viernes, 30 de noviembre de 2018

FERNANDO PESSOA EN EL 83 ANIVERSARIO DE SU MUERTE EN LISBOA, EL 30 DE NOVIEMBRE DE 1935: UN SUEÑO ESCONDIDO BAJO UN MAPA DE SENSACIONES



Fernando Pessoa dibujó su vida con los trazos de la silueta de los héroes anónimos, igual que aquellos argonautas que fueron en busca del vellocino de oro. Sin embargo, él no lo hizo embarcándose en un navío sino a través de un sueño escondido bajo un mapa de sensaciones al que dotó del silencio de la noche, del anonimato de un fantasma que huye de la sombra de sí mismo y de la necesidad de ser otro. Muchos han sido los que se han acercado al mítico arcón donde guardó más de veinticinco mil documentos que, tras su muerte, han sido rescatados del olvido. Un olvido que, como todo aquello que ni se ve ni se toca, pertenece al mundo de los sueños. En Pessoa se concibe la vida como «la geometría del abismo», pues igual que Ángel Crespo no dudó en definir el Libro del desasosiego (el diario apócrifo del portugués) como un mapa de manchas, su obra se nos presenta como un conjunto de formas, de vivir y sentir, alejadas de la realidad, pero muy cercanas a la posibilidad de crear nuevos mundos a través de otros. Esos otros, que se rebelan ante nosotros igual que lo hace el reflejo que nos proporciona el espejo que se precipita sobre nuestro cuerpo y, que en el caso de Pessoa, éste interpeló mediante sus múltiples heterónimos. Un teatro de voces a los que él proporcionó una voz y una personalidad propias, creando, como sólo lo hacen los genios, un nuevo estilo literario: el de la heteronimia. Pessoa, dijo: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Y en esa eterna búsqueda del presente exento de futuro, abordó todo aquello que su mente tuvo a bien vislumbrar o explorar.



La particularidad de su obra no se encuentra sólo en la posibilidad de revisar una buena parte de la biografía del poeta portugués, sino también en poder hacerlo desde las voces que le acompañaron a lo largo de toda su vida. Una vida que, como toda leyenda, contiene el desgarro de las situaciones imposibles, pero también la épica que se sobrepone a los reveses de una existencia marcada por el fracaso. «Hice de mí aquello que no supe,/ no hice lo que podía hacer de mí./ Vestí un dominó equivocado./ Pronto me conocieron como aquel que no era:/ no lo desmentí y me perdí».



En un mundo tecnificado que, cada día más, nos dirige nuestras vidas, Pessoa y su obra nos permiten regresar al pasado; un pasado donde las personas todavía escriben cartas y sus historias de amor descansan sobre la soberbia de los sentimientos más profundos y la vitalidad de la búsqueda de una dignidad perdida en el curso de los tiempos. Historias en blanco y negro que, si se quiere, retoman la luz cuando llegan a Lisboa, una ciudad que, en Pessoa, se convierte en el cauce final donde los sueños se enfrentan con la realidad para crear un mundo nuevo e inesperado. Un mundo en el que los dioses, los mares, el hombre y la tierra, conforman una secuencia con la que darle cuerpo a un sueño: el de los dioses perdidos…, y no encontrados.



