martes, 23 de mayo de 2023

JOHN KEATS Y LA VIGENCIA DE SU OBRA POÉTICA EN EL SIGLO XXI: LA PÉRDIDA DE LA IDENTIDAD REAL Y DE CONVIVENCIA CON EL MISTERIO

 


¿Es necesaria la poesía en el siglo XXI, sobre todo, cuando muchos poetas claman que está muerta? ¿Es posible salir de los márgenes de la prisión que representan las pantallas de nuestros móviles para dejar a un lado el mundo visible y acercarnos al misterio? Palabra y lectura frente a imagen y silencio. Un silencio que marcha muy lejos del misterio como fuerza posibilitadora de la pérdida de la identidad real. Aquella que ahora nos marca el camino de una forma totalitaria. Ver. Pensar. Pararse. Y contemplar. No somos conscientes de ello, pero nuestros silencios edulcorados por emoticonos y fotografías expresan más que nunca la necesidad de la huida. De nuestro cuerpo. Del dolor. Del sufrimiento. De aquello que nos gustaría ser y no somos. En este sentido, John Keats, a principios del siglo XIX, ya nos planteaba en su obra poética el dilema entre aceptar el estado temporal o la esperanza de escapar de él. Sin embargo, la diferencia entre el antes y el ahora estriba que él lo hizo a través de la palabra. Palabra engendrada con el eco infinito de su transmisión a lo largo del tiempo. Palabra engendrada con la necesidad de ser libre e inmortal. Libre, palabra maldita que nos engaña y nos condena. En el siglo XIX, frente a esa inmutable realidad, Keats se alió con la imaginación para ponerse a salvo de la maldición de los tiempos que, en su caso, vino marcada por la temprana muerte de sus padres y de uno de sus hermanos por la tuberculosis, lo que le hizo transitar, aparte de por la senda del sufrimiento y el dolor, por la herrumbre de la pobreza, la dependencia y la falta de oportunidades. No obstante, muy pronto buscó refugio en la imaginación: «No estoy seguro de nada salvo de la pureza del corazón y de la verdad de la imaginación: lo que la imaginación toma como belleza debe ser cierto». Una imaginación que, como vemos fue en auxilio de la belleza, porque en este breve pensamiento se resume muy bien la utopía de la búsqueda de la belleza que el poeta británico enarboló a lo largo de su corta vida y su inconclusa obra. Un motor, el de la belleza, que nos lleva a aceptar la dureza del mundo real cuando va en busca de la plenitud del mundo soñado. De esa fusión nace la reivindicación del mito como arma con la que fundir sus versos en la legitimidad que el arte expresa en sí mismo para, de ese modo, llegar a esa ansiada perfección, en la que realidad y deseo llegan a ser uno: ¡Ah, por una vida de Sensaciones más que de Pensamientos!». 

La capacidad de asombro que a día de hoy nos continúan expresando los sonetos y odas del poeta británico, no hacen sino afirmar el poder que tiene la literatura como viaje. Viaje vital e intelectual en el que, por ejemplo, podemos explorar la búsqueda de la verdad a través de la belleza. Como él nos dijo: «Algo bello es un goce eterno». Pues de ese éter poético. De esa pócima mágica reconvertida en la ensoñación de lo imposible. Y de esa fuente de la que mana la esperanza de llegar a conquistar el más allá, es de la que nos habla John Keats a lo largo de su corta, pero intensa obra poética. Un espacio en forma de edén literario que mueve el mundo de los ideales que confrontan al Hombre con la eterización de la naturaleza. Un «rapto espiritual» que surge de sus versos de una forma tan natural que logran alojarse para siempre en nuestras entrañas. De esos poemas que ejercen de láudano para el dolor es de donde surge la incontestable premura de reivindicar su obra en pleno siglo XXI, pues sus propuestas son una magnífica tabla de salvación a la que agarrarnos para hacer de nuestras vidas una amalgama de posibilidades que, desde las sensaciones, nos trasladen a una concepción del mundo más ética a través de la estética. Esa especie de niebla que tanto miedo nos da atravesarla, y esa falta de ritmo en el pensamiento que nos provoca la sociedad del aquí y ahora en la que vivimos, es el enjambre del que deberíamos de salir para llegar a vislumbrar la pureza que nos aguarda. Pureza lírica. Estética. Y de la pérdida de una identidad que nos aleja de la esencia por la que fuimos concebidos. La sustitución de la palabra que va en busca de la verdad —«La belleza es verdad, y la verdad belleza/ no hace falta saber más que esto en la tierra.», nos dijo el poeta—, en pos de la imagen enfangada en la mentira del postureo sin alma nos condena al abismo del olvido, pues todo es tan fugaz como el último de nuestros suspiros. Un póstumo aliento que nos dejará sin palabras. Sin la posibilidad de la poesía. Sin la pérdida de la identidad real y de convivencia con el misterio. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 15 de mayo de 2023

ANDRÉS ORTIZ TAFUR, TRAIGO NOCHE EN LOS ZAPATOS: EL SILENCIO QUE NOS ACOGE


 

Explorar la vida. Vomitarla en forma de renglones torcidos que se rebelan contra nuestra idea del mundo, y de esa felicidad que siempre hemos creído que nos sostenía. Alabar esa dicha que se nos hace presente en el recuento de unos días que ya no volverán. Ese pasado, y sus condiciones, que se vuelcan sobre nuestras experiencias vividas, y sobre los recuerdos que éstas nos producen cuando nos alejan de la verdad. Verdad que nace teñida de lo más profundo del deseo. El deseo que, sin embargo, es torturado por la discordia de todo aquello que no quedó dibujado en el papel de nuestra vida. Recuerdos sin rastro revestidos del silencio que nos acoge. Silencios que nos devuelven al curso de un río teñido por unas aguas oscuras que nunca terminan de convertirse en cristalinas. En esa paradoja de los silencios no declarados se mueven los últimos pensamientos, en forma de versos, de Andrés Ortiz Tafur. Traigo noche en los zapatos es una metáfora que nos acoge en la soledad de los recuentos pasados, y de lo vivido sin el freno del futuro. No future aclamaban unos Sex Pistols desdeñosos con la posteridad de los que no la desean. Nacemos avocados a la penuria de los designios de un destino incontrolado e incontrolable. Y de esa incertidumbre nacen los reproches y los deseos que marchan tatuados a nuestra piel. Signos invisibles que, como los silencios que nos gobiernan, nadie más que uno mismo conoce. Entrañas a las que nos cuesta ponerles un nombre, porque son hijos de nuestra propia discordia y senectud. Traigo noche en los zapatos nos recuerda toda la vulnerabilidad que nos asiste por mucho que la obviemos o huyamos de ella, y Ortiz Tafur se vale de los recuerdos cuando aborda a la familia, y a aquellos que ya no están a nuestro lado. Del día a día que nos recuerda aquello que fuimos. Y de los deseos ocultos que descansan en cicatrices que ya se han difuminado en la penumbra del paso de los días. Esa labor de explorador con raíces propias es la que le lleva a transitar por territorios propios y comunes, pues todos somos hijos de una sociedad que languidece en busca de un nuevo mundo que ya no será aquel que conocimos, y en el que ahora ejercemos de héroes de nuestra propia derrota. Abismos inocentes que, a día de hoy, él necesita dejar marcados en las hojas de un papel que le rediman de aquellos silencios que marcaron su vida sin saberlo: «Hay personas que siempre me vencen/ con las que siempre me resulta hermoso/ descubrirme perdiendo y perdido,/ buscando la manera de volver a chocar/ para volver a perder y a perderme./ Como el estropajo que se seca/ y necesita más agua y jabón/ para seguir empantanando la vida.» 

