lunes, 26 de octubre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (VIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: BRIGHT STAR #JohnKeats200aniversario


«Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú…». Atrás se quedaron las neblinas de mi añorada Inglaterra, como atrás se quedó tu amor terrenal. Todo son recuerdos y apenas quedan experiencias. ¿Acaso existe la poesía? ¿Y los poetas? ¿Y el más puro de los caminos hacia el amor? Fanny, esta luz que me envuelve en la ciudad de Roma me hace pensar que estoy dentro de un cuadro. Severn y yo le llamamos enajenación pictórica, y le echamos la culpa a Vermeer y a su luz. Aquí, en el dolor de mi enfermedad, también tenemos tiempo para la exhaustividad del observador, para la pureza de los sentimientos y para la ternura del amante. Tú, que desconocías la fuerza y el poder de la poesía y las rarezas de los poetas hasta que te encontraste conmigo. Tú, el joven Keats, poeta, pobre y enfermo, que tras su mirada perdida esconde el mayor de los tesoros: sus poemas. Esas fueron tus primeras palabras cuando rompiste la barrera de la razón y accediste a pasear de mi mano por la grieta que te precipitó sobre lo desconocido. La poesía en sí misma es un arma en apariencia nada dañina, pero poco a poco se engancha a nuestro corazón hasta convertirse en el imán que toda joven como tú, Fanny, necesita para no separarse de mí. 

La distancia, lejos de exiliarme de la melancolía, me sumerge en ella, y me dejo llevar por la mera contemplación, ¿acaso qué es la poesía sino contemplación? Nada es en vano en esta ruta de sentidos puros, ni siquiera mi mirada cuando se posaba sobre tu belleza y se convertía en algo inmaterial como un epitafio. El tiempo ya no importa, sino solo la contemplación de la belleza, como el más virginal de los sentidos que nos desplaza a un lugar donde todo es efímero, hasta la vida… 

Desde la estancia en la que me refugio bajo el signo de la soledad y el silencio, muchas veces me distraigo observando la verticalidad de las escalinatas que llegan hasta la iglesia de la Trinitá dei Monti, y me parece que definen muy bien mi vida, estrecha en lo económico y angosta en la salud, pero plena en lo artístico. Entonces, saco el libro que siempre me acompaña y leo una de mis odas: «la belleza es verdad, y la verdad belleza. – Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra». Esa contemplación de la belleza es la que quiero que me acompañe hasta el final; un final cierto y cercano, al menos yo lo siento así. Por eso, cada vez que me vence el desaliento, miro por la ventana y caigo rendido ante la plasticidad lineal de las escalinatas de la famosa Piazza di Spagna romana que, como un enigma sin resolver, me proponen dos alternativas: una, la meta de su cúspide culminada con un templo religioso; otra, el inicio de su arranque en la fuente de la plaza. Esa dicotomía juega con mi temple y me embarga en esta empinada morada, pero, ¿qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo? «… no viviría en brillo solitario suspendido en la noche…». Cada día que pasa me siento con menos fuerzas, y mi espíritu ya no se puede permitir disfrutar de la belleza que le rodea. Si acaso, en un último esfuerzo, se refugia en la búsqueda de una libertad que le libere para siempre de este sufrimiento, pero de momento, solo es capaz de convivir con la soledad que le embarga en la ciudad de Roma. 

«¡Ah, Soledad! Si contigo por fuerza he de vivir,

que no sea entre la maraña selvática

de lóbregos edificios; escala conmigo allá

—atalaya de Natura— donde la hoz,

sus cuestas floridas, la crecida cristalina de su río,

se abarcan en un palmo; déjame que te vele

bajo el ramaje, donde el raudo brinco del ciervo

espanta a la abeja posada en la campanilla.

