miércoles, 22 de marzo de 2023

EXPOSICIÓN DE JUAN MUÑOZ, TODO LO QUE VEO ME SOBREVIVIRÁ: LA DIFERENCIA ENTRE MIRAR Y SER OBSERVADO



Por mucho que nos miremos en un espejo la percepción de la vida que transcurre tras él nos está vetada de antemano, casi tanto como el reflejo que de nosotros mismos nos es devuelto. A pesar de ello, día a día luchamos contra esa volatilidad nuestra como ente físico que transita entre realidad y ficción a modo de mensaje onírico; un espacio indefinido que nos persigue por mucho que intentemos obviarlo. Ahí, es donde el artista juega consigo mismo y con nuestros sentidos cuando trata de burlar al paso del tiempo y, a través de su obra, emite un falso reflejo de la inmortalidad que no existe. Como muy bien dejó dicho la poeta rusa Anna Ajmátova: «Todo lo que veo me sobrevivirá». Una cita que Juan Muñoz dejó escrita en su último libro de notas, previo a su mítica exposición en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres en el año 2001. Todo es fugaz, sí, lo que sin embargo no nos exime para, entretanto, tratar de engañar a la perversidad que se esconde tras el trasunto de nuestros días. Un espacio-tiempo gobernado por unas normas que buscan la diferencia existente entre el mirar y el ser observado, o entre el ser y el deber ser. Una confrontación parecida a lo que establecemos cuando nos miramos en un espejo sin ser conscientes de lo que en verdad ocurre al otro lado del mismo, o incluso detrás de nosotros. Ese espacio que se transforma en bidimensional (delante-detrás) es en el que se refugia la obra de Juan Muñoz para entablar una serie de axiomas que van desde el concepto del silencio como no respuesta, —y que él ha indagado a través del teatro—, al concepto de la espera como deseo —lo que nos muestra mediante sus obras cuando éstas parecen un foto fija a punto de moverse—. De este modo, sus esculturas y composiciones se convierten en refugios de tiempo y deseo, de miradas y silencios, de reflejos y sinuosidades, donde la soledad del ser humano abarca y abraza cada una de sus propuestas. Propuestas que en ocasiones se abalanzan sobre ese mundo en miniatura que nos propone el artista madrileño. Un universo a menor escala que le permite a Muñoz jugar con la sensación de supremacía del artista sobre el espectador, y por ende, de lo creado sobre lo observado. 

La exposición de la sala Alcalá, 31 de Madrid, que se podrá ver hasta el próximo 11 de junio, es también una muestra de la fusión entre obra y espacio; un binomio que en este caso funciona a la perfección y dota a las esculturas y piezas expuestas de un nuevo protagonismo. Esta armonía que nace tanto de la elección de las obras como de su ubicación, le permite al visitante disfrutar mucho mejor de ellas, porque llega a convertirse en un elemento más de la exposición. Es a través de estos nuevos espacios abiertos, que interactúan entre el observador y las esculturas, donde se crea un juego cargado de adivinanzas y sus múltiples matices de un modo directo. Cuerpo y alma de un mismo relato que nos habla de la soledad que nos cobija y de esa gran mentira que nos convierte en autómatas cuando intentamos escapar de la realidad, como si estuviésemos condenados a no poder salir de nuestros cuerpos (normalizados en sus vestimentas, disminuidos en sus presencias físicas, sarcásticos en sus rasgos expresivos o implacables en sus posturas ante el otro). Cuerpo y alma de un mismo relato que también nos advierte de la diferencia existente entre el autómata y el humano, y sobre todo, entre mirar y ser observado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 12 de marzo de 2023

BORRACHOS DE IVÁN VIRIPAEV BAJO LA DIRECCIÓN DE IRINA KOUBERSKAYA EN EL TEATRO TRIBUEÑE: LA NECESIDAD DE AMAR Y DECIR LA VERDAD BAJO EL PARAGUAS DE LA GRAN MENTIRA QUE COBIJA AL MUNDO

 


