martes, 24 de mayo de 2022

ÁNGEL SILVELO FIRMARÁ EN LA FERIA DEL LIBRO DE MADRID SU ÚLTIMA NOVELA, LA NOCHE QUE LUIS NOS HIZO HOMBRES (EDICIONES SESHAT): 29 DE MAYO DE 13 A 14 H, CASETA 270

 


Los recuerdos y su impacto sobre el presente. Los recuerdos y el dibujo que dejan en nuestras vidas. Los recuerdos y la barrera que representan entre realidad y ficción… ¿Qué le ocurrió al protagonista de esta novela tras la derrota del Atlético de Madrid en la final de la Copa de Europa de la temporada 1973-74? Como nos dice él: «Aquella noche, mis amigos y yo, comprendimos en unos pocos minutos qué es ganar y perder al mismo tiempo. Soñar ilusionados y despertarnos hundidos. Ficción y realidad frente a frente. Igual que si fuéramos los protagonistas de un relato literario salpicado por los sinsabores de la vida. Aquella noche Luis nos hizo hombres.» 

El protagonista sin nombre de esta novela vuelve la vista atrás cuarenta años después de aquel partido. Lo hace a su infancia, a su barrio del extrarradio de Madrid —La Elipa—, y al fútbol. En él, busca de nuevo las sensaciones que el deporte rey le transmitieron cuando se limitaba a dar patadas a un balón. Y, para ello, busca el apoyo de la figura de Luis Aragonés como catalizador de sus sueños y del reflejo que la vida deportiva de El Sabio de Hortaleza ha ejercido sobre el fútbol español, pues gracias a su gran espíritu combativo e inteligencia fue capaz de cambiar el devenir de este deporte y su historia convirtiendo las derrotas en victorias. Como nos dice el protagonista de esta historia: «Las grandes victorias se generan en la adversidad que las precede. En esa soledad donde solo tienen cabida la inteligencia y el amor propio que van más allá de las modas. Allí donde el tiempo es juez y parte de nuestro destino. Allí donde nadie más que nosotros conoce el sabor amargo de esas mudas victorias que, poco a poco, se gestan en el silencio de la noche.» 

Ángel Silvelo, el autor de La utopía del portero, novela con la que ganó el I Premio de Novela Breve Carlos Matallanas en 2019, nos presenta ahora un relato lleno de casualidades y anécdotas que giran en torno a la nostalgia de la inocencia de la infancia, a la fragilidad con la que un niño se enfrenta a la vida, y al recuerdo que aquellas experiencias —sin ser consciente de ello— le han ido marcando a lo largo de su existencia. Experiencias que ahora sabe que le marcaron el carácter, porque los recuerdos, en ocasiones, nos llevan a revivir historias del pasado que ya creíamos olvidadas y que, sin embargo, se proyectan sobre el presente de una forma amenazadora. En esa nebulosa, donde el paso del tiempo, el fútbol, y su mundo, ejercen de línea argumental y de argamasa de la vida es de la que parte La noche que Luis nos hizo hombres para recordarnos que el fútbol es vida, y que la vida es fútbol. Como dicen los aficionados a este deporte: toda una vida cabe en un partido de fútbol. Algo que es cierto si recordamos a Carlos Matallanas cuando dijo: «El partido sigue». 

Cuarenta años después, al protagonista sin nombre de esta historia, los campos de fútbol se le presentan como espacios fronterizos entre realidad y ficción en los que anclar sus sueños y borrar los errores de su vida. Lo que de alguna forma consigue al rememorar la carrera de Luis Aragonés desde aquella mítica final de la Copa de Europa del año 1974 frente al Bayern de Munich en el estadio de Heysel de Bruselas, hasta el partido contra Alemania en la Eurocopa Austria-Suiza de 2008 que supuso un nuevo triunfo del combinado nacional cuarenta y cuatro años después. De ahí, que el mensaje que prevalece a lo largo de esta novela sea el de que la única esperanza que nos queda es la de soñar cada día, aunque se fracase. Igual que si fuéramos un portero de fútbol que, cada vez que saca la pelota de su portería, en lo único que debe pensar es en ganar, ganar y ganar. «Eso es el fútbol, señores», como dijo Luis Aragonés.

domingo, 22 de mayo de 2022

SALVANA Y SU HOMÓNIMO EP: LIRISMO Y PENUMBRA RASGADOS POR LA PASIÓN


 

