viernes, 31 de enero de 2025

GONZALO CALCEDO, LA CHICA QUE LEÍA EL VIEJO Y EL MAR: VIAJES, DESTIERROS, ENCUENTROS


 

La vida pende de un hilo. Invisible, casi siempre, pero frágil y caprichoso. La vida es una sucesión de accidentes, encontronazos, despistes o casualidades que nos llevan a comportarnos como marionetas. Marionetas que también penden de un hilo. Esta vez, invisible siempre, sobre todo, si estamos lejos del guiñol. La vida es esa marea que nos trae y nos lleva como si estuviésemos reducidos o castigados a ser simples olas. Piezas sueltas de una masa inmensa y que, al unirse, conforman un todo. Un todo que se comporta como el libre albedrío de un conjunto de partículas. Por esa senda donde habita la ruptura del silencio es por donde caminan los magníficos relatos que Gonzalo Calcedo nos muestra en La chica que leía El viejo y el mar. Relatos rupturistas, por lo que tienen de abandono y soledad, y por el margen de maniobra que el autor palentino —de una forma brillante— es capaz de explorar en la cotidianeidad del desasosiego que nos vence. Viajes, destierros y encuentros se dan la mano en aeropuertos, carreteras secundarias o autopistas. Espacios que se comportan como islas dentro de ese otro gigante que es el mundo, pues islas somos cada uno de nosotros en nuestras vidas. Rutinarias y anónimas hasta que son abordadas por el magma de la accidentalidad, la casualidad, el destino o el azoramiento. Porque, qué somos sino meros accidentes. La maestría de Calcedo a la hora de plantearnos estas minúsculas historias que, sin embargo, están llenas de vida, se encuentra en su capacidad de inventar historias —ahora que está tan de moda la auto-ficción—, si salvamos algún relato. Y, también, en crear espacios únicos y nuevos por mucho que creamos que ya los hemos revisitado, porque como nos dice la escritora Estrella de Diego: «Hay que estar mirando donde uno cree que no debe estar mirando». Y de esa mirada nacen cuadros, muy del estilo Edward Hopper, por lo que destilan de mimetismo y soledad. Soledad humana que se rompe por la intrínseca necesidad del otro que en muchos momentos expresamos, y no sólo con la mirada o el gesto, sino también con la palabra. Conversaciones triviales que, en La chica que leía El viejo y el mar, se rearman para levantar vidas anodinas y convertirlas en algo nuevo. Un esqueleto que, al final, destila un rayo de esperanza y una magia que se corrobora por un estilo literario limpio y directo que demuestra un gran dominio del ritmo narrativo. No en vano, Gonzalo Calcedo define al relato corto como: «Una hoguera donde buscar refugio durante la noche», en contraposición con la novela que para el autor, afincado en Cantabria, tiene más que ver con la construcción de una ciudad. 

Mucho se ha dicho ya sobre la deuda estilística y de concepto literario que Calcedo tiene con el cuento norteamericano y, en concreto, con John Cheever, el narrador por excelencia de las periferias. Periferias que en el caso del escritor español son de urbanizaciones semi-abandonadas, bancos oxidados o coches a punto de exhalar. Sin embargo, lo que nunca se apunta, es su extraordinaria facultad para manejar la elipsis a la hora de crear una multiplicidad de situaciones que nos muestran vidas enteras con tan sólo adivinar un pequeño matiz de las mismas. Esa facultad de sugerir es lo que denota su grandeza como narrador, porque con muy poco, es capaz de llegar muy lejos, dejando al lector un gran margen de imaginación y maniobra a la hora de culminar las historias que nos plantea. 

La chica que leía El viejo y el mar es un universo de corazones rotos donde los personajes se encuentran por casualidad para, al final, acabar encontrándose a sí mismos. Una clara contraposición con los espacios donde se desarrolla la acción que los envuelve. Arquitecturas mastodónticas en forma de aeropuertos donde resulta muy fácil perderse, o construcciones civiles como son las autopistas en las que si quieres nadie te podrá seguir el rastro, salvo que te desvíes sin previo aviso a contemplar una laguna olvidada. La necesidad del otro, el amor y la soledad se dan la mano en estas historias plagadas de viajes, destierros y encuentros. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 29 de enero de 2025

THE NEW RAEMON Y McENROE PRESENTAN “NUEVOS BOSQUES” EN EL INVERFEST - SALA BUT: LA MÚSICA COMO METÁFORA DE NUEVOS RETOS

 


