Muchas cosas se pueden decir de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de 2012, pero si una de ellas destacó por encima del resto, ésta fue la música, que se convirtió en el lenguaje universal que todos, deportistas y espectadores, compartieron sin temor a traspasar la frontera del idioma o de las barreras culturales. La música como un tótem global en el que cada uno de nosotros encontró su pedacito de historia, de vida... Las notas musicales de muchas generaciones, el sábado por la noche se dieron cita en Stanford, que acompañadas de la suave brisa del Támesis, se propagaron desde el otrora humilde barrio del este de Londres hacia el resto del mundo, con el único objetivo de inundar de optimismo y recuerdos los corazones de muchos de aquellos que tuvieron la oportunidad de contemplar y disfrutar el majestuoso musical que Danny Boyle puso en escena. Más allá de la exaltación de las cualidades más sobresalientes de un país (Inglaterra) y una cultura (la inglesa), la banda musical elegida para adornar las imágenes y coreografías del evento, fue el perfecto hilo conductor que propició el entendimiento universal de lo que allí se estaba viendo. La música no entiende de fronteras sino de sentimientos, y ahí fue, donde la elección tanto de los grupos como las canciones fue certera.
Los valores del olimpismo que encuentran su casa común en el deporte como elemento de superación, quedaron magníficamente retratadas en las imágenes de la película Carros de Fuego (sólo rotas por un Rowan Atkinson presente para delicia de los propios ingleses), pero que si obviamos dicha intromisión, no se nos ocurre mejor forma de plasmar visualmente el ejercicio ético y moral sobre lo que significan los valores trascendentes de la vida y por ende el deporte. Una transmisión de valores que la música llevó más allá de la imagen para aproximarlos a los sueños, el de cada espectador que con cada canción encontró algo que rememorar, pues la perfecta combinación de las canciones, quiso rendir tributo a esa portentosa industria, que es la música inglesa, de la que han salido un vasto número de grandes artistas que han ido transformando el mundo, ya sea en la cultura, la moda o las costumbres. Música como símbolo de cambio, y quizá por eso, a veces tan temida, pero transformadora de puntos de vista y formas de ver y afrontar la vida. Por no faltar, no faltó ni el God save the Queen de los Sex Pistols con la reina presente. El punk, el glam, el rock sinfónico, el primer pop de los sesenta, el sonido Manchester, la música electrónica, los nuevos románticos, el rap, el rock y el pop a secas, se fueron dando un relevo mágico e invisible que nos permitía participar de lo que veíamos y disfrutar de lo que escuchábamos. Cada uno de nosotros tendrá su banda sonora favorita, pero un servidor vibró al escuchar las notas del Blue Monday de New Order, o el Heroes de David Bowie para arrancarme una tierna sonrisa que me devolvió a mi adolescencia al oír las notas del She loves you de The Beatles.
Quizá la muestra más palpable de todo lo antedicho esté en la imagen final de Paul McCartney cantando un Hey Jude eterno, infinito y coreado por todos los asistentes, y a buen seguro televidentes. No hacía falta saber inglés o conocer al dedillo la letra de esta mítica canción, porque el poder de la música es infinito.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.