martes, 25 de junio de 2024

PESSOAS, 28 HETERÓNIMOS ESPERANDO A FERNANDO PESSOA: LA MULTIPLICIDAD DEL ALMA


 

Los Pessoas que Ricardo Ranz despliega en este libro son dibujos con alma propia. Existen muchos Pessoas en el mundo, pero sin duda, los del artista leonés son algunos de ellos. Saltando, bailando, con paraguas, suspendido del aire, derrochando tinta, con el alcohol y el tabaco teñidos de un color que resaltan cada una de sus ilustraciones. Una multiplicidad que no es ajena a Ricardo Ranz, porque cuando se desdobla en los diarios de Franz Frichard: «Mis logros, tan íntimos que solo los conoce la vida. Mis sueños tan silenciosos que solo los escucho yo» se hace un auto-Pessoa que busca, explora e investiga aguas adentro. En esos límites que tanto miedo nos da visitar, y que son nuestra esencia y sus múltiples vertientes. Ricardo Ranz, también en este caso ejerce de filósofo espiritual, y nos recuerda que somos seres multidisciplinares y de múltiples voces, por mucho que nos cueste reconocer lo contrario, pero para eso está entre otros motivos este Pessoas, 28 heterónimos esperando a Fernando Pessoa, para mostrarnos la multiplicidad del alma. Una perfecta excusa para revisitar la figura del poeta portugués y sus múltiples voces a través de las 28 voces que lo reinterpretan o revisitan. 28 voces que simulan al tranvía 28 de Lisboa. Un artefacto de color amarillo que recorre aquellas calles y rincones que formaron parte del devenir vital y onírico de un escritor preñado de personajes a los que dio luz y vida propia. 

La variedad de posturas y expresiones. La soltura en los trazos. El acierto en los colores. Y la inigualable caricaturización de los múltiples retratos de Pessoa que, Ricardo Ranz ha conseguido inmortalizar, le proyectan como un heterónimo más de las andanzas e incertidumbres del portugués más universal del siglo XX. Sus imágenes se proyectan como ecos sonoros materializados en líneas, trazos y gamas cromáticas que se quedan incrustados en nuestro imaginario colectivo y que, compiten de tú a tú, con las figuras que del poeta se distribuyen por la Casa Fernando Pessoa de Lisboa. Unas y otras, son el espíritu que le reafirman como un elemento ornamental que complementan a la perfección su vida y su obra. Esa multiplicidad se asimila a las huellas que nos llevan por un viaje nuevo y distinto, porque de estos Pessoas que representan a tantos Pessoas saltamos al abismo que supuso y sigue siendo El libro del desasosiego. A la brisa que en La Baixa nos llega desde el Tajo. A los adoquines que nos recuerdan al hombre que no pisaba el suelo. A las múltiples moradas que habitó el cuerpo humano que sostenía a su sombrero, sus gafas y su bigote isósceles. A los escaparates de una Olissipo que nos hablan de la grandeza de un hombre universal, que va mucho más allá del reclamo publicitario y turístico de una nación que lo ensalza como estandarte universal de su fisonomía física e intelectual. Una fisonomía infinita pues en su día rebasó los límites del Cementerio dos Prazeres donde fue enterrado, para ser aposentado entre los más grandes portugueses de todos los tiempos. Y, por si esta excusa visual y poética no fuera suficiente para revisitar al poeta, aquellos lectores que se acerquen a este libro de libros, debe pararse a leer con detenimiento la gran introducción de Manuel Moya, el mejor especialista español sobre la vida y la obra de Pessoa. Manuel, en apenas ocho páginas y un poema, nos desglosa el alma del poeta portugués y sus mundos adyacentes. Una magnífica apertura de lo que es y representa la obra del poeta portugués. Hombre de hombres que, como nos recuerda el poeta Juan Carlos Mestre, en las palabras preliminares que abren este libro: «Volverá como el rey Don Sebastián rodeado de pasteleros e impostores. El hombre. El hombre que le tenía miedo a un árbol». Quizá, por eso, Pessoa dijo: «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida». Y en esa eterna búsqueda del presente exento de futuro, abordó todo aquello que su mente tuvo a bien vislumbrar o explorar. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 20 de junio de 2024

STEFAN ZWEIG, EL MUNDO DE AYER: EL MALTRECHO ANHELO DE LA UNIÓN ESPRITUAL DE EUROPA

 




