viernes, 30 de diciembre de 2016

LA INVASIÓN DE LOS NEOLOGISMOS.- Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz


Hecho: El español es la lengua oficial de más de 20 países: Argentina, Bolivia (junto con el quechua y el aymara), Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Guinea Ecuatorial (junto con el francés), Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay (junto con el guaraní), Puerto Rico, Perú (junto con el quechua y el aymara), República Dominicana, Sahara Occidental (junto con el árabe), España (junto con el catalán, vasco y gallego), Uruguay, Venezuela.

Hecho: Junto con el árabe, chino, francés, inglés y ruso, el español es uno de los seis idiomas oficiales de la Organización de Naciones Unidas.

Hecho: Tras el chino mandarín, es la lengua más hablada del mundo por el número de personas que la tienen como lengua materna (472 millones). Y la tercera, en Internet.

¿Por qué, entonces, el nuevo diccionario de la RAE ha retirado 1.350 términos antiguos que ya no se usan, pero ha admitido 5.000 nuevos, muchos de ellos procedentes del inglés? Pues, principalmente, por dos causas: porque el inglés es la lengua más usada en Internet (26,3 % del total), a pesar de ser la lengua materna de solo 375 millones de personas, y porque tiene el honor de utilizarse como lengua internacional de la ciencia, lo que da como consecuencia la inevitable importación de muchos términos de ese idioma a todos los demás, incluido el nuestro.

Y es aquí a donde queríamos llegar. Las palabras que no tienen equivalente en español (neologismos) son bienvenidas y necesarias para la evolución del idioma, pero la importación de vocablos para substituir palabras ya existentes sólo empobrece la lengua materna. Desde nuestro punto de vista, la Real Academia Española de la lengua debería tener algo que decir al respecto.

Hasta el momento, los criterios que los académicos han seguido para la incorporación de nuevos vocablos son básicamente dos: frecuencia de uso y tiempo de vigencia. El director del diccionario, Pedro Álvarez de Miranda lo explica así: “La Academia fija la gramática y la ortografía, las normas para hablar y escribir correctamente, pero no puede fijar el léxico. Las palabras no hay quien las gobierne porque los hablantes son los supremos soberanos. La Academia no es un policía que vigile el buen uso del lenguaje, sino que se ha de comportar como un notario que da fe y constata en acta ―en el Diccionario― lo que está ocurriendo y ya es común en la calle. Los académicos no se inventan nada”. No cabe duda de que el lenguaje es algo vivo, en continua evolución, pero alguien debe velar por el consenso, aun a riesgo de equivocarse.

En su último artículo “El neoespañol del aeropuerto” publicado en El País, Álex Grijelmo nos descubre el léxico que emplea un viajero que se acerca al aeropuerto para coger un avión. Pero este panorama no es exclusivo de la navegación aérea: lo encontramos en la mayoría de los ámbitos de la vida cotidiana. A ello han contribuido de forma decisiva los medios de comunicación. Los periodistas se afanan en inventar términos nuevos para ocultar su falta de talento y el inglés es su primera fuente de suministro: attachment (anexo), butear (arrancar), chatear (conversar), clickear (seleccionar), mail (correo electrónico), freezer (congelador), machear (combinar, equiparar), mouse (ratón), printear (imprimir), printer (impresora), spray (aerosol), staff (empleados), post (artículo, opinión), postear (colgar un artículo, opinión)…

Estos son solo algunos de los anglicismos más crudos o barbarismos que hay que evitar. Ante esta plaga, el ciudadano se pregunta cuál es el papel de la RAE y si están cumpliendo verdaderamente su función (limpiar, fijar y dar esplendor). Entiende la necesidad de ampliar el léxico a medida que avanza la tecnología, pero no el abuso de aquellos. A fin de cuentas, un número significativo de formas, hoy corrientes en el hablar popular, fueron en su tiempo latinismos, galicismos o italianismos. Decía Unamuno en 1901: “Lo que ayer fue neologismo, será arcaísmo mañana, y viceversa”.

La doctora Markéta Novotná escribió en 2007 una tesis titulada “El anglicismo en la lengua española”. Afirmaba que había extraído del Gran diccionario de uso del español actual 407 términos procedentes del inglés. Pero, ¿cuántos más se habrán colado en estos últimos diez años? Aun así, el propio Álvarez de Miranda no está preocupado por el alud de anglicismos que han ingresado en la lengua de los hispanohablantes, según declaraba recientemente a La Vanguardia: “No soy muy alarmista ni muy catastrofista en esto de los extranjerismos. En el siglo XVIII, había verdadera alarma ante la profusión de galicismos y se llegó a profetizar que el francés iba a acabar con la lengua española. Las lenguas son sabias y saben aceptar lo que necesitan y no rebasar un cupo tolerable de extranjerismos crudos”.

Si las lenguas, con sus mecanismos, son capaces de defenderse de las “agresiones externas” cabe preguntarse para qué se necesita una academia de la lengua. De hecho, no todos los idiomas tienen la suya. El inglés es uno de ellos. Al no existir un órgano regulador, la lengua es más dinámica y está en continuo desarrollo. Consecuencia de este dinamismo ha sido el último neologismo aparecido en los medios, relacionado con el contratiempo que ha supuesto el Brexit o la victoria de Donald Trump: ”posverdad” (post-truth). El Diccionario Oxford lo ha elegido como palabra del año y “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Aunque resulta un poco ambiguo en su definición, no se le puede negar que viene a rellenar un hueco semántico: el que se refiere a una “verdad” sentida sin apoyo en la realidad. El editor de ese diccionario ha jugado un papel activo, parece haberse adelantado a los tiempos al incorporar este nuevo concepto.

