LA ROMA SOÑADA POR KEATS
UN VIAJE A LAS
ENTRAÑAS DE LA BELLEZA
Y ahora sí, después de
este pequeño preámbulo quiero hablaros de la ponencia sobre Keats y Roma que yo
he titulado La Roma soñada por Keats donde,
para empezar, podríamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo?, pues
no se me ocurre un vínculo más fuerte que, defina y una, la estrecha relación
de John Keats y Roma; un vínculo que ya dura ciento noventa y tres años.
John Keats llegó a Roma el 15 de noviembre de 1820, y murió
en esa ciudad el 23 de febrero de 1821 (alrededor de las once de la noche),
poco más de tres meses después. De ahí, que yo haya titulado esta ponencia como
LA ROMA SOÑADA POR KEATS, porque si exceptuamos los quince primeros días de su
estancia en la ciudad eterna, en los que el poeta pudo subir y bajar las
empinadas escaleras de la segunda planta del número 26 de la Plaza de España (más
conocida como la Cassina Rosa y sede
de la actual Keats-Shelley House), o dar
unos contados paseos por los Jardines de Villa Borghese que, compartió, tanto
con su inseparable amigo y albacea de sus últimas voluntades Joseph Severn que
le acompañó desde Londres, como con el teniente Elton o la mismísima Josephine
Bonaparte (hermana pequeña de Napoleón), John Keats apenas pudo ver por sus
propios ojos la inmensidad de la belleza que Roma muestra a todo aquel que
pasea por sus calles o visita sus iglesias, catedrales o museos.
El poeta desheredado por la salud tuvo que soñar su propia
ciudad capitalina; una constelación de imágenes que yo quise que él viera a
través de una luz color naranja, pues ese es el tono de la atmósfera en Roma
cuando el sol se refleja en las tejas de los edificios que dibujan el horizonte
de la capital italiana, solo interrumpidos por unos blancos renegridos, por el
agua de lluvia, de las cúpulas de sus iglesias o basílicas. Este paisaje lo
describí así en la novela: "Como le
dije a la Sra. Brawne, en una carta cuyo significado no era el que ahora trato
de exponer: «esto parece un sueño…», y hasta la vegetación se muestra compasiva
con nuestros anhelos. En los días plenos de sol, aparte de hacernos creer que
estamos en primavera, aprovechamos para disfrutar de las inigualables y bellas
vistas que la ciudad de Roma nos brinda desde la atalaya que se alza sobre la
Piazza del Popolo; terraza de caprichos y victorias, balcón de instantáneas milenarias
que han ido mejorando con el paso del tiempo. Miguel Ángel, Rafael, Sangallo…
todos ellos escondidos tras sus obras de arte y firmes ante el paso del tiempo.
No puedo expresar mayor felicidad que esta, la del artista que presenta batalla
y vence al transcurrir de los días. La infinitud dentro de la finitud más
exigua. Esta sensación de vivir en una constante eclosión de colores me hace
volver a ti, Fanny, cuando te dije: «finjamos que volveré en primavera. Si me dejo llevar por esta inesperada
amalgama cromática que se presenta ante mis ojos, en la que los tejados oxidados
se funden con el límpido y tenue reflejo azul del cielo que cae como una
cascada que impregna de tonos blancos y grisáceos los mármoles de una
gigantesca arquitectura, me olvido de nuestra amarga y dura despedida, y me
siento con fuerzas para volver a ti".