«Acojamos el tiempo tal como él nos quiere». Esta frase de la obra Cimbelimo de Shakespeare abre estas memorias de un europeo, que el escritor austríaco Stefan Zweig tituló como El mundo de ayer. Esta frase, en sí misma, tiene la peculiaridad de ser como una doble página de una misma idea. Por un lado, porque nos traslada al pasado y nos invita a recuperar aquello que nos aconteció, y por otro, porque manifiesta un deseo: convertirnos en una materia porosa del tiempo que nos ha tocado vivir como si fuésemos una parte de un falso presente, ya que el tiempo pasado lo es. Además, también podríamos darle al menos un tercer significado: el del viaje como trayecto vital que nos dispone a tener que elegir entre varios itinerarios. En este sentido, Zweig opta por el más complejo: «Desde mi primera pieza, Tersites, nunca me había dejado de preocupar el problema de la superioridad anímica del vencido […] tratando de ayudar a los demás me ayudé a mí mismo». Esa ONU ambulante en la que Stefan Zweig convirtió a su vida le llevó a conocer, primero Europa y, más tarde, parte del resto del mundo. Ahí, en ese deambular, donde no eran necesarios ni los pasaportes ni las fronteras, inició un largo trayecto que le trasladó desde la sociedad tranquila de la Viena que le vio nacer al caos que se implantó en toda Europa y el mundo con las dos Guerras Mundiales. Antes de que todo eso llegara, el escritor austríaco nos muestra una sociedad en la que su vida está impregnada de arte, y de la especial sensibilidad que sus conciudadanos muestran hacia la cultura. Un modo de estar en la vida con un único afán: el de ser los mejores. Esa explosión cultural en la que se desarrolla la primera parte de su vida le lleva a aborrecer el gimnasio —nombre con el que se conocía la escuela o el instituto—, y le lleva a lanzarse a esa otra vida que existe fuera de él, junto a sus compañeros. De ahí nacerán su interés por la música y la poesía, que desembocará en la publicación de sus primeros poemas. Unos versos nacidos de su pasión por el lenguaje y alejados de la experiencia. En este sentido, es llamativo el apartado que reserva a la iniciación sexual de su generación, encorsetada por la forma pacata y distante de llevarla a cabo, ya que se circunscribía a los gestos, las miradas, o las visitas a las casas de citas para burgueses. Sin embargo, lo más importante de este despertar a la vida lo constituye su acceso a la universidad, y el hecho de que tras publicar sus primeros poemas conoce a Theodor Herlz, el redactor del folletín Neue Freie Press, al que presenta un pequeño trabajo poético que le publicará; una noticia que le llevará a ganarse el respeto de su familia y a trasladarse seis meses a Berlín donde continuará con sus estudios universitarios. Es estancia en la capital alemana, por primera vez en su vida, le permitirá abrirse a la vida con total libertad. Este hecho, sin duda, marcará su ritmo vital para siempre, porque más adelante le abrirá las puertas de muchas ciudades europeas (Zurich, París, Londres, Roma, Ostende, Munich…) y, sobre todo, a entrar en contacto con grandes personalidades culturales de su tiempo: Rudolph Steiner, Rainer Maria Rilke, Rodin, Yeats, Walter Rathenau, Romain Rolland, Maxim Gorki, etc. Por ejemplo, su encuentro con el poeta Emile Verhaeren, del que dirá que: «en aquellas tres horas llegué a querer a la persona tanto como la he querido después toda mi vida», le influirá de tal modo que cambiará el inicio que tenía proyectado acerca de su obra literaria, dado que, tras conocerle, decidió dedicar sus próximos dos años a traducir la obra completa de éste. Un trasunto que marcó de una forma definitiva su posicionamiento creativo, y también le llevó a reforzar su afición por el coleccionismo que, al principio fue acumulando en una casa de las afueras de Viena. Allí depositó, por ejemplo, el dibujo Rey Juan de William Blake adquirido en el Museo Británico de Londres gracias a su amigo Archibald G. B. Russell (un dibujo que desde entonces le acompañará ya casi toda su vida). O también uno de los poemas más bellos de Goethe, así como autógrafos de poetas, actores y cantantes; manuscritos originales (una página de una galerada de Balzac), o los borradores de poesía o composiciones musicales. 

El mundo de ayer, como el resto de la obra del escritor austríaco, transcurre a lo largo de los años bajo una escritura cuidada y un ritmo que evita los afluentes o las largas descripciones que lo conviertan en aburrido, como muy bien nos explica el propio Zweig cuando aborda el reconocimiento literario que él nunca ha buscado, o nos expresa las pautas que él cree debe poseer todo escritor a la hora de forjar su estilo literario. Este es un libro en el que hay múltiples anécdotas culturales y, quizá, la más llamativa de todas ellas sea el aciago destino que fue de la mano de sus primeras obras de teatro y las muertes de los actores (Adalbert Matkowsky o Joseph Kainz) justo antes de estrenarlas, o del óbito del nuevo director del Burgtheater de Viena, Alfred Baron Berger, antes del estreno de su obra La casa a orillas del mar; o más tarde la de su amigo y actor italiano Alexander Moissi en 1931. Un sino, que le hizo desistir, durante mucho tiempo, de volver a escribir un texto teatral y que, de alguna manera, podría simbolizar la orfandad cultural y su conversión en un futuro apátrida, que le perseguiría hasta el final de sus días en Brasil. 

Dentro de su innato europeísmo hay que destacar su encuentro en París con Roman Rolland, en la casa de éste cercana al bulevar de Montparnasse. Tanto es así que Zweig lo recuerda como uno de los días más luminosos de su vida. Aquella conversación le hizo comprender que su deber no consistía en hacer frente a la perspectiva, posible a pesar de todo, de una guerra europea. Un hecho que ocurrió cuando estaba de vacaciones en Ostende, lo que le obligó a regresar a Viena de inmediato. A partir de ahí, comienza un lento pero interminable peregrinaje por toda Europa. Primero, cuando fija su residencia en la casa de Salzburgo, cercana a la frontera alemana, que abandonará de una forma definitiva veinte años después. Aquí, Zweig nos muestra que hay tantas vidas como caminos tomar. Ritmos vitales que nos llevan a esos lugares que nunca teníamos pensado ir. A esas metas que se fueron tropezando en nuestras vidas sin desearlo. Y a esos fracasos que derrumbaron los grandes esfuerzos que nos llevaron a intentar conquistar una meta de por sí imposible. París y, finalmente Londres, o Bath, donde se encontraba cuando se declaró la IIGM, le ayudaron a huir de las sombras que le persiguieron a lo largo de su vida: «El sol brillaba con plenitud y fuerza. Mientras regresaba a casa, de pronto observé mi sombra ante mí, del mismo modo que veía la sombra de la otra guerra detrás de la actual. Durante todo este tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizá su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de este libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad.» 

