miércoles, 2 de julio de 2025

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO, EL QUE MENOS SABE: EL ALMA Y SUS DEBILIDADES

 


Nos dice Tomás Sánchez Santiago en Almanaque desconcertado (I): «Me confundí de madre. Entre una bolsa y otra bolsa/ supe para siempre lo que era caer en las aguas heladas/ del desamparo. Unos segundos, unos cuantos segundos/ nada más. De bolsa en bolsa. Pero fue suficiente. No pude/ soportar a solas el aullido del mundo». De ese aullido y de ese desamparo surgen muchos de los poemas de El que menos sabe. Versos que ahondan en lo minúsculo. En aquello que no se ve. En lo cotidiano. Y en las sombras que no nos dejan jugar con la esperanza. Este poemario de madurez da vueltas sobre sí mismo y su existencia, porque como nos dice su autor, el poema es lo que cuenta, la razón final de todo verso. El poema, en este sentido, es la excusa del propio poema. Es el tótem. El demiurgo que descarrila y vuelve a retomar su camino, porque hay caminos y caminos y, algunos de ellos, le llevan al poeta a revisitar los recuerdos de su niñez y el devenir de la vida como un componente más de una voz poética que busca sin llegar a encontrar. ¿Acaso existen las certezas? De ahí que no sea extraño que el paso del tiempo y sus consecuencias nos vengan dadas con forma de sombras, imágenes oscuras, inquietud, decrepitud, y desalojo. Para ello Tomás Sánchez se sirve de un léxico en el que abundan palabras como: nombres, quehaceres, atardecer, desechos, día, memoria, almanaque… «Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos./ Y casi todo sobra en el corazón/ del verano suspendido, de golpe/ en medio de la vida, torvo/ como el forastero que ha llegado/ a detener una fiesta/ y logra descolgar las reservas del cielo/ hasta que a todo llegue el olor de las terminaciones». Unos versos de su poema Extenuación en los que indaga en los finales y en «la incierta virtud de estar vivo», sobre todo, cuando todo desaparece a nuestro alrededor. Ahí es donde la voz poética llega directamente del alma y se alimenta de sus debilidades. 

No es fácil adivinar el mundo, por eso, es más confortable desasirse de todo aquello que una vez nos dijeron que debería acompañarnos durante toda la vida. Ese gesto de libertad y aligeramiento lleva consigo romper la coraza que nos oprime y atosiga. Tareas prestablecidas que a la hora de la verdad nos resultan ridículas. ¡Qué fácil es perder la mirada en lo inhóspito! Y llegar a intuir ese otro mundo que nadie gobierna, salvo lo desconocido. En ese destruir de tareas es lo que nos lleva a «merodear por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo», como nos apunta José María Castrillón en la contraportada del libro. En ese otro modo es donde reside este poemario por el que deambulan el alma y sus debilidades. Un poemario que escarba en aquellos espacios vacíos que un día compartimos con nuestros seres queridos. Ecos del pasado que en El que menos sabe también vienen de la mano de una madre y su ausencia-presencia en nuestros recuerdos. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 1 de julio de 2025

MARIO VARGAS LLOSA, LA FIESTA DEL CHIVO: LA LUZ DE LA VERDAD QUE SE PRECIPITA SOBRE LA MÁS CRUEL DE LAS MENTIRAS

 


Las raíces de la vida en ocasiones se transforman en ramas trepadoras que devoran todo lo que tocan. Lo hacen como si fueran las elegidas por la ironía del destino, para de ese modo, convertir la vida en sangre, la esperanza en condena, y la libertad en una profunda dictadura. Vargas Llosa, en esta novela de tintes realistas, echa mano de su mejor y portentoso estilo literario y narrativo para mostrarnos un mundo y unas vidas que son un todo, pues ese todo que es y representa el devenir de nuestros días es llevado a la ficción con la plenitud de quien sabe hacer muy bien su trabajo. El despliegue de personajes y sus microhistorias va surgiendo página tras página de una forma natural, y a veces abrupta, por el cariz violento de los protagonistas de la misma, porque de eso va una buena parte de esta novela, la de desmantelar las excusas de la violencia gratuita del poder que un tirano ejerce sobre sus súbditos. En este sentido, el escritor peruano nos propone una reflexión sobre los totalitarismos de América Latina que, en La fiesta del Chivo, se centran en el fin de la dictadura de Rafael Trujillo (El Chivo) en la República Dominicana. Con un estilo narrativo que mezcla el presente con el pasado con tan sólo separarlos con un punto y aparte, consigue que el lector avance en la historia que se le cuenta y regrese a su pasado en un devenir temporal caracterizado por las heridas que el tiempo ha ido causando en unos personajes que afrontan a destiempo las consecuencias de sus decisiones pasadas. Hay una inteligente revelación de la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras, por ser éstas armas arrojadizas de la barbarie, el dolor, y la muerte. Desprecios morales que tienen un alto precio humano, pues no cuentan con la posibilidad de atisbar una salida. 