Sería interesante que la RAE se adjudicara ese papel de “visionario” de la lengua. Mostraría su eficacia al aportar conceptos para los cuales no tenemos un nombre y, a la vez, cambiaría ese papel pasivo que ejerce. Porque ese “dejar hacer, dejar pasar” del liberalismo económico aplicado a la lengua española, hablada por la gran variedad de grupos culturales que existen hoy en día, podría llevarnos a una peligrosa anarquía difícil de reconducir; como ya se está viendo con verbos como “googlear”, que se ha incorporado con rapidez al argot de Internet sin que nadie haya sancionado su uso.

Mientras escribimos este artículo, nos vienen a la mente esas palabras de Javier Marías, en “La invasión del neoespañol”: “es demasiada la gente (incluidos renombrados autores y traductores) que ya no domina la lengua, sino que la zarandea y avanza por ella a tientas y es zarandeada por ella. Hubo un tiempo en el que podía uno fiarse de lo que alcanzaba la imprenta. Ya no: es tan inseguro y deleznable como lo que se oye en la calle”.

No queda mucho más que decir. Solo que nos tememos que la invasión de neologismos va a ir en ascenso y sin control; que este modo de actuar que la Real Academia Española viene ejerciendo desde hace tiempo es muy cómodo para los académicos y de paso también para los que trabajan en los medios de comunicación y, por último, que el más perjudicado es, sin duda, el idioma español. Y esto último, y volviendo al inicio de nuestra argumentación, es también un hecho.

Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz.

viernes, 23 de diciembre de 2016

MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO: CABEZA DE GARDENIA



Al entrar en el Metro, descubrió que el tiempo era suyo, y se supo infinita, como sólo lo pueden ser las leyendas. A ella, que la buscaron de una forma equivocada en cada esquina, detrás de cada árbol, en la loma de la última montaña…, y acabaron encontrándola bajo el eco de un epitafio: «Cabeza de Gardenia». El tiempo era suyo, como de los demás era el poema, Casi nada, que él la dedicó tras su muerte: «había muchas cosas que quería decirte antes de que te fueras...», tantas como palabras la recordaban en el Metro de Málaga, bajo el cielo protector, cerca de la ciudad azul y la tierra caliente.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel 

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ANTON ARRIOLA, EL NEGRO Y LA GATA: EL PESO DE LA LEVEDAD



El cuerpo y el alma, el ser y el deber ser, la razón y el corazón…, como metáforas del esfuerzo inútil del hombre a la hora de buscar el valor de la vida, de sí mismo, y de la felicidad… ¿Cuánto pesa el alma?, ¿qué provecho tiene una vida vivida sin la esperanza del amor?... Si lo que en verdad amamos no pesa y no se puede tocar, porque sólo se encuentra en nuestros más profundos anhelos, qué importancia tiene todo aquello que en verdad no nos deja ser libres por mucho que se cotice al alza en la vida real. Esa búsqueda de la otra vida, ésa que tanto añoramos y que apenas calmamos en la mayoría de nuestros sueños, es la que transita por El negro y la gata, la historia de unos personajes que, de una u otra forma, son el vivo ejemplo del desarraigo existencial que anida en nuestra sociedad, y que además, representan el dibujo de unas vidas que van a contracorriente, y no por ello, son insustanciales. Siempre nos recalcan que el retrato del perdedor es el que mejor encaja en la literatura, y en esta novela hay unos cuantos que, por una u otra razón, se encuentran en ese abismo que acoge a los inadaptados, pues no hay nada más absurdo que buscar el verdadero valor de la vida más allá de lo evidente, lo material, la necesidad del cuerpo, el deber ser o la razón. En este sentido, Camus nos planteaba en su filosofía del absurdo que nuestras vidas son insignificantes y no tienen más valor que el de lo que creamos, y ahí incide Anton Arriola, y lo hace en un ejercicio de rebeldía contra todo lo impuesto, pues indaga en las grietas del alma de su protagonista, el párroco Azurmendi, un cura que ha perdido la fe, pero que no por ello deja de pensar en el gran valor que su labor tiene entre sus feligreses. Sin embargo, esta crisis de fe no es el tema principal de esta obra que, en clave de novela negra o de misterio, nos proporciona la posibilidad de alejarnos del mero entretenimiento para acercarnos a un tipo de ficción que busca plantearnos aquellos interrogantes que de una u otra forma nos asaltan a lo largo de nuestras vidas. En este sentido, el autor nos propone desde el principio el valor y la incertidumbre acerca de dos conceptos: el peso y la levedad. Y ya en la cita de Milan Kundera, que abre la novela, uno y otro en cierto modo quedan acotados, para a partir de ahí, ser desarrollarlos por el autor a lo largo de trescientas páginas en las que se dan cita: el amor y el odio, la amistad y el amor, la religión y el vudú, en una suerte de narración que, aparte de misterio, busca el sosiego de la conversación y el discernimiento de unas ideas a las que, por ejemplo, el padre Azurmendi y su amigo Kundera, se someten el uno al otro.

