martes, 28 de julio de 2020

IRÈNE NÉMIROVSKY, LOS FUEGOS DE OTOÑO: EL RESPLANDOR QUE PURIFICA LA TIERRA Y PREPARA LAS NUEVAS SEMILLAS

Detener el tiempo. Apoderarse por un instante de él. Y hacer una foto fija de aquello que se quiere transmitir, contar, sentir… Una vez más, la condensación del tiempo del que sabe que no lo puede malgastar en los superfluo se adueña de nuestros sentidos al leer esta agonía de las emociones humanas que representa Los fuegos de otoño, donde el miedo, la angustia, el terror, el amor, el deseo o la juventud se nos muestran como un largo travelling de las emociones humanas. Una tras otra. Cada una a su tiempo. Incrustadas con la maestría a la que nos tiene acostumbrados la autora ucraniana para conformar este gran fresco de la historia contemporánea. En este sentido, la perfecta coordinación de las elipsis y su sabia distribución hacen de esta novela una singular muestra de todo aquello que redime y condena al ser humano. Cuesta, y mucho, imaginar a Irène Némirovsky aislada bajo los árboles escribiendo en sus cuadernos. Al aire libre. Donde la libertad todavía forma parte de la magia de la creación. Donde el tiempo se detenía por un instante, aquel en el que ella construía y reconstruía sus historias y su vida, tan pegada al trágico destino de varias generaciones. Los fuegos de otoño está concebida como un fresco contemporáneo de aquello que estaba ocurriendo en el desmoronamiento de Europa y la sociedad burguesa condenada a cambiar. Así, la novela se nos presenta, de nuevo, como un mapa de las grandes emociones humanas que la autora ucraniana tan bien diseccionaba y que ya están presentes en el inicio de la misma: «En la mesa había un ramillete de violetas frescas; una jarra amarilla con la tapa en forma de pico de pato, que se abría con un leve chasquido par dejar pasar el agua; un salero de cristal rosa con la leyenda “Recuerdo de la Exposición Universal, 1900”. (En doce años, las letras que la formaban se habían descoloridos y medio borrado)». ¿Acaso cabe decir más en tampoco?, pues esta imagen estática es una fotografía demoledora y premonitoria de los nuevos tiempos que se avecinaban. A esta gran particularidad de su literatura habría que añadirle otra no menos importante o transcendental, como es la de la valentía. Némirovsky, refugiada en sí misma los últimos meses de su vida antes de ser arrestada por el gobierno de Vichy en Issy-L’Évêque y ser traslada a Auschwitz, fue consciente de que le quedaba poco tiempo y, aparte de dedicárselo a sus hijas, lo utilizó para escribir simultáneamente dos de sus grandes obras, la célebre Suite francesa, cuya versión corregida saldrá a la luz en otoño en Francia, y Los fuegos de otoño, publicada recientemente por Salamandra con las últimas correcciones que la autora le introdujo antes de ser arrestada. Estas últimas correcciones han dejado a Los fuegos de otoño como ese resplandor que purifica y prepara las nuevas semillas, tal y como se recoge en una pasaje de la misma: «La señora Pain se dejó invadir por un ligero y breve sueño, y de pronto, se encontró en un lugar desconocido, en el que veía acercarse a Thérèse. Ella rodeaba con los brazos a su nieta, le acariciaba la cara y le hablaba.. ¡Oh, con qué sabiduría le hablaba! Le explicaba el presente. Le revelaba el futuro. La cogía de la mano y caminaban por grandes campos en los que ardían hogueras. «¿Ves? —le decía—. Son los fuegos de otoño. Purifican la tierra; la preparan para las nuevas semillas. Vosotros aún sois jóvenes. Esos grandes fuegos aún no han ardido en vuestras vidas. Pero se encenderán. Y devorarán muchas cosas. Ya lo veréis, ya lo veréis...»  

