lunes, 30 de septiembre de 2019

EXPOSICIÓN DE DAVID WOJNAROWICZ, LA HISTORIA ME QUITA EL SUEÑO, EN EL MUSEO REINA SOFÍA DE MADRID: AGUA DE FUEGO VERTIDA SOBRE EL TORMENTO



Arder sin la más mínima intención de ser purificado. Arder para acabar con todo. Arder sin otro propósito que el de la protesta. Arder para fijar la mirada en el otro. El oprimido. El olvidado. El enfermo. El enfermo de sida que necesita de ese agua de fuego vertida sobre el tormento para arder sin más en la ceremonia de la búsqueda del cuerpo del otro. Del cuerpo desnudo del otro y sus caricias. David Wojnarowicz se retrató a sí mismo y a su universo envuelto en llamas. Llamas de guerra y de pasión. Llamas como la mejor forma de manifestar su desacuerdo con el tiempo que le tocó vivir como alternativa a la New wave imperante a finales de los setenta y mediados de los ochenta en el mundo del arte. Se refugió en el Lower East Village neoyorquino. Allí recorrió sus calles y sus muelles abandonados para nutrirlos de alma. Espacios vacíos a los que él dotó de la firmeza del arte como medio de expresión que aúna fuerza y tensión y, de paso, ocupa huecos olvidados por los otros. Huecos del alma que permanecen en continuo estado de tortura. De miedo. De pasión. De muerte. La multiplicidad artística de Wojnarowicz fue tan incesante como camaleónica en todas y cada una de sus manifestaciones: escritura, poesía, música, pintura, escultura, collage, montajes, películas. De ahí que el acierto de esta exposición esté en mostranos una buena parte de todos ellos, pues todos ellos son medios con los que el artista norteamericano expresó su profundo desacuerdo con las corrientes artísticas e ideológicas imperantes a finales del siglo XX. Su activismo a favor de los enfermos de sida no hizo sino expresar ese multitudinario aislamiento de los otros que él hizo propio. Esa historia que, como tantas otras, le quitaba el sueño. Historias plagadas de guerras perdidas o enfermedades silenciadas por el establishment. Historias de vidas condenadas a una muerte joven.



Su senda narrativa y artística nos acerca a los oprimidos en forma de cabezas de escayola adornadas con vivos colores y mapamundis tintados o repletos de collages, y también nos resalta el silencio que en sí mismo protagoniza el anonimato en su larga y magnífica exposición fotográfica Arthur Rimbaud in New York, integrada por instantáneas de sus amigos posando en distintos lugares de Manhattan con una careta del poeta francés cubriéndoles la cara. Una senda narrativa que a su paso por la música nos recuerda a los retazos sonoros de unos Talking Heads adornados por la genialidad que los hizo únicos y, que en su vertiente final —en el caso de Wojnarowicz— se manifiesta con  cuadros de gran formato donde un permanente color gris oscuro, con el que pinta maquinarias industriales, trenes o insectos, hacen de contrapunto a las huecos —a modo de ventanas— a través de los que asistimos a guerras o espacios ajenos a la propuesta principal del cuadro, que sin embargo complementan el lenguaje ético siempre presente en su obra. Un color gris oscuro que moldea y se contrapone a esos verdes y rojos oscuros, y a su vez tan brillantes, que parecen un magma recién salido del centro de la Tierra. En esa necesidad expresiva, también resaltan los cuadros donde se nos muestran los estragos del sida en aquellos a los que Wojnarowicz estuvo más cercano, llegando a su punto más álgido cuando retrata los últimos instantes de vida de su amigo Peter Hujar en veintitrés instantáneas en blanco y negro que nos muestran un profundo respeto por la vida: "Todo lo que hago, lo hago pensando en Peter: mi hermano, mi padre, mi vínculo emocional con el mundo". Un mentor que fue quien le animó que se dedicara de lleno al arte y se olvidara de la escritura.