Andrés Ortiz Tafur es el bardo de la Sierra de Segura. De las montañas que se tatúan con el silencio de las noches, y se despiertan con el primer viento de la mañana. De la lluvia, de la que él y unos pocos, beben cada día. Tierra. Viento. Y Fuego. Elementos, todos ellos, al servicio de una mística sentimental y única, como únicas son sus palabras acopladas en versos perennes, por existenciales e inamovibles a lo largo del tiempo. Círculos que se abren, aunque no siempre se cierren, pues son el mejor atisbo de una vida que nunca acaba de llegar a su fin. Versos que son los mejores testigos de esa plenitud de la soledad que nos acoge sin apenas darnos cuenta. De ese silencio que se hace verbo. O carne. O sangre con la que mancharnos de esa verdad escurridiza de la que siempre huimos. Sangre de amor y muerte. De los días sin nada que acaban en pequeños triunfos. De esa nada de la que sale un todo, como en los milagros. El milagro de los olvidados. El de los sentimientos oprimidos. El del desconocimiento que de repente se hace luz. Universal. Mágica. Aterradora…, De todos esos encontronazos nacen los surcos en forma de versos-sentencia, versos-declaración, o versos-memoria en forma de lluvia. Lluvia de besos y recuerdos: «Llueve como si no fuera verdad./ Y, por lo que sea,/ recuerdo el primer beso que di/ y que me dieron,/ apoyados contra un muro/ del polideportivo de San José./ Llueve como si todavía/ nos estuviéramos besando.» Lluvia en forma de memoria, pues la memoria de toda una generación es la que el escritor jienense vierte sobre este Traigo noche en los zapatos. Ecos del mundo oscuro que permanece agazapado en el silencio. El silencio que nos acoge.  

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 12 de mayo de 2023

HILARIO J. RODRÍGUEZ, CONSTRUYENDO BABEL: EDIFICANDO PIRÁMIDES SOBRE LA VIDA PROPIA Y LA AJENA


 

¿Existe el mundo? ¿Acaso existen las palabras? ¿Qué certeza tenemos sobre la materialidad de los libros? Quizá todo sea un sueño. Sueño eterno el que transita y transige los límites de nuestra propia vida para convertirla en algo distinto y, sobre todo, en algo ajeno, público y real. Si reales son las palabras escritas sobre el papel, después de que éstas formen parte de nuestra propia existencia y se conviertan en sueños, anhelos o simples recuerdos. En espacios oníricos que deambulan por ese otro mundo etéreo al que solemos denominar como VIDA sin más. Una vida fabricada con la argamasa del poder de los recuerdos y las heridas que éstos nos dejan en la memoria. Y ecos. Sí, muchos ecos que nos delatan sobre cómo fuimos o hemos sido en nuestra propia pirámide. Pirámide de vida y obra en la que en un determinado instante aparece la verdad. Esa necesidad de la verdad que se nos revela envuelta en imágenes de falsos recuerdos que necesitan del auxilio de la ficción. Verdad desordenada. Perversa. Poliédrica. Asesina. Realidad frente a ficción como mejor manera de seguir edificando pirámides sobre la vida propia y la ajena. Pirámides en forma de Babel. ¿Y Babel? Babel y su génesis. Babel como biblioteca, pero también como orden y zozobra de toda una vida. Como pirámide que guarda el mayor de los tesoros. Como ciudad. Recuerdo. Viaje en el tiempo a través de la literatura. Como experiencia de la que parte la aventura de la existencia, la palabra y su permanencia en el tiempo. Babel como libro, porque así nos lo apunta su autor, Hilario J. Rodríguez, casi al inicio de este inclasificable, por maravilloso, libro: «Me gusta… la idea de que los libros sean, además de libros, espacios y que en esos espacios quepan muchas cosas, no solo historias… Esa es mi idea de la literatura: la de los libros que dan forma a su propio género, la de los libros que no fundan una única memoria porque cada lector combina sus elementos de una forma distinta y los entiende a su manera». Babel… Construyendo Babel, como otra forma de hacer y crear literatura y contar al vida de una manera más abierta, ecléctica e híbrida. 

Construyendo Babel es, además, la excusa perfecta con la que proteger a la realidad de la ficción y, a la inversa, desproteger a la ficción de una realidad siempre inesperada, por inconclusa, inabarcable e intangible. En las páginas de este libro realidad y ficción pernoctan en una misma habitación sin tener que disimular su atracción. Una cercanía atemperada por la intemperie del tiempo y su incesante transcurrir. Entonces, ¿qué es Construyendo Babel?, un libro-mundo. Libro-reseña. Libro-viaje. Libro-ensayo. Libro-novela. Libro-autobiografía… Libro de libros que funciona como un artefacto literario donde se dan la mano las confesiones personales con las literarias, lo que las convierten en metaliterarias, y donde muchos de sus capítulos —sobre todo los que contienen reseñas de los libros leídos— se nos adivinan como relatos breves donde la historia real, o aquella que se nos cuenta, da paso a la oculta, aquella que en verdad es la esencia de lo que se nos quiere contar. De esta fusión nace una escritura intrépida, inteligente, mordaz, y con un estilo literario que llega a la perfección sin apenas darnos cuenta, por lo bien planteadas y resueltas que están las historias que se nos narran, y por ese grado de sorpresa que poseen en muchos de sus finales. Un efecto con el que Hilario J. Rodríguez consigue perturbar al lector, lo que sin duda es una de las mejores armas literarias que posee quien escribe: la zozobra. Relatos que, a su vez, cuentan con esas listas que tanto le gusta crear al escritor gallego, y que todos aquellos que le siguen en las redes sociales, pueden disfrutar. Novelas, ensayos, películas, actores, viajes, ciudades..., nada le detiene a la hora de enumerar esa biblia existencial por la que ha transitado a lo largo de su vida nómada: «Si escritores como Hermann Broch, Thomas Mann, Robert Musil, James Joyce o José Saramago ejemplifican, cada uno a su modo, una época concreta, Véronique Olmi, Katherine Mansfield, Jean Rhys, Natalia Ginzburg, Agota Kristof, Alice Munro, Clarice Lispector o Fleur Jaeggy ejemplifican, cada una a su modo, una manera de ver al ser humano, atrapado en las constantes paradojas en las que cae la sociedad para avanzar a cualquier precio, a veces a costa de la inocencia, de la seguridad o de la estabilidad emocional de las personas, dejando despojos allí donde uno cree estar viendo a sus semejantes cuando pasea por las calles de su ciudad.» 