Los fuegos de otoño son el retrato sin escrúpulos de la falta de unos principios y una moral por parte de una sociedad que llevaron a Europa al desastre de la IIGM. Una catástrofe que se fraguó tras la declaración de paz de la IGM y los locos años veinte, donde todos querían su porción de la tarta y la diversión hedonista del cuerpo y la perpetua evasión de la purificación del alma, como mejor ejemplo del resplandor que purifica la tierra y prepara las nuevas semillas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 12 de julio de 2020

GIANFRANCO CALLIGARICH, EL ÚLTIMO VERANO EN ROMA: LA APOSTASÍA DE LA LIBERTAD

Un credo: la vida. Una condición: sin límites. Una prisión: Roma. Un refugio: el amor… «Roma… era el único lugar donde podría vivir. Si pienso en esos años, sin embargo, apenas consigo ver con nitidez unas cuantas caras, unos cuantos hechos, porque Roma tiene en sí misma una ebriedad particular que abrasa los recuerdos. Más que una ciudad, es una parte secreta de ti, una fiera escondida. Con ella, no hay medias tintas, o le tienes un gran amor o debes marcharte, porque eso es lo que la dulce fiera exige, ser amada.» 

La soledad del hombre frente al mundo. Frente a sí mismo. Y a esa incalculable medida que es la desesperación del que no encuentra una excusa para seguir hacia adelante. Esos días sin nada. Y esa perplejidad en forma de onda profunda que tan bien expresó Pessoa en sus escritos, y en su obra, recorren los límites de El último verano en Roma de Gianfranco Calligarich. La apostasía de la libertad. La propia. La irrenunciable. Camina con paso firme a través de una autodestrucción que llevará a Leo, su protagonista, a buscar refugio en el mar. Cama insondable y perpetua de los sueños, y el descanso que proporciona la decisión que por fin sale a la luz cuando creemos ser felices. Felicidad instantánea. Efímera. Cruel. Y hasta sin sentido. Una locura que se muestra bella y profunda. Tan bella y profunda como la eterna ciudad de Roma. Marco inseparable de esta historia que transcurre a principios de los años setenta. En ese interludio de bonanza económica que precedió a la crisis del petróleo. En ese período de tiempo donde los amigos te ofrecían un trabajo si no lo tenías. Un trabajo sin muchas responsabilidades, pues la verdadera amistad amortigua los límites del fracaso. Leo ahí se muestra impasible, majestuoso en su vagabundeo callejero por una ciudad fantasma, apenas perceptible para los turistas. Una ciudad majestuosa que el protagonista recorre sin límite de tiempo. Desde la Piazza del Popolo al Trastevere. Pasando por La Via del Corso. Piazza Spagna, etc. Hasta terminar en la inconmensurable Piazza Navona y sus cafés, su letargo y su desmedida opulencia. Sin embargo, todo esto permanece ajeno dentro del alma de Leo, que deambula por los adoquines de Roma encerrado en sí mismo, visitando las casas de los otros: sus amigos o desconocidos. Y aferrado al alcohol como un salvavidas hasta que ella aparece en su vida: Arianna. 

El último verano en Roma es un canto desesperado a la vida. A la relación de un hombre con sus semejantes. Y la de este hombre con una ciudad: Roma. Nada es ajeno a esas sombras que se proyectan sobre Leo en ese peregrinaje interior que a veces se confunde con el tórrido calor de la ciudad eterna y su soledad en el ferragosto romano. Una salida o un final a una angustia que tampoco desaparece con la llegada del mes de septiembre. Gianfranco Calligarich afronta esta rebelión contra el mundo desde la perspectiva del héroe mudo y encerrado en sí mismo que no  busca más que una respuesta a todo aquello que le rodea. A su vida. A la necesidad o no del amor. O de la familia. Y lo hace en un entorno que no le dice nada a pesar de su belleza y su magnificencia, como tampoco lo hará ante el encanto caótico y personal de una bella Arianna. Entre sus propias grietas, Leo será fiel a la amistad que representa su amigo Graziano, por mucho que éste sea el reflejo del agua que se encuentra estancada en un pozo. Nada es banal en la vida de Leo, por más que sus posturas sean incomprensibles. Quizá, porque vaya recorriendo la calles de Roma expresando la apostasía de la libertad. Una libertad que no tiene, pues se encuentra encadenado a sí mismo. 

El último verano en Roma fue la novela ganadora del Premio Inedito 1973 y publicada ese año por Garzanti en una edición de 17.000 ejemplares que se vendieron en un solo verano para luego desaparecer y convertirse en un libro de culto entre exploradores de librerías de lance y tenderetes ambulantes hasta que en 2010 volvió a ser publicado por la editorial Aragno. Una edición que también se agotó. Bompani la rescató de nuevo en 2016, 43 años después para sacarla del anonimato. El resto ya es historia.   