El regreso de Urania, la hija de un alto dirigente de la dictadura de Trujillo a Santo Domingo, es el punto de partida con el que arranca esta recreación ficcionada de unos hechos que le sirven a Vargas Llosa para hacer un gran examen mental y sentimental del dictador; una figura que el escritor usa para ir introduciendo a los personajes de esta historia y la relación que todos ellos establecen con “El jefe”. El Chivo tiene a toda la nación amenazada bajo su férreo control, pero sin embargo no es capaz de frenar ni el deterioro de su largo mandato, ni tampoco su salud, pues ésta se ve dañada donde más le duele: en su virilidad. Las incontrolables pérdidas de orina y la dificultad para mantener relaciones sexuales van haciendo mella en un carácter cada vez más paranoico frente a los demás. Las cuestiones básicas de su día a día poco a poco se desmoronan y se vuelven trepidantes cuando la acción de la novela aborda el relato de su muerte, lo que le sirve a Vargas Llosa para hacer un despliegue monumental magistral de personajes, ideas y pensamientos de cada uno de ellos; un instrumento literario que le sirve para mostrarnos lo mejor y lo peor del ser humano. A ese examen psicológico y personal de los protagonistas de esta historia, habría que añadir el suspense que es utilizado como una gran arma narrativa a la hora de adentrarse en un final que conocemos de antemano, pero que no por ello, le resta un ápice de genialidad a la trama. 

Esta forma de narrar tan personal del escritor peruano, nos recuerda, sin duda, a la que ya utilizó en La ciudad y los perros, donde el análisis psicológico de los personajes, caracterizados muchos de ellos con unos magníficos motes que los definen, no dejan ninguna duda de la sagacidad observadora de un maestro de la escritura como es Vargas Llosa que, en esta novela, arroja con toda su fuerza la luz de la verdad que se precipita sobre la más cruel de las mentiras. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 23 de junio de 2025

KOR’SIA, SIMULACRO, EN EL CENTRO CONDE DUQUE DE MADRID: FRAGMENTOS ENCERRADOS EN UN CÍRCULO



 

Algo da vueltas en nuestra cabeza. Primero es una música martilleante que nos pone sobre aviso. Emergencias sin luces de auxilio, pero que sí nos hablan de una catástrofe: el fin del mundo. Como un Sísifo que empuja su piedra una y otra vez, un hombre se debate contra un paracaídas como si en ello le fuera la vida. Esa es la primera metáfora que nos propone Simulacro: la del Hombre frente a la adversidad de un mundo enloquecido. Mundo-burbuja que, a modo de rotonda, no nos ofrece la posibilidad de avanzar, sino la de darnos constantemente frente a una barrera invisible que no nos permite salir de los fragmentos que representan nuestras vidas. Vidas encerradas en círculos. Como decía el poeta portugués, Fernando Pessoa: «Y entonces, ¿qué es el hombre, por sí mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras se estrella contra el cristal de una ventana?». Insectos que, en Simulacro, vienen representados por bailarines con neoprenos, coderas, y rodilleras negras. Siluetas que no paran de moverse y que apenas están iluminados por un foco que les permite seguir dando vueltas. Hay un espíritu totémico en este nuevo espectáculo dirigido por Mattia Russo y Antonio de Rosa, en colaboración con los intérpretes, por el carácter simbólico y trascendente que le ha querido imprimir la dramaturgia de Agnés López-Río. Aquí el dios es la imagen. Su poder. Su repetición. Y el cariz universal de atracción y sumisión que posee sobre el ser humano. No es de extrañar que los siete bailarines repitan una y otra muchos de sus movimientos como mejor expresión de esa desolación que está tan presente en nuestro día a día. Una desolación que en Simulacro no evita las guerras, ni el eco de los helicópteros que tanto nos recordaron a la mítica película Apocalipsis now de Coppola. 