¿Qué somos? Quizá no seamos más que el polvo que se lleva el viento. Triste final de nuestro insignificante paso por la vida. Vida anónima. Llena de pretensiones falsas e inútiles. Vida donde el silencio atrapa la soledad de nuestros corazones y nos precipita sobre la mentira. Ese largo e inabarcable telón de fondo que todo lo cubre y preside en nuestro devenir existencial. Ahí es  donde la sentencia que representa la muerte se manifiesta por encima incluso del amor. Qué es una vida sin amor y sin la ilusión que nos cambia lo más profundo de nuestro ser y nos arrastra irremediablemente hacia esa felicidad efímera, pero felicidad al fin y al cabo. Borrachos, dirigida por Irina Kouberskaya, es una nueva manifestación de esa necesidad de amor y de decir la verdad que todos tenemos, aunque sea bajo la gran mentira que cobija al mundo. Esa es, quizá, nuestra mayor batalla terrenal: la de vencer a la gran mentira que nos acoge y ampara, y de ese modo, poder liberarnos de las insulsas ataduras que nos permitan llegar a ser libres. Libres de verdad. Lejos del mandato de la opulencia y la vacuidad que nos preside y gobierna. Nadie quiere cambiar, pero tampoco nadie quiere dejar de sufrir, parece decirnos el texto de Iván Viripaev, dramaturgo ruso exiliado en Polonia, pues en esta ocasión el teatro Tribueñe ha decidido poner en pie la obra de un autor vivo y contemporáneo. Un autor que busca en las entrañas de la vida mezclando la tragicomedia con la que llegar a  reírse de uno mismo, y el esperpento, como fórmula de escape y huida del día a día. Un día a día teñido de mierda, como nos expresan los quince actores de esta obra coral que de nuevo nos muestra las grandes dotes de dirección de Irina, pues sus actores bailan, se mueven y dibujan unas siluetas que se asemejan mucho a una partitura musical. Melodías con sus altos y bajos que nos llevan del espanto a la risa, y a esa sensación de incertidumbre que nos da tanto miedo. Miedo a vivir, sin más. 

Borrachos se divide en escenas independientes que, sin embargo, se nutren unas a otras. Escenas que representan el amor, la mentira, el silencio o el llanto. Todas ellas tuteladas por la necesidad de salir de esa anestesia general que nos mantiene adormecidos como sociedad. Una sociedad que también necesita de ese Dios para las grandes y pequeñas cosas. Ese Dios que no vemos por muy cerca que lo sintamos. Ese Dios perpetuo que nos vigila y rige nuestras vidas sin llegar a saber por qué. De esa necesidad de salvar a nuestra propia alma surge este aullido perdido en la inmensidad de la oscuridad de la noche. Como dice el refrán: «los borrachos y los niños son los únicos que dicen la verdad», y en Borrachos, asistimos a esas toneladas de verdad que, sin embargo, se nos escapan de las manos nada más mencionarla. 

Irina Kouberskaya vuelve a dar en el clavo en la elección de esta obra de teatro que tan bien representa el alma humana en la actualidad, y no solo eso, porque nos vuelve a demostrar el gran estado de forma en su capacidad a la hora de visualizar los textos que selecciona, porque en Borrachos nos vuelve a dejar ese poso de gran directora teatral que es, transformando lo poco en mucho, y lo sencillo en magistral, para de esa forma, atrapar a todas aquellas almas sensibles que presencien este espectáculo coral y único de una compañía de repertorio extraordinaria que, en su vigésimo aniversario, nos demuestra su capacidad de sobreponerse al paso del tiempo. En este sentido, hay que hacer mención a los actores y actrices que conforman la compañía y, en concreto al elenco de Borrachos, con un David García que nos vuelve a atrapar por la gran capacidad de sus gestos, su intensa mirada y esa forma tan nítida de interpretar sobre el escenario. Su Mark, sin duda, siempre estará en nuestro recuerdo. Del mismo modo, que hay que resaltar a esa vagabunda que todo lo ve y lo oye desde el silencio; una vagabunda interpretada por Inma Barrionuevo que, cada vez más, alcanza una madurez sobre las tablas digna de mención y elogio, pues su figura en esta obra es como la luna que brilla en la noche y ejerce de espectadora silenciosa del gran drama del mundo. Una interpretación que borda a través de sus gestos de asombro, gozo o lucidez ante lo que va viendo y escuchando. El resto del elenco está a gran altura, como en las obras que han ido interpretando a lo largo de los años sobre las tablas del Teatro Tribueñe. Sin desmerecer a ninguno de ellos, hay que destacar a José Manuel Ramos en su Rudolph, que navega por la mentira y el absurdo, y al que da respuesta un estupendo Enrique Sánchez como Gustav, o a Badia Albayati con su enérgica y arrebatadora Rosa. 

Como nos dice Mark al inicio de Borrachos: «Hemos perdido la belleza… ya no hay hambre por la verdad», y esa es quizá la mayor sentencia de muerte de una sociedad que se auto-condena a su desaparición. Una sociedad que permanece en silencio ante el conocimiento estrepitoso de la verdad. Sin duda, y gracias a esta obra de teatro, podemos asistir a ese grito desesperado que busca la salida a esa mierda que nos impregna y nos diluye como seres humanos. Unas mujeres y unos hombres que, en una noche de borrachera, son conscientes de la necesidad de amar y decir la verdad, aunque lo hagan bajo el paraguas de la gran mentira que cobija al mundo.   

