Barthes expone que la literatura son letras que hay que juntar, que hay que ir leyendo para que el mundo cambie, para que a cada uno de nosotros le pase algo. Que engloba todas las ciencias, y, en consecuencia, muchos saberes. Por ejemplo, en la novela de Robinson Crusoe, existe un saber histórico, geográfico, social, botánico, antropológico… es pues verdaderamente enciclopédica. Por esto, reúne el sentido de la tarea titánica y hermosa de quien decide imitar la vida (mimesis), repartir el saber (mathesis) y crear sentido (semiosis).
Es curioso cómo califica de creadores tanto al lector como al crítico, que lo define como a un lector más avisado; aunque matiza que la figura del autor, una vez terminada su obra, importa poco, que siempre se encuentra atrapado en la guerra de las ficciones, como si fuera un comodín.
Para él escribir es una tarea de exploración de lo no dicho, es un continuo ir y venir, del corazón de lo íntimo a los asuntos de la polis. La escritura no es un sistema secundario de signos. Y lo demuestra en el grado cero de la escritura (su primer libro), esto es, en los textos donde campea el lenguaje oral y se muestra todo en su conjunto: la escritura, la gestualidad, el habla…
La escritura para él no es ni la lengua, común a todos, ni el estilo, particular de cada uno, sino la forma que, deliberadamente, el escritor elige. Lengua y estilo pertenecen al orden natural; en cambio, la escritura pertenece al orden electivo y ella sola compromete y significa. Cabe una ética de la escritura, está en ella; por esto, los materiales con los que trabaja quien escribe y quien lee son muy delicados, son fragmentos de mundos y troquelan a quien lee y a quien escribe. Defiende la escritura como práctica activa frente a los discursos arrogantes propios de la política, la ciencia… Está convencido de que únicamente la literatura puede corregir la distancia que hay entre la ciencia, que es basta, y la vida, que es sutil.
Segmenta la escritura, alude a la frase y al texto. Define la frase como algo acabado. Aunque según Chomsky, en teoría, la frase es infinita, la práctica obliga siempre a terminar la frase. El profesor es alguien que termina sus frases. El político entrevistado se preocupa por imaginar un final a su frase. El escritor no expresa su pensamiento, su pasión o su imaginación mediante frases, sino que piensa frases. El placer de la frase es muy cultural, no deja de ser un objeto excepcional, infinitamente renovable.
En cuanto al texto, le gusta porque es un espacio raro del lenguaje en el que toda “escena” está ausente. No es nunca un “diálogo”, en el sentido de que no corre ningún riesgo de simulación, ninguna rivalidad de idiolectos; resulta una especie de islote en el seno de la relación humana, manifiesta la naturaleza asocial del placer (solo el ocio es social) y hace entrever la verdad escandalosa del gozo. Concluye alegando que un texto es una clave para interpretar y cambiar la cerrazón de la cultura.
En la escena del texto, no hay bambalinas: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector), no hay un sujeto y un objeto. El texto es la lista abierta de las señales del lenguaje, tiene una forma humana, es un anagrama de nuestro cuerpo erótico. Por lo tanto,el placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical, como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica. El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas. No es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico.
El escritor de placer está obsesionado con la letra, como lo están todos los que aman el lenguaje, por eso es posible hablar de textos de placer. La crítica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de gozo. Con el escritor de gozo, comienza el texto imposible; ese texto está fuera del placer y fuera de la crítica.
Todo el mundo puede testimoniar que el placer del texto no es seguro pues nada nos dice que el mismo texto nos gustará por segunda vez. El placer se disgrega por el humor, el hábito, la circunstancia… es un placer precario. El gozo del texto no es precario, es precoz. Todo se realiza de una vez y este arrebato es evidente. Ni el texto de placer relata forzosamente placeres, ni el texto de gozo narra un gozo.
El texto de placer es el que contenta, da euforia. Proviene de la cultura y está ligado a una práctica confortable de la lectura. El placer es siempre decepcionado, reducido en provecho de los valores nobles: la Verdad, la Muerte, el Progreso, la Alegría… su rival victorioso es el Deseo. Se nos habla del Deseo, pero nunca del placer. Los libros llamados “eróticos” representan más que la escena erótica, porque se hace hincapié en su presentación, en su preparación, por eso resultan “excitantes”. Cuando la escena llega, en cambio, hay decepción. Tendrían que calificarse más bien como libros del Deseo, no del Placer. Se pretende hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro. El placer del texto es una reivindicación dirigida con la separación del texto, pues lo que el texto dice a través de la particularidad de su nombre es la ubicuidad del placer, la atopia del gozo. Curiosamente, el placer es individual, pero no personal. Cuando intenta “analizar” un texto placentero es su “individuo”, su cuerpo de gozo el que reencuentra. Y ese cuerpo de gozo es también su sujeto histórico.