Ángel Silvelo Gabriel

miércoles, 28 de noviembre de 2018

JOANNA WALSH, VÉRTIGO: LA PROFUNDIDAD DEL PÁNICO



El pánico y su vertiginosa capacidad de cambio nos convierte en seres huidizos, distantes e inertes. Como inerte es el cuerpo que yace en la profundidad del pánico. Uno de los riesgos de la negación propia es la de verse reflejado en un espejo y no ver aquello que los demás adivinan de nosotros, ni lo que nosotros mismos somos capaces de ver a la hora diferenciarnos del resto. Ese anonimato no reclamado va marcando nuestros días de una forma feroz. Y lo hace en forma de garras de una alimaña que poco a poco nos va destruyendo sin la posibilidad de huir de ellas. Joanna Walsh y, su elusiva actitud de enfrentarse a la realidad a través de esta relación de cuentos o de novela río con múltiples escondites, nos demuestra lo sutil que puede llegar a resultar el fracaso, o vivir esa vida que nunca habíamos imaginado. Lo deseado y lo real, de nuevo, se comportan como una imperfecta balanza de los sueños. La distancia que la protagonista va tomando ante cada acontecimiento de su vida retoma la posibilidad de dejar de lado aquello que no nos satisface. Un despojo existencial que se compone de una lista de preferencias que, a buen seguro, alguna de ellas no son lo suficientemente necesarias como para perder el tiempo en conseguirlas. La sociedad actual es una experta en prepararnos para perder en tiempo con banalidades que, por sí solas, no merecen ni un minuto de nuestro tiempo, sin embargo…, la omnipresente vanidad que nos ahoga cada día más, se superpone como el aceite lo hace sobre el agua, alejándonos de lo que en verdad es importante y necesario. Así, Joanna Walsh y las diferentes mujeres protagonistas de sus cortas historias juegan a ese pasatiempo que es ir desprendiéndose de una prenda de ropa cada vez que algo va mal o no sale como ellas quieren. En esa rebuscada desnudez es donde estas anónimas heroínas de lo cotidiano se sentirán definitivamente libres. Una libertad que no desdeña de los recuerdos, pero sí trata de ponerlos en su sitio. Desechando del podio de los ganadores a aquellas experiencias insípidas, y que sólo se sustentan por la imagen que los demás tienen de uno mismo. Madres, esposas, hijas o amantes van surgiendo en un caótico devenir de viajes y ciudades extrañas. Compras innecesarias. Maridos prescindibles. E hijos que ejercen de eco de anhelos pasados, que no presentes. El relato que cierra esta difuminada recopilación de cuentos es una clara demostración de ello. Su título, Ahogo, es tan expresivo como la necesidad de huida de su protagonista. Una huida fuera de su vida, de su marido, de sus hijos, de sí misma. Una huida bajo las olas del mar que emulan a la protagonista de la novela El despertar de Kate Chopin, lo que nos demuestra la capacidad del ser humano para seguir persiguiendo los mismos sueños a lo largo de los siglos.



Vértigo, es la capacidad para desarrollar dentro de nuestra mente la incesante fuerza que nos lleva al otro lado de ese edén que nos habíamos marcado, y que viene envuelta en trajes de Dior, el mundo de la moda, villas veraniegas frente al mar, diálogos interiores que se cuelan dentro de la propia narración y mesas de cafés con vistas hacia Notre Dame. La ciudad y sus soledades salen retratadas como esas colmenas de silencios y soledades que pueblan el mundo actual. Un mundo donde ya nada es lo que parece. En ese vértigo que cada uno de nosotros expresamos ante la soledad, es donde Walsh escarba a la hora de retratarnos a sus protagonistas. Unas mujeres que tiran de sus silencios para posicionarse en una realidad no siempre amable ni creativa.



Joanna Walsh emplea un estilo fragmentario en cuanto a su concepción formal de la narración y de la estructura de sus relatos a la hora de presentarnos a sus anónimas heroínas que, entre escondite y escondite, nos muestran la fragilidad de las relaciones humanas y la complejidad de las mismas. Relaciones que necesitan para sobrevivir algo más que el eco del pasado. Relaciones humanas que son la expresión de aquello que tantas veces hemos imaginado y nunca hemos llevado a la práctica. Fisuras de realidad que bien podrían taparse mediante las palabras, las caricias o una simple mirada de complicidad. La fatalidad de todo ello es que el vértigo y sus condiciones no nos dejan ponerlo en práctica. Y, en vez de saltarnos ese guion preestablecido, nos limitamos a observa la profundidad del pánico. 



Ángel Silvelo Gabriel. 