Mas aun si sigo feliz contigo estas escenas,

es la dulce plática con una mente limpia,

cuyas palabras son imagen de un pensar puro...» 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 21 de octubre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (VII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: LA POESÍA COMO MISTERIO #JohnKeats200aniversario



“El viento que me da en la cara me proporciona una sensación de libertad que ya solo siento a través de otros. Mi imaginación en estos momentos es incapaz de liberarme de todo aquello que me ata a la vida más real. Sin embargo, esta percepción que me proporciona el aire que roza mi rostro no es baladí, porque sé que también es la culpable de que transite más deprisa que nunca hacia un definitivo y seguro final. A pesar de todo, mientras voy subido en el caballo, no soy consciente de ello porque me parece que estoy inmerso en uno de mis sueños imposibles, como imposible es mi curación... 

...«La poesía como misterio», pienso. Y me dejo llevar por los vericuetos intransitables de la vida soñada; una experiencia que me aleja de mí y de mi mutilado cuerpo. Atravieso la fina tela de la realidad para llegar a un lugar donde no existe el tiempo; un lugar en el que la belleza es como un manto divino que me cubre los sentidos, dotándolos de un poder infinito. Cuando llego a este punto de ensoñación, mitad perverso mitad mágico, siempre me acuerdo de Shakespeare: «¡la carrera de Otelo ha dado fin!», porque lo que yo he dado en llamar capacidad negativa «no es sino la posibilidad de perder la identidad de la realidad para poder convivir con el misterio, y eso lo aprendí de él». Mi poesía es subjetiva y fragmentaria a partes iguales, y está interesada en la naturaleza y en el yo, tan intensa como desesperadamente. Mi identidad como poeta se refugia en la intimidad a través de mis ansias de libertad, mis frustraciones amorosas, mi fantasía y mi angustia vital. Ahí es donde se establece una confrontación entre placer y dolor, justo la que me arremetió cuando compuse las odas. Durante esos días me encontraba en un proceso cuya evolución se movía entre «el estado de indeterminación y el sentimiento de fracaso que me suponía reconocer mi limitación tanto humana como artística». El poder de mis palabras era la única arma a mi alcance con la que podía contar para enfrentarme a esa sensación de abandono y derrota que se instalaba en mí cuando terminaba un poema. Me sentía como si una parte de mí se hubiese desprendido de mi cuerpo y, a la vez que iba creciendo por dentro, menguaba por fuera. Ese juego de contrarios es en el que siempre se ha movido mi proceso creativo, del que nunca he llegado a comprender esa dualidad mortal entre creación y destrucción. 

«Me duele el corazón, y un sopor doloroso aturde

mis sentidos, tal si hubiera tomado cicuta

o bebido un pesado narcótico hace tan solo

un minuto y me hubiera hundido en el Leteo:

y no por sentir envidia de tu feliz destino,

sino por el exceso de alegría que infundes

cuando, dríada de alas ligeras de los árboles

en algún escondite melodioso

de frondosos abedules y sombras incontables,

al estío le cantas con voz resuelta y plena.» 

Ese gran esfuerzo que me supone hacer frente a la negación de la realidad se desmorona en un breve instante, justo cuando me bajo del caballo; instrumento de libertad pasajera que, no sé por qué, intuyo que más pronto que tarde lo será de desgracia. Todavía no acierto a adivinar si únicamente se debe al traqueteo del equino, pero en el corto camino de regreso a casa, mi cuerpo ha dejado de comportarse como debiera, de una forma que me anuncia que ya no es de este mundo. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 14 de octubre de 2020

DELPHINE DE VIGAN, LAS LEALTADES: LA NÁUSEA QUE NOS ALEJA DE LOS OTROS


 

Hay diferentes formas de vomitar la vida. Alguna de ellas la percibimos como el mayor logro posible. Un logro que nunca fuimos capaces de soñar. Otras, sin embargo, requieren de la espeleología del miedo. La incertidumbre. Y la náusea. La náusea que nos aleja de los otros. Esos espacio de soledad que se reproduce una y otra vez dentro de nuestras cabezas como los ecos traidores y asesinos que representan el vómito que nadie entiende por mucho que lo perciba o lo vea. Hay sigilo en la autodestrucción, y en la expiación de la lealtad. Lealtad como culpa. Y también como lazo de amor hacia aquello que es intangible, y que ni tan siquiera nosotros logramos entender. Enfundados como estamos en una pátina de aislamiento que nos distancia del mundo. No hay nada más perverso que el miedo a tocarse y reproducir en un gesto todo un sentimiento. Sentimiento profundo e inane el del amor que se nos escapa entre la manos o nos condena al ostracismo de una sociedad que desprecia al distinto. A ese otro que ni tan siquiera reivindica su propia identidad, sino que tan solo busca algo de consuelo ante la extrañeza que le produce ese mundo que no entiende. Un mundo que, en la adolescencia, nos sitúa en el borde de  la barandilla que nos asoma al precipicio de la indiferencia y de la búsqueda de ese yo que nos haga entender que vivir sigue mereciendo la pena. Théo y Mathis, dos de los cuatro protagonistas de Las lealtades, se aferran al alcohol para diseminar su náusea en un campo de batalla repleto de algodones sobre los que desfallecer sin miedo a hacerse daño. Algodones que, sin embargo, a ellos no les sirven para mitigar el dolor que sus familias y su entorno les infringen. O esa indiferencia de unos padres que nunca sabrán por qué los concibieron, o para qué los trajeron al mundo. Las lealtades es un espacio de trincheras. De padres e hijos. Del pasado y su deriva en el presente. Del miedo y sus consecuencias. ¡Qué fácil sería entenderlo todo desde la luz de la esperanza, o el brillo de la felicidad incombustible que nunca se acaba, y sin embargo… 

Delphine de Vigan nos sumerge en un mundo donde las fronteras de lo inhóspito no existen, pues todo se asemeja a un espacio en destrucción. Mediante un estilo contenido, breve y explosivo, consigue mostrarnos la desnudez de dos adolescentes ante aquellas incógnitas que no saben despejar, sin que por ello se muestren débiles a la hora de mantenerse firmes en sus afectos que, como los expone la propia autora a la hora de definir las lealtades en el inicio magistral de la novela: «Son lazos invisibles que nos vinculan a los demás —lo mismo a los muertos que a los vivos—, son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas… Son las leyes de la infancia que dormitan el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos… y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños». La lealtades es una novela física en el sentido de la corporeidad de sus personajes y su evolución a lo largo de la historia que nos es narrada. Son almas rotas y personas que tropiezan con todo aquello que se les pone delante, incapaces de sortear ese cúmulo de obstáculos que se les presentan en su día a día. Vómito. Sangre. Alcohol. Ropa sucia. Alimentos que se pudren en un plato olvidado. Silencios que nunca se agotan…, van recorriendo las páginas de una novela que en ocasiones nos recuerda al modo que la gran Marguerite Duras tenía de abordar la autoficción en su obra. Las lealtades y su estilo, nos obligan a parar y a reflexionar sobre aquello que estamos leyendo. Una vez más, la literatura como reflexión, se vuelve tanto adictiva como trasgresora. Impune e impúdica. Atroz y reveladora. Las lealtades se nos presentan, de este modo, como una antorcha que está a punto de provocar un incendio. Incendio de llamas que no buscan una purificación, sino un final a la náusea. La náusea que nos aleja de los otros. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 12 de octubre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (VI) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL TACTO TIENE MEMORIA #JohnKeats200aniversario

 


Roma. Los jardines y el mirador del Pincio. Un lugar desde el que observar la cuna del arte a través de la melancolía.                  

«¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime o simplemente una evasión temporal de la experiencia?». Me siento bien, lo suficiente como para hacerme este tipo de preguntas. El aire tibio de Roma parece que ha mejorado mi estado de salud, lo que, unido a la deslumbrante belleza de la ciudad, ha hecho que todo parezca nuevo y distinto para mí. Las fuentes, el agua, el cercano Tevere, una escultura o una simple fachada remueven en mí esas sensaciones de bienestar que ya había olvidado por completo. Aunque de una forma moderada todavía, siento cómo las ganas de vivir regresan a mi atormentado ánimo, inestable la mayoría de las veces, pero que ahora intenta abrirse paso por una nueva senda más firme entre tanta incertidumbre. Siguiendo las prescripciones del doctor Clark, que piensa que todos mis males están relacionados con el estómago y no con mis pulmones, hago más ejercicio de lo que en mí era habitual en los últimos tiempos y, aprovechando estos días de bonanza climatológica, subimos por la escalinata de Piazza di Spagna y, ya en la colina, paseamos por los jardines del Pincio. Como le dije a la Sra. Brawne, en una carta que escribí el 24 de octubre en Nápoles y cuyo significado no era el que ahora trato de exponer: «esto parece un sueño…», y hasta la vegetación se muestra compasiva con nuestros anhelos. En los días plenos de sol, aparte de hacernos creer que estamos en primavera, aprovechamos para disfrutar de las inigualables y bellas vistas que la ciudad de Roma nos brinda desde la atalaya que se alza sobre la Piazza del Popolo; terraza de caprichos y victorias, balcón de instantáneas milenarias que han ido mejorando con el paso del tiempo. Miguel Ángel, Rafael, Sangallo… todos ellos escondidos tras sus obras de arte y firmes ante el paso del tiempo. No puedo expresar mayor felicidad que esta, la del artista que presenta batalla y vence al transcurrir de los días. La infinitud dentro de la finitud más exigua. Esta sensación de vivir en una constante eclosión de colores me hace volver a ti, Fanny, cuando te dije: «finjamos que volveré en primavera». Si me dejo llevar por esta inesperada amalgama cromática que se presenta ante mis ojos, en la que los tejados oxidados se funden con el límpido y tenue reflejo azul del cielo que cae como una cascada que impregna de tonos blancos y grisáceos los mármoles de una gigantesca arquitectura, me olvido de nuestra amarga y dura despedida, y me siento con fuerzas para volver a ti; a ese instante en el que tu madre me dijo: «vuelve, vive aquí, cásate con Fanny», y a cuando tu hermana Toots se acercó a mí y, dándome un regalo, me dijo: «te quiero». No hay en el mundo nada más bello y más intenso que ese amor cristalino para devolverme a ti y a tu presencia. Cada día, toco el mechón de tu pelo que guardo dentro de mi último poemario, y a partir de ahí sueño que caigo en un lecho de margaritas, donde el blanco y el amarillo se funden con tu voz:

«Despertaremos y descubriremos que esto es un sueño. Debe haber otra vida, no pueden habernos creado para sufrir así.

—Dudo que volvamos a vernos en esta tierra.

—Entonces, ¿por qué te marchas?

—Porque mis amigos ya me han pagado el pasaje… Hemos tejido una red tú y yo que está sujeta a este mundo, pero ese mundo es de nuestra invención. Debes cortar los hilos, Fanny.

—Sabes que haría cualquier cosa.

—Tengo conciencia.

—Finjamos que volveré en primavera.

—Claro que volverás.

—Viviremos en el campo.

—Cerca de mamá.

—Nuestro dormitorio dará a un huerto lleno de manzanos.

—Y sembraremos un jardín en el que crezcan las flores silvestres.

—Y nos acostaremos cuando el sol aún esté alto.

—Y la luz de la luna entrará por la ventana.

—Y yo te acercaré a mí, y besaré tus pechos, tus brazos, tu cintura...

—Toda entera.

—El tacto tiene memoria.

—Ya lo sé.»