Aunque tampoco se nos puede olvidar que, la Roma que acogió
a Keats, es también la del escritor ruso Nikolái Gógol, que vivió en la ciudad
de 1838 a 1842, y de la que en su relato Roma,
nos dice: "... Roma es una ciudad recorrida por el ganado, donde se
entremezclan los excrementos de los animales con la sangre de los mismos que
queda depositada sobre los adoquines de la ciudad", tal y como nos
recuerda Antonio Rivero Taravillo en el suplemento El Viajero del diario El
País publicado el 23 de septiembre del año 2006. Unos adoquines, en los que el
poeta romántico tropezaba más veces de las deseadas; una complicada alfombra
que él, a medida que pasaron los días, y antes de permanecer anclado para
siempre en las oscuras moradas de la casa que le acogió, solo pisó para
desplazarse hasta el Caffé Greco en Via Condotti, situado a poco más de
doscientos metros de su morada, y al que Severn le llevaba para crear en él una
ensoñación del mundo romántico que habían dejado en Inglaterra. De ahí, que uno
de sus últimos paseos por la bella Roma lo diese por la cercana Via del Corso;
una gran avenida que desemboca en los Foros y que, en la novela, le provoca el
siguiente pensamiento: "Severn me ha
querido dar una sorpresa, ¿quizá la última?, y me ha invitado a pasear por Via
del Corso. Sin apenas darnos cuenta, durante todo el paseo hemos sido
escoltados por iglesias centenarias y por fachadas de edificios desconchadas en
caprichosas formas alegóricas. «Símbolos majestuosos de la más pura dejadez
romántica», pienso. ¿Acaso hay mejor despedida que esta para toda una vida? A
medida que pasan los días estoy más convencido de que no hay mayor dicha que
rastrear el esplendor majestuoso de las almas atormentadas y libres de aquellos
artistas que han dejado su huella en este lugar; son huellas que exhalan tanta
pureza que me hacen estremecer por dentro, como cuando era un niño y oía entrar
a mi madre por la mañana en nuestra habitación para levantarnos, pues esa era
la señal del nuevo día y de una nueva oportunidad para expresar nuestra inocente
e infantil felicidad. Sin embargo, aquí la inocencia es otra, la de la mirada
del artista hacia otras obras de arte, la de mi sensibilidad marchita en busca
de una excitación que no me lleve a la simple desesperación. Hombre y arte.
Cuerpo y alma. Razón y sensibilidad. Intento abrazarlos para que no se me
escapen, pero todo es en vano, porque nada existe más allá del iris de mis
ojos.
Vuelvo a la ruta que Severn me ha
propuesto, y sigo viendo a artistas que, bajo su sufrimiento, han vencido a ese
tormento interior para transformarlo en sentimientos materializados en una
belleza sublime e incontestable para cualquier alma sensible. No hace falta
sino entrar en una de las iglesias para saber que, por encima de la
espiritualidad que las embarga, se encuentra el éxtasis del artista que las ha
concebido, lo que me hace pensar que, más allá de ese poder sensible del
verdadero artista, no queda nada, tan solo la contemplación de una belleza
única e irrepetible.
Mis
divagaciones me abstraen de esta realidad silenciosa que me acompaña y se
adelanta a la definitiva, a aquella que dictan mis más próximos designios.
Junto a ella, el brazo de Severn, y entre ambos, una especie de levitación que
se escapa de mis sentidos hasta que paso a paso llegamos al final de Via del
Corso y comienzo a divisar algo así como una ensoñación romántica. Veo la Columna
de Trajano que se alza majestuosa como un faro que vigila los foros romanos.
Luz sobre la nada. Vigía omnipresente de los días y las horas. Guardián privilegiado
de las ruinas del Imperio y la República. Testigo milenario de una milenaria
civilización… Según voy avanzando, creo que he sido víctima de una pócima
mágica que me ha trasladado a otro lugar, a otro tiempo, a otra vida… «¿Cabe
algo más bello que esta suntuosidad del hombre a su paso por la tierra?», me
pregunto. En este punto, mis averiguaciones derivan en la hipótesis de la
victoria del arte sobre el transcurrir de los días. Hombres y civilizaciones
enteras han sido, y serán, arrasadas por sí mismas o por la supremacía de otros
u otras, sin embargo, los testigos mudos de esos espacios de la historia siguen
ahí, mitad ruina, mitad prueba cierta de la herida del hombre, nacida de su
necesidad de expresión artística en el devenir del tiempo. Templos, arcos,
basílicas y columnas, dispuestos en pos de un universo onírico y letal para
aquellos que creen ver en ellos la belleza como única expresión de la salvación
del hombre. Reencarnados o no, los hombres podrán atestiguar con su mirada y su
palabra aquello que los magnifica por encima de la política y de sus propias
traiciones. El arte, así sentido y transmitido, es el mayor reflejo de la
humanidad que pervivirá al transcurso del paso del tiempo y de las civilizaciones
que poblaron la tierra. No se me ocurre mayor expresión de libertad que la del
hombre y sus manifestaciones artísticas como punto de partida para derribar las
formas políticas que les han tocado vivir".