No obstante, El negro y la gata es también la posibilidad de explorar la libertad a través del mar que le acoge a su protagonista (un rasgo muy presente en las novelas del s. XIX y principios del s. XX escritas por mujeres), y con ello, asistir a las bellas descripciones de la costa vasca, y de sus olas, y de sus acantilados, y de sus nubes…, que al unísono, nos ayudan a descubrir y describir el carácter y las costumbres de sus gentes, entre las que destaca, sin duda, el padre Azurmendi, pues aparte de ser el hilo conductor de toda la historia que se nos narra, es un gran ejemplo de cómo se debe crear un personaje, pues nadie como él expresa ese sentido que tienen el peso y la levedad, y que de algún modo, ya están implícitos en la cita de Milan Kundera que abre la novela: «El peso es la búsqueda de una continuidad…», y en cuanto a la levedad nos dice: «…es la experiencia mágica y siempre efímera de la pura belleza, del puro amor». Un anclaje, el de la magia, la belleza y el amor, que Anton Arriola explora junto a sus palabras, intentando, en cada momento, definirse como un escritor que necesita del peso de la reflexión, pero también de la belleza del amor.

En definitiva, El negro y la gata de Anton Arriola es el reflejo de la incoherencia que cada uno de nosotros arrastramos a lo largo de nuestras vidas. Una incoherencia que nos lleva a replantearnos, una y otra vez, ese «ess muss sein –tiene que ser—» al que el autor nos alude a lo largo dela novela y que, sin duda, representa la última noción de nuestro destino, siempre atribulado por el peso de la levedad.

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 20 de diciembre de 2016

ABOGADO DE OFICIO.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


Soy abogado del turno de oficio, pero la mayoría de las veces me parezco más a un penitente que lleva un cirio entre las manos. Mi situación es tan caótica que últimamente paso más tiempo haciéndole recados a mi novia, que atendiendo a pobres desamparados que no tienen para pagarse un leguleyo en condiciones. Ellos siempre me dicen que son gajes del oficio, pero yo pienso que lo mío sí es una faena, porque si supieran que ando todo el día de aquí para allá como castigo por no aprobar las oposiciones a Abogado del Estado que ella tan brillantemente ha sacado, dejarían de confiar en mí al instante. Pero nunca pierdo la esperanza, y siempre estoy atento a cualquier señal que el destino me envía para que mi mala fortuna actual cambie de repente. Por ejemplo, ahora que me dirijo a la administración de loterías más cercana con el boleto de la primitiva que hace unos días ella me mandó sellar, pienso en qué haría si nuestro boleto tuviese los seis aciertos. Aunque ésta es una costumbre que adoptamos mientras éramos unos pobres opositores, y en ella sólo cabían acciones cargadas de buenos proyectos para nuestro próximo futuro en común, últimamente desde que mi status ha ido perdiendo peso ante su meloso protagonismo, cada vez que voy a hacer el humillante recado de comprobar cómo la fortuna a mí todavía me resulta esquiva, no puedo reprimir hacer un pacto con mi imaginación y otro con el diablo. Con la primera, me alío para escuchar que el boleto tiene seis aciertos; y con el segundo, imagino la cara de una joven y prometedora Abogada del Estado, cuando al sentirse estafada tiene que dictar una orden de busca y captura contra su novio, consciente de que ni sus armas jurídicas ni sus armas de mujer, han sido suficientes para que yo siga permaneciendo a su lado.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

jueves, 15 de diciembre de 2016

THOMAS WOLFE, EL VIEJO RIVERS: EL RETRATO DE UN EDITOR QUE SE MATÓ A SÍ MISMO


A veces, la vida de una persona cabe en apenas veinticuatro horas, pues la repetición de su día a día es tan monocorde como insignificante. Esa es la afirmación que, al menos, se desprende de la descripción que Wolfe hace de un viejo editor, decrépito y trasnochado, que no supo salir a tiempo de su particular madriguera. Decadencias aparte, El viejo Rivers es el retrato de un editor que se mató a sí mismo, sobre todo, si nos mantenemos fieles al estricto sensu que del mismo nos realiza Thomas Wolfe en este pequeño ensayo acerca de las perversiones más ruines y viciosas del ser humano. Wolfe aprovechó, sin duda, esta nouvelle para ajustar cuentas, pero no es menos cierto que lo hizo de una forma brillante, pues ese es el estilo de su escritura, y este relato, al que quizá podríamos definir como de anti poético (sobre todo si lo comparamos con el resto de su obra), no por ello deja de serlo, pues tiene una fuerza en su estilo que no dejará indiferente a quien lo lea. En este sentido, cabe destacar una vez más, que su capacidad de observación del ser humano es infinita, tanto como sus prolíficas y maravillosas descripciones que, en este caso, se detienen minuciosamente en las íntimas perversiones de un viejo editor, el señor Rivers, aunque ahora todos sepamos que en realidad se trata del senil Robert Bridges, antiguo editor de Scribner’s Magazine. Este particular ajuste de cuentas del escritor respecto del editor, también nos permite (de una forma tangencial si se quiere), ser testigos del modo de respirar y comportase de la alta burguesía neoyorquina justo antes del crack del 1929, y a través del retrato del Sr. Rivers, poder acercamos al final de una época que no sólo será la de los locos años veinte, el jazz, el charleston y las flappers, sino también, la de una estructura social que tras la crisis financiera ya no será la misma, pues las viejas costumbres victorianas que ya empezaban a tambalearse por los nuevos vicios y deseos de los jóvenes americanos,  darán con una nueva forma de ver y entender la vida. En nuestro caso, ese podría ser el resultado de la relación del propio Thomas Wolfe con su editor Maxwell Perkins, el sustituto del caduco Sr. Rivers de esta nouvelle, y que quizá, por ello, en un gesto de lealtad y bondad infinita hacia el árbol caído (el viejo editor) por parte de Perkins, éste no quiso que la misma viera la hasta después de su muerte, lo que hizo seis meses después de ésta.