David Wojnarowicz fue un rebelde con causa. Un rebelde marcado por la violencia familiar que vivió y que tanto le marcó a lo largo de su vida, lo que le convirtió en un outsider en busca de su lugar en el mundo. Una lucha que al final (falleció con 37 años), le llevó hasta su activismo político; una activismo que se enfatizó tras la muerte de Hujar: su mentor, amigo y amante. Todo ello queda muy bien representado en el último cuadro de la exposición y en su famoso texto: "Un día este niño se hará grande. Un día este niño hará algo que provoque que los hombres que visten los uniformes de sacerdotes y rabinos, hombres que habitan en ciertos edificios de piedra, pidan su muerte. Un día los políticos promulgarán leyes contra este niño.



Un día las familias darán información falsa a sus hijos y cada niño traspasará esa información de manera generacional a sus familias y esa información se diseñará para que la existencia de este niño sea intolerable. Todo esto empezará en uno o dos años, cuando descubra que desea situar su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de otro chico",porque en esa historia que le quitaba el sueño, todo era como el agua de fuego vertida sobre el tormento.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

AUGUST STRINDBERG ACREEDOR@S EN EL TEATRO LARA DE MADRID: UN FELIZ REENCUENTRO CON EL TEATRO DE LA PALABRA O EL ACOSO DEL AMOR



La palabra como argamasa y paleta con la que modelar las pasiones humanas. Palabras que unen y destierran a unos personajes entregados a sus miedos. Palabras que configuran el caos de la existencia al que se ve avocado el acoso del amor. El amor y sus intrigas elevados a la enésima potencia. Garra y desgarro. Pasión y furia. Esperanza y ocaso. Más allá de la inicial postura feminista del dramaturgo sueco y su posterior y afamada misoginia, en Acreedor@s, traducida y adaptada por Elda García (que también interpreta el papel de Tekla) asistimos a una versión actualizada de esta pieza de cámara. Un obra que con el paso del tiempo se ha convertido en un clásico del primer teatro de Strindberg, aquel que derrumbó las barreras del teatro romántico y se posicionó con el naturalismo y la crueldad, movimientos más acordes con los tiempos y las experiencias vitales que le tocaron vivir. Esa ruptura temporal en el texto, interpretativa en la concepción de los personajes y dramática en la textura de su teatro, nos van a llevar por una senda plagada de miedos. Miedos que a sus protagonistas les hacen llegar al abismo donde ya nada importa, salvo derrotar al otro. Amor por confrontación. Amor por venganza. Amor por odio. Y, tras todo ello, la contemplación del alma desnuda, indefensa, aterrorizada y enferma que se posa frente al otro sin respuesta posible. Escrita el mismo año que sus célebres obras de teatro El padre y La señorita Julia (1888), en Acreedores también somos testigos de primera mano de lo que la crítica de su tiempo denominó como de: «lucha de cerebros que conducen al crimen psicológico»; una temática que, por otra parte, está presente en muchas de las obras del dramaturgo sueco. Si a eso le unimos su esquizofrenia y su manía persecutoria que se le acrecentó desde que se separó de su primera mujer (Siri von Essen), tras su regreso a Suecia en 1891, tenemos un espacio repleto de fantasmas a los que Strindberg trata de espantar y someter desde la ambivalencia de la lucha de sexos y la confrontación de lo viejo y lo nuevo.



Dirigida por Andrés Rus, Acreedor@s en versión de Elda García-Posada, se nos muestra como un feliz reencuentro con el teatro de la palabra, donde el verdadero protagonismo lo tienen los actores. En este sentido, la fuerza interpretativa de Chema Coloma a lo largo de toda la obra es más que encomiable en su papel de embaucador y prestidigitador de los sentimientos de Gustaf, interpretado por un José Emilio Vera que se somete a un proceso de auto tortura donde la gestualidad de sus manos y los movimientos espamódicos sobre el suelo son disgnos de destacar. Frente a ellos, y entre ellos, una seductora Elda García-Posada en el papel de Tekla, contrapunto y fusión de los espíritus atormentados de su ex marido y su actual pareja. Amantes, en definitiva, que buscan la posesión de su cuerpo y de su alma sin poner ninguna cortapisa a la hora de llegar a sus entrañas. Sin embargo, la Tekla que Elda García-Posada nos muestra e interpreta es una mujer con ideas propias, independiente y dueña de sus emociones. Una mujer segura de sí misma que solo duda ante la pasión y la incertidumbre que el amor le proporcionan.