Tu recuerdo y mi promesa estos días se han convertido en el único objetivo de mi vida. Regresar a Inglaterra y volver a verte sería mi mayor felicidad, si es que todavía estoy predestinado a ella. Hasta que llegue ese momento, Severn y yo pasamos las tardes dando paseos junto al joven oficial de la Armada británica, el teniente Elton, convaleciente de tisis. Como puedes ver, no soy el único inglés enfermo que busca entre las paredes de Roma su salvación; un lugar que se presenta ante mí como un sanatorio donde la belleza es la única medicina capaz de curar lo imposible, o donde la palabra libertad resuena en mi conciencia como la más auténtica de las conquistas. Fanny, si no te lo había dicho antes, aunque solo fuese en mis pensamientos, es por ese miedo que se apodera de mí sin causa justificada cuando trato de hacerte alguna confesión que se aleja de ti y de mí, pero en nuestros paseos, es bastante frecuente que nos encontremos con Pauline Borghese, la hermana menor de Napoleón Bonaparte. Ella, al igual que nosotros, ahuyenta sus males andando entre árboles y jardines que le enriquecen la vista y le distraen el pensamiento. Como muy bien nos relató el teniente Elton, Pauline Borghese ha sido una de las mujeres más bellas del Imperio francés, pero a mí, sus tórridas extravagancias no me llaman la atención. Dicen que el escultor Antonio Canova la esculpió semidesnuda tumbada en una chaise longue, con una manzana en una mano y apenas vestida con una túnica que dejaba ver sus pechos, pero que su marido se escandalizó tanto al ver el resultado final de la escultura, que mandó taparla y enviarla a los almacenes de su villa, para que nadie la viera. Pauline es una mujer singular que, a su edad, trata de ganarse el favor de los mortales, ora con una sonrisa que disimula sus grandes dotes para la seducción, ora con un fino sentido de la observación con el que intenta ocultar sus pretensiones que, por otra parte, ya están muy mermadas por su enfermedad. A pesar de todo, siempre se hace adornar de elegantes collares y cinturones que brillan como si fueran de piedras preciosas, y hasta desprende un aroma que define muy bien su pasión por la vida. A mí, sin embargo, ella no me sugiere nada, salvo cuando en su mirada encuentro ese brillo plagado de señales que me hablan del sufrimiento; un sufrimiento ¡que me resulta tan familiar…! Nuestros grandes silencios no impiden que formemos un grupo extravagante y ecléctico, cuyo único afán es el de amar la vida; una vida que para algunos de nosotros pende de un hilo no demasiado fuerte. Ese último destello, donde la belleza lo anula todo, es al que yo trato de asirme con lo que me resta de fuerzas. ¡Qué bello es todo esto, amor mío! Yo creo que es por la luz, que provoca una intensa pigmentación de colores que irradian energía y esperanza a nuestros corazones. ¡Oh Fanny, si estuvieras aquí, a mi lado! ¡Cómo disfrutarías de esa sensación de efímera eternidad que me embarga algunos instantes! A pesar de todo, nada es equiparable a tu mirada, al tacto de tus manos o a tus palabras, que se deslizan sobre mi corazón para darle una pátina de esa esperanza que tanta falta me hace.»

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 8 de octubre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (V) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL MAR Y SUS RECUERDOS #JohnKeats200aniversario

 


21 de noviembre de 1820. Casina Rossa en Piazza di Spagna, Roma. 