Las pasiones vitales en ocasiones se dirimen en ecos que van y vienen como un péndulo que hace el recorrido del ying y el yang en un mismo viaje. Y ese rasgo que se define como una fractura contra las medidas y la estabilidad nos produce un cierto desasosiego. De ese caos infinito, por su capacidad para reproducir su movimiento una y otra vez, surge un lirismo y una penumbra rasgados por la pasión. Algo parecido es lo que sucede con las afiladas y oscuras guitarras del cuarteto barcelonés Salvana (Laura S. Núñez, Carlitos Nieves, Pablo Porcar y Ana Gavidia). Rasgan y rasgan la oscuridad en busca de un rayo de luz y de ese soplo de aire que nos eleve por encima de un suelo no deseado. Sus argumentaciones parecen claras y sus resultados también, porque no hay indefinición en sus canciones, sino una aplastante apuesta por la contundencia envuelta en una nebulosa incierta sobre las que se envuelven unas letras al servicio de unas melodías hipnóticas que van desde el shoegaze de Ingrávida en el que nos recuerdan al extinto grupo gallego Nadadora, hasta el lirismo de Keroseno donde los ecos de Cocteau Twins se hacen más que palpables. Más allá de las comparaciones, su música surge con el acierto de quien necesita gravitar por su particular mundo sonoro que, en el caso de Salvana, es dulce y agreste a la vez, tierno y voraz, lírico y desgarrador. 

En las canciones de su EP homónimo, que les sirve de presentación, han cuidado con una exquisita escrupulosidad su mensaje, tanto musical como visual, uniendo evanescencia y lirismo; un mensaje donde la noche y la oscuridad juegan un papel importante, sin dejar por ello de lado las oportunidades que ambas disciplinas les pueden proporcionar. Hay intención de juego y de escape en sus canciones, desde ese pequeño corte en forma de intro que es A01 hasta Keroseno, una gran canción que resucita el virtuosismo de unas guitarras muy cercanas a esa ingravidez que te produce la sensación de plenitud que les sigue a cada nota musical que producen. Algo parecido es lo que ocurre en Tenue —aunque de una forma más amortiguada—, otra gran canción que desemboca en ese tipo de sensaciones ocultas que, por íntimas, sólo le pertenecen a quien las experimenta. Con Jean-Baptiste, el segundo single de este EP, Salvana ya nos anunciaron la potencia de sus ecos; mensajes plenos de una reverberación que va y viene en busca de esos puntos altos y bajos que caracterizan a las melodías del grupo. En un punto más íntimo, si cabe esa expresión en las canciones de Salvana, nos encontramos con Ultramar, donde las distorsiones aparecen atenuadas por la calma de un tema que nos propone la versión menos angulosa del grupo barcelonés. Algo que se podría decir también de Cobre, un tema que interpretan junto a Víctor García-Tapia. 

Salvana y su EP homónimo son una magnífica propuesta de canciones y visiones arropadas por la necesidad de buscarse a sí mismo en la oscuridad de la noche; un espacio o lugar donde lirismo y penumbra son rasgados por la pasión.

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 18 de mayo de 2022

IRÈNE NÉMIROVSKY, LA VIDA DE CHÉJOV: EL ARTE QUE SE ALZA SOBRE LA VIDA


 

