Identificar el mundo con esa sensación de abandono que nos produce la luz, el sol, la vida. Una vida donde el color lo es todo, el epicentro de la resonancia de nuestros sueños y el objetivo último de esa concepción intelectual que transforma los niveles de expresión en arte. Arte puro. Sencillo. Arte que solo busca la perfección desde la sencillez. A través de esa primera impresión que nos transmite una paleta de colores plana, primaria y que explora los límites de las relaciones personales, el retrato clásico o la naturaleza. Ahí es donde Alex Katz, en la retrospectiva que el Museo Thyseen-Bornemisza de Madrid nos ofrece hasta el 11 de septiembre, siembra la armonía. Una falsa armonía que se esconde tras las grandes dimensiones de sus cuadros y su capacidad para obligarnos a ver más allá de sus simples formas. En esa relevancia del color es donde sus cuadros de retratos o más concretamente de grupos de personas se nos muestras unas veces como meros fotogramas de una película que se duplican sin llegar a invadir la multiplicidad de los espacios en los que personajes de esa Nueva York que él descubre junto a Ada, su mujer y sus musa, nos deja traslucir miradas que se pierden. Miradas que no buscan la conversación y se difuminan en el etéreo espacio que las rodean. Un Hopper sin la textura oscura de sus matices de colores o la exploración de la soledad individual, pues la soledad de Katz es colectiva y replicante.
Otra de sus facetas más representativas se encuentra en los múltiples cuadros en los que inmortaliza a su musa, Ada. De lado. Boca arriba. De frente. Entre colores pasteles. Por encima de colores vivos y fuertes que se pelean unos sobre otros y contrarrestan de algún modo la serenidad con la que retrata la expresión de la gran dama norteamericana. Una forma de entender el mundo del arte que también reside en el gusto por el gran formato que él extrae de su pasión por las vallas publicitarias y las pantallas de cine, dos elementos que podríamos ubicar dentro del pop art y que en el caso de Katz son más el reclamo de nuestra atención a través de sus gigantes y sencillas formas. Toda su expresión se resguarda tras el color y su prevalencia sobre el resto de elementos pictóricos o artísticos. Y lo hace al modo de la música de jazz que él adora y utiliza mientras pinta para, mediante esa improvisación salvaje y onírica, buscar el presente. El presente que no es o deja de ser.
Ángel Silvelo Gabriel.