Esa vida, más allá de la sombra que siempre le persiguió, le llevó a mirar más allá de las fronteras físicas o de las banderas, para entregarse de na forma apasionada a materializar su anhelo de la unión espiritual de Europa. Un deseo que él no vio materializado. Sin embargo, su espíritu de concordia sí venció tal y como él lo concibió cuando Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Paul-Henri Spaak, conocidos como los padres de Europa, fundaron la Comunidad Europea (CE) tras la IIGM. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 17 de junio de 2024

ERWIN OLAF, NARRATIVAS DE EMANCIPACIÓN, DESEO E INTIMIDAD: MIRARNOS A NOSOTROS PARA MIRAR AL OTRO

 


Una premisa: mirarnos a nosotros para mirar al otro. De ahí nace un juego de espejos y espejismos que nos atrae y nos rechaza. Imán y repelente que nos une y nos separa. Sinergias y sus transparencias que aluden a una forma de contar el mundo. Su exilio. La derrota. La libertad del yo. La emancipación del otro. Así, imagen tras imagen, composición tras composición surge el niño que fuimos que apunta al hombre que ahora somos. Dedo que traspasa la barrera del tiempo para llevarnos hacia el pasado desde un presente también lejano. Viaje provocador y, a la vez, mutilado por el dolor que provoca. Un dolor, del que esa distancia busca refugio en la intimidad y el deseo que nunca se apaga o se frena. El deseo por crear, por interrogarnos acerca de la inmaterialidad escondida en el infierno que alimentamos y nunca se apaga. Miradas que, como muy bien nos expresa Erwin Olaf en la exposición Narrativas de emancipación, deseo e intimidad (PHotoESPAÑA 2024, del 10 de mayo al 14 de julio en la Sala de Exposiciones del Centro Cultural Fernando Fernán Gómez de Madrid), buscan el letargo de la melancolía y la trasgresión del recuerdo con imágenes sobrecogedoras, exultantes o evanescentes. Miradas que se plasman en diálogos que resucitan nuestra capacidad de análisis a la hora de mirarnos a través del majestuoso espejo que nos ofrece el artista holandés en esta magna exposición acerca de los sentimientos humanos y los sentidos a través de los que éstos nos llegan. Sus fotografías tienen la potencia que envuelve a las míticas imágenes cinematográficas que se quedan adheridas a nuestra memoria, y a la intensidad de la evocación que nos llega a lo largo del tiempo. Imágenes y sensaciones que se yuxtaponen a los vídeos que se nos muestran en espacios oscuros que representan templos de recogimiento y veneración hacia aquello que a Erwin Olaf le sale de sus entrañas. 

Narrativas de emancipación, deseo e intimidad posee una plasticidad única, por intensa y militante. Una plasticidad que va desde la profunda melancolía que se recoge en la tristeza, hasta la búsqueda de una soledad y un silencio que busca refugio en plena naturaleza sin olvidar la estética arriesgada y delatora de los cuerpos desnudos que se exhiben y las múltiples interpretaciones que éstos nos sugieren. A lo que habría que añadir el minucioso estudio de los rostros humanos, y la potencia que éstos nos transmiten a través de la mirada, donde sus ojos y facciones, sus encuadres y posturas nos dicen tanto o más que el propio retrato en sí. Hombres y mujeres, niños y adultos. Todos los seres humanos posibles y las diferentes razas que habitan nuestro planeta se dan cita tras la cámara de un Erwin Olaf, que los adivina y nos los muestra de una forma sencilla, pero intensamente serena y reveladora. En esa forma de mirar tan particular y única nos acerca al ser humano sin más ambages que la verdad de su objetivo y su afán por llevarnos a realizar el viaje que él ha hecho. Un viaje hecho imágenes que alcanza su lado más íntimo en la última parte de la exposición, donde el artista holandés adopta el papel de protagonista y nos ofrece una multitud mágica y directa de su propio confinamiento durante la pandemia. Instantáneas de no vida, que poco a poco se van convirtiendo en autorretratos bicolores con supremacía del blanco y negro que nos alertan de un final: el propio. Un magnífico ejemplo de cómo romper la distancia entre realidad y ficción con una propuesta basada en la valentía de mirarnos a nosotros para mirar al otro. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 20 de mayo de 2024

NUCCIO ORDINE, LOS HOMBRES NO SON ISLAS: LA BÚSQUEDA DEL SENTIDO DE LA VIDA A TRAVÉS DEL OTRO

 


La búsqueda del sentido de la vida a través del otro, tal y como nos lo presenta Nuccio Ordine en este ensayo sobre lo individual frente a lo colectivo, el uno frente a lo múltiple, o del hombre frente al mundo, nos pone de manifiesto que las ideas y la esencia del ser humano siempre han permanecido inmutables a lo largo de los siglos. El amor, la esperanza, la codicia, la venganza, etc., forman parte de esa coraza que nos define a través de los sentimientos. En este sentido y, en un espectro más amplio de este concepto, la relación del hombre como ser individual frente al resto de la colectividad puede venir marcada, como nos apunta Ordine, por muy diversos factores y relaciones que van de lo interior hacia lo exterior bajo el prisma de la necesidad de la socialización que el ser humano expresa a lo largo de su vida. Así, Montagne necesita de los otros para hablar de sí mismo. Shakespeare, en El rey Lear, nos plantea el conocimiento de una realidad distinta para quien ostenta el poder cuando éste se pierde, porque le obliga a realizar un viaje interior inesperado. Aquí, los otros son quienes le obligan a relacionarse consigo mismo a través de la fuerza que éstos ejercen sobre su poder. De ese viaje interior que llega hasta la locura surge la posibilidad de volver a “ver”, y con ello, contemplar la terrible injusticia que acarrea la desigualdad. Sin embargo, Xavier de Maistre nos propone un periplo alrededor de su habitación, para a partir de ahí establecer múltiples relaciones con los otros. Relaciones basadas en la imaginación. En Tólstoi, por ejemplo, esa interacción con el prójimo nos lleva a la obligación de desarrollar una utilidad colectiva cuyo destino sea el resto de la humanidad. Una humanidad que él fija en los desamparados o más desfavorecidos como única forma de lograr una mayor igualdad entre los seres humanos. Humanidad utilitaria, en este caso, y basada en el concepto de compartir los bienes y servicios. 