La vida, en ocasiones, se asemeja a un junco. Un junco que se mueve al ritmo que el viento le marca. Un junco que permanece aterido bajo la nieve en invierno y seco en verano. Ese junco, a través de su movimiento, es capaz de componer una melodía. Una música de los días y las noches. De los silencios y penurias. De los rayos del sol que le enarbolan como el símbolo de la tenacidad de aquel que nunca se vence. Del ejemplo de la sobriedad sobre la belleza que acapara el resto del mundo. El junco y su soledad son como una marca que marcha indisoluble a nuestra piel. Una marca que no se ve, pero que siempre está ahí, con nosotros. De este modo, esa lucha del hombre contra el mundo, en el caso de Chéjov, bien podría representar el arte que se alza sobre la vida. Desde su infancia en Taganrog hasta la última etapa de su vida en Yalta, el escritor ruso supo convivir con el ruido de la existencia ajena y refugiarse en un postergado e imaginario jardín en el que nadie pudiera molestarle, y desde allí, primero escribir para sobrevivir, y después, construir su obra dramática con las escasas fuerzas que su discurrir vital le había dejado y la tuberculosis, cada vez más agresiva, le iba permitiendo. El caso de Chéjov, y su temprana muerte, siempre nos dejará con la incógnita de hasta dónde hubiese llegado la grandeza de su obra, de por sí gigantesca. Una circunstancia que comparte, entre otros, con los poetas británicos Keats, Byron o Shelley, o con el Premio Nobel de Literatura Albert Camus, o con el poeta portugués Fernando Pessoa, y por qué no, con la autora —Irène Némirovsky— de esta exquisita biografía novelada, sensible en ocasiones y cercana siempre al hombre y su obra. Una biografía que se asemeja a esa luz de la tarde que antecede a la noche y se cuela por las ventanas de nuestra casa al final del verano. Una luz tenue, lánguida que apenas roza los límites de las paredes de la habitación en la que nos encontramos. Así resurge la vida de Chéjov en las manos de Némirovsky. Pulcra y emotiva, para de ese modo, dejar fe de una existencia donde las puntiagudas aristas de la vida tienen la capacidad de seducción del reflejo del sol los últimos días del verano. Luz amortiguada por la sinuosidad de los acontecimientos de este hijo de tendero, donde los suaves detalles, insignificantes para la mayoría, aquí adquieren, gracias a la maestría de Némirovsky, el designio turbulento de las vidas marcadas por la soledad. Detalles que tienen unos efectos terribles, como lo son, por ejemplo, los de su miserable infancia en Taganrog, rodeado de hermanos, de la violencia de su padre, o del sacrificio constante de su madre. Obligado a trabajar desde muy pequeño en la tienda del padre, Chéjov pronto encontrará alivio para su alma en la literatura y las composiciones que desde edad temprana comienza a escribir. Entre el ruido que le rodea, la escasa luz, y el cansancio, Antón Pávlovich Chéjov —Antoncha— supo resarcirse de su destino. Esta singular situación de auto aislamiento coincide, sin duda, con la vivida por Irène Némirovsky mientras terminaba de escribir esta biografía de su maestro a las afueras de Issy-l’Évêque en la Borgoña francesa. Lo hacía sentada en el bosque desde muy temprana hora y consciente de que sus días estaban contados tras su salida de París. Ese viento que movía las hojas de los árboles que cobijaban a Némirovsky, sin duda, se parecía mucho al que entraba en la habitación de Yalta en la que vivió Chéjov sus últimos años. Viento revelador de verdades y mentiras, deseos y frustraciones, enfermedad y muerte. En esa geografía de la fatalidad marcada por el destino de la historia del hombre, se desarrollaron las vidas de estas dos figuras de la literatura, en las que el ardor mostrado por la escritora ucraniana contrasta con la serenidad del escritor que nació a orillas del mar Azov. 

En La vida de Chéjov, asistimos, una vez más, a la maestría literaria de la escritora Irène Némirovsky, en la que de una forma escrupulosa y seductora, nos va mostrando la biografía del «más humano de los hombres» como lo define ella misma. En esa plasmación de las diferentes etapas por las que atraviesa la singular existencia de este médico, siempre preocupado por sus semejantes más desfavorecidos —una labor que antepuso a la de su faceta de escritor—, asistimos al retrato de un hombre tímido y sin embargo pasional, alegre con los suyos y sin embargo pesimista con su enfermedad, generoso con los demás y sin embargo pulcro con su forma de expresar sus sentimientos al gran público. Incomprendido. Adelantado a su tiempo. Siempre visionario de esa otra realidad que se sumerge bajo las aguas de la vida, Chéjov fue el representante de un mundo en descomposición; un mundo que aún tardará muchos años en recomponerse, si acaso alguna vez lo ha hecho. Un mundo que, en su caso, representa el arte que se alza sobre la vida. La propia y la ajena. 