No obstante, El viejo Rivers es, además, el retrato minucioso de una persona encerrada en su propio caparazón, de tal forma, que no percibe que, su otrora brillantez o relevancia social, ha quedado denigrada a una mera caricatura de sí mismo. Una caricatura que Wolfe, como hace siempre con sus personajes, explota de una forma magistral a la hora de proporcionarnos ese mensaje de maldad y vileza que carga sobre su protagonista sin ningún tipo de miramientos ni posibilidad de redención. Podríamos decir también que, este anti Wolfe, dota a su personaje de características y habilidades animales, lo que de una forma sutil, o no tanto, le compara con comportamientos anti humanos, como cuando emplea el relincho de un caballo para referirse a su capacidad oral o cuando alude a su cornamenta caprina como símbolo de su denostada virilidad e insensibilidad hacia las mujeres. Por no hablar de ese bigote a lo chino mandarín con el que lo caricaturiza aún más. En este sentido, no nos cabe ninguna duda de la gran capacidad que el escritor norteamericano atesoraba a la hora de describir a los seres humanos ni su potente talento para retratarlos tanto por dentro como por fuera, y el viejo Sr. Rivers no es una excepción a todo ello. En este caso, Wolfe, sin duda, se regodea en su propio estilo, para igual que un pintor, dibujarnos con palabras el retrato de un editor que se mató a sí mismo.



Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

LOS SECRETOS DEL SANTO CRISTO.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO



No tenía miedo, pero desconocía cómo acabaría aquel interrogatorio. Todo cambió cuando el Obispo me espetó: «¡acaso no hueles a brandy!» «Sí», respondí. «¿Entonces puedes darle una respuesta más convincente a este tribunal eclesial de tu presencia en la sacristía», me inquirió con una voz de pocos amigos. «Sí, soy el monaguillo de la catedral», le contesté. «¿Y tú crees que eso te exime de responsabilidad?», me volvió a preguntar. «No sé a qué se refiere señor Obispo», le dije a punto de llorar. «Al destrozo del valioso códice de Derecho Canónico», me dijo casi gritando. Guardé silencio mientras veía como el padre Ángel me miraba de reojo, asustado. No le delaté, y simplemente recordé las tardes en las que le ayudaba a subirse encima de unos gruesos volúmenes de pastas oscuras, para que él, con el auxilio de su paraguas, llegara hasta el lugar donde se escondía la llave que abría la gaveta del vino de las misas. Después, yo me comía las castañas cubiertas de chocolate negro maceradas al brandy que a veces le regalaban, y él, se bebía el jerez rescatado de las alturas. Luego, para limpiar nuestros pecados, le ofrecíamos nuestros alimentos al Santo Cristo que había en la sacristía a la voz de: «¡Ave María Purísima!», a la que siempre añadíamos: «sin pecado concebida».
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

martes, 13 de diciembre de 2016

MUNDOPALABRAS PUBLICA EL LIBRO DEL III CONCURSO DE MICRORRELATOS GUERREROS SOLIDARIOS DE LAS PALABRAS


Os comunicamos que ya se ha publicado el libro que contiene los relatos ganadores, finalistas y seleccionados para la publicación tras participar en nuestra III edición del concurso de Microrrelatos Guerreros Solidarios de las Palabras. Consultar aquí.

Recordamos que el fin solidario de este certamen era dar a conocer la extraordinaria labor de la asociación Actays, Acción y Cura para Tay-Sachs, que tiene como objetivo recaudar fondos para contribuir a la financiación de la investigación y dar apoyo a las familias afectadas.

Ahora que llegan las navidades, qué mejor que regalar palabras al mismo tiempo que echamos una mano difundiendo una causa tan importante como la búsqueda de investigación a esa extraña enfermedad de Tay-Sachs, porque como podemos leer en la portada de su web: “cada niño que nace merece la oportunidad de vivir”.

Si te interesa apoyar, puedes adquirir un ejemplar por solo 12 € (envíos incluidos dentro de la España peninsular) escribiéndonos a contacto@mundopalabras.es; si quedaste ganador, finalista o seleccionado podrás beneficiarte de un precio especial: 9 €.

domingo, 11 de diciembre de 2016

SALA TRIBUEÑE: LA ROSA DE PAPEL DE D. RAMÓN M. VALLE-INCLÁN, BAJO LA DIRECCIÓN DE IRINA KOUBERSKAYA: LA FEALDAD QUE NOS DEPOSITA EN LA VERDAD DEL ALMA