Una necesidad de relacionarse, y de ese modo vencer a la soledad, que también admite la opción de llegar a lograrlo a través de los sentimientos. Un planteamiento que Ordine nos formula cuando a través de Saint-Exupéry y su obra El principito nos esgrime la necesidad de aprender a ver con el corazón. Un trayecto que busca el encuentro con la felicidad y el alejamiento de la cuantificación que gobierna el mundo en pos de una mayor espiritualidad. Para llegar a ese punto de partida, Ordine se detiene en analizar conceptos como: riqueza, domesticar, efímero, o crear lazos. Donde, de ese crear lazos, parte la percepción de cambio entre el uno y el otro a través de los objetos que los circundan. Por ejemplo, nos dice que a la amistad hay que dedicarle tiempo y alejarla de la idea productiva que rigen las aspiraciones. Siendo ésta, una de las manifestaciones a través de la cual es posible hacer visible lo invisible a los ojos de los demás. Una posibilidad que sólo se puede realizar a través del corazón. Esa fuerza innata que nos mueve y nos protege de los demás es la que Ordine trata de vencer a lo largo de este ensayo en el que nos propone la necesidad de explorar la colectividad frente a lo individualidad. Un planteamiento que en el campo de la educación nos acerca hacia la masiva implantación en la educación de un conocimiento rápido y productivo en las escuelas y universidades basado en el binomio empresa-cliente, en detrimento del conocimiento de las humanidades, por ser éste menos productivo económicamente y más prolongado en el tiempo. Esa idea de Ordine nos lleva a plantearnos, como dijo Oscar Wilde, que: «Lo importante no es elegir, sino saber lo que se quiere». De esa capacidad de elección Ordine nos dice que: «Quien quiere conservar su libertad, debe saber renunciar a dones y privilegios». Una mirada que va mucho más allá de lo individual y trata de acercarse a lo colectivo. Una idea que él nos muestra al final del libro a través de la novela de Virginia Woolf, Las olas: «Masas singulares de agua que se alzan de la superficie del mar para después, acabado su curso, reintegrarse en ella». Una frase donde, quizá, no quepa una mejor interpretación de lo que es el individuo a la humanidad. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 14 de mayo de 2024

ALICE MUNRO (1931-2024): EL SILENCIO Y EL ECO PROFUNDO DE LA CONCIENCIA


 

La vida y la literatura están plagadas de casualidades, y ambas, poseen eso que denominamos como lagos interiores que en apariencia nadie ve, pero que sin duda existen. La necesidad última del ser humano por expresarse, le llevó a una joven madre canadiense llamada Alice Munro a refugiarse en la escritura, y lo hizo mientras sus hijas pequeñas dormían la siesta. El silencio y ese eco profundo de la conciencia que, cual duende no nos deja conciliar el sueño, hicieron su función de una forma sencilla y magistral en la todavía joven e inexperta Alice. Seguidora de la mejor tradición de los escritores norteamericanos, ella supo conjugar su propio mundo a través de la demoledora precisión del relato corto caracterizado por la pasión del retrato psicológico de sus personajes, en lo que podríamos denominar como la aventura de los discursos interiores. Tanto es así que una buena parte de su producción transcurre en un condado que lleva su propio nombre, al mejor estilo de Faulkner. 

Alice Munro nos ha dejado con la misma sensación que sus cuentos al terminar de leerlos: aturdidos por el peso de una vida unida a la intemperie por la que transitaban sus personajes. Viajeros sin más rumbo que el del sentido de la búsqueda de una felicidad que nunca coincide con lo esperado. Un inconveniente que, sin embargo, no jugó en su contra sino a favor de ese espíritu de lucha y confrontación con la realidad que la llevaron a crear un mundo propio, donde el amor y la necesidad del sentido de la libertad fueron dos de sus brújulas más importantes a lo largo de toda su obra literaria. Una libertad que, sin embargo, ella compartió muchas veces en silencio, tal y como declaró cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2013 —fue la primera mujer que en ser distinguida con ese galardón por una obra cimentada en sus relatos cortos—. En este sentido, Munro, como buena diseñadora de vidas ajenas conocía de la importancia del tiempo y la soledad que conllevaban el oficio de escribir, de ahí que en una de las múltiples entrevistas que concedió tras recibir el Nobel declarara que Demasiada felicidad sería su último libro, porque el poco tiempo que le quedaba no lo quería pasar sola, sino junto a su familia. Una dura decisión que no llegó a cumplir, pues no la debió resultar fácil renunciar a aquello que amaba, por más que la vida que transcurría más allá de su obra literaria la apartara de su segundo marido hacía poco tiempo. En aquel momento, con 82 años, y sin la posibilidad de ir a recoger el Nobel, Munro a pesar de todo se mostró al mundo sonriente y segura de su victoria: la materialización de su más valioso sueño como escritora. 

