello y lo horrible: «la diferencia entre lo bello y lo horrible es la misma que la de adentro y afuera del baúl: ninguna».



Mónica Ojeda ha creado en Nefando una suerte de adivinanza sobre lo nunca escrito. Territorios salvajes que no vírgenes. Territorios sacralizados que son atravesados por el deseo más impulsivo y las noches plagadas de luciérnagas: «En lo innombrable hay imperios de luciérnagas». Pulsiones incontrolables como lo no creado: «Lo revulsivo merecía ser articulado; alguien debería ensuciarse en el lenguaje para que los demás pudieran verse». Un lenguaje polifónico donde el grito fue hecho palabra.



Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 21 de febrero de 2020

LA VIGENCIA DE JOHN KEATS EN EL 199 ANIVERSARIO DE SU MUERTE EN ROMA: LA FUERZA DEL VIENTO ME LLEVA HACIA TI, PERO LO HACE EN CADENCIAS CORTAS



No era de noche. Apenas las ocho de la tarde. Pero ya se perfilaban las primeras sombras de la penumbra que anunciarían su muerte. Sombras aletargadas en la brisa del cercano Tévere y perdidas entre las siluetas de las escasas personas que a esas horas todavía cruzaban la ciudad de Roma a través de la Piazza di Spagna. Había silencio y oscuridad en el entorno. Y calor y dolor en el segundo piso de la Casina Rosa donde Joseph Severn velaba las últimas horas de vida del poeta romántico inglés. Exiliado, a su pesar, en las herrumbrosas fachadas de la ciudad eterna. Y lejos de su amada Fanny Brawne. Un amor que le impidió leer las cartas que le escribió desde Londres, entre nebulosos y bucólicos recuerdos de su paseos por el bosque de Hampstead. O entre la complicidad de unas paredes que caían bajo el influjo de un deseo nunca resuelto: «La fuerza del viento me lleva hacia ti, pero lo hace en cadencias cortas. A mi paso voy acariciando flores con un gesto apenas perceptible, porque no quiero romper el silente equilibrio de la naturaleza. Sigo buscándote, aunque en mi camino me entretengo meciendo las hojas de los árboles, y por un instante me convierto en el dios Céfiro, viento del oeste que trae las suaves brisas de primavera y de principios del verano. En este viaje siento que la naturaleza me pertenece y que a través de ella te encontraré a ti, como una mariposa se posa sobre la flor adecuada o como un pájaro deposita sus finas patas sobre la rama que sabe que le va a ayudar a cantar a la llegada del alba. Me siento ligero, y soy capaz de apreciar que mi alma no pesa, porque se asemeja demasiado a una liviana alevilla que vuela a merced de la brisa de las últimas tardes de primavera. Eso es lo que soy cuando te busco, una mariposa que transita entre jardines de flores silvestres que anhelan solo un breve contacto.»

                                        

La grandeza de su heroica muerte descansa en la plenitud de la derrota de las causas perdidas. Ancestros del éxito contra los que el poeta luchó con todas sus fuerzas y, poco a poco, asumió como parte de una existencia maldita marcada por la tuberculosis y una obra poética por descubrir y reconocer. Luchar, cuando sabes que nada cambiará para salvarte de tu aciago destino, fue su leitmotiv. Un discurso manchado de sangre y lujuria poética y amorosa. «Yo deseo lo imposible», dijo el poeta. Un mandamiento que describe muy bien la necesidad de salvación de un alma joven y libre. Profunda y honesta. Rebelde y tenebrosa. Una naturaleza, la de la imposibilidad, que se funde en un campo sembrado de margaritas. Símbolos de la espontaneidad de la belleza y su efímero resplandor. John Keats luchó contra sí mismo y contra ese rasgo inacabado que fueron su vida y su obra. Y lo hizo con el entusiasmo de la búsqueda de la belleza. A través de sus poemas. A través de sus odas. Magníficas composiciones líricas que nos hablan de lo sublime y lo fugaz del mundo que nos acoge. De la perpetuidad de los sentimientos y la poesía. De lo unívoco que es encontrar el otoño, para bajo su símbolo, crear todo un universo. En la palabra, y su fuerza, Keats encontró el refugio de aquellos a los que nadie percibe, pero de los que nadie se olvida. Amor condenado a las cenizas. Olvido rescatado del propio olvido. Y firmeza en la lucha contra el paso del tiempo, universalizan su mensaje y el ímpetu de su obra poética que, como pocas, lucha contra lo imposible. «A veces, es preferible vivir tres días de amor y pasión igual que si fuéramos mariposas en verano..., o como rosas que solo vivirán un día antes de que les acoja el sueño de los pasos perdidos». Pasos perdidos que a John Keats le sorprendieron una fría noche de invierno. Un 23 de febrero de 1821, cuando todavía nadie conocía quién era aquel que mandó escribir sobre su tumba un epitafio tan delator como éste: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua», a la vez que soñaba su propia muerte cuando oía el ruido de la Fontanna della Barccacia de Bernini procedente de la Piazza di Spagna. O deliraba en su propio sudario de dolor y sangre cuando exclamó: «¡Ya noto cómo crecen las flores sobre mí!», a la vez que observaba las que estaban pintadas en el techo de la habitación en la que le acogió el sueño eterno. Justo antes de que Fanny, sumergida en su dolor, expresara: «la fuerza del viento me lleva hacia ti, pero lo hace en cadencias cortas.»



Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 16 de febrero de 2020

EXPOSICIÓN DE BILL VIOLA, ESPEJOS DE LO INVISIBLE EN LA FUNDACIÓN TELEFÓNICA: LAS VENTANAS DEL ALMA



Exorcizar el mal. O el demonio que nos habita. Purificar el alma a través de la meditación o con la interiorización de uno mismo que se tropieza con nuestra esencia, o la esencia de la vida. Pulsar ese botón oculto y que sin saber por qué salta cuando algo nos llega a ese lugar inhóspito y siempre escondido que llamamos alma. Explorar nuestros límites para enfrentarnos de alguna forma al paso del tiempo que va desde nuestro nacimiento a nuestra muerte. Límites de realidad sensorial apartados de ese mundanal ruido que nos atrapa y nos fagocita sin remedio. Ese es el registro y gran secreto de esta exposición —y de su carrera artística— de Bill Viola titulada Espejos de lo invisible, donde una vez más nos enfrentamos a sus composiciones de videoarte. Unas propuestas que van desde sus inicios a creaciones recientes, y que nos vuelven a mostrar ese camino de muerte y resurrección del ser humano mediante espacios inhóspitos o inaccesibles. Posturas imposibles y expresiones que en nuestro día a día nos pasan desapercibidas, y que todas ellas, dan pie a esa necesidad de limpiar y purificar el alma con un sistema de espiritualidad en ocasiones muy cercano a lo religioso —pues no nos puede pasar desapercibida esa iconografía tan potente de crucificados y resucitados que tan bien interpreta el artista norteamericano a la hora de hacernos llegar a lo más íntimo y profundo sus propuestas— que nos acerca al mito de la purificación que, por ejemplo, se ve muy bien en la composición Tres mujeres, donde el agua no es solo un elemento purificador sino que también representa el espejo en el que reflejarse e intentar conocerse a uno mismo. Espacio de lágrimas y sensaciones, e hilo transmisor del sentimiento humano de pureza. Pureza de ida y vuelta. Esa exaltación de los límites del ser humano que practica Viola nos sumergen en un lenguaje universal, pues las imágenes lo son. Imágenes sin texto. Imágenes rendidas al poder de la intimidad más absoluta que, en la Fundación Telefónica, se transcriben en espacios oscuros: amplios en unas ocasiones y en forma de pasillos en otras, desde los que podemos percibir con tiempo y calma los múltiples gestos y las sensaciones que éstos provocan en unos actores ralentizados hasta la extenuación con un slow film a prueba del paso del tiempo y de las múltiples manifestaciones de los sentimientos que se nos muestran. Sentimientos que, de otra forma, no percibiríamos, y que Bill Viola sabe muy bien que es donde se encuentra la esencia de su arte. Un arte que nos enseña las ventanas del alma.



La Fundación Telefónica ha estructurado esta muestra dando un claro protagonismo a los espacios que se contrarrestan muy bien con las proyecciones que vemos y, de paso, nos permiten contemplarlas desde el anonimato y el recogimiento que todas ellas requieren. Los diferentes tamaños de los vídeos y sus distintas profundidades o luminosidad juegan el papel de acercarnos en todos ellos a la esencia del mensaje y también a romper con la monotonía de la exposición, pues nos permiten acercarnos y alejarnos a las imágenes de una forma libre y sencilla. Bill Viola, de esa forma, juega con sus actores y sus contrarios en forma de agua, tierra, viento y fuego. Y también con la capacidad del espectador a la hora de percibir de una forma clara y directa aquello que se nos transmite. Bill Viola ve aquello que nadie ve. Es el mago que nos acerca lo que creemos que no existe para ofrecernos la oportunidad de verlo, y sobre todo, sentirlo, porque su arte es un arte de la exaltación de los límites del ser humano a través de los sentimientos. No en vano, sus creaciones se asemejan mucho a las ventanas del alma.





Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 14 de febrero de 2020

RAFAEL CHIRBES, EN LA ORILLA: LA VIDA PERDIDA



Hay silencios que solo rompen los extraños, aunque éstos sean las cañas de un pantano cuando las cimbrea una brisa de aire. Oquedades habitadas por esos otros que nunca fuimos, o mejor dicho, que quisimos ser. Oquedades descubiertas por el implacable paso del tiempo, el mayor tirano que viaja pegado a nuestras vidas. Silencios con forma de olvidos. Olvidos que yacen a la intemperie. En el silencio que aborda a la nada. En el crepúsculo del último rayo de sol. En el letargo del fin del mundo. Un mundo que mañana ya no estará para nosotros, pero que seguirá siendo una máquina de destrucción masiva. De vidas. De sueños. Y de múltiples razones reconvertidas en sinrazones. Un mundo que, más tarde, rebuscará en aquellas vidas anónimas como una retroexcavadora que nos sacará de donde nos dejaron para depositarnos en un vertedero. El de los hombres-sin cara. Sin vida. Sin pasado. En el vertedero de aquellos que no dejarán huella en el camino y a los que nadie echará de menos, porque forman parte de los hombres que se diluyeron por el desagüe de la codicia, la lujuria, la avaricia y la falta de escrúpulos. Hombres-sin vida más allá de la vida perdida. Vida olvidada por el presente, como los calendarios de las gasolineras que nadie se ha molestado en quitar, o como los carteles de se vende que nadie sabe quién los puso. En la Orilla, la última novela que su autor Rafael Chirbes vio publicada en vida y que recibió tanto el Premio de la Crítica como el Nacional de Narrativa, nos muestra con agilidad y crudeza el reverso que subyace tras los desastres que nos muestran los informativos cada día. Derrumbes con nombre y apellidos. Sueños rotos y rencores que nunca acabarán de sanar, porque nadie se ocupará de repararlos, son en esta novela-época el testigo directo de lo que nunca debió ser, pero sí ocurrió. Envuelto en mordaces diálogos, monólogos intensos y descripciones tan oportunas como antológicas, Chirbes nos presenta el universo de la locura que se apoderó del mundo en una época donde todo nos parecía poco. Poca comida. Poca lujuria. Poco dinero. Poca droga... Poca vergüenza. Como dijo el propio autor, sus personajes le fueron dados por los gobiernos de turno en la desaforada turbulencia de la feria del “y yo más”, que se produjo antes de la inevitable crisis financiera mundial que, de una u otra forma, nos hubiera devorado tal y como lo hizo la que lo zarandeó todo. El presente y el pasado. El futuro y su gloria. La integridad y los deseos volaron por los aires en un instante, tan efímero, como las bases en las que todos ellos se sustentaban.



En la orilla relaciona muy bien esa época, con unas más que acertadas idas y venidas del presente al pasado y viceversa, que nos permiten entrever perfectamente lo qué éramos o quisimos ser con lo que en verdad acabamos siendo. Un sima, personal y colectiva, que por muchas veces que nos la planteemos nunca acaba de calar en nuestra forma de entender la vida y el mundo. Al contrario que Delibes, que dio voz y vida a unos personajes marginales de pueblo e hizo de ellos unos héroes que dejaron de ser anónimos, Chirbes nos presenta una serie de personajes también anónimos, pero en su final. Un final sin heroísmo alguno, pues ellos también fueron parte del engranaje que lo destrozó todo. Unos personajes que revisan sus vidas y contradicciones. Sueños de juventud y fracasos de madurez. Que por mucho que puedan decir aquello de “que me quiten lo bailao”, ahora se muestran arrepentidos en el derrumbe, el propio. Un fracaso que es más por causas propia que ajenas, por decisiones propias que de otros, y por circunstancias unívocas más que plurales. Ese eco de última hora que les asiste antes de dar el último suspiro, se convierte en una saeta de muertos vivientes que fracasaron en lo esencial, porque, quizá, lo esencial es ser fiel a la integridad y a uno mismo. Una integridad que va de no dejarse llevar por los cantos de sirena que todos vemos y oímos en nuestro día a día. Ser fiel a uno mismo es difícil, antes y ahora, porque esa postura siempre te lleva a la soledad. A la incomprensión del otro y de los otros. Y a la confrontación con aquellos que nos rodean y sin darnos cuenta nos destruyen. Chirbes, consciente de todo ello, se aisló en su casa y construyó su propio universo literario en localizaciones que no existen en la realidad pero que son tan reales como la vida misma. Solitario en su carácter. Lento en su trabajo. Y concienzudo en su idea y su proyecto literario, Chirbes y su obra seguirán estando presentes cada vez que alguien se quiera acercar a la buena literatura ensamblada con las pinceladas de un realisno nada mágico, pero sí lleno de magia, por lo oportuno, certero y vivaz que se nos presenta, pues todos y cada uno de sus personajes y voces se asemejan mucho a ese reflejo del pantano que, en forma de lámina de plata, nos devuelve el sol de la tarde cuando con su luz roza su superficie acuosa. Un falso y bello reflejo bajo el que se depositan los muertos, escombros y desechos de una sociedad que no se atrevió a descubrirlos y se conformó con asistir al espectáculo desde la orilla. Allí donde la verdadera vida es un vida perdida.   



Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 11 de febrero de 2020

EXPOSICIÓN RODIN-GIACOMETTI EN LA FUNDACIÓN MAPFRE DE MADRID: LA SOLEDAD DEL INDIVIDUO FRENTE AL FRAGMENTO COMO DISCURSO NARRATIVO



Hombres de perfil. Hombres matéricos con las bocas abiertas que se enfrentan a otros hombres-pájaro. Hombres, donde la fragilidad es su característica dominante. En, Rodin, cargados de robustez y contundencia frente a la fragilidad y minimalismo de un Giacometti y, con un elemento común entre ambos, como es la busca de la soledad del individuo frente al fragmento cono elemento narrativo. Uno y otro, Rodin y Giacometti, afligidos por la transparencia y vivacidad de las emociones: dolor, angustia, tensión, alegría, soledad, escapismo, que se traducen en la fuerza de lo inacabado y la preponderancia de la repetición. Repetición en busca de una perfección que no llega…, y que nunca llegará. Y contra esa lucha anónima, acerca de la búsqueda de lo imposible, la huella de los artistas sobre sus obras. Señas de una identidad que perdura en el tiempo y fagocita al anonimato. Diálogos entre la materia y la distancia que marcan los personajes de uno y otro artista sobre un espacio colectivo y visitable como ocurre en Los burgueses de Calais, que permiten al observador introducirse en el espacio de la obra de arte para experimentar su expresividad dentro de ella, tal y como hizo Giacometti en 1950 en el parque Eugène Rudier en Vésinet. Espacios que no siempre se nos muestran al ras de suelo, sino también aupados sobre pedestales. Pedestales que dan a sus obras la preponderancia del mito, de los dioses en sus inalcanzables tronos. Dioses de perfil, como en le caso de Giacometti, donde sus espigadas figuras del hombre-perfil se asemejan a las ramas de un árbol que nacen de las raíces (pedestal) que las sustenta. Ramas que, en ocasiones destacan por su desproporcionalidad. Y que, en Rodin, son en sí mismos la propia materia, como si busto y pedestal fueran una misma unidad.



La exposición Rodin-Giacometti en la Fundación Mapfre de Madrid es un relato acerca de los sentimientos del ser humano y sus múltiples capacidades de expresión. Un relato que se nos muestra en forma de ruta de sensaciones que van, desde la robustez de la presencia en la obra de Rodin, a la fragilidad del minimalismo figurativo de Giacometti. Una obra, la de Giacometti, que fue definida por Jean Genet como: “Los guardianes de los muertos” por la orientación hacia la reducción que tienen muchas de su figuras-hombre que, en ocasiones, nos permiten visualizarlas como cabezas planas reducidas a los dos planos. Un efecto que nos hace perder la espacialidad de la tercera dimensión. Un efecto, donde ese ojo que todo lo ve, tiene que transportar el sentido de su obra para aportarle la totalidad de su significado, pues a poco que nos desplacemos alrededor de ellas, asistiremos a su fascinación por la relación entre el movimiento y el espacio que alcanza su máxima expresión en su serie El hombre que camina. Un movimiento al que Rodin impregna a su obra con la contundencia y perversidad de movimientos casi imposibles.



Otra faceta creativa que abarca la exposición, y que puede resultar menos interesante de cara al espectador, es la cantidad de figuras inacabadas que se exponen y que nos dan las coordenadas del trabajo de cada uno de los artistas a la hora de llegar a la solución definitiva de cada pieza y, de paso, nos hablan sin cortapisas de la importancia del trabajo previo y la repetición como señas de identidad de sus trabajos. Trabajos concienzudamente plasmados en diferentes fases y materiales que van desde el papel, a la arcilla para acabar en el bronce o el mármol. Señas de identidad que nos hablan desde la frescura y la contundencia a la hora de plasmar la soledad del individuo frente al fragmento como discurso narrativo.



Ángel Silvelo Gabriel.