«Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú…». Atrás se quedaron las neblinas de mi añorada Inglaterra, como atrás se quedó tu amor terrenal. Todo son recuerdos y apenas quedan experiencias. ¿Acaso existe la poesía? ¿Y los poetas? ¿Y el más puro de los caminos hacia el amor? Fanny, esta luz que me envuelve en la ciudad de Roma me hace pensar que estoy dentro de un cuadro. Severn y yo le llamamos enajenación pictórica, y le echamos la culpa a Vermeer y a su luz. Aquí, en el dolor de mi enfermedad, también tenemos tiempo para la exhaustividad del observador, para la pureza de los sentimientos y para la ternura del amante. Tú, que desconocías la fuerza y el poder de la poesía y las rarezas de los poetas hasta que te encontraste conmigo. Tú, el joven Keats, poeta, pobre y enfermo, que tras su mirada perdida esconde el mayor de los tesoros: sus poemas. Esas fueron tus primeras palabras cuando rompiste la barrera de la razón y accediste a pasear de mi mano por la grieta que te precipitó sobre lo desconocido. La poesía en sí misma es un arma en apariencia nada dañina, pero poco a poco se engancha a nuestro corazón hasta convertirse en el imán que toda joven como tú, Fanny, necesita para no separarse de mí.
La distancia, lejos de exiliarme de la melancolía, me sumerge en ella, y me dejo llevar por la mera contemplación, ¿acaso qué es la poesía sino contemplación? Nada es en vano en esta ruta de sentidos puros, ni siquiera mi mirada cuando se posaba sobre tu belleza y se convertía en algo inmaterial como un epitafio. El tiempo ya no importa, sino solo la contemplación de la belleza, como el más virginal de los sentidos que nos desplaza a un lugar donde todo es efímero, hasta la vida…
Desde la estancia en la que me refugio bajo el signo de la soledad y el silencio, muchas veces me distraigo observando la verticalidad de las escalinatas que llegan hasta la iglesia de la Trinitá dei Monti, y me parece que definen muy bien mi vida, estrecha en lo económico y angosta en la salud, pero plena en lo artístico. Entonces, saco el libro que siempre me acompaña y leo una de mis odas: «la belleza es verdad, y la verdad belleza. – Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra». Esa contemplación de la belleza es la que quiero que me acompañe hasta el final; un final cierto y cercano, al menos yo lo siento así. Por eso, cada vez que me vence el desaliento, miro por la ventana y caigo rendido ante la plasticidad lineal de las escalinatas de la famosa Piazza di Spagna romana que, como un enigma sin resolver, me proponen dos alternativas: una, la meta de su cúspide culminada con un templo religioso; otra, el inicio de su arranque en la fuente de la plaza. Esa dicotomía juega con mi temple y me embarga en esta empinada morada, pero, ¿qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo? «… no viviría en brillo solitario suspendido en la noche…». Cada día que pasa me siento con menos fuerzas, y mi espíritu ya no se puede permitir disfrutar de la belleza que le rodea. Si acaso, en un último esfuerzo, se refugia en la búsqueda de una libertad que le libere para siempre de este sufrimiento, pero de momento, solo es capaz de convivir con la soledad que le embarga en la ciudad de Roma.
«¡Ah, Soledad! Si contigo por fuerza
he de vivir,
que no sea entre la maraña selvática
de lóbregos edificios; escala conmigo
allá
—atalaya de Natura— donde la hoz,
sus cuestas floridas, la crecida
cristalina de su río,
se abarcan en un palmo; déjame que te
vele
bajo el ramaje, donde el raudo brinco
del ciervo
espanta a la abeja posada en la
campanilla.
Mas aun si sigo feliz contigo estas
escenas,
es la dulce plática con una mente
limpia,
cuyas palabras son imagen de un pensar puro...»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.