La soledad de Alice Munro nace como esa fuerza que nos somete a lo largo de la vida. Soledad que no desaparece con la muerte, pues se trata de un reflejo interior que nunca se extingue ni tampoco llega a atisbarse en un mundo hostil y primitivo como el que habitamos. Una inmunidad a la muerte que se refleja en sus relatos cortos, donde las aguas subterráneas por las que fluyen sus historias no dejan de correr por su mente y la de sus personajes. Aguas que una y otra vez salen a la luz en narraciones afincadas en una realidad muchas veces hostil porque huyen de ella asociadas a la indiferencia. Vidas anónimas que también necesitan de algo de cariño. Un cariño que parece que nunca encuentran, porque Munro indaga en los secretos que mueven nuestras vidas y en las atrocidades que éstos engendran. El resultado de todo ello convierte a sus personajes en seres débiles y sensibles que necesitan de ilusiones efímeras o absurdas que se crean ellos mismos para sobrevivir. La vida, en estos casos, es un espacio de ausencias. Ausencias que, sin duda, necesitan aliarse con el destino, y donde las historias contadas lo son de vidas paralelas que no tienen nada en común, salvo la soledad. Vidas paralelas que, sin embargo, acaban uniéndose en un enigmático final marca de la casa que nos ofrece la posibilidad de terminar o reinterpretar lo leído o imaginado. Un ejemplo de todo ello es el cuento titulado como Demasiada felicidad. En esta pequeña biografía de la matemática rusa Sofia Kovalevski, Alice Munro nos proporciona una clase magistral de contención, frialdad, y perfección narrativa a la hora de relatarnos los últimos días de la matemática rusa, pues lo hace con una mirada inequívocamente sublime hacia el personaje, lo que nos obliga a no dejar de leer. Demasiada felicidad es la partitura de una hermosa historia de amor y sus desencuentros. De su atrevimiento y su desencanto. De su valentía y sus renuncias. Una historia plena de magnetismo. Intensa. Mágica como un cuento de hadas. Reveladora como el mayor de los milagros. Una historia donde la nieve hace de justiciera maldita y atroz. Una historia que en su último capítulo llega a la perfección. La limpieza con la que Munro afronta esta biografía es admirable, porque nada falta y nada sobra en esta brillante narración teñida por el infortunio y la soledad que nos acoge a lo largo de nuestras vidas, a pesar de que en ella tenga cabida la frase demasiada felicidad como expresión de ese último deseo que nos acoge antes del final. Una felicidad que, sin embargo, se transforma en la cruel soledad del diferente. Igual que el amor que te despoja del mundo. Sí, Alice Munro nos ha dejado bajo el silencio y el eco profundo de la conciencia. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 2 de mayo de 2024

UNA CUESTIÓN DE FORMAS DE NEIL LABUTE, VERSIÓN DE ELDA GARCÍA-POSADA Y DIRECCIÓN DE ANDRÉS RUS: EL AMOR Y EL ARTE COMO COMPLEMENTOS DE LA MENTIRA

 


¿Qué es verdad y qué es mentira en el arte? ¿Acaso el amor es la pieza angular sobre la que siempre tiene que girar el mundo de las ilusiones, aunque éstas sean falsas? ¿Las relaciones humanas sólo están gobernadas por las apariencias? Al ritmo de canciones de Crowded House, una estética claramente pop presidida por los blancos infinitos de la escenografía y el contrapunto de los negros y rojos del vestuario de Evelyn y Adam asistimos a este puzle de secretos y mentiras cuya máxima expresión no seremos capaces de adivinar hasta un final con el que Neil LaBute quiso justificar esta crítica sobre el mundo del arte y sus mentiras, y las relaciones interpersonales dominadas por el bulimia del éxito basado en una originalidad camuflada en espurios e intrascendentes principios. Relaciones que, al estilo de Nicolás Maquiavelo, nos hablan de que: «El fin justifica los medios». Un manifiesto que, por otra parte, encuentra la dificultad de ser puesta en práctica a través de la comedia, pues sus elementos nos hacen menos permeables a la dura batalla que enfrenta a la verdad con la mentira. A la originalidad con la mediocridad. O, al arte, con su verdadero objetivo: la búsqueda de la belleza. De estos anacronismos surge un texto con el que Neil LaBute se refugia en el eco que le transmite una cultura intoxicada por la mentira y la futilidad a través de un lenguaje plagado de expresiones soeces o tacos con los que quiere impregnar de impulso narrativo a los personajes a los que retrata y que van, desde el inocente que cree en la suerte y en el amor, a la soñadora que busca una y otra vez ese beso que una vez le fue negado. Un intento que ahora se nos antoja varado en las coordenadas del tiempo, quizá, porque cuando LaBute estrenó en el año 2001 esta obra en Londres no sabía que el mundo cambiaría a una velocidad de vértigo, sobre todo, por la preponderancia de la tecnología en la industria y las relaciones sociales, y ese quizá sea el mayor debe de este texto: su difuminación en el tiempo, pues las redes sociales o la pandemia han trastocado de tal mondo las relaciones humanas que ya nada es lo que parece, ni tan siquiera esta crítica a la concepción del arte conceptual que se juzga en esta función como un todo, y donde los límites de la creación se precipitan por el terraplén de la importancia de los resultados. 

Una cuestión de formas nos ofrece un mundo en ruinas arrebatado por el doble sentido de las palabras que muchas veces utilizan los actores como una forma de reivindicar la doblez que exige el engaño, pero también la huida del miedo, pues de alguna forma Adam, Evelyn, Jenny y Philip huyen de sí mismos, y de ahí la prevalencia de la mentira sobre el amor o la amistad. Sus vidas están marcadas por el fracaso que se resume en sus mediocres trabajos, la residencia en una pequeña y aburrida ciudad, y la falta de unos objetivos que ellos visualizan en las apariencias. Esa existencia basada en una cuestión de formas que por arte del azar podrían ser otras, y estar muy alejadas de los cambios de comportamiento o estéticos que realizamos por tratar de agradar al otro. Ese ser uno mismo a través del otro es uno de los espejos ciegos que se traducen de esta obra en la que cabe destacar el papel de Esther Acebo como Evelyn, pues aparte de ser el eje sobre el que gira la obra hace del arte de la improvisación y la interacción con el público un ejercicio de naturalidad y cercanía que pocas veces se aprecian sobre el escenario, lo que para nada contrarresta su papel de fría y calculadora femme manipuladora. Magnífica, sin duda. Del mismo modo que Bernabé Fernández como Adam da vida a un personaje lleno de miedos y frustraciones que buscan una salida airosa a su propia tragedia. 

