martes, 14 de mayo de 2024

ALICE MUNRO (1931-2024): EL SILENCIO Y EL ECO PROFUNDO DE LA CONCIENCIA


 

La vida y la literatura están plagadas de casualidades, y ambas, poseen eso que denominamos como lagos interiores que en apariencia nadie ve, pero que sin duda existen. La necesidad última del ser humano por expresarse, le llevó a una joven madre canadiense llamada Alice Munro a refugiarse en la escritura, y lo hizo mientras sus hijas pequeñas dormían la siesta. El silencio y ese eco profundo de la conciencia que, cual duende no nos deja conciliar el sueño, hicieron su función de una forma sencilla y magistral en la todavía joven e inexperta Alice. Seguidora de la mejor tradición de los escritores norteamericanos, ella supo conjugar su propio mundo a través de la demoledora precisión del relato corto caracterizado por la pasión del retrato psicológico de sus personajes, en lo que podríamos denominar como la aventura de los discursos interiores. Tanto es así que una buena parte de su producción transcurre en un condado que lleva su propio nombre, al mejor estilo de Faulkner. 

Alice Munro nos ha dejado con la misma sensación que sus cuentos al terminar de leerlos: aturdidos por el peso de una vida unida a la intemperie por la que transitaban sus personajes. Viajeros sin más rumbo que el del sentido de la búsqueda de una felicidad que nunca coincide con lo esperado. Un inconveniente que, sin embargo, no jugó en su contra sino a favor de ese espíritu de lucha y confrontación con la realidad que la llevaron a crear un mundo propio, donde el amor y la necesidad del sentido de la libertad fueron dos de sus brújulas más importantes a lo largo de toda su obra literaria. Una libertad que, sin embargo, ella compartió muchas veces en silencio, tal y como declaró cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2013 —fue la primera mujer que en ser distinguida con ese galardón por una obra cimentada en sus relatos cortos—. En este sentido, Munro, como buena diseñadora de vidas ajenas conocía de la importancia del tiempo y la soledad que conllevaban el oficio de escribir, de ahí que en una de las múltiples entrevistas que concedió tras recibir el Nobel declarara que Demasiada felicidad sería su último libro, porque el poco tiempo que le quedaba no lo quería pasar sola, sino junto a su familia. Una dura decisión que no llegó a cumplir, pues no la debió resultar fácil renunciar a aquello que amaba, por más que la vida que transcurría más allá de su obra literaria la apartara de su segundo marido hacía poco tiempo. En aquel momento, con 82 años, y sin la posibilidad de ir a recoger el Nobel, Munro a pesar de todo se mostró al mundo sonriente y segura de su victoria: la materialización de su más valioso sueño como escritora. 

La soledad de Alice Munro nace como esa fuerza que nos somete a lo largo de la vida. Soledad que no desaparece con la muerte, pues se trata de un reflejo interior que nunca se extingue ni tampoco llega a atisbarse en un mundo hostil y primitivo como el que habitamos. Una inmunidad a la muerte que se refleja en sus relatos cortos, donde las aguas subterráneas por las que fluyen sus historias no dejan de correr por su mente y la de sus personajes. Aguas que una y otra vez salen a la luz en narraciones afincadas en una realidad muchas veces hostil porque huyen de ella asociadas a la indiferencia. Vidas anónimas que también necesitan de algo de cariño. Un cariño que parece que nunca encuentran, porque Munro indaga en los secretos que mueven nuestras vidas y en las atrocidades que éstos engendran. El resultado de todo ello convierte a sus personajes en seres débiles y sensibles que necesitan de ilusiones efímeras o absurdas que se crean ellos mismos para sobrevivir. La vida, en estos casos, es un espacio de ausencias. Ausencias que, sin duda, necesitan aliarse con el destino, y donde las historias contadas lo son de vidas paralelas que no tienen nada en común, salvo la soledad. Vidas paralelas que, sin embargo, acaban uniéndose en un enigmático final marca de la casa que nos ofrece la posibilidad de terminar o reinterpretar lo leído o imaginado. Un ejemplo de todo ello es el cuento titulado como Demasiada felicidad. En esta pequeña biografía de la matemática rusa Sofia Kovalevski, Alice Munro nos proporciona una clase magistral de contención, frialdad, y perfección narrativa a la hora de relatarnos los últimos días de la matemática rusa, pues lo hace con una mirada inequívocamente sublime hacia el personaje, lo que nos obliga a no dejar de leer. Demasiada felicidad es la partitura de una hermosa historia de amor y sus desencuentros. De su atrevimiento y su desencanto. De su valentía y sus renuncias. Una historia plena de magnetismo. Intensa. Mágica como un cuento de hadas. Reveladora como el mayor de los milagros. Una historia donde la nieve hace de justiciera maldita y atroz. Una historia que en su último capítulo llega a la perfección. La limpieza con la que Munro afronta esta biografía es admirable, porque nada falta y nada sobra en esta brillante narración teñida por el infortunio y la soledad que nos acoge a lo largo de nuestras vidas, a pesar de que en ella tenga cabida la frase demasiada felicidad como expresión de ese último deseo que nos acoge antes del final. Una felicidad que, sin embargo, se transforma en la cruel soledad del diferente. Igual que el amor que te despoja del mundo. Sí, Alice Munro nos ha dejado bajo el silencio y el eco profundo de la conciencia. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 2 de mayo de 2024

