«Acojamos el tiempo tal como él
nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre
estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig
tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la
peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea. Por un lado,
porque nos traslada al pasado y nos invita a recuperar aquello que nos
aconteció, y por otro, porque manifiesta un deseo: convertirnos en una materia
porosa del tiempo que nos ha tocado vivir como si fuésemos una parte de un
falso presente, ya que el tiempo pasado lo es. Además, también podríamos darle
al menos un tercer significado: el del viaje como trayecto vital que nos dispone
a tener que elegir entre varios itinerarios. En este sentido, Zweig opta
por el más complejo: «Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había
dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido […]
tratando de ayudar a los demás me ayudé a mí mismo». Esa ONU ambulante en la
que Stefan Zweig convirtió a su vida le llevó a conocer, primero Europa
y, más tarde, parte del resto del mundo. Ahí, en ese deambular, donde no eran
necesarios ni los pasaportes ni las fronteras, inició un largo trayecto que le
trasladó desde la sociedad tranquila de la Viena que le vio nacer al caos que
se implantó en toda Europa y el mundo con las dos Guerras Mundiales. Antes de
que todo eso llegara, el escritor austríaco nos muestra una sociedad en la que
su vida está impregnada de arte, y de la especial sensibilidad que sus
conciudadanos muestran hacia la cultura. Un modo de estar en la vida con un
único afán: el de ser los mejores. Esa explosión cultural en la que se
desarrolla la primera parte de su vida le lleva a aborrecer el gimnasio —nombre
con el que se conocía la escuela o el instituto—, y le lleva a lanzarse a esa
otra vida que existe fuera de él, junto a sus compañeros. De ahí nacerán su
interés por la música y la poesía, que desembocará en la publicación de sus
primeros poemas. Unos versos nacidos de su pasión por el lenguaje y alejados de
la experiencia. En este sentido, es llamativo el apartado que reserva a la
iniciación sexual de su generación, encorsetada por la forma pacata y distante
de llevarla a cabo, ya que se circunscribía a los gestos, las miradas, o las
visitas a las casas de citas para burgueses. Sin embargo, lo más importante de
este despertar a la vida lo constituye su acceso a la universidad, y el hecho
de que tras publicar sus primeros poemas conoce a Theodor Herlz,
el redactor del folletín Neue Freie Press, al que presenta un pequeño
trabajo poético que le publicará; una noticia que le llevará a ganarse el
respeto de su familia y a trasladarse seis meses a Berlín donde continuará con
sus estudios universitarios. Es estancia en la capital alemana, por primera vez
en su vida, le permitirá abrirse a la vida con total libertad. Este hecho, sin
duda, marcará su ritmo vital para siempre, porque más adelante le abrirá las
puertas de muchas ciudades europeas (Zurich, París, Londres, Roma, Ostende,
Munich…) y, sobre todo, a entrar en contacto con grandes personalidades
culturales de su tiempo: Rudolph Steiner, Rainer Maria Rilke, Rodin,
Yeats, Walter Rathenau, Romain Rolland, Maxim Gorki, etc. Por ejemplo,
su encuentro con el poeta Emile Verhaeren, del que dirá que: «en
aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido
después toda mi vida», le influirá de tal modo que cambiará el inicio que tenía
proyectado acerca de su obra literaria, dado que, tras conocerle, decidió
dedicar sus próximos dos años a traducir la obra completa de éste. Un trasunto
que marcó de una forma definitiva su posicionamiento creativo, y también le
llevó a reforzar su afición por el coleccionismo que, al principio fue
acumulando en una casa de las afueras de Viena. Allí depositó, por ejemplo, el
dibujo Rey Juan de William Blake adquirido en el Museo
Británico de Londres gracias a su amigo Archibald G. B. Russell
(un dibujo que desde entonces le acompañará ya casi toda su vida). O también
uno de los poemas más bellos de Goethe, así como autógrafos de
poetas, actores y cantantes; manuscritos originales (una página de una galerada
de Balzac), o los borradores de poesía o composiciones musicales.
El mundo de ayer, como
el resto de la obra del escritor austríaco, transcurre a lo largo de los años
bajo una escritura cuidada y un ritmo que evita los afluentes o las largas
descripciones que lo conviertan en aburrido, como muy bien nos explica el
propio Zweig cuando aborda el reconocimiento literario que él nunca ha
buscado, o nos expresa las pautas que él cree debe poseer todo escritor a la
hora de forjar su estilo literario. Este es un libro en el que hay múltiples
anécdotas culturales y, quizá, la más llamativa de todas ellas sea el aciago
destino que fue de la mano de sus primeras obras de teatro y las muertes de los
actores (Adalbert Matkowsky o Joseph Kainz) justo antes de estrenarlas,
o del óbito del nuevo director del Burgtheater de Viena, Alfred Baron Berger, antes
del estreno de su obra La casa a orillas
del mar; o más tarde la de su amigo y actor italiano Alexander Moissi en 1931.
Un sino, que le hizo desistir, durante mucho tiempo, de volver a escribir un
texto teatral y que, de alguna manera, podría simbolizar la orfandad cultural y
su conversión en un futuro apátrida, que le perseguiría hasta el final de sus
días en Brasil.
Dentro de su innato europeísmo
hay que destacar su encuentro en París con Roman Rolland, en la casa de éste
cercana al bulevar de Montparnasse. Tanto es así que Zweig lo recuerda como uno de los días más luminosos de su vida.
Aquella conversación le hizo comprender que su deber no consistía en hacer
frente a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea. Un
hecho que ocurrió cuando estaba de vacaciones en Ostende, lo que le obligó a
regresar a Viena de inmediato. A partir de ahí, comienza un lento pero
interminable peregrinaje por toda Europa. Primero, cuando fija su residencia en
la casa de Salzburgo, cercana a la frontera alemana, que abandonará de una
forma definitiva veinte años después. Aquí, Zweig
nos muestra que hay tantas vidas como caminos tomar. Ritmos vitales que nos
llevan a esos lugares que nunca teníamos pensado ir. A esas metas que se fueron
tropezando en nuestras vidas sin desearlo. Y a esos fracasos que derrumbaron
los grandes esfuerzos que nos llevaron a intentar conquistar una meta de por sí
imposible. París y, finalmente Londres, o Bath, donde se encontraba cuando se
declaró la IIGM, le ayudaron a huir de las sombras que le persiguieron a lo
largo de su vida: «El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a
casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de
la otra guerra detrás de la actual. Durante todo este tiempo, aquella sombra ya
no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su
oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero
toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la
claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste
ha vivido de verdad.»
Esa vida, más allá de la sombra
que siempre le persiguió, le llevó a mirar más allá de las fronteras físicas o
de las banderas, para entregarse de na forma apasionada a materializar su
anhelo de la unión espiritual de Europa. Un deseo que él no vio materializado.
Sin embargo, su espíritu de concordia sí venció tal y como él lo concibió
cuando Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y
Paul-Henri Spaak, conocidos como los padres de Europa, fundaron la
Comunidad Europea (CE) tras la IIGM.
Ángel Silvelo Gabriel.