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 8 de marzo de 2023

LUCIAN FREUD, NUEVAS PERSPECTIVAS EN EL MUSEO THYSSEN BORNEMISZA DE MADRID: LA MELANCÓLICA Y SIMBOLISTA INTENSIDAD DE LA REALIDAD

 


El mundo puede ser tan grande como uno sea capaz de imaginar, pero también tan pequeño como uno necesite. Esa distancia entre imaginación y sentimiento es la que utilizamos las personas para sobrevivir y crearnos un universo propio donde cada uno de nosotros pone sus límites y sus reglas. Límites y reglas que, en el caso de los artistas, acaban plasmando en sus obras. Manifestaciones que surgen de la necesidad de reinterpretar lo que somos y lo que nos gustaría ser. El todo y la nada. La luz y la oscuridad. El yo y el otro. Una cadena que se va transmitiendo en eslabones que nos sirven para describir una fuerza centrípeta propia que se apodera de nuestra alma y nos define como individuos. Una fuerza que en muchas ocasiones nos mantiene unidos a un entorno muy reducido, un círculo íntimo que trazamos alrededor de nuestros sentimientos y que funciona como una membrana que nos aísla del mundo y nos identifica ante los demás. Este podría ser el caso de Lucian Freud si hacemos caso a los cuadros que se exponen en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, porque podríamos redefinir el título de la misma: Nuevas perspectivas como El pintor y su entorno. Un entorno que en el caso del pintor alemán nace desde la melancólica y simbolista intensidad de la realidad. Un gran marco pictórico que él comienza acotando con unos primeros retratos de ejecución minuciosa. Retratos que comparten espacio junto a plantas y otros objetos que descontextualizan el rostro del personaje retratado. En ese difícil equilibrio que resulta de ajustar el fiel de la balanza de la vida que va de lo interior a lo exterior y a la inversa, Lucian Freud, en sus inicios, es un pintor esquivo que sin embargo poco a poco se va sumergiendo en una intensificación de la realidad que él acentúa a través de los grandes ojos, narices y bocas de sus modelos hasta llegar a convertirlos en perturbadoras y desgarradoras caricaturas de sí mismos (véase, por ejemplo: Muchacha con rosas). Ese aparente escapismo de sus inicios termina acaparando la materialidad de la carne, sobre todo, a través de pinceladas volumétricas y rígidas que se dividen entre empastadas y sueltas con las que consigue intensificar la realidad de aquello que retrata al fijar su punto de máxima atención en las miradas y las manos de los personajes que retrata, y también, en sus propios autorretratos. Una energía pictórica que a medida que avanza la exposición nos lleva hasta ese punto de melancolía y simbolismo que nos muestra en sus personajes desnudos. Retratos que nos acercan a esa otra realidad de la que siempre huimos y nos habla de la añoranza de tiempos pasados más ceñidos a la vida como éxtasis vital. De esa reflexión nace una paleta de colores marrones, anaranjados, rosáceos y anacarados con los que consigue un gran nivel de expresividad en las personas y el entorno que pinta. Un entorno, cuyo denominador común va a ser su propio estudio, como mejor forma de medir la realidad que se circunscribe a ese pequeño universo que él necesita para crear y con el que viaja hacia ese otro lugar tan amplio como su propia imaginación le permita. Este viaje de fronteras indefinidas es donde Lucian Freud se afana en crear un mundo de barbarie, perturbador y antiestético si se quiere, al que sin embargo, él en ocasiones dota de una dulzura y una sensibilidad conmovedoras (véase, por ejemplo: Doble retrato). 

La aniquilación de toda esperanza, por mucho poder que se posea, es otra de las visiones que el pintor alemán nos muestra en su cuadros denominados de “poder”, en los que, desde una visión más clasicista en la composición de los mismos, refleja el omnívoro paso del tiempo que experimentamos todos, cualquiera que sea nuestra condición social. Un hecho combativo contra el mundo, por su carácter irredento, que nos acerca a esa realidad de la que nunca podremos escapar. Un deterioro hecho arte y, por ende, auto-condenado a ejercer de espejo de una humanidad entregada al culto al cuerpo. De esa disfunción de la fealdad corporal y la corrupción de la belleza, podemos extraer otro de los grandes mensajes de la pintura de Lucian Freud: todo lo que nace muere, y quizá, por eso, no nos queda sino contemplar la melancólica y simbolista intensidad de la realidad de manos del pintor alemán.

Ángel Silvelo Gabriel.