Hay en esta magnífica representación una proyección multidimensional que nos altera cuando se conjugan a la vez la música, la soledad y la escenografía de una rotonda sobre las que los bailarines dan vueltas y vueltas. A veces rápido, y otras, a cámara lenta. Esa inhóspita rotonda se asemeja mucho al escenario del fin del mundo. Por su luz. El sonido atronador que la persigue. Y la sensación de abandono que transmite. Todo es oscuro. Negro o casi negro, como lo podría ser una película de ciencia ficción, donde la distopía que la gobierna se mezcla con la realidad que ya vivimos. De la música atronadora y de carácter industrial que nos propone Alejandro da Rocha, pasando por la escenografía de Amber Vandenhoeck y las imágenes de Nouseskou, que se repitan sin parar en esa pantalla que funciona a modo de ojo que todo lo ve, nace el abismo de un acantilado siniestro y condenatorio que visualizamos a través de una coreografía que reinterpreta una manera muy personal de escenificar aquello en lo que ya nos hemos convertido: una sociedad insulsa dominada por el poder silencioso de las pantallas. ¿Qué sería de nosotros, si de vez en vez, el mundo de la cultura no nos remitiera al estado de ansiedad apocalíptica que nos somete? En este caso, la compañía de danza afinca en España, Kor’sia, tiene la valentía de romper las barreras de lo cotidiano para acercarnos a ese mundo de tinieblas que tanto nos recuerda a La Caverna de Platón, donde la única luz que nos llega es la del sentimiento de esperanza que nos impulsa a despojarnos de nuestras negras vestimentas y mostrarnos tal cual somos, sin trampa ni cartón. Una esperanza que podemos adivinar de una forma tímida en las cortinillas con canciones americanas de los años sesenta, o en el semi desnudez de unos bailarines que, una vez más, rozan la perfección a la hora de interpretar la agonía que llevamos dentro. Fragmentos encerrados en un círculo donde se superponen la ciencia ficción y la realidad. 

Intérpretes: Martina Anniciello, Nagga Baldina, Edoardo Brovadi, Benoît Couchot, Samuel Dilkes, Ange Hiroki y Samuel Van der Veer. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 18 de junio de 2025

THE CHAMELEONS EN LA SALA MON LIVE DE MADRID: ¡NO TE CAIGAS!

 


Perdidos en las telarañas del tiempo, a veces, el pasado se nos hace presente en un arquetípico juego de fantasmas. Siendo estos testigos directos de un sueño que, de repente, se convierte en realidad. Más allá de las coordenadas del tiempo, el grupo de Middleton hicieron su aparición en el escenario de la Sala Mon Live de Madrid parapetados tras una sesión continua de fuerza musical, eso sí, herida por los estragos que la vida han causado en la voz de un Mark Burgess que lo dio todo en una impetuosa actuación basada en los grandes éxitos de la banda. Un setlist dedicado a sus seguidores de toda la vida y que, en el directo que vimos el pasado domingo, se caracterizó bajo el tono algo más bajo y diluido de las guitarras —tan importantes y sublimes en esta banda— con el fin de no amortiguar la voz de un Burgess inconmensurable en el resto de aspectos musicales y comunicativos con una sala llena a rebosar. Generoso, hasta tal punto, que antes del show salió al exterior para firmar discos, entradas, camisetas, o lo que fuese, a sus fans más fieles. Pero a quién importaban estos pequeños menesteres si, de nuevo, podían asistir a un directo de un grupo, no tan famoso como otros de los trasnochados años 80, pero sí influyentes, tanto en la concepción estrictamente musical como en el mensaje de sus letras. Hipnóticos, aguerridos y entregados The Chameleons no se rindieron en ningún momento y fueron pulverizando sin descanso los 15 temas del setlist a lo largo de la hora y media que duró el concierto; un show que se inició con el mítico «A Person Isn’t Anywhere These Days», al que siguieron «Pleasure and Pain», «The Fan and the Bellows», o «Perfume Garden» en una secuencia imparable de ritmos intensos y canciones legendarias que hacían disfrutar a los asistentes, y que éstos respaldaban, con constantes muestras de entusiasmo; una euforia desaforada que a algunos de los presentes se le hizo más intensas por mor del alcohol o los extras administrados a sus cuerpos. Entre viajes psicodélicos, aplausos y gritos de júbilo llegamos a «Tears», «Up the Down Escalator» y «Soul in Isolation», que fusionaron con «For What it’s Worth» de Buffalo Springfield, «The End» de The Doors, «Eleanor Rigby» de The Beatles, y «There is a ligth» de los Smiths, en un claro homenaje a las influencias y gustos de la banda inglesa que, como buenos camaleones, supieron adaptar estos temas a su particular forma de interpretar la música. 

Con «P.S Goodbye» pusieron fin a la parte principal de su actuación, y cuando comenzaron con los bises lo hicieron de la mano de Monkeyland, que dio paso a «Looking Inwardly» y al inolvidable «Second Skin» con el que Burgess nos presentó al resto de los componentes del grupo y que nos llevó a la apoteosis final protagonizada por «Don’t Fall», otro tema mítico que mezclaron con el «Rebel Rebel snippet» de David Bowie, y Burgess interpretó junto a sus fans fuera del escenario en una extendida versión de la canción que hizo las delicias de los presentes, que dieron por bueno este viaje al pasado sin necesidad de El condensador de fluzo, en una muestra de ímpetu y energía incontestables, con la única salvedad de las telarañas del tiempo —¡Qué lejos queda ya el concierto del jueves 6 de junio del año 1985 en la sala Astoria de Madrid— que se hacen presentes más allá de los deseos propios y ajenos. Como dicen The Chameleons: «¡No te caigas!».   