Acreedor@s es una magnífica propuesta y un punto de encuentro con el mejor teatro del dramaturgo, escritor y periodista sueco, August Strindberg; una propuesta escénica que nos devuelve sin miedo al teatro de la palabra. Y que por si fuera poco, tanto en el escenario de la obra como en la antesala de la Sala Lola Membrives del Teatro Lara, podemos disfrutar de una serie de autorretratos del propio artista sueco procedentes del Museo Strindberg de Estocolmo. Una muestra que han titulado como “Strindberg, pionero del selfie”. Un título que se pega y mimetiza en la piel de la obra y la vida del artista nórdico, porque sin duda, todo bascula alrededor de un universo dominado por el acoso del amor y las múltiples formas de vivirlo y reinterpretarlo.



Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 19 de septiembre de 2019

GLADYS HUNTINGTON, MADAME SOLARIO: EL HIERATISMO DE LA SINRAZÓN



¿Qué es mejor la abundancia de los gestos en forma de clicks, o la observación que se ajusta a la ausencia de palabras? En una época donde todos somos cómplices de una hiper comunicación que en la mayoría de los casos contamina más que alumbra, o donde el feminismo se expresa de una forma exacerbada a la hora de comunicar sus objetivos, podríamos decir que la mejor opción es la de la abundancia. Sin embargo, si leemos Madame Solario asistimos al contrapunto de todo lo expuesto, pues su máximo empeño se pone en observar y reinterpretar la falta de gestos y palabras, por no hablar de la libertad personal y sexual inherentes a su protagonista. Madame Solario es una novela escrita por la escritora norteamericana Gladys Huntington poco después de 1916, pero que no vio la luz hasta 1956 de una forma anónima. En ella, la protagonista de esta larga novela nos obliga a prestar toda nuestra atención en la ausencia de palabras, en la quietud del gesto apenas turbado por la aparente serenidad que esconde la mayor y la peor de las pasiones tras el velo que cubre su rostro, y en el análisis indirecto de las intenciones. Verso libre en un mundo abocado a su desaparición —la Belle Époque—, Natalia Solario rinde homenaje a todas aquellas sinergias que rigen nuestras vidas, pero sin llegar a culminar ninguna de ellas, al menos en apariencia. Ella se erige en la máxima expresión de la elegancia, la dulzura y la exquisita educación, pero también del desamor, el infortunio y la desesperación que le producen las vertiginosas fauces del incesto. Con un lenguaje exquisito en las descripciones del lago Como y sus villas, o de los trajes y vestidos de una inmovilista y arcaica sociedad aristocrática que disfruta del final del verano en el hotel Cadennabia, ese mismo lenguaje, sin embargo es parco en las alusiones directas a las necesidades vitales que traspasan el poder de las palabras para inundarse de gestos y desmesura. Este enredo pasional y de suspense ya fue muy bien dramatizado de una forma mucho más intensa y poética por Gabrielle D’Annunzio en su famosa novela El Placer (1889), en la que también precisa de un suculento número de páginas para resolver las pasiones más incontrolables de su protagonista. No obstante, con el paso de los años, la literatura dejó a un lado el impostado lenguaje de los gestos para pasar al menos pragmático idioma de la acción. Aún tardaría unos años en hacerlo, pero tanto el escritor norteamericano Scott Fitzgerald en su magnífico retrato de los años veinte y su derrumbe presente en sus novelas, como más tarde hiciera Henry Miller en su tórrido destierro parisino, llevan a la novela y su forma de retratar el mundo a un espacio distinto que nos obliga a reinterpretar la sociedad y sus pasiones de una forma distinta —por directa y abrupta— que se aleja del hieratismo de la sinrazón de Gladys Huntington en Madame Solario. Dijo bien su marido cuando calificó a este texto como de “único, un Frankenstein”, aunque el monstruo tenga esta vez el pelo rubio y la piel fina.