Nos dice la directora de este montaje de la obra de Valle-Inclán que: «Reconocer la fealdad abre el camino a la sensibilidad y a la belleza», y no le falta razón a Irina Kouberskaya, porque la carga de crueldad, egoísmo y avaricia es enorme en cada uno de los personajes de esta pieza teatral que forma parte del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte del autor gallego. Ellos, representan como nadie, ese reflejo oscuro del alma humana, un reflejo que, sin embargo, nos lleva hasta la fealdad que nos deposita en la verdad del alma. Como decía el personaje de Luces de bohemia, Max Estrella, para definir al esperpento: «una tragedia que no es tragedia», y es cierto, porque los personajes de La rosa de papel nos muestran todo aquello que, siendo intrínseco al ser humano, en demasiadas ocasiones intentamos esconder, ese quizá sea uno de los grandes aciertos a la hora de descubrir una vez más al gran público este melodrama de marionetas, pues el mundo se desmorona a marchas forzadas en demasiadas ocasiones sin que apenas nos demos cuenta de ello. La fealdad y lo grotesco, el horror y lo lírico se dan la mano en un juego de contrarios que nos llevan de viaje por una senda en la que se aúna lo poético y lo salvaje, mostrándonos de nuevo, ese ambivalente juego de reflejos entre los espejos que conforman el alma humana. Tal y como se recoge en muchos de los estudios que se han realizado de la obra de Valle-Inclán, él utilizó el esperpento como una herramienta crítica, y como un retrato deformado de la sociedad y los personajes de su tiempo. Esa fue su forma de gritar contra el horror decadente que le tocó vivir, como en esta ocasión y en cada uno de sus montajes hace Irina, pues nos somete a ese proceso de introspección y reflexión sobre aquello que en realidad soñamos ser y lo que en verdad somos, en una mágica propuesta entre realidad y ficción que de la mano del dramaturgo gallego nos traslada a ese otro mundo de voces y meigas, de oscuridad y nieblas, de aguardiente y muerte en el que el costumbrismo más ancestral parece sacado de un cuento de brujas más próximo al surrealismo que a otra cosa.



La rosa de papel es un grito de dolor en la desmesura, el de La Encarnada (interpretada por Nené Pérez-Muñoz), una bravuconada despedazada por el alcohol y la desidia, la de Simeón Julepe (interpretado por Antorrín Heredia), y una rapiña basada en el oportunismo el de La Musa y La Disa (interpretadas por Chelo Vivares y Rocío Osuna, respectivamente), donde de nuevo, asistimos a esa gran maestría en la dirección por parte de la directora rusa Irina Kouberskaya, pues como en otras ocasiones, sus actores parece que interpretan una coreografía (en esta obra, sobre todo, cuando se desplazan a un lado y a otro del ataúd), donde sus movimientos son pura danza, en una especie de ballet que apuntala sus interpretaciones, siempre únicas de la mano de Irina. Además, en La rosa de papel, también asistimos a esa visión tan particular y mágica que tiene Irina Kouberskaya del teatro, pues igual que una maga, despliega su sabiduría en pos de un mundo mágico y distinto como es el mundo del teatro. Su visión del texto de Valle-Inclán es potente (muy potente podríamos decir) y muy rítmica a la vez, porque traduce esa profundidad tenebrosa que posee el costumbrismo gallego de una forma áurica, con momentos estelares como el del contraluz donde se amortaja a la muerta, pues en instantes como ése, aúna como nadie la realidad y la ficción, el cuerpo y el alma, la luz y las sombras, en un maravillosa reinterpretación de la parte más mágica del mundo, de la vida, del ser humano… Hay que excavar muy profundo para llegar a esa zona del alma donde estamos tan solos y desamparados, y ahí es donde llega la directora rusa para calmarnos un poco ese dolor.



Si por algo destaca la Sala Tribueñe, es por su magnífico plantel de actores. En esta ocasión, el protagonismo cae en un desaforado Antorrín Heredia que borda su papel de marido borracho y mísero, sin por ello perder un ápice en cuanto a la dicción, perfecta en cada momento, como tampoco puede pasarnos desapercibida la expresividad de la cara de la muerta, su mujer, una Nené Pérez-Muñoz envuelta en el manto del dolor y la desgracia, pero también resolutiva y estupenda en ese otro plano del vodevil o la revista, que hace de su interpretación un inmejorable ramillete de rosas, blancas o rojas, qué más da. Chelo Vivares siempre tan ambivalente y resolutiva, no sólo nos atrapa con esa gran expresividad de sus ojos, sino también con el manejo de los figures de los niños creados por Matilde Juárez, dándoles vida y voz a través de un magnífico ejercicio de ventrílocua que nos recordó, como no, a otro de sus personajes más conocidos. Así como Rocío Osuna en su pose de mujer de pueblo perdida en la avaricia, que la actriz traslada muy bien a su cuerpo con el manejo de su boca y sus ojos. El contra punto de todos ellos lo protagoniza el cantaor flamenco Jesús Chozas, al que acompañan, José María Ortiz en el papel de Pepe el Tendero, Carmen Rodríguez de la Pica en La Píngona, y José Manuel Ramos como Mozo, conformando todos ellos, un estupendo conjunto de secundarios.



En definitiva, La rosa de papel de Valle-Inclán, bajo la dirección de Irina Kouberskaya es una magnífica oportunidad de redescubrir a uno de nuestros clásicos de la mano de una directora que conoce muy bien su teatro y su último mensaje, pues como nos queda claro después de haberla visto y disfrutado, esta obra representa muy bien la fealdad que nos deposita en la verdad del lama.