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de junio de 2025

JESÚS MARCHAMALO, LA VIDA IMAGINADA: UNA EXISTENCIA ALREDEDOR DE LOS LIBROS

 


Hay muchas formas de celebrar un cumpleaños. Más de las que imaginamos, porque en esa efeméride es cuando, a veces, nos dejamos llevar y pedimos un deseo. Ese que no hemos contado a nadie y, que cuando se convierte en algo real y tangible, se escapa de nuestra vida imaginada. La exploración de ese territorio, mágico e incierto a la vez, nos lleva a recorrer espacios nunca visitados. Y de esa novedad que va, por ejemplo, del pasado al presente surgen nuevos mundos. A veces, mundos llenos de libros y sus consecuencias. Quizá, por todo ello, el periodista y escritor Jesús Marchamalo ha decidido publicar La vida imaginada en su sesenta y cinco cumpleaños. Una edad que no oculta y le sirve de excusa para dar a luz este libro de libros, porque de eso va este librito escrito por él mismo e ilustrado por Juan Vidaurre. Una experiencia a modo de viaje a lo largo y ancho de la literatura, en el que las anécdotas propias y ajenas (magnífica la de Machado, tal y como la cuenta Marchamalo) iluminan una senda de plagada de escritores y sus bibliotecas, lo que nos lleva a ser conscientes de los diferentes conceptos que pueden llegar a tener una biblioteca y los libros que la componen. Esa vida imaginada donde se tropiezan los préstamos, el desorden, las diferentes ubicaciones, las estanterías y sus estilos, e incluso, sí, el orden que se le dan a los libros y la pertenencia que éstos tienen como la mejor muestra de nuestra vinculación íntima y personal hacia ellos. Como en el resto de los libros de Marchamalo hay adjetivos, comas, puntos y aparte, y seguidos, y esos puntos suspensivos que proporcionan a su escritura ese modo tan personal y literario de contar la vida, los libros, y todo aquello que gira entorno a ellos. También hay en este auto-regalo recuerdos de infancia que no se olvidan, porque quizá, de eso vaya la vida en un punto determinado de la misma: de recordar aquello que fuimos. Recuerdos e historias propios que tan bien nos cuenta este periodista de la cultura y los libros que, además, nos sirven a sus lectores para traer a nuestra frágil memoria aquellos momentos que fuimos otros; una imagen de nosotros mismos que el paso del tiempo se encarga de ir borrando poco a poco. Por eso, gracias a él, nos damos cuenta de que los libros son una parte esencial de esa otra vida, la imaginada. 

En la estupenda edición de La vida imaginada, el bueno de Jesús, nos ofrece otro regalo: las ilustraciones de Juan Vidaurre en forma de hojas de papel envejecidas por el paso del tiempo, y a las que superpone sobre todo manos, pero también ruedas de cochecitos de bebé, tinteros, libretas… Hojas que, en ocasiones, toman diferentes formas: de casa o simplemente siluetas irregulares sobre las que el ilustrador madrileño dibuja figuras geométricas en forma de rombos, círculos, triángulos que conforman diferentes tetris imaginarios en combinación con las palabras sobre las que se depositan. Una magnífica compañía para esta vida imaginada que nos narra una existencia alrededor de los libros. Porque, sí, todavía nos queda esa última esperanza de volver a ver: «Estos días azules y este sol de la infancia». 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de junio de 2025

JUAN MAYORGA, LOS YUGOSLAVOS EN EL TEATRO DE LA ABADÍA: LAS PALABRAS Y EL SILENCIO COMO LUGARES DONDE REENCONTRARSE

 


El proceso identitario no sólo se refleja en el cuerpo, también es una manera de estar en el mundo geográficamente. Ahora que está tan de moda romper con todo lo anterior, y las tradiciones de la clase que sean huelen a rancio, todavía existe esa necesidad de pertenencia a un lugar sin el cual no seríamos las mismas personas. Por mucho que nos cueste reconocerlo somos de donde hemos nacido por muchos kilómetros que nos alejemos de ese punto inicial que nos perseguirá el resto de nuestros días. Juan Mayorga, entre otros conceptos, nos habla de esa pertenencia física y de su importancia, porque no se trata de algo onírico, sino de un estigma real. Por ejemplo, Marta Pazos, en su versión de Orlando nos habla de otra forma de identidad que, en este caso es la física en su apartado personal, aunque también la podríamos trasladar a un margen más amplio si nos fijamos en el período de tiempo que se desarrolla. Ambos procesos identitarios marcan los márgenes de una realidad plural que, en Los Yugoslavos, está anclada en la palabra y el silencio como lugares donde reencontrarse. Palabras y silencios que ejercen como brújulas. Y, de ahí, es de donde nacen la voluntad y la fe de las palabras como manantiales cristalinos de nuevas vidas. Como se nos recuerda en la obra: «Las primeras palabras son las más importantes». Entonces, qué es lo más importante de todo esto, en esa posibilidad de búsqueda de uno mismo. O del lugar con el que soñamos al que pertenecemos. Aquí no nos valen los mapas como espacios geográficos que nos delimitan los silencios, porque todo se establece como un juego de contrarios que nos remite a esa amarga posibilidad que representa la desaparición de lo que una vez sentimos como nuestro. En este sentido, no es casual la elección del gentilicio que nombra a la obra de teatro: los yugoslavos. Un territorio que dejó de existir y sucumbirá cuando el último de los nacidos en esa patria muera. Entonces, todo, de nuevo, será víctima del olvido. De ahí, que en el texto de Mayorga los mapas surjan como metáforas de los desencuentros, de los lugares equivocados. De esos espacios a los que nunca llegaremos, aunque siempre haya un rayo de esperanza y, dentro de nuestras entrañas, un mapa surja dentro de otro mapa para convertirse en una nueva oportunidad. «Un mapa dentro de otro mapa», como se repite en varias ocasiones a lo largo de la obra. Una frase, como otras, que se asemeja a un eco que nos perfora los recuerdos y la conciencia. Quizá, porque como nos dice su autor: «Lo que hacemos con las palabras y lo que las palabras hacen con nosotros» formen parte del verdadero secreto que nos rodea y al que debemos de enfrentarnos para retar a la soledad, la tristeza, la depresión y, también, al amor como recurso infinito de la esperanza. 

En este entramado de huidas, búsquedas y desencuentros, el escenario juega un papel fundamental. Dividido en dos plantas y tres espacios, el bar, la casa y, sobre todo, la planta superior a modo de ventana traslúcida en la que los personajes de la obra dibujan, leen o simplemente se esconden y que surge como una ventana de todos los sentimientos que escondemos. En este sentido, Luis Bermejo (Gerardo), Javier Gutiérrez (Martín), Natalia Hernández (Ángela) y Alba Planas (Cris), suben y bajan, se esconden y pierden para volver a aparecer en una coreografía sin par, por lo que esta tiene de introductoria en cada una de las escenas. Algo que alcanza su clímax en los cortes del texto que se producen a lo largo de la representación y nos dejan en suspense, y que tan bien interpreta un Javier Fernández pletórico, por lo que tiene de eje fundamental en el desarrollo de la obra. Interludios verbales que nos remiten a esta otra frase: «Siempre es mejor callar que decir mentiras», en lo que podríamos definir como esa otra ventana que nos remite al silencio y a la confrontación de la realidad con los sueños cuando se nos recuerda que: «Si has llegado al lugar que buscas nunca es como esperabas». Y que nos recuerda a esa infinita espera que se produce en la obra Esperando a Godot, donde la esperanza, al final, es la mejor arma para hacer frente a la vida, porque ese lugar que tanto buscamos quizá no exista y, que en Los yugoslavos viene dado en la frase: «Deberíamos haber ido a los yugoslavos. Allí se juega a cualquier hora. Y se juega de verdad. Mientras las mujeres bailan». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 19 de mayo de 2025

CASA DE MUÑECAS, DIRIGIDA POR LAUTARO PEROTTI EN EL TEATRO FERNANDO FERNÁN GÓMEZ DE MADRID: SIN NOTICIAS DE IBSEN

 




Ibsen planteó su obra dramática de una forma contestataria frente a la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y, uno de los conflictos que planteó en ella, fue el de dar a la mujer la posibilidad de ser ella misma a la hora de decidir acerca de su vida y de caminar por una senda de libertad impensable en el siglo XIX. El tiempo pasa, pues hace casi ciento cincuenta años que se estrenó su famosa obra de teatro Casa de muñecas y, sin embargo, las oscilaciones vitales de las mujeres persisten en un mundo cada vez más igualitario, pero al que todavía le quedan muchas barreras que derribar. En esta ocasión, bajo una versión actualizada de Eduardo Galán, Lautaro Perotti asume la dirección de esta moderna Casa de muñecas que intenta acercarla a un público más actual. Una decisión que, sin embargo, fracasa. En primer lugar, por la desdramatización que lleva consigo, y también, por la falta de acierto a la hora de elegir a los actores que dan vida a unos personajes a medio camino entre la falta de credibilidad de las situaciones que nos plantean y su inocua interpretación, tan desdramatizada como la propia versión que se nos ofrece. Eso, por no hablar de una solución escénica que se nos antoja equivocada por lo frenética que resulta su propuesta y la nula necesidad de la misma a la hora de sugerirnos diferentes espacios, lo que ahonda en su carácter turbador. 