Por tanto, no debe resultarnos extraño que, en ese corto
espacio de tiempo, yo le proporcionara a Keats la capacidad de inventarse a sí
mismo su propia morada, porque eso fue Roma para él, el último refugio al que
retirarse para morir, y una ciudad que se le apareció como en un sueño, porque no
se nos debe olvidar que la Roma milenaria y provocadora, estimulante y bella a
la vez, es el mejor de los cofres donde guardar nuestros sueños. Un espacio que
encaja perfectamente en la mente de un poeta que dejó dicho en una de sus
composiciones poéticas titulada, Oda a una urna griega: "la belleza es verdad; la verdad, belleza - Todo eso y nada más
habéis de saber en la tierra".
Una sensación que es idéntica a la que yo sentí hace pocos
días cuando he vuelto a ver a Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, cuando de vuelta a su
casa recorre la ribera del Tevere al amanecer; un paseo donde solo le acompañan
sus palabras y sus pensamientos, a los que él los recubre con el silencio de la
soledad que, como un mágico refugio, le sirve al protagonista (un escritor de una
sola novela), de bastón en el sustentarse para seguir sobreviviendo. Una
secuencia que si cabe es más hermosa cuando una barca remonta el río al final
de la película, y aquí, a través de este plano-secuencia maravilloso, Paolo
Sorrentino, director del film, también nos propone una alianza imposible a la
hora de buscar la belleza asociada al silencio; única meta posible de un mundo
sin sentido donde el hastío se apodera de todo. A este infinito desencanto que
nos gobierna, su protagonista, Gambardella,
le opone grandes dosis de cinismo bajo el que cobijarse de esa sensación de
eterna búsqueda de la nada. Lejos de apartarse de la vida, Gambardella indaga en ella, pero no encuentra nada, porque quizá
todo sea una excusa literaria (quizá la última) a toda una vida, aunque debamos
admitir que no debe ser nada fácil escapar de una forma inmune a esa
omnipresente belleza que atesora la ciudad de Roma, y que además, se
acrecienta con el paso del tiempo.
Es entonces cuando necesitamos salir de ese escenario donde
todo es bello en sí mismo y una especie de horror vacui nos atenaza las pupilas
(que no el corazón), y es ahí donde las calles perdidas de la ciudad de Roma
acuden a nuestro rescate. Esa podría ser muy bien la otra Roma soñada por
Keats, la de las calles anexas a los grandes monumentos, o perpendiculares a
sus majestuosas fuentes, u oblicuas a cualquier gran estatua. Y lo hacen en
silencio y desprotegidas de todo bien artístico, pero atesorando esa sensación
de lo entrañable y de ser el impagable testigo del paso del tiempo. Su
particularidad está en que son fachadas que representan, como nadie, la dejadez
nostálgica o la melancolía de los enamorados, gobernadas bajo un silencio
latente que se enfrenta a los ruidosos juegos infantiles que quizá las
inundaron en un pasado no tan lejano, donde las vidas no vividas quizá se
quedaron en simples vidas soñadas. Fachadas en las que las cuerdas de tender
sujetan ropas inertes como señales de una vida que existe tras sus ventanas,
quizá la de los artistas que han compilado todo su talento en sus grandes
espacios abiertos. Calles estrechas que, como un desfiladero, dejan pasar un
pequeño haz de luz, justo el suficiente para transmitirnos esa sensación de
linealidad vertical que nos invita a escalar a lo largo de sus paredes en busca
del cielo. Un cielo azul e intenso que se comporta como el estandarte de un
espacio donde solo existe la contemplación, la mirada fija y la mirada perdida
en espacios únicos y lugares mágicos, que sin necesidad de llevar la firma de
ningún gran artista, nos transportan a ese otro lugar que guardamos para
nosotros solos en nuestro imaginario colectivo que, en esta ocasión, como en
tantas otras, se encuentra repleto de música e imágenes que no nos permiten
mirar con la suficiente desnudez aquello que contemplamos, y que sintiéndonos
víctimas de nuestro pasado, intentamos atrapar mediante sensaciones que
creíamos perdidas y que de pronto vuelven a nuestro ser para despertamos esa
parte que se encontraba dormida, mientras en voz baja cantamos: la belleza… la
belleza…
LA MÁS BELLA DE LAS
DERROTAS
Otro de los conceptos
bajo los que he concebido la composición de Los
últimos pasos de John Keats es el de LA MÁS BELLA DE LAS DERROTAS, una idea
que algunos de vosotros ya conocéis, pero que a medida que pasan los meses, ha
ido en aumentado dentro de mí hasta convertirse en uno de los mensajes más
identificativos de esta historia que engendré a lo largo de año y medio, porque
no debemos obviar que John Keats, cuando llegó a Roma, sabía que se iba a
morir, y él, a pesar de todo, le presentó batalla a la muerte, primero a través
de las palabras que antes había escrito, y luego, cuando ya no pudo escribir,
con la fuerza de sus sueños.
A pesar de todo, y de las múltiples contradicciones que
acogieron a su espíritu los tres últimos meses de su vida, el poeta siempre
tuvo un deseo: no morir en ese anonimato universal en el que casi siempre nos
desenvolvemos (solo hace falta recordar su epitafio: "aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua"),
y con ello, vencer al silencio. De ese deseo, nace el incansable anhelo del
poeta de vencer a la muerte a través de las palabras. Una angustia vital que yo
reinterpreté repasando parte de los episodios más relevantes de su vida mediante
los diálogos interiores que establece, por ejemplo, con su mejor amigo, Charles
Brown, o con su primer editor Leigh Hunt, o con sus hermanos George y la
pequeña Fanny, o mediante los largos viajes oníricos con los que entrelaza sus
deseos y sus sueños cuando reclama apasionadamente la presencia de su amada
Fanny Brawne, lo que le llevó a soñar que se casaba con ella o a viajar, cual
ruiseñor, en un periplo aéreo que termina en el Panteón de Agripa. Lo que de
nuevo acaba depositándole en Roma; un escenario que, para John Keats, fue un
sueño, un sueño bello y terrible a la vez, pues no cabe un mayor contrasentido
que el de morir lejos de casa y de los tuyos, cuando el propósito del viaje es
regresar sano y salvo a los lugares que te vieron nacer y crecer, para de ese
modo, intentar, una vez más, levantar de las cenizas del olvido una carrera
literaria con la que proporcionarse un poco de éxito y de gloria.
Antes de llegar a ese final, la primera imagen de Roma que
yo le proporcioné a John Keats fue la de una ciudad escondida tras una tenue
niebla. No se me ocurrió mejor forma que esa para unir, tanto la propia
realidad del poeta como la de la ciudad en esa época, pues ambas, no invitaban
sino a imaginarse la vida por encima de la propia verdad. Una realidad que en
sí misma fue dura antes de tocar definitivamente tierra, pues tanto Joseph
Severn, su amigo y compañero de viaje, como el propio Keats, al llegar a
Nápoles, tuvieron que permanecer aislados en los camarotes del barco para
cumplir con la obligada cuarentena. En ese continuo balanceo sobre la cuna del
mar fue donde el poeta británico compuso sus últimos versos de una forma casi
enfermiza, como si ya adivinara que esos serían, en efecto, los últimos que sus
manos trasladarían al papel. Y por si no fuera poca la angustia que durante
esos días se instaló en el espíritu del poeta, la realidad que se le presentó cuando
por fin tocaron tierra firme no le resultó demasiado halagüeña, pues en el
contexto histórico de las revoluciones liberales de 1820, el reino de Nápoles
fue uno de los focos europeos donde en julio triunfaron las revueltas liberales
hasta su posterior deposición en octubre de ese mismo año, justo cuando Keats
llega al puerto de Nápoles. El poeta, como buen representante del movimiento romántico
de su época, está en contra del absolutismo, y lo expresa así en la novela,
dejando claro su necesidad de llegar a Roma: "En mi caso, por ejemplo, en Nápoles no podía soportar la idea de
ir a la ópera, a causa de los centinelas instalados constantemente en el
escenario, a los que al principio tomé por integrantes del conjunto escénico.
Iremos inmediatamente a Roma, dije. Sé que mi fin se aproxima, y la constante y
visible tiranía de este gobierno me impide tener tranquilidad espiritual. No
podría descansar aquí. Ni siquiera mis huesos he de dejar en medio de este despotismo".
EL NOMADISMO EN LA
ESCRITURA
Esta jornada literaria está
inspirada en el nomadismo en la escritura,
a lo que muy bien se le podría añadir la figura del escritor como nómada. Un nómada es aquel que, aparte de cambiar
constantemente de lugar de residencia, transforma el mundo en el que habita
mediante las experiencias que aporta en el espacio en el que se aposenta
temporalmente. Del mismo modo, un escritor es en sí mismo un nómada, porque
transforma la realidad en la que se circunscribe su mundo a través de las
palabras. Una necesidad de cambio que nace como un sueño, justo cuando en
nuestro cerebro se origina una idea y la trasladamos al papel o en la
actualidad a la pantalla del ordenador a través del teclado. Ese proceso donde
se combinan SUEÑO E IDEA es el que tiene el poder de cambiar el mundo.
El nomadismo de John Keats fue el de su poesía, pues con ella
intentó cambiar el mundo, a pesar de que solo escribiera durante cuatro años.
El poeta de la melancolía inalcanzable llevaba un tiempo sin escribir nada
antes de acometer la cuidada creación de sus famosas odas, con las que ha
podido superar al paso del tiempo. Como dice en el último poema que le escribió
a su amada Fanny Brawne: “si firme y
constante fuera yo, brillante estrella, como tú”… un poema que compuso el
28 de septiembre de 1820 mientras se alejaba de la isla de Wight, un lugar que
le colmó de felicidad en 1817, y en donde también engendró su largo poema épico
Endymion, famoso por su verso
inicial: “algo bello es un goce eterno”.
Sin embargo, en esta última ocasión, el destino era otro, y le servía al poeta
para poner distancia de por medio con su añorada Inglaterra y con su amada
Fanny Brawne, destinataria de estos últimos poemas si exceptuamos los que
escribió por pura desesperación en el puerto de Nápoles mientras iniciaba el
más penoso de los viajes, el de su muerte. El viaje a Italia era la última
oportunidad de conquistar lo imposible que, en su caso, era buscar una
posibilidad de sanar de la tisis que persiguió, como una epidemia, a varios
miembros de su familia (a su madre, a su hermano Tom y a él mismo), por lo que
podríamos definir su accidentado periplo por el mar que le llevaría hasta
Nápoles como de una huida hacia delante, en la que el sol y la bonanza climatológica
serían sus recompensas. Un premio que nunca llegó a obtener, porque Roma, su
destino final, se convirtió en la máxima expresión de la ausencia de capacidad
creativa a la que la enfermedad le postergó. Roma, cuna del arte y la belleza,
fue la antítesis de sus dotes poéticas, donde la contemplación era el auténtico
camino hacia la belleza. En este sentido, Roma para Keats también fue una
especie de cárcel con barrotes de oro, y la máxima expresión de la libertad que
él solo alcanzó con la muerte. En Roma fue víctima de la desesperación que la tisis
le producía, y que la distancia que le separaba de su amada Fanny Brawne le
aumentaba, y allí cayó como un soldado que se erige en el héroe de su propia
derrota. No cabe mayor expresión de su soledad que la del propio epitafio: “esta tumba contiene todo lo que fue mortal
de un joven poeta inglés que, en su lecho de muerte, con el corazón lleno de
amargura, al malicioso poder de sus enemigos deseó que estas palabras fueran
grabadas en su lápida: aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”.
Esa bella e insinuante imagen, nos lleva, casi sin quererlo, a los poemas de
este gran poeta romántico que, tanto su amigo Charles Brown en Inglaterra como
su fiel y último compañero Joseph Severn en Italia, coincidieron en definirlos
como la melancolía de lo inalcanzable.
Si le pusiéramos voz a los pensamientos del poeta, quizá el definiría su poesía
del siguiente modo, tal y como aparece en la novela: "mi visión estética de la realidad siempre tiene un valor moral
que la hace trascender hacia esa otra realidad donde el poeta deja de ser poeta
y se transforma en árbol, pájaro o urna, pues no se me ocurre una forma más
acertada de llegar a ser eterno que ser otro, sobre todo, si esa mutación es
inalterable al paso del tiempo. El Hombre es un ser vivo que es incapaz de ser
perdurable más allá de sus días terrenales, salvo si tiene la dicha de que
aquellos que le llegaron a conocer se comporten como una fuerza transmisora de
su vida y sus actos. Fuera de ahí, nada queda, sino la más completa oscuridad.
No se me ocurre un contrario mayor a la belleza que la propia oscuridad. La
oscuridad es la nada más absoluta. Yo lucho por vencer a esa fuerza que nos
tumba día a día. La luz en mi vida es la poesía y con ella trato de ir más allá
de mi propia vida y mi propia persona. Quiero acabar con la fugacidad en la que
mi alma se encuentra aprisionada en mi cuerpo. Quiero vagar por el infinito sin
tener que pensar en un final. Quiero encontrar esa estrella brillante que me
guíe más allá del tiempo".
El pasado 23 de febrero se cumplieron ciento noventa y tres
años de su muerte. A las cuatro de la tarde del 23 de febrero de 1821 pronunció
sus últimas palabras: “Severn, yo…
incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé
fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”. Después simplemente depositó
su cabeza sobre la almohada de su lecho, hasta que a las once de la noche dejó
de respirar.
ROMA COMO EXCUSA
PERFECTA PARA UNIR ARTE Y LITERATURA
Como ha quedado dicho, la
ciudad eterna tiene innumerables refugios donde pararse a contemplar su
omnipresente belleza, porque, al igual que una gran actriz, es capaz de mojarnos
los recuerdos tanto con los chorros de agua de sus múltiples fuentes, como con
la luz del atardecer que en forma de una lluvia dorada se posa sobre sus tejados
anaranjados; una bruma que, si nos paramos a observarla con detenimiento,
desprende una gran multitud de destellos capaces de transformar nuestra
percepción del arte y del tiempo. Y así, podríamos continuar hasta el infinito,
porque infinitos son también los grandes y pequeños rincones de una ciudad
tocada por la varita mágica de la infinita hermosura. Pero en Roma, también
existe otra opción para contemplar la belleza, más allá del halago puramente
estético, y esa es la de disfrutar del silencio y su melancolía como solo dos
amantes pueden hacer sin perderse en los vericuetos del tiempo. En este caso,
Roma también se alza como la excusa perfecta para unir arte y literatura,
verdad y belleza... No hace falta más que alejarse un poco del bullicio que
reina en el Coliseo y sus alrededores para llegar a Campo Cestio; un lugar
presidido por una pirámide evocadora de otras culturas, y que es el mejor
símbolo de la magnitud del paso del tiempo. «Todo es efímero menos yo misma»,
parece decirnos, pero también, a poco que nos fijemos, caeremos en cuál es el
verdadero fin último de su ubicación. Campo Cestio, a día de hoy, es un lugar
de peregrinación literaria en la ciudad eterna. Todos aquellos amantes de la
lectura que, tratan de unir arte y literatura, llegan hasta el cementerio protestante
de la ciudad de Roma para cumplir con la liturgia de visitar la tumba del poeta
romántico John Keats, y de esa manera, cerrar el círculo de su historia. Cada
vez más, los visitantes acuden sin reparo a ese lugar sagrado que se esconde
bajo la sombra de pinos y cipreses, naranjos y palmeras; y que, junto al
interés puramente literario, cobija un mágico silencio que el tráfico que le
rodea no es capaz de perturbar. Una sensación tan placentera que nos lleva a
expresar que: a escasos metros de sus murallas se encuentra el mundo, pero
dentro de ellas, se halla la eternidad. De ahí, que uno solo será testigo de la
magnitud que día a día va tomando la figura del poeta inglés si visita el
cementerio y su tumba, presidida por una lira a la que le faltan cuatro
cuerdas, como símbolo de su fugaz paso por la vida.
Desde esa atalaya, donde la poesía, solo en apariencia, es
un arma no dañina, me planteé crear un universo propio a través de las imágenes
que me habían sido transmitidas. De ahí, que esta novela haya nacido desde la
imagen que más tarde se convierte en palabra; palabra lírica, apegada al ritmo
de las cadencias cortas y la contemplación. Un largo viaje en el que también me
han acompañado Lord Houghton, Julio Cortázar, Alejandro Valero o Ian McEwan,
pues otros muchos antes que yo sintieron la necesidad de desentrañar los
interrogantes que John Keats y su obra nos proponían, pues ¿qué hay más
doloroso para un poeta que el silencio? Un silencio que en Los últimos pasos de John Keats tiene un sentido más amplio, pues
más allá del último hálito de vida, el silencio en esta ocasión, también
representa, por un lado, la voluntad de dejar de sufrir y la libertad definitiva
del alma pero, por otro, es un singular signo del paso del poeta entre los
vivos, pues tras él, nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa
entre los muertos, en un «espacio de mirada interior» donde no existe el tiempo
ni el silencio.
LOS ÚLTIMOS PASOS DE JOHN KEATS EN LA
CIUDAD DE ROMA: HISTORIA DE UN EPITAFIO
El final de este viaje acaba, como he dicho anteriormente, en
el cementerio protestante de Campo Cestio
en Roma; una afirmación que por otra parte no es del todo cierta. Sí, es verdad
que su sepultura no tiene nombre, y que en su lápida se puede leer el famoso
epitafio que inventó días antes de morir, sobre el que hay una imagen de una
lira a la que le faltan la mitad de las cuerdas (idea de Joseph Severn). Y que
a unos metros a la izquierda, justo en la tapia del cementerio, hay un medallón
con una efigie y unos versos en los que se puede leer su apellido en acróstico
vertical. También es verdad que Shelley llevaba un libro de Keats en el
bolsillo cuando murió ahogado en un naufragio un año después en la Toscana, y
que antes, le dio tiempo a escribir el poema Adonaïs en honor de su amigo que describe muy bien el cementerio
donde descansan sus restos, y donde el poeta romántico dio sus últimos pasos en
la ciudad de Roma: “el cementerio es un
espacio abierto entre ruinas,/ y en invierno lo cubren violetas y margaritas./
Podría hacer que uno se enamorara de la muerte/ al pensar en ser enterrado en
un lugar tan grato”. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: "... uno de los más hermosos lugares
donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive
lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a
la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a
Remo, pero que la verdad arqueológica a adscrito al nombre más humilde de Cayo
Cestio, tribuno del pueblo, sólo recordado por su sepulcro". Y que incluso
Severn, tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía, y así lo
hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de
Keats: “anduve por allí hace pocos días,
y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares
retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra.
Lo visito con una deliciosa melancolía, que alivia mi tristeza. Cuando me
acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación
y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las
flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las
esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que
esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos
llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de
alivio quedaba para él”.
Sin embargo, lo que nunca se nos puede pasar por alto es que,
como antes he dicho, ese no es el final del viaje, pues tras el cuerpo del
hombre que permanece enterrado bajo tierra quedan sus palabras, las palabras
del poeta que, siempre, estarán presentes a lo largo del tiempo.
Ángel Silvelo Gabriel