La oscuridad que persigue al
deseo sólo es comparable a luz que descubre el éxtasis. La búsqueda de ese
placer sin medida es la narración de un tránsito oscuro, plagado de temores,
miedos, sinsabores y la kinesia de un alma que busca desprenderse del cuerpo
que la amordaza. Baste decir que: «El decadentismo se interesó por plasmar en
la obra literaria una suprarrealidad por vía de la introspección y el
escudriñamiento de un más allá por medio de los sueños y las sensaciones que
dicta el inconsciente». Y ese viaje sin límites y sin final es el que nos narra
de una forma voluptuosa, metafórica y culturalista Gabriele D’Anunnzio
en El placer, una novela que representa como pocas la decadente y
sensual búsqueda de la belleza. Atrapado en esa cárcel de hedonismo que sólo
respira a través de unos sentidos desmedidos y enfermizos D’Annunzio
crea a un seductor —y álter ego de sí mismo—, Andrea Sperelli, que sigue
la estela de otros grandes conquistadores de la historia de la literatura como
el Don Juan Tenorio de Zorrilla o Giacomo Casanova,
sin olvidarnos, por supuesto, de la efigie erótica y sexual de los personajes
más libérrimos del Marqués de Sade, o más recientemente, de la
ironía del decadente Jep Gambardella en La grande bellezza.
E igual que sucede en la película de Paolo Sorrentino, tras este
entramado de deseos, luces y sombras se extiende Roma, y lo hace como ese tapiz
que lo cubre y lo contempla todo. Roma es la escena, el atrezo, la vida y el
aire de El placer. Sus diferentes y exquisitos cielos, sus
celebérrimas fuentes, sus calles adoquinadas, sus carruajes de caballos o esa
pastoril escena de rebaños cruzando sus inmortales vías, son el contrapunto más
sereno por el que Andrea Sperelli sueña y se desespera junto a sus dos
amadas: Elena Muti y Maria Ferres. El amor que manifiesta Sperelli
es un éxtasis cercano al misticismo; un misticismo al que dota de un lenguaje
recargado de largas y minuciosas descripciones, —propias de otros tiempos—, y
que siempre van acompañadas de un exquisito dominio del mundo del arte en sus
diferentes manifestaciones. En El placer, el arte es la
herramienta con la que el narrador explora la vida interior de su protagonista
y el alma femenina, a la que narcotiza con el don de las palabras. Palabras
bellas en sí mismas: insinuantes, acertadas, liberadoras, pasionales y, cuya
melodía, es una nueva manifestación de esa otra partitura superior que es el
placer sin más. Sperelli habla, escribe, pinta y tiene el criterio de
aquellos de derrumban voluntades con el aura que desprenden. Sabe esperar y
atormentarse, pues en esa espera y en ese tormento también está el premio que
oculta el éxtasis del placer, incólume a la virginidad del alma: «Engañar a una
mujer constante y fiel, calentarse con una gran llama suscitada por un
deslumbramiento falaz, dominar a un alma con el artificio, poseerla toda y
hacerla vibrar como un instrumento, habere non haberi, puede ser un gran deleite. Pero engañar sabiendo que se es
engañado es un estúpido y estéril trabajo, es un juego aburrido e inútil.»
Leer El placer es
también rodearse del refinamiento y el lujo de las estancias de unos condes y
duques que viven los años finales del s.XIX bajo el signo de la decadencia y el
hedonismo, sin importarles nada de aquello que se escape más allá de su propia
sombra. El Palacio Barberini con su gran jardín delantero o sus monumentales
estancias, o el Palazzetto Zuccari donde se refugia y reside Andrea Sperelli
—situado a poco más de cien metros de donde murió el poeta romántico
inglés, John Keats años antes— rodeado de obras de arte por
doquier, son sólo unas pequeñas muestras de esa magnificencia con la que D’Annunzio
viste y nos presenta a Roma, ciudad sin par que respira inmortalidad tras
cada esquina, bajo la singularidad de sus calles y monumentos. Todos ellos son
visitados por Sperelli, que se mueve por Piazza Espagna y, que mientras
sube o baja su gran escalinata, observa cómo los obreros arreglan la barccacia
de Bernini. O pasea por El Pincio tras dejar a un lado el reflejo
azul de la última luz de la tarde que desprende la fachada de Trinitá dei Monti
y la majestuosa soledad de su obelisco circunspecto al paso del tiempo, hasta
que llega a Villa Médicis y posteriormente se interna en Villa Borghese, donde
talla palabras de amor a sus amantes en las balaustradas bajo el estilete
literario de Goethe. Y así indefinidamente, pues al otro lado de
la ciudad nos muestra la Via Nazionale, El Tritone, las Quattro Fontane, el
Quirinal y un sinfín de referencias mundanas cargadas con el aplomo que la
inmortalidad y la belleza hacen de El placer un magnífico señuelo
de la ciudad de Roma que, bajo la metafórica y sensual prosa de D’Annunzio
se erige brillante y única.
El placer fue la
primera novela que escribió Gabriele D’Annunzio y, en ella,
explora la necesidad del amor, pero también de su lado más perverso: el odio. Andrea
Sperelli será víctima de ambas mientras vive en la solitaria morada que se
construye; una morada interior en la que se enfrentará a su propia codicia sin
límite, a los celos y a la perversidad del éxtasis que le persigue en la unión
de su cuerpo con el de sus amadas. Ambicioso, culto e insaciable en sus
apetitos carnales y estéticos, no podrá evitar lo inevitable: ser víctima de la
decadente y sensual búsqueda de la belleza.
Ángel
Silvelo Gabriel.