La supuesta actualización del texto y propuesta escénica se viene abajo nada más ver el público asistente, en su mayoría con una edad superior a los cincuenta años y una media cercana a los setenta. De ahí, que tampoco parezca tan necesario el léxico que se ha elegido que resulta cuando menos desmotivador y, más, en la voz apagada de una María León que nunca parece al borde del precipicio que se le presupone, y que alcanza sus cotas más bajas en los soliloquios que afronta sola delante de un escenario a oscuras salvo por la luz que la ilumina. Una característica que también arrastra Santi Marín en su papel de marido traicionado, o el resto de los actores que en la mayoría de los casos parecen más preocupados en su papel de tramoyistas moviendo los paneles móviles de la escenografía que en su labor dramática. De ahí, que el espectador salga con esa sensación de tiempo perdido si no fuese porque la oscuridad de un teatro siempre nos ofrece la posibilidad de resarcirnos de las mentiras del mundo que dejamos atrás durante el tiempo que asistimos a la representación; o por la inercia que el mismo tiene de ofrecernos la mágica posibilidad de soñar con lo imposible, cuando aquello que nos es ofrecido nos deja sin palabras. Un anhelo que, en esta ocasión, sólo nos ha producido turbación, desapego, y sin noticias de Ibsen. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 7 de mayo de 2025

ORLANDO, DIRIGIDA POR MARTA PAZOS EN EL TEATRO MARÍA GUERRERO DE MADRID: LA LIBERTAD QUE DUDA HASTA DE LA BELLEZA

 


Blanco sobre blanco, verde sobre verde, incluso negro sobre negro. Todo se expande sobre un imaginario tablero de ajedrez que se retroalimenta de sabias palabras sobre la juventud, el deseo o el amor. En ese suelo sin fondo es donde la libertad es expresada bajo la fervorosa manifestación de la belleza. Una belleza única; una belleza que se apropia de nuestros sentidos como el mejor de los láudanos. Luces. Colores. Sonidos. Danzas. Todos juntos crean nuevos espacios donde caemos rendidos sin más. Orlando, atravesado/a por las palabras de una Virginia Woolf ausente y presente a la vez. Sus palabras y el sentido que les dio en esta obra literaria —, ahora convertida en onírica y teatral— atravesaron las fronteras del tiempo sin llegar a formularse el poder de sus principios. Este viaje a lo largo del tiempo y la belleza por la belleza nos muestra la pálida e inmaculada plática de unos personajes que se hablan, que nos hablan, que bailan o patinan, o se quedan en silencio. Y, sí, todo gira alrededor del tiempo y su importancia, a la exploración de la identidad del individuo y su propio cuerpo. Territorio político, como expresa la directora de esta obra (Marta Pazos). Un periplo que también nos habla del amor a la literatura, una enfermedad que Orlando padecía en las manos de una Virginia Woolf que se diluye en esta gran metáfora sobre la libertad y la muerte, igual que si estuviese sumergida tras el escenario en el caudal de agua que se la llevó. Quizá, no haya una mayor expresión de la libertad que duda hasta de la belleza, que cuando Orlando (Laia Manzanares) toma la palabra, o sobre el escenario llueven libros, o Virginia Woolf (Abril Zamora) nos recita pasajes de la novela vestida de libro. Palabras, unas y otras, que se expanden sobre hojas escritas y hojas en blanco que simbolizan la gran capacidad de expresión que éstas generan y, que en la obra de teatro concebida por Marta Pazos y Gabriel Calderón, desemboca en una ópera visual y estética como símbolo de aquello que puede llegar a significar y hacernos sentir una obra de arte, pues eso es Orlando, una obra de arte con mayúscula que, en sí misma, camina con paso firme por las turbulencias de la vida que nos rodea. Espacios soñados y nunca llegados a expresar que atrapan nuestros anhelos oníricos, por lo que tienen de inesperados y bellos. Sueños bañados por la gran música de Hugo Torres que, en ocasiones, tanto nos recuerda a la que está presente en las estéticas e inigualables películas de Peter Greenaway, de la que también es partícipe el vestuario único, atrevido e inusual, pero inmensamente mágico, de Agustín Petronio, y que, junto a la iluminación de Nuno Meira, hacen de esta obra de teatro un espacio multidimensional y sensitivo que, a su vez, manifiesta su valía a través de sus coreografías, configurando de este modo su naturaleza de espectáculo total. 