miércoles, 21 de noviembre de 2018

COLETTE, UNA PELÍCULA DE WASH WESTMORELAND: LA TRANSFORMACIÓN DE UNA ESCRITORA FANTASMA EN UNA AUTORA DE ÉXITO





Los períodos de cambio, salvo que éstos se produzcan de una forma traumática, llevan su tiempo hasta verse cumplidos o acabados. El cambio lleva consigo momentos de crisis, de dudas y de contratiempos, lo que los convierte en factores de reforzamiento y relanzamiento, primero personales y luego profesionales. Como si nuestra mirada y espíritu debieran adaptarse poco a poco a esa nueva luz que supone alcanzar la plena transformación. Si utilizáramos un símil atmosférico sería como pasar de caminar entre la niebla a hacerlo a pleno sol. Esa luz que nace de la inocencia en plena campiña francesa y, poco a poco, se transforma en la rebelión contra una realidad en la que, entre otras cosas, hay que vencer a la solidez de los sentimientos es lo que se retrata en Colette, una película de Wash Westmoreland que nos narra la transformación de una escritora fantasma en una autora de éxito. Sin embargo, lo que más sorprende de este biopic es su cuidada producción, el acertado guion y una gran puesta en escena, que delatan el concienzudo trabajo que hay detrás de esta película que no aspira a ser el retrato de una escritora conocida sin más. Ni un biopic de los que nos tienen acostumbrados las grandes productoras. Colette es más bien una película de época o el retrato de un período de una persona vitalista, libre y genial, que necesita la luz para ser ella misma y alejarse de esa parte de la sociedad que ya no encaja dentro de sus esquemas. La escritura, el amor, o los sentimientos deben ser la expresión de una forma de entender la vida libre y sin otra cortapisa que la de la propia decisión personal, esté ésta equivocada o no. Y hay que reconocer que Wash Westmoreland logra plasmar todo eso en su película. De hecho, para retratar a Colette se ha elegido el período anterior a su gran eclosión como escritora de éxito. Lo que pone de manifiesto el afán de filmar a una Colette en plena formación y transformación. Como si el propósito fuera relatarnos el cambio de gusano de seda a mariposa y darnos una visión más joven y vitalista de la escritora. Una visión que, sin duda, está respaldad por una Keira Knightley consciente de su poder a la hora de interpretar personajes de época. Su forma de mirar, sonreír o tocar, son todo un tratado sobre las formas que adopta el deseo en plena juventud. Algo a lo que contribuyen esos primeros planos en los que el director busca una luz a la que la sociedad francesa de principios del siglo XX no estaba preparada si ésta venía de manos de una mujer. Colette representa la liberación de un espíritu libre que no quiere pasar el resto de su vida ni encorsetada por un corsé que la estrangule su figura, ni por un marido que la utilice como mera herramienta de su éxito y su saneada posición financiera. En este sentido, Dominic West encarna el final de una época que nos llevará hasta los locos años veinte, donde la eclosión de libertad tras una guerra de nivel mundial, va a traer una mayor reafirmación de la figura de la mujer en el mundo. 




Colette es también la mirada transparente de una Keira Knightley a la que Wash Westmoreland filma muy de cerca mientras observa, habla, ama, lee o escribe. A través de su mirada nos retrata a una persona inquieta, curiosa y llena de vida; una persona que lo vive todo con el ímpetu que posee un amante; un ímpetu que traslada a su propia vida a través del personaje Claudine.  Un personaje que dibuja sin miramientos con una pluma de tinta sobre la rugosa superficie del papel de aquellos cuadernos de principios del siglo XX que servían de soporte para inventar y narrar historias. La fuerza de la narradora que puso en pie y en tela de juicio a la sociedad burguesa francesa con sus atuendos de hombre, su abierta bisexualidad y su necesidad de sacar a la luz todo su talento, está perfectamente retratada en el período que abarca la película: desde su llegada a París hasta el alejamiento de su marido, Henry Gautier-Villars, interpretado por Dominic West. Un período en el que asistimos a la transformación de una escritora fantasma en una mujer libre y liberada de la larga y perniciosa sombra de su marido. Un marido que la relega a un segundo plano que tanto su espíritu vital como creativo no son capaces de reprimir por más tiempo. Dando como resultado final un film vivo y luminoso.



Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 11 de noviembre de 2018

EXPOSICIÓN TAMARA DE LEMPICKA EN EL PALACIO DE GAVIRIA DE MADRID: LA EXPRESIÓN DE UNA FEMINEIDAD EXENTA DE MIEDOS


El período de entreguerras se distingue por la luminosidad en la que desembocó tras la Primera Gran Guerra. Los locos años veinte trajeron consigo una frenética actividad que, en el mundo del arte, desembocó en el denominado como art déco, caracterizado por sus figuras voluminosas y sus colores llamativos. En el ámbito social, habría que resaltar el protagonismo que la mujer alcanza durante estos años. Una expresión que, si bien, en muchas ocasiones se limita a imitar el comportamiento de los hombres —véase: fumar en público o aprender a conducir—, en otras, se transforma en la expresión de una femineidad exenta de miedos. Una definición que bien podría servir para enmarcar el universo artístico y personal de una artista como Tamara de Lempicka. Una artista y una mujer excesiva, tanto en su condición de pintora como en su faceta personal. Un exceso con el que persigue cambiar todo lo viejo por una nueva definición del mundo y de la vida. Una vida en la que intenta imitar a las grandes estrellas del cine de la época. Lempicka no parará hasta conseguir el status social y artístico que la llevará a codearse con lo más selecto de la sociedad de su tiempo. Respecto a su faceta como pintora, el Palacio de Gaviria de Madrid nos ofrece una amplia retrospectiva de su dilatada carrera y de su vida. Una exposición que no escatima medios a la hora de introducirnos en el universo Lempicka. Un universo en el que también tiene cabida la moda, a través de vestidos de la época y los zapatos de Salvatore Ferragano, por ejemplo. A los que habría que unir el buen número de objetos decorativos y de mobiliario que acompañan o anteceden a las distintas estancias de la exposición, y que sirven de división de las diferentes etapas artísticas en las que está compartimentada la retrospectiva. Todos ellos, con un marcado estilo art déco u oriental.



La estructura pictórica de Lempicka va avanzando conforme lo hace el desarrollo de los tiempos que le tocaron vivir. Y, así, en el inicio de su carrera, sus composiciones se nos aparecen con un marcado sentido mecanicista de la pintura, con pronunciadas formas cilíndricas que ensamblan el cuerpo con la cabeza y los brazos de una forma ruda y sin apenas transición. Composiciones que tienen un marcado sentido geométrico acentuado con vivos colores con los que intenta resaltar del cuerpo de la mujer y su nuevo papel dentro de la sociedad. Con el transcurso del tiempo, esos pronunciados encuentros se difuminan hasta llegar a ser estilizados de una forma natural, consiguiendo sus mejores creaciones cuando nos plantea los cuerpos desnudos de mujer iluminados con focos que parece que se vierten sobre las formas femeninas como telones de diferentes capas que cayeran sobre un escenario, creando con ello una amplitud de espacios, formas y, sobre todo, sensaciones, que nos llevan casi sin querer hasta esos grandes cuerpos femeninos de Las tres Gracias de Rubens. Una expresividad que alcanza sus mayores cotas de sensualidad en cuadros como el de Santa Teresa de Jesús, o el denominado Los refugiados. En los que consigue aumentar la sensación de pérdida de la consciencia o la acentuación de la rotundidad del dolor con ese manejo tan típico de su pintura como es la de la mirada perdida de sus retratos, ya estén éstos de frente —casi ninguno—, o de perfil o con la cabeza girada —casi todos—. Una mirada que se asemeja mucho a la que la propia artista expresa en sus poses a la hora de ser fotografiada, y que podemos ver en bastantes fotografías a lo largo de la muestra. Una muestra que acentúa su expresividad gracias al entorno decadente y de otro tiempo del Palacio de Gaviria que, como un mudo espectador del tiempo, nos predispone al acercamiento a unas obras que, con el tiempo, se van desarrollando hacia un estilo más pulcro y si se quiere minimalista, como el inacabado retrato del rey Alfonso XIII, al que conoció en su exilio en la ciudad de Roma.



La exposición de Tamara de Lempicka en el Palacio de Gaviria también nos muestra un documental y varios vídeos de la época en los que sale la artista, como contrapunto y profundidad al resto de la retrospectiva: ambiciosa en el planteamiento y quizá, un poco pobre en los cuadros que exhibe, a pesar de contar con alguno de los más importantes de la artista. No obstante, la muestra es una magnífica oportunidad de conocer a la pintora polaca que, junto a otros, como el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald, representan esos alocados años veinte en los que la mujer y su cuerpo fueron definidos y pintados por ellas mismas, en una expresión de femineidad exenta de miedos.   