Si fuese posible imaginar una estética del placer textual, sería necesario incluir en ella la escritura en alta voz. Esta no es expresiva, pertenece a la significancia, es sostenida por el tono de la voz.
Si el escritor escribe en el placer, eso no asegura el placer de su lector. Lo tiene que buscar, se crea un espacio de gozo. La escritura es la ciencia de los gozos del lenguaje, su kamasutra. En las obras de autores como Zola, Balzac, Tolstoi, Dickens… nos saltamos partes de lectura (las descripciones, las explicaciones, las consideraciones…) buscando la figura del placer. El ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee construye el placer de los grandes relatos. Sin embargo, el autor no puede prever esto a la hora de escribir. Si acepto juzgar un texto según el placer, no puedo permitirme decir este es bueno, este es malo. Y esto será así para mí, pero no es subjetivo es nitzscheano.
El texto de gozo es el que pone en situación de pérdida, desmoraliza, hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, pone en crisis su relación con el lenguaje. Y es que el gozo es el estallido de un sujeto desaforado.
Está claro que el placer no es un elemento del texto, no depende de una lógica del entendimiento y de la sensación. Entre el placer y el gozo no hay más que una diferencia de grado. De ahí que el texto de gozo no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer. Y todo esto porque la vanguardia no deja de ser la forma progresiva de la cultura pasada, el hoy sale del ayer. En definitiva, el placer y el gozo son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse, hay una incomunicación entre ellas.
Proveniente del psicoanálisis, tenemos un miedo indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de gozo: el placer es decible, el gozo no. Y es que el gozo como tal no puede ser dicho sino entre líneas. Asimismo, define el miedo como la clandestinidad absoluta, el lenguaje delirante no es accesible a quien lo escucha nacer en él. El miedo no expulsa ni reprime ni realiza la escritura: gracias a la más inmóvil de las contradicciones, la escritura y el miedo coexisten separados.
Para el escritor, la lengua es el único objeto que está en relación constante con el placer. Muchas lecturas le producen placer, pero no gozo. El gozo del escritor solo puede llegar con lo nuevo absoluto, solo lo nuevo trastorna la conciencia. Lo nuevo es un valor, fundamento de toda crítica. La evaluación del mundo depende de lo oposición entre lo Antiguo y lo Nuevo. Lo Nuevo es el gozo. Excepción y regla se oponen. La regla es el abuso, la excepción es el gozo.
Un hombre como Barthes, que ha estudiado la obra de infinidad de escritores, confiesa su predilección por la obra de Proust; la considera su obra de referencia, el mandala de toda la cosmogonía literaria, pero esto no quiere decir que sea un especialista en este autor. Proust es lo que le llega, esto es, el intertexto: la posibilidad de vivir fuera del texto infinito, el libro hace el sentido, el sentido hace la vida.
Se atreve a criticar a su país. Ya en la década de los setenta dejaba claro que un francés de cada dos no lee, con lo que esto supone: la mitad de Francia se priva del placer del texto. Generalmente se deplora esta desgracia nacional desde un punto de vista humanista.
Como intelectual que es, se le pide que haga frente al Poder con mayúsculas, pero su lucha es contra los poderes; más complicado de lo que parece, porque el poder es perpetuo en el tiempo histórico. Se destruye y vuelve a aparecer; es el parásito de un organismo transocial, ligado a la entera historia del hombre. Desde toda la eternidad humana, el poder se inscribe en el lenguaje o en su expresión obligada: la lengua. Hablar no es comunicar, sino sujetar: toda la lengua es un régimen generalizado. En la lengua, servilismo y poder se confunden. Teniendo en cuenta todo esto, afirma que solo fuera del lenguaje puede haber libertad, puesto que el lenguaje somete y es un recinto clausurado. Y lo único que permite escuchar a la lengua fuera del poder sería la literatura. Para él la literatura es la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir. Aquí estaría el texto, es decir, el tejido de significantes que constituye la obra. En el texto aflora la lengua, dentro de la lengua es donde la lengua debe ser combatida. Así se equiparan, literatura, escritura, texto.
Roland Barthes es un autor que creía poco en las autorías y mucho en el continuo ejercicio de nombrar lo que nos duele, los resquicios de lo que nos ata, los sonidos de lo que aún no nos atrevemos a contar.
Cerramos esta pequeña incursión en su vasto mundo aludiendo a otra definición de la literatura que nos gusta. Además de lo mencionado con anterioridad, para él la literatura equivale a una apertura de territorios, en el sentido de que quien escribe y quien lee son como don Quijote, que salen para no volver.
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz