La memoria del poeta romántico John
Keats sigue viva en España, gracias, sobre todo, a los descendientes de
su hermana pequeña Fanny, como es el caso de Guillermo Paradinas Brockmann,
al que tuve la fortuna de conocer el pasado 7 de agosto de 2014. Una fecha que
quedará grabada en la corta biografía, de momento, de la novela que vio la luz
en Playa de Ákaba, Los últimos pasos de John Keats, de la que soy autor. En el
viaje de regreso desde el Barco de Ávila a Madrid, pensé eso de que: aquello
que ha unido la literatura que no lo separe el hombre. Cada día que pasa, el
poder que la literatura muestra ante mis ojos es más insondable. Si en vez de
encontrarnos en España estuviésemos en Inglaterra, y si en vez de John
Keats, desafortunadamente desconocido para un gran número de lectores
españoles, hablásemos de las raíces anglosajonas lorquinas o machadianas (solo
es un ejemplo, claro está), la casa de Guillermo Paradinas Brockmann sería
un lugar de peregrinaje obligado para todo aquel que de verdad viviese la
literatura en general y la poesía en particular. La memoria de este hombre, y
los documentos y datos que atesora en su memoria a lo largo de su vida, están
pidiendo a gritos que alguien recale sobre ellos para darles luz como se
merecen. En otras latitudes, como digo, ya formarían parte del acervo cultural
de un país que necesita de los testimonios vivos de personas como Guillermo para
hacer revivir la literatura a través del paso del tiempo. En el brillo de sus
ojos pude comprobar que este abulense con sangre inglesa, italiana, alemana y
española, es uno de esos raros ejemplos que consiguen mantener viva la memoria
cultural de un país. Otros han sido objeto de la atención de los medios de
comunicación que menos tenían que aportar que él, eso es seguro. John
Keats, uno de los más grandes poetas británicos de todos los tiempos, a
pesar de su escasa producción poética, todavía permanece vivo es España, y tiene
en este abulense, de fuerte carácter, un privilegiado faro que proyecta los
recuerdos de su vida y de su obra a todos aquellos que quieran escucharle. Uno
siente que algo ocurre a su alrededor cuando escucha esta voz plagada de recuerdos
que en la madeja de los tiempos nos llevan hasta el poeta inglés.
En este sentido, de nuevo tengo
que aludir, a lo que ya llevo un tiempo diciendo, y es que John Keats me ha dado
mucho más de lo que yo puedo haberle ofrecido a él con la narración de sus tres
últimos meses de vida en la ciudad de Roma, y la visita a Guillermo Paradinas y su
mujer María Jesús es un claro ejemplo de ello (aprovecho para decir
que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, en este caso María
Jesús que, aparte de ejercer de gran anfitriona, vive con la misma pasión que
su marido la extensa y gloriosa historia familiar). Baste recordar cuando
Guillermo me relató cómo le recibieron a él y a su hermano mayor Fernando
(residente en Londres) en la Casa Museo de Keats en Hampstead,
Londres, pues según él mismo me confesó, es una de esas veces en la vida en la
que los demás te hacen sentir importante. Tan importante como para
autoimponerse esa íntima necesidad de ser portavoz de la familia ante todos
aquellos acontecimientos que la vida les está haciendo ser testigos. El último
de ellos, y perdón por la auto cita, ha sido la publicación de mi novela, Los
últimos pasos de John Keats, cuyos siete ejemplares (uno para cada miembro
vivo de la familia, y que con mucho dediqué), siempre compra el bueno de
Guillermo para que esa luz familiar nunca se extinga. El tiempo, ese gran
enemigo de la memoria, mientras siga vivo Guillermo Paradinas Brockmann siempre
tendrá la batalla perdida, pues su amor hacia los suyos, no le hará cejar en el
intento de seguir manteniendo viva la memoria de una familia que, por poner un
inicio, comienza con John Keats, pero continúa con Fanny
Keats y Valentín Llanos, y prosigue con el Leopoldo Brockmann, el
ingeniero que construyó el ferrocarril de los Estados Vaticanos, o con la saga
de grandes pintores que hay en la familia, como entre otros, son Elena
Brockmann o Luis de Llanos.
Manuela y yo sentimos una
sensación muy especial cuando brindamos con un gran champán francés en las
copas de cristal en las que un día bebió Fanny Keats junto a su familia, hace
ya más de cien años, propiciándonos esa especie de vínculo que los objetos a
veces nos proporcionan para superponerse a nuestra memoria. A veces, como digo,
un simple objeto, bello como en este caso, es capaz de derribar la frontera del
tiempo, pues solo su tacto nos hace pensar en las personas que un día antes que
nosotros los tocaron, disfrutando de ellos como nosotros lo hacemos en la
actualidad. Esa sensación fue parecida a la que me acogió el día que visitamos
la tumba de Fanny en el cementerio de San Isidro de Madrid, donde hubo un
momento donde todo parecía recobrar sentido. Las casualidades, los abandonos,
el sufrimiento, esa especie de ensoñación que me asistió durante la escritura
de la novela. Todo ese embrujo que la memoria nos regala a veces se puso de
nuevo a nuestro favor. Incluso, esta mañana al levantarme y acudir a la
habitación donde suelo escribir, tres pájaros me esperaban sobre el alféizar de
la ventana, como aquel gorrión o ruiseñor hizo durante la composición de la
novela en el mismo lugar los meses que me llevó escribir la novela. Esta mañana
no lo pensé, pero mi caprichoso sentido literario desea que fuesen las almas
libres de John, Fanny y George las que me hayan visitado para darme su visto
bueno a todo aquello que estamos haciendo para seguir manteniendo viva su
memoria, pues John se ha desdoblado en Fanny y ella en toda la familia que la
siguió, y según me contaba Guillermo (me enseñó el libro The Keats Family del
norteamericano Lawrence M. Crutcher donde salen gran parte de la familia,
excepto la última generación), ya son 900 personas en la rama norteamericana
que comenzó George, el hermano de John y 300 en la rama española que inició
Fanny con Valentín Llanos.
Esa nebulosa de los recuerdos nos
hizo fantasear con la posibilidad de acudir al año que viene a Londres, cuando
se vuelva a celebrar el Keats Festival a mediados de junio,
una fecha que resonó a gloria bendita en nuestros oídos, lo que de paso me
llevó a proponerle un acto más cercano y más factible de realizar, cuando le lancé
la propuesta de presentar Los últimos pasos de John Keats en
Ávila, pues abulenses somos él y yo, como lo fueron los familiares que en su día
regentaron El Diario de Ávila o lo son sus hermanos, a pesar de que solo uno viva
allí en la actualidad, pero como digo, sería un inmejorable hito para reivindicar
la figura del poeta en un lugar, donde el paso del tiempo y las casualidades
nos han hecho confluir a todos. Y todas estas ensoñaciones las hicimos mientras
me enseñaba las cédulas de enterramiento de los familiares que están enterrados
en el Cementerio de San Isidro de Madrid, cerca de donde descansan los restos de
Fanny
Keats, o me regalaba el libro Valentín de Llanos (1795-1885) y los
orígenes de la novela histórica, escrito por Salvador García Castañeda,
o simplemente me anunciaba que existe otro medallón de John Keats en la catedral
de St Paul en Londres. Datos y detalles que se alargaron durante toda la tarde
hasta casi entrada la noche, y que lo hicieron
con la promesa de si llegamos a hacer una nueva presentación de la novela
en el Museo del Romanticismo en Madrid, poder contar con su presencia, pues es
uno de esos marcos inmejorables para unir el presente y el pasado de un poeta
que ha vencido al paso del tiempo e incluso a los diferentes idiomas que su
estela nos ha dejado.
Ángel Silvelo Gabriel.
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