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de mayo de 2022

MANUEL MOYA, LA MAÑAS DEL COLIBRÍ (IX PREMIO INTERNACIONAL JOSÉ BERGAMÍN DE AFORISMOS): UNIVERSOS SIMBÓLICOS NO APTOS PARA HIPÓCRITAS

 



El canto del colibrí se cuela por nuestras ventanas a primera hora de la mañana. Alegre. Travieso. Bucólico, pero no inocente. Lo hace por el mero hecho que sus sonatas son como universos simbólicos no aptos para hipócritas. El colibrí no miente, si acaso se acerca al muro donde la metáfora es pura gloria. Infinita y perversa. Caleidoscópica y mundana. Por lo de «no me toques que te que te». O porque se parece a ese dicho popular de: «no me toques las palmas que me conozco». Las mañas del colibrí son pura provocación. Literaria. Cultural. Vital. Deshumanizante. No confundir con poética, que también, pero sobre todo simbólica y adherida a esa no-verdad que solo entiende el poeta. Canto o trino de colibrí que trasciende a la anécdota para convertirse en sentencia. No penal. No judicial, pero sí vivificante. Algoritmos de alegrías, penurias y, sobre todo, agudeza. La del que observa y se detiene en lo observado. Manuel Moya aparece aquí como el escritor que tamiza planos de vida. Secuencias de llantos. Travellings de gozo, dulzura y éxtasis. Nada se resiste a su mirada. El uno y el otro. Pessoa y Lisboa. El tango y su trasluz tamizado en flamenco. Y, también vivaz en cada uno de estos aforismos encadenados a la lujuria de la palabra, del nombre, del adverbio, de la preposición o la maleza que él nos separa para que veamos algo nuevo y nunca pensado, salvo por él. Esa originalidad del destierro y el desterrado es la que participa de cada uno de estos juegos gramaticales hechos con la masa del pan del poeta travieso, divertido y ajeno a las modas. El sí porque sí de su prosa se fundamenta en el natural vivir que no persigue más gloria que el don de la palabra y su acierto. Así, el resultado de todo ello es un marcador sin guarismos que, sin embargo, nos resulta demoledor, sarcástico, puntiagudo, divertido y con un punto de sabiduría picante y traviesa. 

Las mañas del colibrí son la metáfora de la cadena que nunca se acaba, tal vez porque son mundo cargado de palabras reconvertidas en un trino esclarecedor e insinuante. Cómplice de nuestras tretas y sueños. Melodía infinita que lo abarca todo, y transforma la realidad en lo que es: el producto del desecho humano que obvia su final. En este camino, sin duda, surge el alma del poeta que reside en su autor, y que deja entrever en sus inesperadas observaciones vinculadas a ese más allá que la mayoría no ve. Comparaciones y términos definidos con una sutil inteligencia que los enfrentan y confrontan. Guerras sin cuartel que se despachan en universos simbólicos no aptos para hipócritas. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 3 de mayo de 2022

MANUEL MOYA, LLUVIA OBLICUA: EL PODER DE LO IMPOSIBLE QUE SE ENCUENTRA SUMERGIDO EN EL MUNDO DE LAS SOMBRAS

 


¿Existe el poder de lo imposible? Aquel que se aferra a nuestras vidas de una forma tan caprichosa como delatora. Ese poder que se transfiere de los muertos a los vivos y nos mantiene en una continua tensión bajo un abrazo imaginario que, sin embargo, da cuerpo a todo aquello que de trascendente o universal tiene lo que en verdad importa. ¿Qué es lo que en verdad importa, la vida o el sueño? Soñar que sueño como diría Pessoa aferrado a la lluvia infinita que gobernó su vida y parte de su obra. Lluvia oblicua que se encargó de desdibujar su semblante y su figura hasta convertirlo en sombra. Sombra de sombras en la que se erigió como el dios perdido de una ópera trágica y oscura. Lírica y patriótica. Esotérica y nómada. Así, como un extraño dentro sí mismo habitó su vida; un puro teatro de voces en el cada una de ellas surgía como el poder de lo imposible que se encuentra sumergido en el mundo de las sombras. Sombras hechas voces. Y voces convertidas en poesía. El hombre que caminaba sin pisar el suelo fue el paradigma de la derrota; una derrota que, sin embargo, siempre nos habla de la dignidad del fracaso: «Los jóvenes me aprecian simplemente porque he fracasado. Todos los jóvenes del mundo andan fascinados por la derrota. Todos buscan el ejemplo del fracasado. Si por ellos fuera, pondrían estatuas del fracaso en todos los parques. Son jóvenes y por tanto disculpables. Un poeta está realmente jodido cuando en vez del fracaso, que es su estado natural, piensa en el éxito. Entonces ya está muerto, porque el éxito y el fracaso no son más que dos equívocos, dos ficciones sin valor. Éxito y fracaso son la misma cosa: nada. Solo que quien consigue el éxito no puede ya ignorar de qué clase de insustancial materia está hecho el éxito. Del fracaso se sale, del éxito no.» 