Nuevos bosques como metáfora en la que enfrentarse a nuevos retos. Aquellos que nacen en la frontera donde la noche se convierte en día. Y el tormento de un amor apasionado apenas es mitigado por el llanto del poeta. «Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma», como nos apuntó el químico francés Antoine de Lavoisier. Y en esa mezcla de veneno y antídotos nace la música de Nuevos bosques, el último y flamante álbum que nos llega tras la colaboración y muestra de amistad entre Ramón Rodríguez y Ricardo Lezón (The New Raemon y McEnroe). Canciones que de nuevo reclaman la atención de nuestra parte más sensible —que no sensiblera—, por ser composiciones que se buscan —y muchas veces no se encuentran— en la sinrazón del amor, o en el cortometraje que en ocasiones nos arrebata en forma de pasión desaforada, cantada y reinterpretada desde la más absoluta verdad y sinceridad, porque si algo caracteriza a Nuevos bosques es esa irrenunciable meta que cubre a la dignidad, —en esta ocasión artística y vital—, que lo puede todo, e incluso es capaz de derribar a las trampas del día a día. Esa magnitud inalcanzable es la que observamos desde que Ricardo y Ramón se subieron al escenario acompañados por la banda que normalmente va con Ramón en sus directos, y que fueron el perfecto complemento de una noche brillante. Sin duda, uno de los mejores conciertos de los últimos tiempos de todos a los que hemos asistido mi chica indie y un servidor. Un concierto donde la música reinó y se convirtió en la auténtica protagonista. Una velada llena de verdad, porque esa palabra alcanzó sus máximas cuotas de luminosidad. Una evidencia de la que fuimos testigos cuando al poco de comenzar el concierto sonó esa pieza maestra que es «Era amor»: «Te encuentro en los arroyos/ que no existen,/ en la ausencia de ruido,/ en el baile de las hojas muertas». Letras en forma de poemas que nacen desde las entrañas de un Ricardo Lezón muy inspirado, y que encuentran su acomodo en una brillante partitura musical a cargo de Ramón Rodríguez, sobre todo, cuando la melodía se acelera poco a poco y alcanza unas cotas de brillantez mágicas; esas donde se mueven los duendes en nuestro interior. ¡Qué gran dúo, y qué músicos más compenetrados y cómplices de tonadas y notas para el recuerdo! ¡Qué gran disco es Nuevos tiempos, y qué bien lo plasmaron sobre el escenario el pasado jueves 23 de enero en la sala madrileña But bajo el patrocinio del Inverfest! Música de músicas para oyentes de oído fino y sensibilidad a prueba de bombas. 

Entre anécdotas muy bien contadas por Ramón, fuimos escuchando los temas de su nuevo disco, a los que acompañaron otros de su anterior trabajo como «Lluvia y truenos», «La carta», o «Por fin los ciervos». Un deleite a medio camino entre temas de cortos y más extensos en su ejecución, pero todos ellos de intensa partitura que nos dejaron un gran sabor de boca a lo largo de casi dos horas. En su tramo final, atacaron una versión de «Te Debo un baile» de Nueva Vulcano, en cuya presentación Ramón nos hizo reír a todos con una extraordinaria y larga exposición acerca de lo que significa el éxito en la música. Sin olvidarnos de la magnífica interpretación de «Asfalto» (libres los animales): «Deberías venir y agarrarme de la mano» que hizo Ricardo a solas con su guitarra —un tema que compuso en recuerdo a su padre y que puso los pelos de punta de los asistentes—. Tras los que sonaron «Caen los árboles», y «Lo bello y la bestia», ya con la banda al completo sobre el escenario, y tras un pequeño descanso, a modo de bis. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 14 de enero de 2025

JESÚS MARCHAMALO, DICKINSON Y LAS VIOLETAS (ILUSTRADO POR ANTONIO SANTOS): EL RÍO DE LA VIDA


 

La literatura, en ocasiones, se comporta como ese río de la vida que nos conduce a lo largo y ancho de experiencias y sensaciones que se escapan de nuestro control y nos relegan al mundo de lo inesperado, por incierto, indefinible o sublime, Y es ahí, donde las palabras se consuman en llamas que arden dentro de nuestro cuerpo; una iluminación del alma que se escapa por las rendijas de la memoria para no dejar huellas, pero sí la inefable aspiración de todo aquello que nos mueve y nos hace sentir únicos en nuestra soledad. Como única, una vez más, es la manera con la que el escritor y periodista, Jesús Marchamalo, afronta la vida de un ilustre autor universal, autora en este caso. Con un léxico rico en palabras cercanas a la época que describe: daguerrotipo, apaloman, perlé… nos va mostrando, cual adalid de la vida y sus vericuetos, el retrato de una solitaria y beatífica Emily Dickinson: sus lecturas secretas, su hojas y plantas, su visión de las constelaciones y estrellas… sin una brizna de desaliento. De esa intensidad nace una forma de narrar que ni apoya ni contradice a Luis Landero cuando especifica que: «Yo, desde luego, desconfío mucho del adjetivo y, a la vez, no puedo vivir sin él». De ahí, que no nos pueda extrañar esa simbiosis entre ambas acotaciones cuando nos habla de: «Un esplendor insospechado, un naranja dulzón, una letra atribulada, un indómito río o una calvinista pulcritud». 