Construyendo Babel como historia de vida. La real y la imaginada. De ficciones y recuerdos que nos llevan siempre a un libro. Un libro de libros que por sí solo es toda una biblioteca. La de nuestra vida sustentada en aquello que nadie entiende más que uno mismo. Como nos dice su hermana Veli: «Nuestra patria era una biblioteca que todavía no estaba registrada en ningún mapa». Y de ahí, surge de nuevo el eco. Aquel que de nuevo nos traslada al principio, y nos lleva a repetir aquello de que una biblioteca, con el transcurrir de los días, viene representada por el orden y la zozobra de toda una vida. Como la pirámide que guarda el mayor de los tesoros. Como ciudad. Recuerdo. Viaje en el tiempo a través de la literatura. Como experiencia de la que parte la aventura de la existencia, la palabra y su permanencia en el tiempo. Construyendo Babel como símil perfecto sobre el que construir pirámides sobre la vida propia y la ajena. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 7 de mayo de 2023

NUCCIO ORDINE, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS 2023: UNA REFLEXIÓN ACERCA DE LA UTILIDAD DE LO INÚTIL

 


Quizá no exista en el mundo nada más inútil que la búsqueda de la belleza, porque, entre otras cosas, quizá nunca sepamos en verdad qué significa esa utopía de la que sólo entienden los sentidos. Esa incertidumbre en la que se mueve aquello que, en principio no se ve y sólo se siente, es en la que se sustenta una buena parte de la civilización que hoy conocemos, pues el sentido de la inutilidad —incluso dentro de los hallazgos tecnológicos más importantes— ha estado muy presente en todo aquello que nos ha proporcionado algo de luz a lo largo de los siglos. No se nos debería olvidar que, un mundo sin emociones, es un mundo sin espacio para esa luz que sólo nos pueden proporcionar hechos tan inútiles como la persecución de esa línea del horizonte que nunca llegamos a alcanzar, o el placer de escribir o un leer un poema por el simple placer de crearlo o leerlo. Por ejemplo, ¿qué sería de nosotros si nos fuera sustraída la lectura de ese libro que, en sí mismo, es capaz de cambiarnos la vida o nuestra visión del mundo en el que vivimos; o si nos sustrajeran la intensa emoción que nos proporciona la contemplación de cualquier obra de arte que, por sí sola, logra que lleguemos a ese lugar que no tiene nombre y que nadie más que nosotros sabe que existe? Si somos de esas personas que perciben el arte en general como búsqueda, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no hay nada más inútil que un mundo en el que el arte no exista y no sea un espacio para la reflexión y la contemplación…, la contemplación de la belleza, sea ésta lo que sea. En este sentido, podemos seguir afirmando que, tanto la curiosidad como la duda que son intrínsecas al creador, son los motores que no se ven, pero que sí son esenciales a la hora de mover el mundo, pues generan las sinergias que cada uno de nosotros desarrollamos con nuestros sentidos y sentimientos. Un mundo sin la capacidad de la emoción es un mundo oscuro y sin luz, por muy iluminado que esté con múltiples artilugios lumínicos de diversa naturaleza. Y es quizá, por ese afán desmedido por el beneficio y la posesión, por lo que en este tiempo —más que nunca— se nos olvida con gran facilidad que la esencia del hombre es la misma a lo largo de los siglos, pues nos seguimos emocionando por las mismas cosas. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que, igual que nadie es capaz de escapar al miedo a la muerte, tampoco le resulta posible escabullirse del amor cuando ese sentimiento llega a su corazón. Esa capacidad natural que el ser humano tiene de emocionarse es la que en la actualidad vamos perdiendo en pos de otro tipo de emociones mucho más programadas y que cada vez menos tienen que ver con la esencia del ser humano, pues a medida que avanzamos en una sociedad más tecnificada, nos alejamos de lo verdaderamente importante, pues si no existieran todas estas posibilidades de la emoción como formas de expresión —como por ejemplo, el de la inutilidad de la búsqueda de la belleza—, no existiría un hombre y una sociedad tal y como hoy la conocemos. Esa utilidad de lo inútil, que de una forma tan brillante reclama Nuccio Ordine en su ensayo que lleva el mismo título, es lo que aún nos mantiene vivos, pues no todo es el resultado final en el que el éxito siempre tiene un matiz de beneficio. El crear por el simple hecho de crear y el placer de la contemplación, también son, en sí mismos, valores inherentes al ser humano. La utopía en la que, cada día más, se está convirtiendo la cultura y todas las ramas de la misma, nos está llevando a un desconocimiento cada vez más amplio de lo que somos, dejándonos huérfanos de una parte esencial que también nos pertenece: la de la propia identidad. 

Esta podría ser sólo una de las múltiples interpretaciones de este ensayo titulado como, La utilidad de lo inútil, en el que Nuccio Ordine, mediante la técnica de la comparación, nos somete a un pormenorizado análisis de la importancia que las enseñanzas clásicas, tan en desuso y descrédito en la actualidad, han tenido y tienen, en nuestras vidas y en la concepción global de nuestro mundo. Y lo hace dividiendo su estudio en tres partes: La útil inutilidad de la literatura, La universidad-empresa y los estudiantes-clientes y Poseer mata: «dignitas hominis», amor, verdad, para a partir de ahí, mostrarnos el estado de la cuestión mediante un laborioso estudio de múltiples textos de, por ejemplo, Kant, Ovidio, Platón, Montaigne, Ionesco, Calvino, Tocqueville, Locke, Gramsi, etc. Textos que ha ido recopilando a lo largo de veinte años, y que se corresponden con las lecturas que fue abordando en ese tiempo. Magna y ambiciosa labor que nos proporciona un mapa muy aproximado de la utilidad de lo inútil, pues no en vano, no se nos debería de olvidar que, la importancia de la búsqueda de la belleza frente a las leyes del mercado y el beneficio, son la única salida para evitar un mundo sin emociones, o como nos dice Ordine a través de las palabras de Tocqueville: «En una sociedad utilitarista, los hombres acaban amando las “bellezas fáciles” que no requieren esfuerzo ni excesivas pérdidas de tiempo. “Les gustan los libros que se consiguen con facilidad, que se leen deprisa, que no exigen un detenido estudio para ser comprendidos”». 

Ángel Silvelo Gabriel

jueves, 27 de abril de 2023

RAFAEL PEÑAS CRUZ, KEATS NOW: LA PURIFICACIÓN DE LA IMAGINACIÓN A DÍA DE HOY

 


¿Qué sentido tiene en la actualidad reivindicar la poesía de un poeta muerto hace más de doscientos años? ¿Cabe quizá la esperanza de que, la melancolía inalcanzable de su obra, nos lleve a ese lugar donde la incertidumbre y el misterio coronan a la vida? La inteligencia artificial (IA) nos amenaza con la tiranía de una tecnología que socava nuestra imaginación y la posibilidad de explorar algo tan genuino y humano como es la libertad. ¿Merece la pena vivir sin libertad? ¿Sin un verso como éste: la belleza es verdad, la verdad belleza, eso es todo lo que sabes de este mundo, y todo lo que necesitas saber? Keats, de nuevo, se levanta desde su tumba sin nombre del cementerio acatólico de Roma para decirnos que la naturaleza es superior a la máquina. A esa revolución industrial a la que él se enfrentó cuando ensalzó al hombre del Renacimiento. El hombre como centro de un mundo pleno de sensaciones: «¡Ah, por una vida de Sensaciones más que de Pensamientos», dejó dicho y enmarcado. Ahí, es donde nace su capacidad negativa como posibilidad de pérdida de la identidad real y de convivencia con el misterio. Y ese corolario es el que rescata Rafael Peñas Cruz en esta traducción de sus poemas y odas al que ha denominado como Keats now. Keats, como fuente de un conocimiento que se rebela contra un mundo únicamente gobernado por la razón. Un mundo que también se puede explicar a través de la imaginación, la sensación y la emoción. 

Rafael Peñas Cruz ha traducido y editado, de nuevo, en una edición bilingüe en inglés y español casi todos los poemas de su último de poemario, Lamia, Isabella, La víspera de Santa Inés y otros poemas (1820), a los que habría que añadir La Belle Dame Sans Merci, y el que cierra el libro: Al descubrir por primera vez el Homero de Chapman. Y, la excusa para hacerlo, no es otra que celebrar el bicentenario de su muerte en 1821, año en el que no se publicó este libro por el COVID, una enfermedad infecciosa como la que padeció el poeta —tisis— y que acabó con su vida en Roma el 23 de febrero de 1821 (a pesar de que en su tumbar aparezca como fecha del óbito el día 24, un error propiciado por la burocracia italiana y la hora de la muerte del poeta). Y que, además, como es el expreso deseo del traductor y editor también quiere que sirva de homenaje a la hermana pequeña del poeta, Fanny Keats, que adoptó el nombre de Fanny Llanos tras contraer matrimonio con el exiliado español Valentín Llanos, lo que nos sirve de perfecta excusa para entablar la conexión española con el poeta inglés. Una conexión que, en la actualidad, tiene como máximo representante y adalid de su obra a Guillermo Paradinas Brockmann, auténtico guardián del legado español de Fanny Keats, y de todo aquello que se publica entorno a la familia en cualquier parte del mundo. Una labor que, de una forma incomprensible, no está reconocida como se merece. 

Leer a Keats es volver a la esencia del ser humano. A contemplar la belleza: «Algo bello es un goce eterno» —como nos recuerda el primer verso de su poema épico Endymion—, y hacer de ella una defensa del alma humana. Aquella que todavía permanece pura. En completa conexión con una naturaleza que le permita llegar a experimentar «un rapto espiritual activo en todo el universo... este estado supremo lo entiende el poeta como una “eterización” de la naturaleza, el viejo éter del que tantos poetas antiguos hablaron y que ahora Keats utiliza como representación de su propio concepto de poesía» (en palabras de Alejandro Valero, traductor de la obra de Keats), porque como nos dice Rafael Peñas Cruz en el prólogo de Keats now: «La poesía de Keats quiere hacernos conscientes de los males que nos aquejan, pero lo hace sin sermonear y sin usar construcciones manidas. La sensualidad física de sus imágenes es una representación de lo que él cree necesario para encontrar nuestra verdad… Es una poesía que utiliza la fuerza de la imaginación no como escape de los males del mundo, sino como compromiso con él, a fin de configurarlo como un lugar mejor, más justo, más hermoso y más veraz, ofreciéndonos la posibilidad de redención por medio de esa belleza». En este sentido, tal es el poder intrínseco de los versos del poeta que, como nos apunta el propio Peñas en el apartado Notas del traductor: «Traducir implica una afinidad electiva entre la voz del poeta original y la del traductor. Así, siento que no fui sólo yo quien eligió traducir estos poemas, sino que fue el mismo Keats quien me eligió a mí… un largo proceso de conocimiento e identificación, una lenta concordancia de mi alma con la del gran poeta romántico». Una extraña sensación de ingravidez que hemos sentido muchos de los que no hemos acercado a la vida y obra del poeta romántico. Lo que, sin duda, es una forma de explicar la traslación de la obra poética de Keats al momento actual, lleno de incertidumbres como el que él vivió y, que desgraciadamente, la tuberculosis no le dejó acabar de plasmar. Él pidió diez años para culminar su obra poética, y sólo le fueron concedidos cinco (1814-1819) desde la aparición de su primer libro, Poems, hasta la cumbre que representan en la lírica inglesa sus Odas. Una interrupción que está remarcada en el epitafio de su lápida: «Aquí yace Uno, cuyo nombre está escrito en el agua». 

Ángel Silvelo Gabriel

miércoles, 19 de abril de 2023

STEFAN ZWEIG, POESÍA COMPLETA: VERSOS NACIDOS DE LA PASIÓN POR EL LENGUAJE


 

Amor y deseo unidos por la melancolía de lo no poseído. Ensoñaciones del cuerpo que no conocemos. De la virtud que nunca allanaremos. Del impulso de llegar a amar por encima del miedo. A nosotros. A lo desconocido. Al otro. Estos versos nacidos de la pasión por el lenguaje, que no de la experiencia, son con los que Stefan Zweig comenzó su carrera literaria. Poemas sumergidos en el oxímoron que en sí mismo supone la evocación de la nostalgia hacia aquello que aún no se ha vivido. El amor. El sexo. La pasión sin resolver. Pasión anhelada. Encriptada. Y resuelta muchas veces mediante metáforas que envuelven a la naturaleza en un embelesamiento de lujuria léxica que no carnal. Una pasión que, además, se desplaza junto a versos de auto conocimiento. Una silueta de formas sin resolver, que es la de la que se que compone su primer poemario, Cuerdas de cristal, que como muy bien nos apunta Gonzalo Torné en el prólogo: «...la clave parece estar en esa cuerda de plata con la que el poeta se refiere a su propia sensibilidad, rasgada por los embates de la experiencia mundana y por los sueños oníricos. De cada encuentro, un roce; y de cada roce un canto.», tal y como sucede en el poema Nocturno: «Mira, la noche tiene cuerdas de plata/ tensas sobre los sueños de la siembra,/ suaves y temblorosos sones se deslizan/ sobre el aliento de la tranquila campiña/ hacia lejanos y radiantes horizontes.» Aquí, la poesía inicial de Zweig representa a un vehículo con el que llegar al deseo. Tierno. Jovial. E inocente, por su falta de belleza y un simbolismo que se recrea en la nostalgia de lo no vivido, lo que nos traslada al mundo de los sueños, y a ese mundo de ayer que caracteriza  a esta primera obra poética del escritor austriaco. Muchos de los versos de Cuerdas de plata expresan la vitalidad o cadencia juvenil del éxtasis por la vida. Un leitmotiv que Zweig expresa mediante las figuras del nuevo día, la llegada de la primavera, o la noche preñada de múltiples posibilidades como expresa en el poema Ahora sé…: «Ahora sé quien teje en mis noches/ esa dichosa luz,/ pues el esplendor de ese rostro de ensueño/ no revela sino tu amado semblante,/ que las bendice de forma tan sencilla y profunda/ que dejan de ser noches y se llenan de sol.» 

Algo parecido es lo que ocurre en Las coronas tempranas, un poemario fechado en 1906, cuando Stefan Zweig cuenta con la edad de veinticinco años, y en el que ahonda en la necesidad de satisfacer el éxtasis del amor carnal que, en su caso, sólo se traduce en palabras. En este sentido, la necesidad de satisfacer el más íntimo de los instintos está caracterizado por el freno que ejerce una sociedad cerrada como la vienesa, donde el ambiente claustrofóbico y angustioso de un gran número de sus poemas son el elemento represor de la libertad individual. Y cuyo mejor ejemplo sería el poema titulado como La noche de la gracia. Una ronda de sonetos en la que asistimos a un extenso e intenso trance amatorio desde su inicio insinuante hasta su ingenuo final, de nuevo varado en imágenes donde la naturaleza recobra el protagonismo: «II. Entonces la abandonó: “No voy a seducirte./ Sé solo mía cuando ya lo seas del todo./ No quiero aceptar ni uno solo de tus regalos./ Dame tan sólo lo que ya me pertenecía.  […] VI. En esta noche, no obstante, se le dio la gracia/ de percibir el mundo como por vez primera./ En senderos resplandecientes atisbó las estrellas,/ barcos a la deriva en la antesala del cielo… Y como un niño que al mundo despierta,/ tomó de estas gentiles manos de muchacha/ un resplandor renovado que siempre fue suyo.» 

En Nuevos viajes, publicado en 1924, aunque el amor y su éxtasis carnal sigue siendo tratado por el escritor austriaco, su mirada se vuelve más amplia y de cierta forma lo abandona, para llegar a situaciones o temáticas más afines a aquellas por las que ha pasado la historia de la literatura, como son: la lucha por la libertad y contra los nacionalismo, por ejemplo. Un fanatismo que recrea con gran realismo, crudeza y acierto en el poema titulado El mártir. Aquí su poesía ya no es una prolongación del Romanticismo: «En silencio se van colocando,/ todo está inmóvil, la piedra los fulmina./ El teniente lee la sentencia./ Muerte por traición. Con pólvora y plomo./ ¡Muerte! Como un disparo/ la palabra golpea sus corazones.» Aquí ese mundo de ayer que tan bien representa la sociedad vienesa del principios del s.XX deja de existir y da paso a un mundo atroz, cuya violencia no entiende de barreras. Un mundo alejado de ese otro que Zweig soñó en su juventud. Un mundo apegado a la pasión por un lenguaje encadenado a la melancolía de aquello que no llegó a ser. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 5 de abril de 2023

MANUEL MOYA, PESSOA, EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS: UNA EPOPEYA SOBRE LA POSIBILIDAD DE LO IMPOSIBLE

 


¿De qué estamos hechos? De cuerpo y alma. De opacidades y sombras. De realidades y sueños. De miradas y sus reflejos. Y, a pesar de todo, ¿qué somos?, quizá sólo seamos el polvo que se lleva el viento, o la soledad que nuestra muerte deja en nuestros seres queridos. ¿A quién cabe la destreza de avanzar por la difusa línea que marca la imposibilidad de lo posible y transformarla en una epopeya sobre la posibilidad de lo imposible? Quizá a nadie. Quizá a unos elegidos. Quizá a esos dioses perdidos que muy de cuando en cuando se convierten en hombres de carne y hueso. ¿Qué fue Pessoa entonces, el hombre de los sueños, o un sueño escondido bajo un mapa de sensaciones? Bajo esta geografía donde siempre hay una batalla que ganar, aunque siempre se pierda, transita esta extraordinaria e inigualable biografía de Manuel Moya sobre Fernando Pessoa. Un mundo de mundos en el que escritor onubense emplea el espacio geográfico y biográfico de Pessoa y su querida Lisboa: «Lisboa con sus calles de varios colores», para crear una literatura de alto nivel y acercarnos la figura del hombre de los sueños. Y lo hace con una prosa trazada con un estilo limpio, directo y universal dotado de las virtudes de una metaliteratura con la que consigue encumbrar al biografiado a la categoría de mito. Desde su nacimiento el 13 de junio de 1888 en Largo de Sâo Carlos —frente al teatro del mismo nombre donde comenzó su particular teatro de voces mientras escuchaba a una niña tocar el piano, y donde fue feliz hasta la muerte de su padre— hasta su muerte el 30 de noviembre de 1935 en la clínica de Sâo Luís dos Franceses a poco más de un kilómetro del lugar donde vino al mundo, Manuel Moya recorre con una pulcra exactitud, llena de certezas, el retrato completo de un personaje sumergido hasta este momento en las falsas creencias o inexactitudes que rodearon a su vida. Una vida, bien es cierto, llena de lagunas que, sin embargo, en El hombre de los sueños, van cayendo una tras otra hasta dibujarnos con total claridad la vida y la obra de un Pessoa, si no distinto, sí más cercano, pues el estudio, el trabajo y la mirada de Moya nos ayudan a vislumbrar las sombras que teníamos del poeta portugués con un extenso y detallado recorrido por su vida y su obra, lo que da como resultado el retrato completo de una de las figuras literarias más importantes del s.XX. Gracias a Moya derribamos esos falsos axiomas que pendían de un Pessoa mucho más pegado a la vida cotidiana de lo que siempre se nos había hecho saber, o con una trayectoria de publicaciones mucho más extensa a lo largo del tiempo de la que siempre se ha alardeado. Y, con ello, conseguimos situar mucho mejor su obra en el espacio-tiempo en el que vivió. Un espacio-tiempo que va más allá de su leyenda posterior. En este sentido, la vida de Pessoa también es retratada desde las turbulencias políticas que registran muy bien la época tan convulsa en la que le tocó vivir, y que además, nos proporcionan otro de sus elementos vitales más característicos: la contradicción. Una contradicción cimentada a través de sus paradojas, únicas e inigualables, como única e inigualable fue su renuncia a la vida y al amor en pos de su obra literaria, tal y como le confesó por carta a Ophelia el 29 de noviembre de 1920: «Mi destino pertenece a otra Ley […] y está cada vez más supeditado a la obediencia a Maestros que no condescienden ni perdonan». 

El hombre de los sueños es una aventura. Un viaje. Una encrucijada de fechas y vidas. De falsas creencias e inexactitudes que dan paso a un horizonte limpio de prejuicios y lleno de sensaciones. En este libro-mundo cabe todo. Un pormenorizado análisis de las obras del poeta lusitano. Un estudio y clasificación de los diferentes ismos que aparecieron a lo largo de su vida y en los que participó el autor de Mensagem: saudosismo, paulismo, decadentismo, interseccionismo..., o a los que dio luz. Una luz y una vida que se siempre transitó en la frontera entre sueño y realidad, porque esa fue la dualidad que marcó su vida: lo deseado y lo conseguido, tal y como nos recuerda su amigo António Cobeira: «Lo natural existía en función de lo sobrenatural, a lo que estaba indisolublemente unido por una interminable cadena de vacilaciones. Fernando Pessoa no era tanto un filósofo como un sutil discriminador de detalles, un observador de líneas recónditas, un pionero de caminos altos, astrólogo o alquimista, mago o divino, perdido en la luz meridiana del siglo». De esa necesidad por encontrar su propio yo nacen sus múltiples heterónimos; una lista que Moya nos apunta con gran detalle a lo largo del libro, en el que realiza un pormenorizado estudio de los tres más importantes: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro Campos, cada uno de  ellos con vida y voz propia. Heterónimos mediante los que Pessoa armonizó el drama em gente que le acompañó toda su vida —un estado mental que como nos apunta Moya esboza la influencia de Shakespeare, al que por cierto, consideraba como un igual—. Ellos nacen en su noche triunfal del 8 de marzo de 1914, aunque como muy bien nos sugiere Moya ésta pudo producirse en un período de tiempo más extenso y no tan acotado. Para trasmitir la importancia que los heterónimos tuvieron en la original obra del poeta portugués, el escritor onubense nos apunta lo siguiente: «Caiero va a cambiar el sentir y el pensar de su hacedor. Sin él, Pessoa sería un poeta sin mundo propio, sin revelación. Caeiro es el maestro, el mástil, la cantera de la que construir su edificio.» 

Pessoa extenso. Inaccesible. Poliédrico. Contradictorio. Monárquico y liberal. Pessoa, el todo y la nada. La fortaleza del sueño y la debilidad de la vida real. Amor y vida. Poesía y muerte. Todo cabe en él y nada parece real, pues todo se nos antoja producto de un sueño. Orpheu, Su relación con Mário Sá-Carneiro. El nacimiento de sus tres heterónimos más importantes. Su ajetreada vida social hasta la muerte del amigo Sá-Carneiro que lo lleva a un profundo aislamiento. El deterioro de la madre y su posterior muerte. Ophelia. Magde... En esta extensa e imprescindible biografía-ensayo, su autor también nos proporciona una buena muestra de las múltiples publicaciones, sobre todo en revistas, que Pessoa realizó a lo largo de los años, desde la inicial A Águia, pasando por la mítica Orpheu, o las posteriores Presença o Contemporânea, por poner algunos ejemplos, son las muestras más visibles de una obra diseminada en el tiempo y en la precariedad de los soportes que la sustentaron, si exceptuamos Mensagem o el Libro del desasosiego. En casi todas ellas, sin embargo, hay un elemento unificador: su faceta polemista, que se inicia ya en A Águia: «...esa vocación polemista que desde los artículos de A Águia lo persigue. Recordemos la agria polémica de Campos en la caída del tranvía de Afonso Costa, en 1915; el violento “Ultimátum”, también de Campos, en Portugal Futurista, a finales de 1916; los artículos en Acçâo, en 1920. Lo seguirá haciendo con la publicación Interregno, en 1928, y con la polémica acerca de las sectas secretas, en 1935.» 

Una vida, la de Pessoa, que experimenta una vertiginosa cuesta abajo tras la muerte de la madre, que no así su obra literaria, muy intensa en los últimos años, en los que prefirió seguir escribiendo a organizar lo ya escrito y almacenado en su famoso arcón. Gracias a ese ímpetu tardío vio la luz Mensagem, aunque fuese tras la polémica que rodeó a la concesión del Premio Antero de Quental 1934 en su categoría de poema. Tras esa penúltima polémica, Pessoa se sabe y se reconoce al final del camino. Un trecho que Manuel Moya nos vuelve a hacer visible de una forma portentosa y muy literaria, como ya hizo en su inolvidable Lluvia oblicua, una magnífica novela en la que recrea los últimos días del portugués. Días gobernados por las sombras, y una vida que ha dado paso a una fama póstuma que no deja de crecer día tras día.                                        

Pessoa y sus múltiples voces. Pessoa y su profunda materialización del alma. Alma diseccionada en realidad y sueño. El hombre de los sueños, como muy bien se titula esta biografía-ensayo, se nos presenta como una epopeya sobre la posibilidad de lo imposible. Y, quizá, su heterónimo Ricardo Reis, supo expresarlo como ningún otro: «Para ser grande, sé entero: nada/ tuyo exageres o excluyas. /Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres/ en lo mínimo que hagas/ Por eso la luna brilla toda/ en cada lago, porque alta vive.» 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 22 de marzo de 2023

