Algo da vueltas en nuestra cabeza. Primero es una música martilleante que nos pone sobre aviso. Emergencias sin luces de auxilio, pero que sí nos hablan de una catástrofe: el fin del mundo. Como un Sísifo que empuja su piedra una y otra vez, un hombre se debate contra un paracaídas como si en ello le fuera la vida. Esa es la primera metáfora que nos propone Simulacro: la del Hombre frente a la adversidad de un mundo enloquecido. Mundo-burbuja que, a modo de rotonda, no nos ofrece la posibilidad de avanzar, sino la de darnos constantemente frente a una barrera invisible que no nos permite salir de los fragmentos que representan nuestras vidas. Vidas encerradas en círculos. Como decía el poeta portugués, Fernando Pessoa: «Y entonces, ¿qué es el hombre, por sí mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras se estrella contra el cristal de una ventana?». Insectos que, en Simulacro, vienen representados por bailarines con neoprenos, coderas, y rodilleras negras. Siluetas que no paran de moverse y que apenas están iluminados por un foco que les permite seguir dando vueltas. Hay un espíritu totémico en este nuevo espectáculo dirigido por Mattia Russo y Antonio de Rosa, en colaboración con los intérpretes, por el carácter simbólico y trascendente que le ha querido imprimir la dramaturgia de Agnés López-Río. Aquí el dios es la imagen. Su poder. Su repetición. Y el cariz universal de atracción y sumisión que posee sobre el ser humano. No es de extrañar que los siete bailarines repitan una y otra muchos de sus movimientos como mejor expresión de esa desolación que está tan presente en nuestro día a día. Una desolación que en Simulacro no evita las guerras, ni el eco de los helicópteros que tanto nos recordaron a la mítica película Apocalipsis now de Coppola.
Hay en esta magnífica representación una proyección multidimensional que nos altera cuando se conjugan a la vez la música, la soledad y la escenografía de una rotonda sobre las que los bailarines dan vueltas y vueltas. A veces rápido, y otras, a cámara lenta. Esa inhóspita rotonda se asemeja mucho al escenario del fin del mundo. Por su luz. El sonido atronador que la persigue. Y la sensación de abandono que transmite. Todo es oscuro. Negro o casi negro, como lo podría ser una película de ciencia ficción, donde la distopía que la gobierna se mezcla con la realidad que ya vivimos. De la música atronadora y de carácter industrial que nos propone Alejandro da Rocha, pasando por la escenografía de Amber Vandenhoeck y las imágenes de Nouseskou, que se repitan sin parar en esa pantalla que funciona a modo de ojo que todo lo ve, nace el abismo de un acantilado siniestro y condenatorio que visualizamos a través de una coreografía que reinterpreta una manera muy personal de escenificar aquello en lo que ya nos hemos convertido: una sociedad insulsa dominada por el poder silencioso de las pantallas. ¿Qué sería de nosotros, si de vez en vez, el mundo de la cultura no nos remitiera al estado de ansiedad apocalíptica que nos somete? En este caso, la compañía de danza afinca en España, Kor’sia, tiene la valentía de romper las barreras de lo cotidiano para acercarnos a ese mundo de tinieblas que tanto nos recuerda a La Caverna de Platón, donde la única luz que nos llega es la del sentimiento de esperanza que nos impulsa a despojarnos de nuestras negras vestimentas y mostrarnos tal cual somos, sin trampa ni cartón. Una esperanza que podemos adivinar de una forma tímida en las cortinillas con canciones americanas de los años sesenta, o en el semi desnudez de unos bailarines que, una vez más, rozan la perfección a la hora de interpretar la agonía que llevamos dentro. Fragmentos encerrados en un círculo donde se superponen la ciencia ficción y la realidad.
Intérpretes: Martina Anniciello, Nagga Baldina, Edoardo Brovadi, Benoît Couchot, Samuel Dilkes, Ange Hiroki y Samuel Van der Veer.
Ángel Silvelo Gabriel.
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