Una cuestión de formas es la viva imagen de una forma de entender la vida que tanto nos marca cuando el único objetivo es la búsqueda del éxito a cualquier precio, sobre todo, cuando el amor y el arte sólo son dos complementos de la mentira. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 25 de abril de 2024

JAMES SALTER, EN OTROS LUGARES: EL MUNDO EN LA PALMA DE LA MANO

 



Cuando uno lee este libro de reportajes literarios y crónicas de viajes cree tener el mundo en la palma de la mano, pues tal parece la ambición viajera del escritor norteamericano. Un James Salter que cautiva con reflexiones inesperadas o frases cortas que definen y describen en un pequeño espacio grandes momentos de la vida. Instantes que tienen el poder de fijar la mirada sobre el todo obviando a la nada. Sobre aquello que de verdad es importante sobre lo que no lo es. Y, por supuesto, de resaltarnos el punto de reflexión que atesora siempre la mirada del escritor que logra atrapar tu pensamiento. A todo ello, hay que añadir el rasgo esencial de la mayoría de las historias, viajes y peripecias que aquí se cuentan: el riesgo. Aquel que le llevó a pilotar un caza de las fuerzas aéreas norteamericanas en su juventud;  a escalar paredes verticales de un grado de dificultad extremo; o a regresar a las pistas de esquí en las que en anteriores ocasiones se había roto el brazo, la pierna o una costilla, porque como nos relata en un viaje a Japón —que hizo con su hijo y un grupo de australianos a los que no conocían y con los que recorrieron una de las islas del archipiélago nipón en bicicleta—: «De vez en cuando lloviznaba. Era una de las mañanas más bonitas de mi vida y bordeaba la costa sin prisas, sin sobresaltos. No tenía pasado ni futuro, lo había entregado todo a la carretera vacía. Abajo, en las rocas, el mar estaba claro y verde. Entre la carretera y la costa había pequeños arrozales, casas azotadas por los elementos, pueblos tranquilos. Yo cantaba mientras pedaleaba, en armonía con la tierra y el cielo» todo nace de la propia entrega que cada uno hace a su vida. Esa entrega que busca la armonía y la esencia que le acompañan en cada uno de sus viajes, ya sea por las calles de París, los castillos del Loira o el sur de Inglaterra, cuando saliendo de Londres inicia una caminata de tres días en la que, entre otros lugares y casas, llega a la de Virginia Woolf, aquella de la que partió para suicidarse. Un matiz literario que para alguien que le gusta la literatura no pasa desapercibido por mucho que Salter nos lo presente de una forma casual; un matiz con el que también adorna sus visitas a los cementerios, o que le hizo residir durante una temporada en un hotel frente al camposanto Pere Lachaise de París. 

No es extraño entonces que, después de leer y adentrarnos en esta experiencia vital y viajera que es Otros lugares, adivinemos por qué Salter tardó tanto tiempo en publicar cada nuevo libro, o simplemente se enrocara en la revisión de sus primeras novelas durante cuatro o cinco años, pues el despliegue de sus experiencias por los Alpes suizos, sus pistas de esquí, y sus hoteles y restaurantes son dignos del mejor escritor de guías de viajes. Lo que también podríamos decir de su afición al alpinismo. O ese regreso a la ciudad más antigua de Alemania, Tréveris, que en nada se parece a la que él conoció treinta años antes. Alejado de su experiencia como aviador, esta vez no deja de pisar el suelo con la firmeza del que va bien sujeto al mundo. Un periplo al que él se expone con lo justo, y ligero de equipaje, como mejor fórmula de regresar a su juventud, pues ese sin duda es uno de sus objetivos: volver a pisar la calma y el orden de los paisajes europeos, sobre todo, los franceses que una vez formaron parte de la vida soñada. Una nómina de búsqueda de sensaciones y recuerdos que también hace extensible a la literatura cuando va a aquellos lugares que sus escritores favoritos frecuentaron, como el hotel Hilltop de Tokio, el preferido de Mishima, y en el que se hospedó en multitud de ocasiones, y unos días antes de su muerte. O su visita a Tánger tras leer a Paul Bowles. Una nómina nómada que, en muchas ocasiones, realiza en solitario como mejor forma de afrontar lo nuevo con la tempestad que le rodea al ser humano cuando se enfrenta solo ante lo desconocido. Esa incertidumbre, sin duda, es una de las huellas que marcan el territorio de este libro libre en su concepción. Heterogéneo en la multiplicidad de experiencias. Y único en cuanto a su forma de ser narrado con un estilo impecable y cercano al resto de la producción literaria de este gran escritor norteamericano que necesitaba fijarse en la vida de sus amigos para crear sus personajes literarios, pues decía que la suya carecía de interés. De esa ambivalencia entre la experiencia y el deseo nace este libro que se pasea a lo largo de toda una vida, y que en un momento dado también llega a su fin, como por ejemplo lo hace el verano: «Ha llegado el final de la estación, tal vez la mejor época de todas, silencio y días perfectos. Una última hora junto al mar. Sobre la arena casi vacía, una pinza de cangrejo, dos niños con su madre, una vitola de puro, una joven desnuda. Ave.» Y tras esa cortina, los recuerdos, aquellos que sin darnos cuenta nos llevan a poseer el mundo en la palma de la mano.  

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 22 de abril de 2024

UN DELICADO EQUILIBRIO DE EDWARD ALBEE BAJO LA DIRECCIÓN DE NELSON VALENTE: LA FAMILIA ES EL INFIERNO




 