 

Ángel Silvelo Gabriel. 

sábado, 10 de noviembre de 2018

ÁNGEL SILVELO GANA EL PRIMER PREMIO DEL IX CERTAMEN LITERARIO TAURINO INTERNACIONAL "PEÑA TAURINA MANUEL VIDRIÉ"



NOTA DE PRENSA   

Torrelaguna (Madrid), 10 de noviembre de 2018

El jurado del IX Certamen Literario Taurino Internacional “Peña Taurina Manuel Vidrié”, reunido en sesión extraordinaria el viernes 9 de noviembre de 2018 a las 19:00 horas, ha fallado que la obra ganadora del citado certamen es “El mayor de los milagros” firmada con el seudónimo “Nicolasa Escamilla” y cuyo autor es D. Ángel Silvelo Gabriel, de Madrid.   El premio está dotado de 500 € más trofeo.

El jurado deja desierta la categoría “Juvenil” para menores de dieciocho años.

 La entrega del galardón tendrá lugar el próximo sábado 24 de noviembre a las 19:00 horas dentro del acto que pondrá fin al XVII Ciclo de Conferencias “Aperitivos Taurinos” organizado por esta peña.

 Asimismo, la Peña Taurina “Manuel Vidrié” quiere agradecer su participación en el certamen a todos y cada uno de los concursantes y les invita a participar en los sucesivos certámenes que esta entidad irá convocando año a año.
 
EL MAYOR DE LOS MILAGROS
Algo bello es un goce eterno». Algo bello es un goce eterno, algo bello es un goce eterno…, se repetía una y otra vez en la complicidad de sus noches sin luna desde que dejara los ruedos. Este verso del poeta romántico inglés John Keats que abre su poema épico Endymion —escrito en el año de 1817 y concebido mientras caminaba por los bosques y acantilados de la isla de Wigth—, era el culpable del final de su viaje. Ella, que inició su búsqueda de la belleza en las plazas de toros tras la estela de los minotauros pintados por Picasso; una belleza que Goya —promotor en España del Romanticismo en la pintura y coetáneo de Keats— fue pionero en retratar, pues inmortalizó por primera vez a una mujer torera en un dibujo dentro de su serie La Tauromaquia. Ese aguafuerte fue el responsable de que, desde pequeña, ella quisiera ser torera. La culpa la tuvo su madre cuando le puso en sus manos una copia de aquella escena de una mujer torera a caballo. «Lanza, torera, toro y caballo dando fe del mayor de los milagros», pensó, dejando caer de sus manos una copia de aquella lámina.
            Aún oye la voz de su madre en sus sueños. Ella sabe por qué lo hace. Su madre le habla en sueños para que no se pierda. «Si tu deseo es ser torera no pares hasta conseguirlo», le dice. «Sueña con colores, porque te ayudará a conseguirlo», le añade. Y al principio le hizo caso. Y primero soñó con cosas de color blanco, pero no consiguió nada, salvo creer que estaba perdida dentro de una nube infinita. Luego lo intentó con el color negro y, entonces, creyó que el mundo era un agujero de esos oscuros que dicen que existen en el espacio. Después de aquello pasaron los días y su madre no volvió a aparecérsele en sus sueños. Hasta que un día regresó con una lámina en la mano. Era un dibujo en blanco y negro de una mujer a caballo picando con una vara larga a un toro. Su madre sabía que su sueño desde pequeña era el de ser torera y, quizá de ahí, lo de la lámina. Sin embargo, cuando empezaba a vislumbrar algo de luz en su camino se perdió de nuevo, justo cuando cayó en la cuenta de que la lámina no era de colores y, por lo tanto, no sabía qué significa para su madre eso de soñar con colores, pues ella no supo hacerlo ni con el blanco ni con el negro. Sería una cuestión de matices, recuerda que pensó entonces. Matices aparte, después de ese sueño donde su madre le mostraba aquella lámina se dedicó a buscarla por internet con denuedo hasta que dio con ella. Cuando la encontró no supo hallar la relación entre su madre y ese aguafuerte que pintó Goya en 1816 y, que hasta hacía poco, era el dibujo conocido más antiguo de una mujer torera. Era el más antiguo hasta que Gonzalo Santonja descubrió en el Museo Arqueológico Nacional un plato de cerámica de Talavera decorado con otra instantánea de una mujer toreando, también a caballo, datada entre 1675 y 1700. Cuando supo de su existencia esperó en vano a que su madre se lo mostrara en uno de sus sueños, pero pasó el tiempo y nunca ocurrió tal alumbramiento onírico hasta el día de hoy. En esa insoportable espera, una mañana, al despertarse, recordó que si había soñado con aquella lámina de Goya fue porque su madre se la regaló cuando era pequeña. A su madre le gustaba pintar y a ella le gustaban los toros, por eso le pintó aquella lámina y se la dio sin enmarcar ni nada, pues según le dijo, no podía esperar a que ella viera el resultado de sus avances como pintora. «Ella fue la primera mujer torera inmortalizada en un dibujo, y tú debes serlo también algún día», le dijo. De ahí que, ese plato de cerámica que mostraba a una mujer anónima alanceando a un toro, se comportara ante ella como la cara de la realidad que nunca hubiese querido conocer.
            Aquella lámina que le regaló su madre era una mala copia del aguafuerte en el que Goya inmortalizó a Nicolasa Escamilla, La Pajeruela, en la plaza de toros de Zaragoza en el año 1816, pero a ella no le importó, al menos hasta ahora, cuando cayó en la cuenta de lo duro que era ceder el cetro de la gloria que te proporciona ser el primero en algo. Pero si lo pensaba mejor, era mucho más duro perder a una madre cuando tú todavía eres pequeña y tu padre no entiende nada acerca del alcance de tus sueños. Sí, ella quería ser torera, pero enseguida comprendió que esa decisión era igual que invocar el mayor de los milagros. Tardó mucho tiempo en adivinar cuál sería su verdadera hazaña dentro del mundo de los toros más allá del deseo de su madre, pero esa duda se disipó cuando descubrió el primer verso del poema épico Endymion del poeta romántico inglés John Keats: «Algo bello es un goce eterno». Un verso que por sí solo le llevó a una interminable búsqueda de la belleza que, al final, la encontró lejos de los ruedos, pero muy dentro de ellos. 
Extracto del relato "El mayor de los milagros" de Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 6 de noviembre de 2018