Manuel Moya en esta magnífica y singular, profunda y acertada Lluvia oblicua nos relata con una potente voz llena de registros pessoanos los últimos días de un Pessoa que, comienzan igual que el día en el que después de pedir a su barbero Manassés que le afeitara antes de que le llevaran al Hospital de San Luis de los Franceses —como también nos relata Tabucchi en su magnífico relato Los tres últimos días de Fernando Pessoa— ingresó en el mismo para fallecer la tarde-noche del sábado 30 de noviembre de 1935. Pues el resto de esta espléndida narración es la de un sueño, en la que su autor Manuel Moya lleva de la mano al poeta por todos aquellos lugares y costumbres que hicieron de él un ser único. Un hombre que transitó la mayor parte de su vida por un kilómetro cuadrado. Moya, profundo conocedor de la vida y la obra del poeta más universal de las letras portuguesas, nos muestra esa senda plagada de estaciones que, a  modo de viacrucis, va recorriendo hasta su final, y en donde la sempiterna lluvia que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas se convierte en la protagonista y elemento aglutinador de una vida irreal, onírica y caprichosa; una representación de los últimos pasos de Fernando Pessoa por las adoquinadas calles de una Lisboa arrebatada al paso del tiempo: «Lisboa y sus casas de varios colores…/ a fuerza de monotonía es diferente». Una monotonía que, a modo de prisión, persiguió el tragaluz por el que se acabó colando la vida, que no la figura, del poeta. En apenas ciento treinta páginas Manuel Moya nos enseña la esencia de una existencia plagada de sueños sin realizar y sonoros fracasos. Sueños y fracasos que no menosprecian la invocación del cariño ajeno del que tan huérfano se encontraba Pessoa, ni tampoco la manifestación de una soledad perdida en la oscuridad de un arcón cargado de papeles, miedos y promesas. Ajeno al mundo, e inmiscuido en su propio sueño, los pequeños detalles que nos proporciona Moya se alzan como auténticos símbolos de una epopeya: la pitillera de plata que le regaló su amada Ofelia, el trozo de papel en el que trata de despedirse de Magde, la cartera desprovista de documentos que albergar, su sombrero, la gabardina desteñida y raída, su pajarita…, y el eco de su voz que se vuelve único, universal y magistral cuando arremete contra sí mismo y sus palabras. Por si esto fuera poco, Moya nos ilustra ese espacio geográfico con detalles minimalistas de las casas, escritorios, máquinas de escribir, bares y estancos que nos alumbran el recorrido último de Pessoa por la calles de su implorada Lisboa, eso sí, con una lluvia infinita a cuestas, algo que, por ejemplo, ni el propio Saramago hizo en su célebre novela El año de la muerte de Ricardo Reis. 

Manuel Moya en Lluvia oblicua nos proporciona una extraordinaria semblanza del final de un poeta único que fue capaz de crearse un mundo para sí mismo, porque en el que nació, a los cinco años —cuando murió su padre— dejó de interesarle; un mundo que, de repente, se convirtió en un espacio agreste y solitario; un mundo sin amor; un mundo exento de la expectativa tanto del futuro como de la palabra éxito. Un mundo cercano a esa entelequia que, quizá, nunca llegó a descifrar, y donde el poder de lo imposible se encontraba sumergido en el mundo de las sombras. 

«Se ilumina la iglesia dentro de la lluvia de este día,

Y cada vela que se enciende es más lluvia que golpea en el vitral…

Me alegra oír la lluvia porque ella es el templo encendido,

Y los vitrales de la iglesia vistos por fuera son el sonido de la lluvia oído por dentro…

 

El esplendor del altar mayor es que casi no pueda ver los montes

A través de la lluvia que es oro tan solemne en el mantel del altar…

 

Suena el canto del coro, en mí latín y viento sacuden el vitral

Y el chirriar del agua en el hecho de haber coro…

 

La misa es un automóvil que pasa

A través de los fieles que se arrodillan hoy que es un día triste…

De repente el viento sacude un esplendor mayor

La fiesta de la catedral y el ruido de la lluvia todo lo absorbe

Hasta sólo oírse la voz del padre agua perdiéndose a lo lejos

Con el ruido de las llantas del automóvil…

 

Y se apagan las luces de la iglesia

En la lluvia que cesa…» 

(Extracto del poema Lluvia oblicua) 

Ángel Silvelo Gabriel.