Ángel Silvelo Gabriel

sábado, 10 de diciembre de 2016

CHRISTOPHER MORLEY, LA LIBRERÍA ENCANTADA: EL GUSTO POR LAS BUENAS LECTURAS



Entrar en La Librería Encantada es hacerlo, a través de las cortinas del tiempo, a un espacio, un lugar y un mundo que ya no existe, porque entre otras cosas, ni podríamos contaminarnos con el humo de la pipa del Sr. Mifflin ni tampoco percibir el gusto por las buenas lecturas que ponderan sus opiniones y los sentimientos más íntimos de su vida. Desprovistos de su parnaso, pero con local fijo en Brooklyn, Roger y Hellen siguen protagonizando historias metaliterarias, donde el libro, en sí mismo, es el verdadero protagonista. Esta es una novela escrita a través de grandes frases, de sentencias y diálogos tan esclarecedores como épicos, que sustentan al río de la vida de una forma prodigiosa. La primera parte de la misma es un compendio de certezas libreras, librescas y literarias (eso sí, hay que tener en cuenta que fue escrito al terminar la Primera Guerra Mundial), de ésas, que no dejarán indiferente a todo aquel que ame los libros. Es verdad que, en esta ocasión, el devenir de la acción de la novela nos muestra una intriga, que no por ello, nos hace tildar a la misma de novela de suspense, sino más bien, de una narración más cercana a las intrigas postbélicas existentes contra los alemanes tras la finalización de la Primera Gran Guerra, lo que por otro lado, le sirve a Christopher Morley para mostrarnos a través de la literatura y los libros, los diferentes puntos de vista sobre las guerra y el ser humano, en una nueva demostración de esa simbiosis metalitararia entre el autor y su obra que, en este parnaso estático de Brooklyn, vuelve a volcar sobre el Sr. Mifflin: «Gracias a Dios que soy librero, traficante de sueños, belleza y curiosidades de la humanidad y no un simple mercachifle ¡Aun así, cuán indefensos quedamos cuando tratamos de explicar lo que ocurre en nuestro interior.» Esa sustancia interior de la que estamos formadas las personas es la que recoge una y otra vez cada línea de esta novela de situación que desgrana ese tipo de sabiduría del día a día y de la vida que, normalmente, dejamos escapar por esa atención mayúscula que nos provocan las causas más absurdas. Ese punto de observador estático que Roger representa es, sin duda, un perfecto equilibrio de la sinrazón a la que en demasiadas ocasiones condenamos a nuestras vidas, teniendo su punto más original en la nutrida relación de lecturas que nos presenta, como si todo aquello que en verdad necesitamos para vivir estuviera dentro de las tapas de un libro: «...el hecho de que usted haya creído que valía la pena venir hasta aquí me produce interés. Refuerza mi convicción en el esplendoroso futuro que le aguarda al negocio de los libros. Sin embargo, le diré que ese futuro no reside meramente en sistematizarlo como un negocio. Reside más bien en dignificarlo como una profesión. De nada sirve mofarse del público porque desea libros de mala calidad, baratijas y engañifas... El apetito por las buenas lecturas está más generalizado y es más persistente de lo que usted podría imaginarse, aunque todavía de una manera inconsciente. La gente necesita de los libros, pero no lo sabe. Generalmente las personas no saben que los libros que necesitan ya existen».



En esa prodigiosa y encantada enseñanza es donde reside el duende de Roger, Hellen y su creador, Christopher Morley, pues su tesón como artista nos hace disfrutar de esa rica vida interior que nada más conoce el buen lector, siempre dispuesto a que cada nuevo libro le cambie la vida, y que en el caso de la novela La Librería Encantada viene reflejado en este diálogo entre el Sr. Mifflin y Gilbert.

«—Siempre imaginé— dijo Gilbert, —que la vida en una librería sería apacible y tranquila.

—En absoluto. Vivir en una librería es como vivir en un depósito de dinamita. Esas estanterías están cargadas con los más temibles explosivos del mundo: los cerebros humanos. Puedo pasarme toda una tarde lluviosa leyendo: mi mente alcanza entonces estados de pasión y ansiedad por los problemas mortales que puede perder mi humanidad. Es terriblemente nocivo para mis nervios. Rodee usted a cualquier hombre con los libros de Carlyle, Emerson, Thoreau, Chesterton, Shaw, Nietzsche y George Abe... ¿Se imagina la excitación que experimentaría? ¿Qué sentiría un gato si lo obligaran a vivir en un cuarto tapizado de hierba gatera? ¡Enloquecería!» Y nosotros con ellos, pues no hay nada mejor que el gusto por las buenas lecturas.



Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 8 de diciembre de 2016

ANIMALES NOCTURNOS DE TOM FORD: LA LEVE VACUIDAD DE LA BELLEZA Y LA EXPIACIÓN DE LA CULPA



La perfección que nos conduce al aislamiento y al insomnio, y la debilidad que nos provoca parálisis e indefensión, se dan la mano en esta película que funde dos historias (una real y otra de ficción), para mostrarnos de una forma hipnótica y ensimismada, la leve vacuidad de la belleza y la expiación de la culpa. Tom Ford, de nuevo, vierte sobre su última película una parte de sus miedos y obsesiones, lo que le lleva a enfrentar el lujo y el vacío que el mismo le provoca sin que por ello pueda renunciar a él. Animales nocturnos es una tesis de todo ello, y que nos acerca a esas grandes mansiones de Hollywood y a las provocadoras (por gigantes) propuestas dentro del mundo del arte que, entre otras cosas, se producen para satisfacer los egos de los más ricos, pero también, y ahí es donde se produce una extraña atracción hacia esta historia, es la exploración del lado opuesto de esa victoria plástica o simplemente bella, para girar la historia hacia un relato sucio, noir y sin sentido, que nos muestra en toda su crueldad el aspecto más lúgubre y pernicioso del ser humano. Amy Adams y su insomnio es el punto de unión entre ficción y realidad. Ambos cabalgan con total comodidad por un guion que se fusiona y salta una y otra vez de un relato a otro como si fuera un juego de imágenes o la sinopsis de un anuncio publicitario, lo que sin duda dinamiza la narración de la historia y mantiene al espectador sumergido en cada uno de los dos relatos. Por otra parte, ese suspense se tensa y se cierra en sí mismo a través de los hipnóticos primeros planos de Amy Adams y Jake Gyllenhaal, a los que Tom Ford somete a sus dos protagonistas, dejándoles un nulo espacio para la mentira o el error, y de ahí, el acierto de sus actuaciones. En este sentido, la frialdad y el desasosiego del personaje de Adams, está muy bien representado por la actriz que, como en toda buena historia, guarda un secreto. Acompañándola, Gyllenhall, que se enfrenta a sí mismo y a su destino desde la debilidad de quien necesita el apoyo del amor para seguir adelante, lo que le hundirá sin remedio en el abismo más oscuro de la soledad y de la incomprensión.



Animales nocturnos es un ejercicio que nos bifurca los sentimientos por carreteras secundarias, pero que, al final, se encuentran en un explosivo y revelador cruce de caminos, a partir del cual nada volverá a ser lo mismo. Aquí, el director y guionista nos salpica de esa duda siempre existente acerca de la conveniencia y acierto en las elecciones que se nos presentan en la vida. El azar, pero también uno mismo, somos lo verdaderos protagonistas y culpables de ese devenir que nos transforma en animales nocturnos, bien porque no somos capaces de conciliar el sueño al ser víctimas de nuestras propias obsesiones, bien porque por el simple hecho de decidir hacer un viaje por la noche nos vaya a suponer un punto de inflexión en nuestras vidas. No hay redención de la expiación de la culpa en los personajes de Ford, sino más bien un punto y aparte, un punto y aparte maldito o sangriento, como si ellos mismos fueran los verdaderos culpables de ese último destino, y a los que en este caso, el narrador no les da una nueva oportunidad, por más que ellos busquen una salida en la oscuridad en la que viven. En este sentido, el acierto de Tom Ford a la hora de presentarnos su nueva película está en la valentía a la hora de ofrecernos un montaje inteligente, dinámico y muy estético, sin que por ello se pierda fuerza en la narración, y sin renunciar al particular sello de cine de autor (sea éste acertado o no), y además, en arriesgar a la hora de explorar en los sentimientos de la perfección, la debilidad y la culpa, y hacerlo a través de la leve vacuidad de la belleza, lo que sin duda, muchos espectadores no entenderán, quizá, porque ya no queremos que nos dejen varados en las aguas de la incertidumbre.



Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 5 de diciembre de 2016

EL EDITOR DE LIBROS DE MICHAEL GRANDAGE: LA LUZ ENTRE LAS TINIEBLAS



La pulsión narrativa de Thomas Wolfe es intensa como un rayo perdido en la noche, lírica como un verso robado al mejor de los poetas, y memorable y melancólica como una combinación de whisky y láudano a partes iguales. Y, sin embargo..., su forma de escribir nos habla, sobre todo, de la insatisfacción, de la búsqueda de algo de luz en la oscuridad, de la infelicidad de un espíritu atormentado. Las palabras, en ocasiones, se vuelven en el peor potro de tortura para quien las escribe y también para quien las lee, y, sin embargo…, su poder de hipnosis es tan fuerte como la más potente de las drogas. Es muy difícil salir ileso del universo creativo y literario de Thomas Wolfe y de esas descripciones infinitas (véase la del inicio de la novela corta El niño perdido, o la del inicio de la también nouvelle Especulación), teñidas de una tensión poética prodigiosa, única, envolvente y soñadora como pocas veces podremos leer. No es baladí que Jack Kerouac dijera que algún día le gustaría escribir algo parecido a la novela El niño perdido, antes mencionada, y que la tildara de obra maestra, o que Faulkner dijera que era el mejor escritor de su generación, posicionándose él, a su vez, en segundo lugar. Nada es mesurado ni calculable en este prodigio de las letras que era incapaz de dejar de escribir tal y como nos muestra la película El editor de libros. Apenas había tiempo y espacio en su vida para un pequeño chapoteo de sus botas en el agua del mar mientras miraba embelesado el horizonte, para que todo comenzara a fluir dentro de su cabeza a un ritmo endiablado, como endiablado era el carácter de un escritor encerrado en sí mismo y en su mundo. Egoísta y narcisista hasta la enésima potencia, y, sin embargo…, tan cercano al alma humana, pues pocos como él han llegado a describir aquello que los demás no ven, pero que una vez que saben que existe, ya no pueden pasar sin ello o sin el recuerdo que les produce cuando lo leen. Este mago de las letras, indagó en la parte oscura del ser humano y la desgranó para todos nosotros, para que supiéramos definirla con sus palabras. ¿Entonces por qué nos extrañamos tanto del histrionismo de Jude Law en su papel de Thomas Wolfe en El editor de libros? En demasiadas ocasiones, muchas más de las que nos imaginamos, hay una clara disfunción entre el artista y la persona, y éste, es un claro ejemplo de ello. Después de leer su prosa, nadie se imagina a un prestidigitador de la letras como Wolfe abandonado al ímpetu de su prosa, las mujeres y el alcohol, en un papel más cercano a un músico de jazz que al de un escritor, pero es que él era eso: un jazzista de las letras, de estilo libre e improvisación constante que, sin embargo, era capaz de crear grandes obras literarias. Su portentosa memoria, sin duda, le ayudó mucho a la hora de realizar sus majestuosas descripciones, y la figura del padre ausente (de los 6 a los 16 años vivió a solas con su madre, en una vivienda que ahora se ha convertido en lugar de peregrinación literaria en su Asheville natal), que tanto le marcó. De sus pasos por las universidades de Carolina del Norte y Harvard datan sus primeras tentativas como dramaturgo y su fracaso como tal, lo que le llevó a decidir a ser novelista. Su primera novela importante es El ángel que nos mira (1929). Al año siguiente, en 1930, Sinclair Lewis, Premio Nobel de Literatura de ese año le cita en su discurso al recibir el premio. Su segunda novela larga se editaría en el año 1938 (Del tiempo y el río), el año de su muerte en el Hospital Johns Hopkins en Baltimore a causa de una tuberculosis miliar que le inundó el cerebro de tumores.