“Mi instinto es víctima del caos que me rodea y de la ansiedad que tan pronto se apodera de mí como se va de mi lado. Me encuentro solo en tierra de nadie y, de una forma perenne, tengo esa sensación de estar perdido y no saber dónde me hallo desde que abandoné Londres. Es como un escalofrío que recorre todo mi cuerpo y se comporta a modo de bastón que me acompaña a todas partes, pues no me ha dejado ni un momento en el largo viaje que nos ha traído hasta aquí. Yo le echo la culpa a las fiebres que se alojan en mi cuerpo, pero cuando estoy lúcido, reconozco que el recuerdo de Fanny sigue siendo muy fuerte, y mis sentidos parecen herirse con su propia sinrazón. A pesar de todo, mi voluntad más temprana, justo la que me acompaña nada más levantarme, me lleva en busca de nuevos destinos, y en estos primeros días de estancia en Roma lo primero que hago es mirar al horizonte a través de la ventana. Busco el mar sin saber por qué. Yo creo que todo es debido a los sufrimientos que se apoderaron de mí, y mi débil espíritu, durante el tiempo que duró la cuarentena dentro del navío en el puerto de Nápoles. El resultado de tanta zozobra ha sido que el olor a salitre se ha quedado impregnado en mi memoria. En el silencio que antecede al alba, imagino el sonido de las olas batiéndose contra el Maria Crowther, pero mi esfuerzo es en vano, porque en tierra firme nada es igual. El no poder experimentar el leve balanceo de la nave al despertarme me hace sentir diferente y exento de esa temerosa y desconocida prontitud creativa que me llevó a escribir sin proponerme ninguna meta concreta. No sé si fue la cercanía del Vesubio o el revivir las ensoñaciones épicas que me llevaron a crear Endymion, pero esos días, compuse más poemas que en todo un año de mi vida. El miedo a que fueran mis últimos versos me hizo caer en un trance místico ajeno a mí. Al recordarlo, me parece que todo sucedió como en un sueño, fuera de los límites de mi cuerpo. Pero mi dicha no es completa, porque la memoria que me trae el recuerdo del mar cada mañana me castiga con la nebulosa más absoluta cuando intento describir ese estado febril que en nada se parece al que me invade cuando mi enfermedad se muestra hostil contra mi cuerpo. La única certeza que me ampara es que ese vaivén, junto a la soledad de la noche atrapada por los límites del mar y el cielo, han sido el mejor antídoto contra el dolor de mi alma; un dolor que nadie más que yo reconoce, y que solo se atemperó por el inmenso poder de los recuerdos cuando pisamos tierra cerca de la Isla de Wight donde, una vez más, la poesía me llevó hasta el último confín de mis sueños...

… Aparto la mirada de la ventana, y, con ello, intento engañar al horizonte que, más inteligente que yo, me recuerda que esta vez recibí al otoño en alta mar, en un lugar y de una forma muy distintos a como siempre lo había hecho. Sin embargo, enseguida me doy cuenta de que, a pesar de todo, el otoño se presentó ante mí cargado con su característica y tenue melancolía. ¿De nuevo soy reo de la melancolía?, pero el sonido de los primeros carruajes sobre las calles de Roma me devuelve a esa realidad de la que ansío escapar.” 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 7 de octubre de 2020

SYLVIA TOWNSEND WARNER, EL CORAZÓN VERDADERO: EL AMOR ES SUEÑO



Más allá del mito de Eros y Psique, del destino que nos moldea la vida, o del mundo, que día a día nos destruye con sus falsedades, se encuentra la libertad. Y, también, la proeza de hacerla nuestra. Libertad única e inmutable. Perenne y caprichosa. Aduladora y mágica. Libertad como sensación en forma de viento que recorre las campiñas. Acaricia las flores. Y se deposita en nuestro rostro como una leve caricia. Libertad, que llegado el momento, se funde con el amor. El amor que es sueño, o como diría Calderón de la Barca en La vida es sueño: «la libertad del ser humano es la que configura su vida sin dejarse llevar por su supuesto destino». Ese poderoso mensaje, que se superpone a la más sórdida de las tragedias y a nuestro aciago destino, es el que corona la fábula de esta poderosa novela, donde Sukey Bond, la protagonista de El corazón verdadero, renace como una mariposa que lucha contra el viento que gobierna el mundo y le impide poseer aquello que ama. Luz cegadora la del amor y la de la fe que por sí sola es capaz de mover montañas en su lucha. Amor como metáfora de la pureza que les une, como un lazo invisible, Eric y Sukey. Amor que se manifiesta como el más elevado de los sentimientos. Amor sin ataduras ni límites. Amor que no entiende de convenciones sociales ni tapujos. Amor expresado con la fuerza del que no tiene nada que perder salvo su propia alma en el intento. Alma sin fronteras que salta vallas y atraviesa campiñas, marjales y océanos sin explorar. Amor que deja atrás el barro que ensucia nuestras botas. 