Madame Solario es una suerte de novela que cabalga entre dos mundos: el real y el deseado. Un reflejo que se transmite en todos los personajes principales de esta novela: el joven inglés, Bernard; el hermano de Natalia, Eugène; o el conde ruso Kovanski. Ese reflejo distópico del amor y la desesperación inherente a todos ellos se encuentra mejor retratado tanto en la primera como en la tercera parte de la novela, aquellas donde la voz narrativa se deposita en Bernard; una voz que, en algunas ocasiones, nos recuerda a la nebulosa que años más tarde se encontrará en Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, aunque en nuestro caso se sitúe en tierras italianas. Un destierro que en la novela de Huntington se traduce en el descubrimiento del amor de una forma inocente por parte del joven inglés, Bernard, que sin embargo y en apariencia no tiene prisa en verlo culminado, haciendo suyo el lema de que se disfruta más del viaje que de la meta. Una meta, Madame Solario, que no renuncia a abandonar un estatus y un mundo que para ella no es el de una buscada decadencia, sino más bien el de un mundo perturbado por las más bajas pasiones que conducen a una segura decadencia y decrepitud. Vampira de almas y amores, Madame Solario es una perenne superviviente de una sociedad plagada de convencionalismos a los que ella reta sin importarle traspasar las barreras de la moralidad que la llevan hasta las ciénagas más inciertas de una amoralidad que a día de hoy resulta cuando menos naif. Le falta algo a esta novela que se pierde sin mucho sentido en una larga y copiosa segunda parte, en la que su autora nos muestra la otra cara de su protagonista. Quizá sea la intensidad poética que sí tiene la novela de D´annunzio antes citada, o el ardor de un Lawrence Durrell en estado de gracia en El Cuarteto de Alejandría —sobre todo en el primer volumen titulado Justine—. O quizá sea también el tardío descubrimiento de la autoría de esta novela (1980), lo que nos lleva a someterla a un análisis crítico comparativo con otras obras también consideradas como de maestras, que, aunque escritas con posterioridad, sin embargo fueron publicadas muchos años antes. Una definición —la de maestras— que también se podría atribuir a muchas de las novelas de Irène Nemirovsky y que, sin duda, han soportado mucho mejor el paso del tiempo a pesar de que las hallamos descubierto recientemente. Sea como fuere Gladys Huntington, que también veraneó en el lago Como con su familia, prefirió permanecer en un segundo plano —como su protagonista— y no editar esta novela con su nombre. Un anonimato que se desdibujó en los años ochenta y la convirtió en una autora de éxito. Un éxito que por otra parte no vio, porque se suicidó en 1959 tras sufrir varias tragedias familiares y ser consciente del derrumbamiento del mundo que la vio nacer.

  

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 13 de septiembre de 2019

GIOVANNI VERGA, LA VIDA EN EL CAMPO: LAS FUERZAS OCULTAS QUE GOBIERNAN A LA POBREZA



La distancia entre el corazón y la muerte se acorta de forma trágica  a través de una serie de fuerzas ocultas que nos obligan a maldecir nuestra aparente mala suerte o a ese destino que nunca querríamos para nosotros. Entre pasiones y malentendidos marchan los protagonistas de La vida en el campo de Giovanni Verga. Entre pasiones y enredos entrelazados bajo las turbulencias del Sirocco procedente de África. Un viento que sin ser mencionada está presente los personajes de esta serie de cuentos en los que el escritor italiano da luz a los pobres. Algo que más tarde hará el cine del neorrealismo italiano o el propio Luchino Visconti. Realidad y fanatismo unidos de la mágica mano del destino, porque quizá una de las mayores tragedias de la vida sea desafiar a aquellos elementos que rigen nuestros sentidos, ya sean estos plácidos o funestos. En ese contrapunto en el que siempre tiene cabida una pequeña dosis fantasía Sicilia y sus gentes confluyen en unas ocasiones entre lo realmente bello y majestuoso, y entre los ritos y los chismes en otras. Costumbres que a día de hoy todavía se muestran muchas veces en nuestras vidas y que aún nos sirven de amuleto a la hora de hacer frente a las pasiones más ocultas, los contratiempos o las desgracias. En todo ello siempre hay un tercero, alguien que mueve los hilos por nosotros hasta conseguir que seamos víctimas de la desesperación sin llegar nunca a ser conscientes del arraigo que en nosotros tienen nuestras taras y defectos. En un entorno donde la naturaleza embriagadora de la Sicilia de finales del diecinueve, Giovanni Verga, como máximo representante de un naturalismo arraigado en las más profundas raíces populares y en los desengaños del corazón, nos muestra con suma eficacia los diferentes cauces por los que el ser humano se conduce a lo largo de su vida. Este repaso, a algunos de los pecados capitales que nos acechan en el día a día, nos sirve para profundidad en la esencia de los sres humanos. Atormentados por sus pasiones en unas ocasiones, y esperanzados con sus fantasía en otras. El difícil equilibrio entre ambas, será el elemento básico de unas narraciones que nos aproximan a esos olvidados por el mundo que también necesitan vivir y experimentar. Vivir y experimentar como el resto, pues su cualidad principal es la de ser seres racionales que necesitan de la posibilidad de cambio. Un cambio hacia la felicidad que, sin embargo, el escritor italiano no les concede, pues éstos son aplastados por las fuerzas vivas de los pueblos en los que viven y por la estática estructura social en la que se desenvuelven. Hay mucha luz y montañas y campo abierto en estos relatos. Referencias geográficas que nos muestran una Sicilia idílica en cuanto a su fisonomía, pero que se retuerce en cuanto a sus costumbres. No en vano, La vida en el campo está protagonizada en estos relatos por la fuerzas ocultas que gobiernan a la pobreza.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 10 de septiembre de 2019