Orlando, dirigida por Marta Pazos «en una larga carta de amor» y, también, una biografía del mundo a lo largo del tiempo, donde la memoria mete y saca la aguja de la vida para unir, pero, sobre todo, para romper con los límites establecidos, porque como se nos recuerda en la obra: «La belleza y la verdad no se llevan bien». Una afirmación que nos lleva a plantearnos la diferencia entre el tiempo físico y su espacio temporal, y el tiempo del alma y su naturaleza inabarcable. Quizá, porque como también se nos dice: «El dueño de las palabras es quien las escucha». De ese lado receptivo es del que nace el deseo de ser otro, y de expresar sin miedo aquello que nos oprime con el propósito de alcanzar nuestro objetivo. Una meta que no es otra que la identificación con uno mismo y el desarrollo de una felicidad que lleva implícita la lucha por ser quien queremos ser y no quien nos imponen. De ahí, quizá provenga la frase: «El cuerpo como castillo, el cuerpo como jardín, el cuerpo como laberinto, el cuerpo como roble, el cuerpo como teatro», que Marta Pazos expresa acerca de esta obra y su indudable conexión con la naturaleza. 

Un comentario aparte merece la maravillosa escenografía de Blanca Añón, en la que las puertas simbolizan como nadie el paso del tiempo y la transformación que éste nos genera. Puertas que se abren y se cierran y se vuelven a abrir y cerrar para dar paso a este sueño donde hasta la libertad duda de la belleza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 22 de abril de 2025

PAOLO SORRENTINO, PARTHENOPE: UNA ENFERMEDAD LLAMADA NÁPOLES

 


¿Por qué necesitamos la belleza para sobrevivir? ¿De qué está hecha? ¿Cuál es su génesis? ¿De dónde procede esa mirada que nos deslumbra? Su búsqueda puede llegar a ser una enfermedad. Silenciosa. Abrupta. Incompresible. Fanática por su propensión a la locura. Espacio donde las fronteras de lo lícito son sólo oníricas. ¿Qué existe lejos de ella? Lejos de ella queda el mundo. Aquel que nos produce hastío y hartazgo. ¿Qué queda entonces tras la belleza? La nada, porque esa es la mayor muestra de esta enfermedad, una claudicación. Una claudicación que, en el caso de Parthenope, la última película de Paolo Sorrentino lleva el nombre de Nápoles. Ciudad azul. Lúdica. Luminosa y acuática, como la figura mitológica de la sirena que le da nombre a este film. Parthenope, es un mito, y una mujer nacida en el mar. Un todo que, en el caso de la belleza hecha mujer, para el director napolitano está encarnada en la actriz Celeste Dalla Porta. En este incandescente delirio de imágenes hay una pregunta que se repite: «¿En qué piensas?». A la que su protagonista responde, por fin, tras muchas veces planteada: «En todo lo demás». Ese todo lo demás, una vez vista esta historia podríamos decir que es un todo, porque abarca tanto la vida como la muerte, el deseo, el amor y la belleza. Parthenope es un artefacto fílmico que nos recuerda en ocasiones a la exuberante puesta en escena de un inconmensurable Fellini, pues sólo hace falta ver cómo se inicia ese film a través de una visión única de Nápoles desde una embarcación que se acerca a la ciudad. O mediante la carroza que se convierte en un fortín del deseo; o en ese recorrido nocturno donde se concitan personas bellos y monstruosos a la vez. Paseos nocturnos que, sin embargo, no llegan a esa máxima expresión estética que sí se alcanza en La grande bellezza y los paseos de Jep Gambardella por una Roma única y solitaria. 

Parthenope es una película ensimismada en bellas imágenes que se abaten sobre una inexistente estructura narrativa. La imagen se impone a la palabra en demasiadas ocasiones, lo que propicia el despiste o el vacío de lo inexpresivo. Sorrentino lo deja todo en manos de la mirada y la belleza mediterránea de su protagonista: Celesta Dalla Porta. Mujer nacida del mar y metáfora de una ciudad, Nápoles, que naufraga en una intensidad que se pierde en sus entrañas, y que como dice uno de sus personajes: «Es una ciudad donde se vive y se muere por motivos banales». Una banalidad que, a veces, se apodera de esta historia a medio camino entre la fantasía y el deseo. A pesar de que, Gary Oldman, el actor que da vida al escritor norteamericano John Cheever nos diga: «Tú puedes decirlo todo sin decir una palabra». Un andamio literario que no siempre soporta el espacio fílmico. Esa melancólica desidia es a la que se abandona Paolo Sorrentino cuando busca la belleza a través de los recuerdos y el feedback que éstos le producen. Memoria excesiva, en ocasiones, que se neutraliza con el contrapunto que supone en sí misma la antropología y su hallazgo. Esencia del mundo y del ser humano a la que se abandona Celeste, una vez que deja de lado la facilidad de una vida entregada a la belleza corporal y al deseo vacuo. Esa búsqueda, al principio inocente, de la esencia de la vida, le lleva al director italiano a crear y recrearse en un personaje protagonista inmerso en una distante frialdad que trata de romper con una visión hedonista de la belleza humana que, sin embargo, no llega a seducirnos como debería hacerlo dada la voluptuosidad de la propuesta. 