CINCO HORAS CON MARIO DE MIGUEL DELIBES EN EL TEATRO BELLAS ARTES DE MADRID: EL ESQUELETO DEL FRACASO Y LA VERDAD



La proyección de toda una vida sobre un silencio que se levanta y se rebela contra las palabras llega a ser tan ensordecedor que estremece. Esos silencios que derrumban vidas enteras y, que a partir de ese momento, engendran otras, diluyen la realidad hasta convertirla en una sustancia acuosa a la que no podemos dar una forma. ¿Qué forma tienen el amor, el odio, el resentimiento, las creencias religiosas o el sexo más allá de las materias con las que están hechas? El universo interior de cada uno es el que, por un lado, nos protege de esa forma indefinida que es la realidad y, por otro, el que nos proporciona los instrumentos suficientes para que no se apodere de todo: presente y pasado, verdad y recuerdos, realidad y sueños. En este sentido, Miguel Delibes siempre ancla a sus personajes en un lugar determinado, a partir del cual, les invita a viajar y a cambiar; un método que conlleva una transformación interior que nunca se sabe cómo va a acabar más allá de saber que es una ruta de expiación. De expiación de la culpa, del desamor y de los miedos que nos atenazan en el día a día. Esa poderosa proyección de sus personajes marcaron una época en su momento y, sin duda, lo siguen haciendo, por lo universales que nos resultan, lo impactantes que nos parecen y lo débiles que se nos confiesan. Cinco horas con Mario es todo eso y mucho más, porque el retrato sociológico de una época (los años sesenta en una ciudad de provincias española) traspasa los límites del tiempo para hacerse firme en el transcurso de los días, los meses y los años, hasta convertirse en un alegato de los sentimientos más profundos del ser humano que, en este caso, se modulan a lo largo y a través de la muerte, la ausencia y el silencio que deviene en un monólogo de dichas y desdichas, faltas y ausencias, hastío y rebeldía. Un monólogo al que la gran, Lola Herrera, dota de un tempo perfecto; un tempo rodeado de pausas, gestos, silencios, reproches, y confesiones que nos dejan perplejos en la tragedia y sonrientes en la comicidad de buena parte de la obra, pues esa es otra de la virtudes de este montaje inmortal: su comicidad. Una comicidad que Lola Herrera perfila de una forma armoniosa y natural, como las múltiples sutilezas que le lanza a un marido muerto que representa el esqueleto del fracaso y la verdad.