UNA CUESTIÓN DE FORMAS DE NEIL LABUTE, VERSIÓN DE ELDA GARCÍA-POSADA Y DIRECCIÓN DE ANDRÉS RUS: EL AMOR Y EL ARTE COMO COMPLEMENTOS DE LA MENTIRA

 


¿Qué es verdad y qué es mentira en el arte? ¿Acaso el amor es la pieza angular sobre la que siempre tiene que girar el mundo de las ilusiones, aunque éstas sean falsas? ¿Las relaciones humanas sólo están gobernadas por las apariencias? Al ritmo de canciones de Crowded House, una estética claramente pop presidida por los blancos infinitos de la escenografía y el contrapunto de los negros y rojos del vestuario de Evelyn y Adam asistimos a este puzle de secretos y mentiras cuya máxima expresión no seremos capaces de adivinar hasta un final con el que Neil LaBute quiso justificar esta crítica sobre el mundo del arte y sus mentiras, y las relaciones interpersonales dominadas por el bulimia del éxito basado en una originalidad camuflada en espurios e intrascendentes principios. Relaciones que, al estilo de Nicolás Maquiavelo, nos hablan de que: «El fin justifica los medios». Un manifiesto que, por otra parte, encuentra la dificultad de ser puesta en práctica a través de la comedia, pues sus elementos nos hacen menos permeables a la dura batalla que enfrenta a la verdad con la mentira. A la originalidad con la mediocridad. O, al arte, con su verdadero objetivo: la búsqueda de la belleza. De estos anacronismos surge un texto con el que Neil LaBute se refugia en el eco que le transmite una cultura intoxicada por la mentira y la futilidad a través de un lenguaje plagado de expresiones soeces o tacos con los que quiere impregnar de impulso narrativo a los personajes a los que retrata y que van, desde el inocente que cree en la suerte y en el amor, a la soñadora que busca una y otra vez ese beso que una vez le fue negado. Un intento que ahora se nos antoja varado en las coordenadas del tiempo, quizá, porque cuando LaBute estrenó en el año 2001 esta obra en Londres no sabía que el mundo cambiaría a una velocidad de vértigo, sobre todo, por la preponderancia de la tecnología en la industria y las relaciones sociales, y ese quizá sea el mayor debe de este texto: su difuminación en el tiempo, pues las redes sociales o la pandemia han trastocado de tal mondo las relaciones humanas que ya nada es lo que parece, ni tan siquiera esta crítica a la concepción del arte conceptual que se juzga en esta función como un todo, y donde los límites de la creación se precipitan por el terraplén de la importancia de los resultados. 

Una cuestión de formas nos ofrece un mundo en ruinas arrebatado por el doble sentido de las palabras que muchas veces utilizan los actores como una forma de reivindicar la doblez que exige el engaño, pero también la huida del miedo, pues de alguna forma Adam, Evelyn, Jenny y Philip huyen de sí mismos, y de ahí la prevalencia de la mentira sobre el amor o la amistad. Sus vidas están marcadas por el fracaso que se resume en sus mediocres trabajos, la residencia en una pequeña y aburrida ciudad, y la falta de unos objetivos que ellos visualizan en las apariencias. Esa existencia basada en una cuestión de formas que por arte del azar podrían ser otras, y estar muy alejadas de los cambios de comportamiento o estéticos que realizamos por tratar de agradar al otro. Ese ser uno mismo a través del otro es uno de los espejos ciegos que se traducen de esta obra en la que cabe destacar el papel de Esther Acebo como Evelyn, pues aparte de ser el eje sobre el que gira la obra hace del arte de la improvisación y la interacción con el público un ejercicio de naturalidad y cercanía que pocas veces se aprecian sobre el escenario, lo que para nada contrarresta su papel de fría y calculadora femme manipuladora. Magnífica, sin duda. Del mismo modo que Bernabé Fernández como Adam da vida a un personaje lleno de miedos y frustraciones que buscan una salida airosa a su propia tragedia. 

Una cuestión de formas es la viva imagen de una forma de entender la vida que tanto nos marca cuando el único objetivo es la búsqueda del éxito a cualquier precio, sobre todo, cuando el amor y el arte sólo son dos complementos de la mentira. 

Ángel Silvelo Gabriel.