«No amamos a alguien si nunca hemos amado», nos dice uno de los personajes de esta magnífica obra de teatro donde la palabra es la verdadera protagonista. Palabra como hilo conductor por el que todo fluye: el amor, la ira, el alcohol... Palabra como varita mágica que lo alumbra todo y nos anuncia lo que está por llegar y padecer. Palabra como liturgia sagrada que el ser humano nunca debería perder, y también, como sinergia con la que dotar a la vida de sentimientos. La palabra, en definitiva, como ese delicado equilibrio en el que nos movemos como trapecistas sin red que nos acoja en la caída. De ese circo de la vida nace esta obra de teatro, cuyo título, se sumerge en la trastienda que posee toda familia. Retratos del fracaso que, en la sociedad norteamericana de los sesenta y setenta, Albee retrató muy bien a nivel dramático —por ejemplo, con su celebérrima obra de teatro ¿Quién teme a Virginia Wolf? y sus inolvidables Liz Taylor y Richard Burton como protagonistas—, o John Cheever plasmó en sus relatos cortos. En uno y otro caso, el alcohol y sus consecuencias, son unos protagonistas más de las vidas de los personajes retratados y sus acciones. Esa puerta de atrás sobre la que Raymond Carver también incidió en sus famosos relatos, pues todos ellos retratan esa puerta de atrás que da paso al vacío y al descuido. Un espacio vacío en el que la aparición del desastre es el primer síntoma que deviene en el más puro egoísmo, y en ese sálvese quien pueda que nos posee en la derrota. Arthur Miller, Eugene O’Neill o Tennessee Williams a lo largo del siglo XX también nos mostraron las grietas del tormento que fagocita en el corazón de la sociedad norteamericana. Grietas a las que Albee recurre para mostrarnos la levedad de la vida y la de unos personajes a los que les cuesta mantener ese delicado equilibrio que a cada uno de ellos les permita seguir teniendo sus privilegios. Privilegios fatuos y mezquinos, si se quiere, pero privilegios, al fin y al cabo. Privilegios que, al final, devienen en demonios. Demonios que proceden de esa parte oscura que sale a la luz en la presión que nos provoca el miedo. Un miedo que se hace palabra cuando Agnes nos dice: «Nadie escucha y todo se da por hecho». De esa incomunicación emerge la disputa entre unos y otros. Sentimientos y acciones que se manifiestan igual que el universo de los territorios perdidos que Paul Auster novela en El palacio de la luna. De ahí, que Un delicado equilibrio sea la más pura manifestación de las consecuencias a donde nos llevan el hecho de no conocer los límites de aquello que no debemos hacer, por más que uno de sus personajes nos diga que: «El tiempo sucede, ya no queda nada… los huesos y el viento». De esa nada es de la que se nutre el desafío moral que rompe la amistad, el matrimonio y el amor. 

Juan Carlos Pérez de la Fuente, ahora como director del Teatro Fernán Gómez, vuelve a rescatar con acierto el teatro de verdad. Aquel que se sostiene en un buen texto y en grandes interpretaciones que nos devuelven el alma y el sigilo que se mueven en las tablas de los escenarios. En este caso, bajo la dirección de Nelson Valente apuesta por este texto con el que el dramaturgo norteamericano Edward Albee consiguió el Premio Pulitzer en el año 1967. Un texto que, tras la adaptación por parte de Alicia Borrachero y Ben Temple, nos deja entrever y disfrutar de un auténtico espectáculo teatral con mayúsculas. Todas las actrices y actores están muy bien en cada uno de sus papeles, pero sin duda, cabe destacar a una sorprendente Manuela Velasco en su papel de Claire, por su espontaneidad, jovialidad e inteligencia emocional sobre el escenario, mucho más convincente y acertada en su papel que el que Kate Reid realiza en la película homónima dirigida por Tony Richardson en el año 1973 con Katherine Hepburn en el papel de Agnes. Una Agnes que, en nuestro caso, está magníficamente interpretada por Alicia Borrachero con una gran dicción y solvencia sobre el escenario. Toda una directora de orquesta en la que se apoyan el resto del elenco. Tampoco podemos obviar la acertada elección del vestuario y la escenografía de Lua Quiroga Paúl. 

Un delicado equilibrio es un magnífico reflejo de todo aquello que se pone en peligro cuando nos resulta imposible mantener al mismo tiempo nuestro bienestar, el de la familia y la amistad. Pues, para que no sea necesario perder el juicio, como nos apunta Agnes al inicio de la obra, todo debe girar en torno a esa excusa: evitar que la familia se hunda, por más que sea nuestro propio infierno. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 15 de abril de 2024

LA MADRE DE FLORIAN ZELLER EN EL TEATRO PAVÓN: LA DUALIDAD DE LA AUSENCIA, LA SOLEDAD Y EL OLVIDO


 

La grieta está ahí, detrás de nosotros. Al principio no la vemos, pero poco a poco nos acecha sin que apenas nos demos cuenta de su presencia. Pero llega un momento que está tan cerca que reduce el espacio que necesitamos para vivir y hacerlo con cierta libertad. Esa grieta es la que en un momento dado nos asfixia y provoca que ya no seamos aquellos que fuimos. Somos otros. Invisibles para los demás. Extraños para nosotros mismos. Sin embargo, a la hora de echar la vista atrás no somos capaces de adivinar aquello que lo precipitó todo. La inocencia de una madre joven. El alejamiento marital de la pareja. El abandono por parte de los hijos. Sí, ¿qué fue primero la ausencia, la soledad, o el olvido? Si observamos el desarrollo de la acción que nos propone el autor de, La madre, Florian Zeller, adivinamos que ni todo es verdad ni todo es mentira. En ese juego de ambigüedades de escenas que se yuxtaponen y superponen con ligeros matices, los actores tienen que esmerarse a la hora de mostrarnos a través de su dicción esos pequeños cambios en el guion que en ocasiones no existen y por tanto se limitan al tono, a la mirada, o al juego corporal sobre el escenario. Un triunvirato donde su protagonista, Aitana Sánchez-Gijón, sale victoriosa y creíble en el tormentoso juego de palabras y afectos —o su falta— a los que se enfrenta. Si ella sí afronta y vence a esa repetitiva acción de diálogos y palabras, no podemos decir lo mismo de un texto que a medida que avanza arremete contra sí mismo, como si su misión fuese percutir contra un muro. Y de ese tira y afloja es de donde nace la dualidad. La dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido. 