Cinco horas con Mario es la desmembración de una vida y del cuerpo que la ha representado. En ese ejercicio de despiece verbal y casi místico, fracaso y verdad se dan la mano en pos de llegar a encontrar un camino en el que situar de nuevo a una vida que ya no será tal salvo a través de otros. Y Carmen Sotillo a lo largo de noventa minutos nos prepara dicho camino. Un camino que no es otro que el suyo propio. Un camino que la ayude a salir de su propio atolladero. Un camino que la libere para siempre del mundo y su pasado…, de sí misma. Una Carmen Sotillo que deviene sobre las tablas del escenario en un huracán interpretativo que nos arrasa todos los sentidos de la mano de una Lola Herrera en estado de gracia, apaciguada por la senectud del tiempo y vigorosa en los esplendores de un corazón muy vivo. Su personaje quedará ahí para siempre y, siempre, formará parte de la historia viva de nuestro teatro, porque ella lo inmortalizó. Por encima del texto y, también a su lado, siempre estará Lola Herrera, sempiterna voz narrativa de toda una época, singular actriz atribulada en la excelencia interpretativa, mujer de los pies a la cabeza. No cabe duda que su papel de Carmen Sotillo la sitúa en lo más alto del teatro español, porque lo libera de todos los claroscuros que lo acechan y lo sitúa en un altar cercano al Olimpo. Un Olimpo desde el que visionar el esqueleto del fracaso y la verdad que esta obra representan. 

 

Ángel Silvelo Gabriel. 

domingo, 4 de noviembre de 2018

FLEUR JAEGGY, EL DEDO EN LA BOCA: LA VOZ Y SU INDETERMINACIÓN



La voz y su indeterminación. La búsqueda del yo en un bosque plagado de telones. Donde cada uno de ellos es diferente al anterior. Un bosque que se asemeja mucho a un escenario por donde pasan actores y se desarrollan tramas que apenas adivinamos, porque no sabemos ni adónde van ni lo que quieren. Todo es incierto y, en cierto modo también, perverso. Aquí el dedo en la boca es una irónica metáfora de una multiplicidad de voces que nos arrastran hacia la oscuridad o hacia el otro sin saber muy bien el porqué de esa elección. La primera novela de la escritora suiza afincada en Italia, Fleur Jaeggy, es una tesis de intentos no resueltos que se desarrollan en una partitura narrativa que se rompe para luego volverse a pegar, y así, en infinidad de ocasiones. Lung, la joven protagonista de esta novela corta es la imagen de la multiplicidad que deviene en amor y tristeza, juego y aislamiento, furia y miedo. Lung atraviesa cada telón de ese imaginario escenario en el que se mueve para trasladarse del hospital a su casa, de su infancia a la juventud, o del eco de la voz de su madre a la presencia de un tío-padre caprichoso, como ella.



El dedo en la boca es un pliegue impreciso de emociones que se van desarrollando a lo largo de una no menos imprecisa trama, en la que la capacidad de su eco es la de traspasar barreras emocionales y temporales. Adentrarse en este tren de corta distancia es hacerlo en un trayecto cuyas vías recorren infinidad de túneles que no nos dejan ver aquello que sucede a nuestro alrededor. En este sentido, Fleur Jaeggy da un gran margen de libertad al lector a la hora de interpretar por sí mismo aquello que ella le propone: un viaje incierto hacia una nada donde confluyen los recuerdos de una forma anárquica y fragmentaria. Recuerdos que deambulan por una realidad discontinua como los espacios por donde se mueven Lung, la protagonista, El tío-padre Jochim, la madre Marween, un pequeño cerillero o su amiga Amance.



El dedo en la boca representa el primer rayo de luz en la escritura de una Fleur Jaeggy siempre amenazante, perversa y punzante. Un inicial ensayo sobre la voz y su indeterminación.

 

Ángel Silvelo Gabriel.