EXPOSICIÓN DE JUAN MUÑOZ, TODO LO QUE VEO ME SOBREVIVIRÁ: LA DIFERENCIA ENTRE MIRAR Y SER OBSERVADO



Por mucho que nos miremos en un espejo la percepción de la vida que transcurre tras él nos está vetada de antemano, casi tanto como el reflejo que de nosotros mismos nos es devuelto. A pesar de ello, día a día luchamos contra esa volatilidad nuestra como ente físico que transita entre realidad y ficción a modo de mensaje onírico; un espacio indefinido que nos persigue por mucho que intentemos obviarlo. Ahí, es donde el artista juega consigo mismo y con nuestros sentidos cuando trata de burlar al paso del tiempo y, a través de su obra, emite un falso reflejo de la inmortalidad que no existe. Como muy bien dejó dicho la poeta rusa Anna Ajmátova: «Todo lo que veo me sobrevivirá». Una cita que Juan Muñoz dejó escrita en su último libro de notas, previo a su mítica exposición en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres en el año 2001. Todo es fugaz, sí, lo que sin embargo no nos exime para, entretanto, tratar de engañar a la perversidad que se esconde tras el trasunto de nuestros días. Un espacio-tiempo gobernado por unas normas que buscan la diferencia existente entre el mirar y el ser observado, o entre el ser y el deber ser. Una confrontación parecida a lo que establecemos cuando nos miramos en un espejo sin ser conscientes de lo que en verdad ocurre al otro lado del mismo, o incluso detrás de nosotros. Ese espacio que se transforma en bidimensional (delante-detrás) es en el que se refugia la obra de Juan Muñoz para entablar una serie de axiomas que van desde el concepto del silencio como no respuesta, —y que él ha indagado a través del teatro—, al concepto de la espera como deseo —lo que nos muestra mediante sus obras cuando éstas parecen un foto fija a punto de moverse—. De este modo, sus esculturas y composiciones se convierten en refugios de tiempo y deseo, de miradas y silencios, de reflejos y sinuosidades, donde la soledad del ser humano abarca y abraza cada una de sus propuestas. Propuestas que en ocasiones se abalanzan sobre ese mundo en miniatura que nos propone el artista madrileño. Un universo a menor escala que le permite a Muñoz jugar con la sensación de supremacía del artista sobre el espectador, y por ende, de lo creado sobre lo observado. 

La exposición de la sala Alcalá, 31 de Madrid, que se podrá ver hasta el próximo 11 de junio, es también una muestra de la fusión entre obra y espacio; un binomio que en este caso funciona a la perfección y dota a las esculturas y piezas expuestas de un nuevo protagonismo. Esta armonía que nace tanto de la elección de las obras como de su ubicación, le permite al visitante disfrutar mucho mejor de ellas, porque llega a convertirse en un elemento más de la exposición. Es a través de estos nuevos espacios abiertos, que interactúan entre el observador y las esculturas, donde se crea un juego cargado de adivinanzas y sus múltiples matices de un modo directo. Cuerpo y alma de un mismo relato que nos habla de la soledad que nos cobija y de esa gran mentira que nos convierte en autómatas cuando intentamos escapar de la realidad, como si estuviésemos condenados a no poder salir de nuestros cuerpos (normalizados en sus vestimentas, disminuidos en sus presencias físicas, sarcásticos en sus rasgos expresivos o implacables en sus posturas ante el otro). Cuerpo y alma de un mismo relato que también nos advierte de la diferencia existente entre el autómata y el humano, y sobre todo, entre mirar y ser observado. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 12 de marzo de 2023

BORRACHOS DE IVÁN VIRIPAEV BAJO LA DIRECCIÓN DE IRINA KOUBERSKAYA EN EL TEATRO TRIBUEÑE: LA NECESIDAD DE AMAR Y DECIR LA VERDAD BAJO EL PARAGUAS DE LA GRAN MENTIRA QUE COBIJA AL MUNDO

 


¿Qué somos? Quizá no seamos más que el polvo que se lleva el viento. Triste final de nuestro insignificante paso por la vida. Vida anónima. Llena de pretensiones falsas e inútiles. Vida donde el silencio atrapa la soledad de nuestros corazones y nos precipita sobre la mentira. Ese largo e inabarcable telón de fondo que todo lo cubre y preside en nuestro devenir existencial. Ahí es  donde la sentencia que representa la muerte se manifiesta por encima incluso del amor. Qué es una vida sin amor y sin la ilusión que nos cambia lo más profundo de nuestro ser y nos arrastra irremediablemente hacia esa felicidad efímera, pero felicidad al fin y al cabo. Borrachos, dirigida por Irina Kouberskaya, es una nueva manifestación de esa necesidad de amor y de decir la verdad que todos tenemos, aunque sea bajo la gran mentira que cobija al mundo. Esa es, quizá, nuestra mayor batalla terrenal: la de vencer a la gran mentira que nos acoge y ampara, y de ese modo, poder liberarnos de las insulsas ataduras que nos permitan llegar a ser libres. Libres de verdad. Lejos del mandato de la opulencia y la vacuidad que nos preside y gobierna. Nadie quiere cambiar, pero tampoco nadie quiere dejar de sufrir, parece decirnos el texto de Iván Viripaev, dramaturgo ruso exiliado en Polonia, pues en esta ocasión el teatro Tribueñe ha decidido poner en pie la obra de un autor vivo y contemporáneo. Un autor que busca en las entrañas de la vida mezclando la tragicomedia con la que llegar a  reírse de uno mismo, y el esperpento, como fórmula de escape y huida del día a día. Un día a día teñido de mierda, como nos expresan los quince actores de esta obra coral que de nuevo nos muestra las grandes dotes de dirección de Irina, pues sus actores bailan, se mueven y dibujan unas siluetas que se asemejan mucho a una partitura musical. Melodías con sus altos y bajos que nos llevan del espanto a la risa, y a esa sensación de incertidumbre que nos da tanto miedo. Miedo a vivir, sin más. 

Borrachos se divide en escenas independientes que, sin embargo, se nutren unas a otras. Escenas que representan el amor, la mentira, el silencio o el llanto. Todas ellas tuteladas por la necesidad de salir de esa anestesia general que nos mantiene adormecidos como sociedad. Una sociedad que también necesita de ese Dios para las grandes y pequeñas cosas. Ese Dios que no vemos por muy cerca que lo sintamos. Ese Dios perpetuo que nos vigila y rige nuestras vidas sin llegar a saber por qué. De esa necesidad de salvar a nuestra propia alma surge este aullido perdido en la inmensidad de la oscuridad de la noche. Como dice el refrán: «los borrachos y los niños son los únicos que dicen la verdad», y en Borrachos, asistimos a esas toneladas de verdad que, sin embargo, se nos escapan de las manos nada más mencionarla. 

Irina Kouberskaya vuelve a dar en el clavo en la elección de esta obra de teatro que tan bien representa el alma humana en la actualidad, y no solo eso, porque nos vuelve a demostrar el gran estado de forma en su capacidad a la hora de visualizar los textos que selecciona, porque en Borrachos nos vuelve a dejar ese poso de gran directora teatral que es, transformando lo poco en mucho, y lo sencillo en magistral, para de esa forma, atrapar a todas aquellas almas sensibles que presencien este espectáculo coral y único de una compañía de repertorio extraordinaria que, en su vigésimo aniversario, nos demuestra su capacidad de sobreponerse al paso del tiempo. En este sentido, hay que hacer mención a los actores y actrices que conforman la compañía y, en concreto al elenco de Borrachos, con un David García que nos vuelve a atrapar por la gran capacidad de sus gestos, su intensa mirada y esa forma tan nítida de interpretar sobre el escenario. Su Mark, sin duda, siempre estará en nuestro recuerdo. Del mismo modo, que hay que resaltar a esa vagabunda que todo lo ve y lo oye desde el silencio; una vagabunda interpretada por Inma Barrionuevo que, cada vez más, alcanza una madurez sobre las tablas digna de mención y elogio, pues su figura en esta obra es como la luna que brilla en la noche y ejerce de espectadora silenciosa del gran drama del mundo. Una interpretación que borda a través de sus gestos de asombro, gozo o lucidez ante lo que va viendo y escuchando. El resto del elenco está a gran altura, como en las obras que han ido interpretando a lo largo de los años sobre las tablas del Teatro Tribueñe. Sin desmerecer a ninguno de ellos, hay que destacar a José Manuel Ramos en su Rudolph, que navega por la mentira y el absurdo, y al que da respuesta un estupendo Enrique Sánchez como Gustav, o a Badia Albayati con su enérgica y arrebatadora Rosa. 

Como nos dice Mark al inicio de Borrachos: «Hemos perdido la belleza… ya no hay hambre por la verdad», y esa es quizá la mayor sentencia de muerte de una sociedad que se auto-condena a su desaparición. Una sociedad que permanece en silencio ante el conocimiento estrepitoso de la verdad. Sin duda, y gracias a esta obra de teatro, podemos asistir a ese grito desesperado que busca la salida a esa mierda que nos impregna y nos diluye como seres humanos. Unas mujeres y unos hombres que, en una noche de borrachera, son conscientes de la necesidad de amar y decir la verdad, aunque lo hagan bajo el paraguas de la gran mentira que cobija al mundo.   

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 8 de marzo de 2023

LUCIAN FREUD, NUEVAS PERSPECTIVAS EN EL MUSEO THYSSEN BORNEMISZA DE MADRID: LA MELANCÓLICA Y SIMBOLISTA INTENSIDAD DE LA REALIDAD

 


El mundo puede ser tan grande como uno sea capaz de imaginar, pero también tan pequeño como uno necesite. Esa distancia entre imaginación y sentimiento es la que utilizamos las personas para sobrevivir y crearnos un universo propio donde cada uno de nosotros pone sus límites y sus reglas. Límites y reglas que, en el caso de los artistas, acaban plasmando en sus obras. Manifestaciones que surgen de la necesidad de reinterpretar lo que somos y lo que nos gustaría ser. El todo y la nada. La luz y la oscuridad. El yo y el otro. Una cadena que se va transmitiendo en eslabones que nos sirven para describir una fuerza centrípeta propia que se apodera de nuestra alma y nos define como individuos. Una fuerza que en muchas ocasiones nos mantiene unidos a un entorno muy reducido, un círculo íntimo que trazamos alrededor de nuestros sentimientos y que funciona como una membrana que nos aísla del mundo y nos identifica ante los demás. Este podría ser el caso de Lucian Freud si hacemos caso a los cuadros que se exponen en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, porque podríamos redefinir el título de la misma: Nuevas perspectivas como El pintor y su entorno. Un entorno que en el caso del pintor alemán nace desde la melancólica y simbolista intensidad de la realidad. Un gran marco pictórico que él comienza acotando con unos primeros retratos de ejecución minuciosa. Retratos que comparten espacio junto a plantas y otros objetos que descontextualizan el rostro del personaje retratado. En ese difícil equilibrio que resulta de ajustar el fiel de la balanza de la vida que va de lo interior a lo exterior y a la inversa, Lucian Freud, en sus inicios, es un pintor esquivo que sin embargo poco a poco se va sumergiendo en una intensificación de la realidad que él acentúa a través de los grandes ojos, narices y bocas de sus modelos hasta llegar a convertirlos en perturbadoras y desgarradoras caricaturas de sí mismos (véase, por ejemplo: Muchacha con rosas). Ese aparente escapismo de sus inicios termina acaparando la materialidad de la carne, sobre todo, a través de pinceladas volumétricas y rígidas que se dividen entre empastadas y sueltas con las que consigue intensificar la realidad de aquello que retrata al fijar su punto de máxima atención en las miradas y las manos de los personajes que retrata, y también, en sus propios autorretratos. Una energía pictórica que a medida que avanza la exposición nos lleva hasta ese punto de melancolía y simbolismo que nos muestra en sus personajes desnudos. Retratos que nos acercan a esa otra realidad de la que siempre huimos y nos habla de la añoranza de tiempos pasados más ceñidos a la vida como éxtasis vital. De esa reflexión nace una paleta de colores marrones, anaranjados, rosáceos y anacarados con los que consigue un gran nivel de expresividad en las personas y el entorno que pinta. Un entorno, cuyo denominador común va a ser su propio estudio, como mejor forma de medir la realidad que se circunscribe a ese pequeño universo que él necesita para crear y con el que viaja hacia ese otro lugar tan amplio como su propia imaginación le permita. Este viaje de fronteras indefinidas es donde Lucian Freud se afana en crear un mundo de barbarie, perturbador y antiestético si se quiere, al que sin embargo, él en ocasiones dota de una dulzura y una sensibilidad conmovedoras (véase, por ejemplo: Doble retrato). 

La aniquilación de toda esperanza, por mucho poder que se posea, es otra de las visiones que el pintor alemán nos muestra en su cuadros denominados de “poder”, en los que, desde una visión más clasicista en la composición de los mismos, refleja el omnívoro paso del tiempo que experimentamos todos, cualquiera que sea nuestra condición social. Un hecho combativo contra el mundo, por su carácter irredento, que nos acerca a esa realidad de la que nunca podremos escapar. Un deterioro hecho arte y, por ende, auto-condenado a ejercer de espejo de una humanidad entregada al culto al cuerpo. De esa disfunción de la fealdad corporal y la corrupción de la belleza, podemos extraer otro de los grandes mensajes de la pintura de Lucian Freud: todo lo que nace muere, y quizá, por eso, no nos queda sino contemplar la melancólica y simbolista intensidad de la realidad de manos del pintor alemán.

Ángel Silvelo Gabriel.