La madre, nos muestra una vez más la pigmentación que sufre nuestra vida a medida que ésta avanza. El mundo no se detiene, pero nosotros de alguna forma sí lo hacemos. Ese desfase entre el mundo y nuestra vida nos acaba llevando a una silenciosa resignación que a medida que pasa el tiempo se convierte en la abstracción de unos sentimientos a los que nadie quiere atender. De ahí que, la injusticia que supone la invisibilidad de la generosidad del día a día, se pierda en el olvido de aquellos que dan por sentado que todo está ahí para ser usado o manipulado sin esfuerzo. De esa decrepitud sentimental surge la grieta. Una fisura que poco a poco nos va comiendo por dentro y ya no sabemos cómo parar. Ahí, quizá, esté el mayor acierto del texto de La madre, porque nos trata de mostrar ese desprecio hacia las necesidades del otro de una forma muy acertada cuando combina luz, acción actoral y un margen de equívoco o doble interpretación en el texto que obliga al espectador a estar muy atento para que no se pierda. Una doblez muy contundente cuando se manifiesta en frases cortas como estas:

«—Ten cuidado.

—De qué.

—De ti misma.»

De ahí nace esa lucha contra uno mismo y la invisibilidad ante los demás por más que reivindiquemos nuestro espacio con un llamativo vestido rojo; un estímulo que reclama la belleza de una eterna juventud que ya no nos acompaña. En este sentido, al igual que la luz juega un papel revelador en la obra de teatro con sus tonalidades blancas, amarillas, o azules que van desde el brillo intenso que expresa la exaltación de los sentimientos a la tenue textura que implica la derrota, el director juega con los colores de los vestidos de las actrices como un reflejo más de esa dualidad igual pero distinta que aparece a lo largo de toda la obra, y que incluso se traslada a los movimientos de los actores sobre el escenario —no hace falta más que fijarse en las múltiples entradas que hace Juan Carlos Vellido en el papel del marido para darnos cuenta de esa duplicidad giratoria y envolvente—. 

La madre también representa con cierta desesperación al amor. El amor que una vez fue hallado y más tarde se encuentra perdido. Amor marital que desoye las pautas del deseo, y amor fraternal que adolece de un mínimo de caridad. Y, mientras tanto, la grieta crece y crece hasta echarnos de ese lugar que un día habitamos: «Envejecerá triste y sola». Una demoledora sentencia de una senda que antes ha transitado por la dualidad de la ausencia, la soledad y el olvido. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 9 de abril de 2024

AGOTA KRISTOF, CLAUS Y LUCAS: LA CRUELDAD HUMANA GOBERNADA POR UN MUNDO EN GUERRA

 


¿Para qué sirve la literatura? Sin entrar en géneros o estilos podríamos decir que para contar historias. Historias que conforman viajes inhóspitos por inexplorados. Por ser el producto de la imaginación del autor y también del avatar accidental y fragmentario que rige su vida. Por ejemplo, y según ha manifestado ella misma, a Agota Kristof la literatura como tal no le interesaba. Quizá, de ahí devenga su estilo crudo y directo. Sin medias tintas ni ambages. Todo a favor de lo que se quiere contar. Y, quizá también, de ahí venga su forma poliédrica y concisa de narrarnos esta historia con la que expresar la crueldad humana gobernada por un mundo en guerra. Guerra de fusiles y carros de combate, y también, de vandalismo y supervivencia, sobre todo, de mucha supervivencia con la que lograr conquistar algo de libertad, aunque ésta sea imaginaria, circular y envolvente como una gran mentira a la que la autora húngara hace referencia en el título de los tres libros que componen esta trilogía, donde los recuerdos y las encrucijadas a las que se enfrentan toman el poder de una narración desnuda. De frases cortas. De estilo indirecto. De primera persona del singular. De la tercera persona. De ese falso reflejo en el que se convierte la imagen del espejo en el que nos miramos y se miran sus personajes. Espejo mutilado en la infancia desgraciada y atormentada de los perdedores. De aquellos que siempre pierden las guerras, pues los enfrentamientos bélicos se generan sólo para que aporten su cuerpo y su vida. De esta novela circular que escribe su autora en una lengua —el francés— que no es su lengua materna nace una historia sin límites —sobre todo en el primer libro— que poco a poco también busca la generosidad con el prójimo. Aquel que también está condenado a la derrota colectiva. Derrota final que en el caso de Claus y Lucas es la narración de su iniciación a la vida. Un despertar cruel. De espacios reducidos y rutinas estoicas en las que buscar algo dentro de uno mismo. Esa esencia alejada de la barbarie los gemelos la buscarán en las matemáticas, pero también en la lectura y en la escritura. Ahí es donde Agota Kristof rinde homenaje a esa intemperie del alma garabateada en un papel que es la literatura. Literatura que busca salir de los espacios reducidos a los que han sido condenados Claus y Lucas. Espacios que representan todo el mundo y toda una vida. Esa desnudez en la prosa de Kristof es la que la hace auténtica y genuina, a la par que concisa y veloz, pues encadena acciones sin resentirse del agotamiento narrativo que a veces conllevan los acontecimientos trepidantes. Esas elipsis temporales son las que mejor nos muestran la desnudez del mundo y sus consecuencias. Universos sin apelación a los sentidos o los sentimientos. Un nihilismo que tanto desconoce el amor como la verdad, pues todo se reduce al binomio: el hombre contra el resto del mundo. 

A pesar de todo ello, y de la magnitud sin escalas que nos presenta Kristof, la narración de los tres libros presenta la dificultad de su ejecución en el tiempo (1986 a 1992), una pericia espacio-temporal a la que el lector debe enfrentarse a la hora de desentrañar el origen de una historia que a base de dar vueltas sobre sus personajes puede llevarnos a causar confusión a la hora de identificar acciones y nombres —Clara, Peter, la librería, etc— Una fragmentación argumental que la autora trata de resolver en el último de los tres libros: La gran mentira, en la que se atan cabos y argumentos, para dejarnos claro que su historia es la de toda la humanidad y el fracaso colectivo al que nos lleva todo enfrentamiento bélico. Una historia que seguro se fue fraguando en la fábrica de relojes en la que trabajó su autora, pues la economía verbal de la misma y el ritmo sin pausa con la que está ejecutada la retratan como un mecanismo de alta precisión. No en vano la crueldad humana gobernada por un mundo en guerra lo es. 

Ángel Silvelo Gabriel.