Sylvia Townsend Warner maneja el mito de Eros y Psique con el convencionalismo de la rebeldía, porque al hacerlo suyo, le proporciona la dualidad del reflejo y su dureza. Como duro es ese universo gobernado por hombres y dirigido por mujeres sin más alma que la de la envidia y la mentira que se desenvuelve en la Inglaterra victoriana. Y lo hace bajo el prisma de la narrativa de un nuevo Dickens, a la que Townsend también dota de cierta ironía, humor y crítica social, lo que unido al mundo onírico de los deseos de su protagonista, configuran una obra mágica: por su forma de narrarla y su genialidad a la hora de rematarla, dando de ese modo a toda la historia el mensaje más universal posible, el de la intemporalidad. Como intemporal es el amor y su capacidad a la hora de soñar con lo imposible que expresa su protagonista, Sukey Bond, que no desfallecerá en el intento por más obstáculos que se presenten en su camino. Un camino que, además de permitirle a su autora revisar la imposibilidad del amor presente en el mito de Eros y Psique, le proporciona la oportunidad de darle un matiz ambiciosamente feminista a su obra, sobre todo, si pensamos en el año en el que fue escrita (1927), poco tiempo después de que las mujeres consiguieran ganar su derecho al voto; un derecho que en Inglaterra alcanzaron en febrero de 1918. Un ímpetu reivindicativo, de la posición de la mujer en la sociedad del s.XX, que se extiende a lo largo de toda la novela, y que ya viene reflejado en el inteligente prefacio que la autora escribió 50 años después de su primera publicación, y que nos sirve para visualizar mucho mejor el alcance de sus propósitos y parte de los enigmas con los que están fabricados esta historia acerca de la auténtica verdad del corazón. 

El corazón verdadero es una magnífica alegoría del poder de los sueños. Un cuento de hadas recubierto por la naturaleza más viva y agreste de la campiña inglesa, sus tonos ocres y verdosos, y el poder que la naturaleza posee sobre nuestros sentidos. El color, el olor y la preponderancia de ese perenne entorno geográfico en el que se desenvuelve Sukey Bond es un elemento más de una novela que busca una y otra vez la exaltación lírica del amor. Un amor envuelto en la sinrazón del mundo como si fuera un paquete escondido en un pesado cofre que descansa sobre las profundidades del mar. Un mar que, en ocasiones, es el camino a recorrer y salvar y, que en el caso de El corazón verdadero, es sustituido por los vivos matices que impregnan el ecosistema por el que deambula Sukey. Ese camino sin una traza segura es el que nos advierte del gran espacio de aventura que rige a esta novela, porque de alguna forma, el amor es sueño. 

Ángel Silvelo Gabriel  

domingo, 4 de octubre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (IV) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: ROMA, UN LECHO DE ARTE Y BELLEZA #JohnKeats200aniversario


15 de noviembre de 1820. Casina Rossa en Piazza di Spagna, Roma.
 

La ciudad nos ha acogido bajo una tenue niebla. Ella ha sido la auténtica razón, y no otra, por la que mi visión de este lecho de arte y belleza ha sido camuflada audazmente a mis sentidos.

El destino esta vez ha querido obsequiarme con este manto benefactor que, como el láudano, logra no producirme un mayor desasosiego. Su poder, caprichoso y temerario a la vez, se extiende más allá de la realidad, porque este gigantesco vidrio biselado les impide a mis ojos ver y contemplar y, torpes como los exploradores que han perdido su brújula, se tienen que conformar con imaginar e implorar.

A la hora que nos hemos dirigido hacia la Piazza di Spagna, las calles de Roma estaban vacías, lo que ha incrementado en mí esa sensación de ensueño fantasmal que nos ha acompañado desde que entramos en la ciudad hasta que hemos llegado a nuestro destino. Ese vacío que esta vez yo no he logrado cubrir con la poesía es lo que me ha hecho pensar que, la verdad, como el entorno que nos acoge, es más bien un sueño en el que apenas cabe la búsqueda de la absolución; una absolución que yo siempre he explorado a través de la belleza; una belleza que no es sino la trágica exaltación de la libertad. Sin embargo, ahora esa libertad parece estar poseída por una fuerza sobrenatural, y a mí se me antoja que se ha transformado en el silencio que nos acompaña.