De ese hedonismo y frialdad nace un retrato, por momentos mágico, de Nápoles, aunque a veces caiga en la reiteración que la sumerge en el abismo, para más tarde renacer cuando creemos que todo está perdido. Y, todo ello, gracias a la luz de una ciudad y a un mar infinito en el que se recrea la cámara de un Sorrentino enfermo de la belleza de la ciudad que le vio nacer. Como dice uno de sus personajes: «Es imposible ser feliz en la ciudad más hermosa del mundo». Una recurrente infelicidad que también le lleva a manifestar a Parthenope: «Como imposible es ser feliz siendo la mujer más hermosa del mundo». 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 14 de abril de 2025

MARIO VARGAS LLOSA (1936-2025): UNA VIDA DEDICADA A LA LITERATURA

 




«Lo más importante que me ha pasado en la vida ha sido aprender a leer», manifestó en muchas ocasiones el escritor peruano, entre otras, en el discurso que ofreció en Estocolmo cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2010. Hasta llegar a ese momento, el transcurso de los días le llevó de lectura en lectura, de libro en libro, de autor en autor, a ser el literato que acabó siendo, pues él mismo se definió como lector antes que escritor. Y, entre sus muchas lecturas, que comenzaron con los libros de aventuras de Emilio Salgari o Julio Verne, recaló en Flaubert. Lo hizo, de la mano de Madame Bovary, una novela que leyó en infinidad de ocasiones, pues nunca supo zafarse de su encanto. Una loa a medio camino entre la admiración y el fetichismo literario que siempre quiso reflejar a lo largo de su obra desde sus inicios en su Perú natal, cuando escribió esas pequeñas obras maestras como son las novelas complementarias Los cachorros y La ciudad y los perros. 

La escritura a través del periodismo, las novelas, el ensayo y el teatro, fueron el manantial de una vida dedicada a la literatura. Una vida literaria que él reconoció que le fue propicia, gracias, entre otras cosas, a su tenacidad, al halago de los suyos, y a esa pizca de suerte tan necesaria en toda larga carrera que se precie. Un empeño que se fraguó en la adversidad, como el de tanto otros, desde sus difíciles inicios en París, donde lo pasó muy mal junto a su primera mujer, y donde tuvo que desempeñar múltiples oficios para poder subsistir, aunque de alguna manera, de ahí surgiese el germen que más tarde se convirtió en el boom latinoamericano junto a Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, entre otros. Un boom que, desde Barcelona y la agencia literaria de Carmen Balcells se extendió al resto del mundo. De ese amor a la literatura también surgió el miedo a los totalitarismos y su lucha en aras de ganar una libertad colectiva y personal que fuese capaz de cambiar el mundo. Él, sin duda, lo entendió así, y lo dejó plasmado en su obra literaria y ensayística, e incluso en el final de su discurso del Nobel: «Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.» De ese imposible plagado de recuerdos de su Perú natal, adolescente y de primera juventud, a su deambular por el resto de mundo se debe la mirada universal de un escritor universal. Un escribidor sumergido y encadenado a esa hechicería plagada de mentiras propias y ajenas. De ilusiones nunca confesadas, pero sí escritas en un folio en blanco; o de los sueños que, compaginados con la realidad que le tocó vivir, caminaron de la mano a la hora de descubrir esas otras vidas, esos otros amores o desilusiones, o esos secretos nunca confesados que le llevaron a seducir al mundo con la mano firme de quien cree que en los hechos de aprender a leer y escribir se encuentran la esencia de la vida, pues ambos, son los vehículos posibilitadores para dinamizar el cambio de aquello que consideramos como imposible y, de algún modo, ser capaces de hacerlo posible. Siendo éste, sin duda, el espíritu transformador de la literatura en su más amplio sentido. Una posibilidad que Vargas Llosa exploró a lo largo de sus lecturas y sus escrituras, pues no en vano su vida ha sido una vida dedicada a la literatura. 

Ángel Silvelo Gabriel.