El editor de libros no abarca toda su vida, sino aquella parte que comienza con la relación con el editor jefe de la editorial Charles Scribner’s Sons, Maxwell Perkins, cuando lee el famoso inicio de su novela El ángel que nos mira: «una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas». En esa cadencia inicial ya va implícita la última intención del autor de la misma, que no es otra que la intención de atraparlo todo, como en el mejor de los microrrelatos, sin definir nada, pero sugiriéndolo todo. El mundo está en mis manos, parece decirnos Wolfe en el inicio de su novela. Sin embargo, la película de Michael Grandage tiene ese tono amargo del descubrimiento de la personalidad del autor, al que Jude Law intenta dotar de ese fatal entusiasmo y de una verborrea incontenible de la que no siempre sale bien parado. No obstante, y a pesar de que el film retrata la relación entre el escritor y su editor, el verdadero protagonista de la misma es Maxwell Perkins, interpretado por un Colin Flirth contenido y que es el perfecto contrapunto de la balanza del universo un tanto alocado de Wolfe, sin duda, la luz entre las tinieblas del narrador, pues gracias a él, hoy disfrutamos de la capacidad artística del escritor de Asheville en su justa medida, por mucho que en un momento de la película, Perkins se pregunte: «¿realmente mejoramos los libros o los hacemos diferentes?». En este sentido, la película está tratada con suma pulcritud en cuanto a su desarrollo, fotografía y concepción, muy en la línea de un director de teatro como Grandage, ya que la misma se desarrolla en muchas ocasiones en espacios cerrados y mediante escenas muy arquetípicas del mundo teatral (véase por ejemplo donde Nicole Kidman se despide de Jude Law), aunque también posee esos pequeños trazos más libres y poéticos cuando el director nos presenta a Wolfe en la playa, o cuando el escritor le enseña a su editor el primer piso en el que vivió en Nueva York mientras le relata las pulsiones que le producían la vista de la ciudad y sus rascacielos en plena noche desde la diminuta terraza del apartamento. Entre esa grandilocuencia de imágenes y palabras, vamos asistiendo a un proceso, en buena medida, destructivo del artista, que sólo es atemperado por un editor que sabe manejar a la perfección los desajustes líricos y personales de un Wolfe aislado del mundo y perdido en sus propias conjeturas y demonios. Aquí, Maxwell se alza como el perfecto editor, pero también como el leal amigo y el incansable padre que necesita de un hijo con quien compartir sus más íntimos pensamientos. Ese es el punto fuerte de una película muy literaria si se quiere, pero tremendamente esclarecedora respecto de los límites a los que se enfrentan los creadores, y las consecuencias que sobre éstos conlleva traspasarlos sin ningún tipo de medida. Alguien que no conoce más reglas que las suyas propias, puede ser inmensamente generoso, pero también cruelmente injusto, y esa faceta queda muy bien reflejada en una película que nos muestra muchos de los aspectos que nunca se tocan dentro del ámbito literario. En contraposición a ellos, sobresale la difícil situación de la persona amada, que esta vez, encarna una inconmensurable Nicole Kidman, muy superior en cuanto a su actuación respecto de sus dos compañeros principales del reparto, pues escenifica como nadie esa nítida contención de la derrota y de la pasión por el alma del artista que se pierde en la persona. Un matiz que también entra en conflicto cuando la narración acoge la relación de Thomas Wolfe con Fitzgerald.



El editor de libros es de ese tipo de películas que dejan la huella de todo aquello que rodea al artista y que no se ve. Es una película de interiores, de detalles, de afrentas y reencuentros, y como no, de reconocimientos, aunque éstos sean tardíos, como el que el propio Wolfe hizo con su editor en la carta que le escribió poco antes de morir, sin duda, en ese último claro del cielo del que disfrutó entre la tormenta que se cernía sobre sí mismo, igual que hace la luz entre las tinieblas.



Ángel Silvelo Gabriel