«¿Culpable o inocente?», me he preguntado al bajar del coche. Y sin saber qué responder, me he quedado hipnotizado mirando la majestuosidad que me rodeaba y esa capacidad envolvente que sobre mis pensamientos ha tenido la ampulosa presencia de una arquitectura milenaria y bella en sí misma. Las humildes formas, a la par rectas y angulosas, de la casa donde nos vamos a hospedar caen doblegadas como ínfimos súbditos a los pies de las caprichosas curvas barrocas de la infinita escalinata que se ha presentado ante mí como el acceso más próximo al cielo; por no hablar de la voluptuosidad de la fuente que, a mayor gloria de sus chorros de agua, he visto que sirve de abrevadero a los múltiples animales que pasan por este lugar...

...Pero antes de que el azar me tuviese reservada esta grata sorpresa, el doctor James Clark nos estaba esperando, y Severn, nada más verle, me repitió de nuevo que me abrigara bien antes de apearme del carruaje. Hacía algo de frío, pero era un frío distinto al de Inglaterra. En los días que hemos estado en Nápoles, me he fijado en que incluso la niebla es diferente, ya que apenas avanza el día desaparece por sí sola. Entonces el sol se tiñe de múltiples tonos anaranjados que se difuminan como en una acuarela sobre un cielo color cian que aquí parece tan irreal que no me da miedo. Hay algo en él que me atrae, pero todavía no sé muy bien lo que es, porque enseguida mi mirada se pierde en aquello que de momento permanece firmemente apegado a la tierra, como mis pies que, cada vez más torpes, esta mañana han tropezado con los adoquines mal encajados de las calles de la ciudad de Roma; morada de prístina belleza que me impide regresar a ese otro lugar de «mirada interior» en donde no existen el espacio y el tiempo, y donde a veces es posible alcanzar el verdadero ideal de la contemplación que me lleva a la más pura imaginación. Sí, ya lo dije hace tiempo: «Byron describe lo que ve y yo lo que imagino». Mi estímulo no es otro que la belleza, pero presiento que esta ciudad para mí va a ser como una cárcel, de la que un negro presagio me dice que nunca saldré. Todo lo que me rodea en sí mismo es bello, pero mis manos apenas si son capaces de dirigir al lapicero sobre las hojas en blanco de mi libreta para que retrate todo aquello que la mera contemplación me hace imaginar. Ahora mis manos caen abatidas, y cuando todavía les queda un poco de fuerza se consuelan rebuscando el libro que siempre llevo conmigo en mis bolsillos que, como un salvavidas, acude en su auxilio y en el de mi mortecino espíritu. Ese objeto inanimado y liviano que reposa inocente cerca de mi piel, y no me impide andar, es mi más fiel compañero, pues hace las veces de oxígeno cuando mi necesidad de poesía se vuelve apremiante. Sin embargo, aquí soy un poeta cuyo pensamiento yermo y estéril es incapaz de alcanzar la suprema armonía que exige la composición de los versos de un poema. La inspiración ya solo me llega como respuesta al desasosiego que se apodera de mí cada vez con mayor frecuencia. Esa es la sombra que queda después de mi larga enfermedad. El poeta de «la melancolía inalcanzable» se halla perdido en la mayor y más burda de las desesperanzas y de los desconsuelos. «Estómago que ya no me dejas comer todo lo que necesito, apiádate de mí, para que la fuerza y el ímpetu que necesito regresen a mi lado, y con ellos los poemas que tanto anhelo», imploro. «Si solo veo, ¿qué va a ser de mí?», me pregunto. ¡Roma, majestuosa estancia repleta de plazas y fuentes, museos e iglesias, cuadros y esculturas…! Ya no soy capaz de imaginar aquello que siento.”

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.