Dickinson y las violetas es una nueva muestra de la perfección del estilo narrativo que atesora Marchamalo. En esta ocasión, nos abre la vida de Dickinson como los poemas que la poeta mandaba a sus amigos con flores disecadas o briznas de la hierba de su jardín. Un estilo que tras leer las primeras páginas que, de este nuevo librito, nos ofrece la editorial Nórdica Libros, me llevó a sentir la necesidad de conocer el resto de esta historia, quizá mil veces contada, pero no abordada desde el punto de vista de este maestro de la elipsis, el ritmo y la adjetivación más sorprendente. Una lectura tan corta como apasionante, y tan didáctica como poética de una vida llena de estrecheces materiales que, sin embargo, de la mano de Marchamalo desprende tanta luz como los poemas de su autora; una Dickinson única, santa, pulcra y… 

Tras las palabras de Jesús Marchamalo aparecen como ventanas abiertas las ilustraciones de Antonio Santos, impactantes imágenes de negro sobre blanco que nos anuncian, advierten o solo reflejan, esos espacios interiores y exteriores de una vida dedicada a la contemplación de la interioridad y su entorno. Imágenes que también nos hablan muy bien de una Emily Dickinson enigmática y entregada a su lucha contra las palabras y los adjetivos. Adjetivos que Marchamalo nos muestra con la perfección de un refinado estilista, y de los que, a veces, Landero recela. ¿Y las violetas?,;las violetas son las que transcurren depositadas sobre ese lecho que es el río de la vida. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 13 de enero de 2025

EVELYN WAUGH, DECADENCIA Y CAÍDA: EL ESPEJO DE LO INMORAL Y CÍNICO

 


Reinterpretar el mundo desde un punto de vista sagaz, a la vez que irónico, donde lo superficial es el fiel reflejo de lo más profundo parece una tarea fácil, aunque en verdad no lo sea. Esa distancia que los separa es la que emplea Evelyn Waugh como un espejo a la hora de reflejar lo inmoral y cínico de la sociedad inglesa de entreguerras. La pérdida de valores, la ausencia de dignidad, e incluso de verdaderos sentimientos, rodean y se regodean en los personajes con los que el escritor inglés retrata a la alta sociedad británica. Para ello, sitúa en el centro de la trama y, en el foco de todos los desatinos y desgracias, a su protagonista (Paul Pennyfeather). Un observador-diana que es el foco que nos va iluminando las satíricas, y a veces, irónicas situaciones que se nos van mostrando a lo largo de la novela, como si todo ese mundo que se retrata fuese víctima de un simpar desatino. Un desatino imposible de parar por lo perverso que llega a ser. Una forma de ser y estar en el mundo que, lejos de encontrarse lejana a la realidad actual que nos acecha y persigue, es un fiel reflejo del buenismo mal interpretado y el utilitarismo agnóstico que se precipita sobre la acción y el día a día de aquellos llamados a ser los garantes de unos principios que, sin embargo, nos pisotean sin un ápice de mala conciencia. ¡Ay de aquellos que te digan que te vienen a salvar!, porque serán ellos los que te utilicen para sus espurios fines. En este sentido, Decadencia y caída es el margen por donde la virtud resulta deshonrada sin que las consecuencias de dicho acto sean perseguidas o condenadas. Evelyn Waugh, en esta novela, se sitúa al otro lado de aquellos escritores de la denominada era del jazz que basaron sus argumentos en fiestas llena de alcohol y amores desenfrenados que acabaron precipitándose por el terraplén que supuso el Crack del 29. De esa auto-condena también beben los personajes de Waugh, aunque lo hacen a través de la ironía y la idiocia de sus planteamientos, y de sus vidas ancladas en un modo de entender el mundo en desuso. Esa crítica social, sin embargo, en el puño y letra de Waugh trata de combatir dicha falta de principios para poner en valor su punto de vista católico sobre pecados terrenales como: el matrimonio o la culpa; un pecado original que no parece existir en las desalmadas almas de sus personajes que van y vienen como marionetas que aparecen y desaparecen de escena sin el más mínimo de los remordimientos. Sin remordimiento no hay pecado parecen decirnos sus personajes, aunque Evelyn Waugh, desde la distancia que le proporciona su protagonista, parece insinuarnos que no es así. 

Además, existe en esta historia un poso de melancolía y pérdida que se refleja en Pennyfeather de una forma palmaria cada vez que baja un escalafón en el orden social hasta que consigue difuminarse en su propia esencia. Si bien es cierto que lo hace con una dignidad y una entereza digna de elogio (algo parecido a lo que le sucede a Stoner, el protagonista de la novela de John Williams), lo que supone un acercamiento a la idea de ciclo que rodea también a esta novela, pues sin duda, uno de sus aciertos reside en esa perversión literaria que supone regresar al escenario inicial del que parte su narración. Un detalle más cargado de ironía, sagacidad y distancia sobre todo aquello que rodea y se retrata en este espejo de lo inmoral y cínico que representa Decadencia y caída. 

Ángel Silvelo Gabriel.