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 2 de julio de 2020

THOMAS MANN, LA MUERTE EN VENECIA: LA BELLEZA ENVENENADA


Los lugares comunes que habitan dentro de nosotros y, sin embargo, pasan desapercibidos para nuestros sentidos hasta que aquello en lo que nunca nos fijamos o sentimos se apodera de nuestra zona oscura de una manera fortuita para zarandearnos en lo más íntimo y remoto de nuestro ser, como si de repente nada hubiese tenido sentido hasta entonces, es el marco de un cuadro cuyo fondo es el de la desesperación. Una desesperación que representa la ruptura que nos viene anunciada por los sentidos y no por la razón, lo que nos hace dudar de ella. Sin embargo, nada podemos hacer para evitarla, porque cuando esa vocación secreta sale a la luz es igual al nacimiento de un nuevo ser. Un monstruo interior que una vez que se libera nos traslada hasta ese abismo del que no podemos separarnos, por mucho que sepamos que ese nuevo ser es la expresión única de la belleza envenenada que el destino ha decidido poner en nuestra vida. La muerte en Venecia de Thomas Mann es ese canto del cisne que se produce cuando no cabe esperar nada más allá de la repetición tozuda y pertinaz de nuestros días y, que en el caso del protagonista de esta novela corta —el escritor, Gustavo Aschenbach—, es la ilusión de realizar un viaje que le acoge durante un paseo del mes de mayo por los alrededores de Múnich, cual Robert Walser que se hubiese hecho presente en la persona de Aschenbach: «Era sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba a producirle visiones». Unas visiones que, al final, le llevarán a la ciudad de Venecia, llegada y punto final de sus aspiraciones más oscuras. Venecia, junto a su destino, le esperó con sus baños de sol, sus calles estrechas y estranguladas, sus monumentales palacios e irrepetibles iglesias, y el viento tórrido y húmedo que recorría sus plazas y canales. Una Venecia que supuso un punto de inflexión en el carácter moral tanto de su vida como de su obra: «Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación… ¿Por qué había de extrañar, entonces, el hecho de que lo más peculiar de las figuras por él creadas tuviera su carácter moral?»

 

La muerte en Venecia de Thomas Mann supone ese enfrentamiento muchas veces invisible entre lo deseado y lo realizado, donde el camino de la búsqueda de la belleza se transforma en una nueva forma de encontrar aquello que nunca fuimos capaces de admitir que nos pertenecía. Para Aschenbach tomará la forma de un cuerpo bello y transparente, el del joven polaco Tadrio: «¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento expresaba aquel cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad severa y pura, que en esfuerzo misterioso había logrado modelar aquella imagen divina, ¿no era la que él, artista, conocía a la perfección? Un artista que finalmente sucumbe por la fuerza de los sentidos ante esa belleza espiritual que le vence». Solo y perdido en sus propias divagaciones, de las que apenas huye cuando visita la ciudad encantada de Venecia y su embrujo, marcha con paso firme hacia aquello que ni siquiera él conoce o es capaz de admitir, porque como dice el propio Thomas Mann, en boca de su protagonista: «Así los dioses, para hacernos perceptible lo espiritual, suelen servirse de la línea, el ritmo y el color de la juventud humana, de esa juventud nimbada por los mismos dioses para servir de recuerdo y evocación, con todo el brillo de su belleza, de modo que su visión nos abrasa de dolor y esperanza.». Un dolor y una esperanza que se desvanecen en el horizonte que nos acerca al final de la vida. 

Thomas Mann, con un depurado estilo de la concreción y el ritmo a la hora de mostrarnos todo un inabarcable universo, se apoya en el discurso entre Sócrates y Fedón para reafirmar el carácter destructivo que a veces posee la belleza en sí misma como productora de espejismos que sólo percibe aquel que los sufre: «La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el camino, sólo el medio, Fedón… “La dicha del escritor es su posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento; el sentimiento, totalmente en idea”». Y es en esa ambivalencia, entre razón y deseo, donde La muerte en Venecia se transforma en la belleza envenenada. 

Ángel Silvelo Gabriel.