COPENHAGUE, DIRIGIDA POR CLAUDIO TOLCACHIR: LA TRASCENDENCIA DE LA ZONA DE INCERTIDUMBRE


Las encrucijadas del destino se empeñan en buscar y rebuscar. Lo hacen con la complicidad de la incertidumbre hasta encontrar esa grieta por donde se cuela toda una vida. O varias. Ese enigma en clave de tormenta en la que se ahogan el sentido de la pureza y el compromiso. Ese enigma donde unos y otros se hallan volcados en la superficie de la amistad. Todo eso representa Copenhague y la trascendencia de la zona de incertidumbre que se alía con la casualidad y el destino de aquellos que están llamados a marcar los designios de la humanidad. Unos elegidos que sufren y se convierten en seres vulnerables cuando abandonan ese púlpito de la certeza donde realizan sus investigaciones. No hay nada más relevante en Copenhague que el fracaso de la amistad, las simas que producen las muertes accidentales y la necesidad de buscar aquello que de verdad calme al alma atormentada, pues almas atormentadas son los científicos (Niels Born, padre de la física cuántica y Premio Nobel en 1922, y Werner Heisenberg, padre del principio de incertidumbre), cuando se enfrentan a sus propios miedos. Miedos escondidos en esas grietas tan difíciles de afrontar y visitar, pues en ellas es donde se encuentra la verdad. Ambos, Niels y Werner se enfrentan a las huellas de un pasado que les llevaron por un mismo camino y, que sin embargo, el transcurso de la historia y la segunda guerra mundial, les servirá solo como un elemento más de reproche y desarraigo. Uno y otro luchan contra sí mismos y sus contradicciones. Y también buscan tanto reencontrase con la amistad del pasado como con las innumerables horas de trabajo que compartieron. Ellos son incisivos y tiernos, trágicos y cómicos a la vez, pues como el resto de los mortales no son capaces de detener el tiempo y volver a un pasado que se rompe tras la tormenta de un día de playa. El único asidero que parecen encontrar en sus respectivos procesos de ahogamiento se lo dispensa la mujer de Niels, Margrethe Bohr, que trata de ser el filo de una balanza que jamás llegará a mantenerse en equilibrio.



Michael Frayn, autor de Copenhague, nos introduce en el teatro denominado de palabra y reflexión, dando pie a que los espectadores sean testigos del problema ético que produjo el uso de la física teórica para el desarrollo del armamento nuclear. En este encuentro entre ambos científicos, que tuvo lugar en la capital danesa en septiembre de 1941 (hace ahora 78 años), somos víctimas de ese viaje hacia la nada. Y lo hacemos desde el principio. En una especie de nube perdida en el cielo a modo de limbo que representa un escenario a media luz, donde su sencillez nos produce un letargo de cercanía respecto de los actores, a cada cual más genuino y magistral. En Copenhague también asistimos al teatro dentro del teatro y a la importancia de la palabra y los recuerdos. Palabras y recuerdos que se vislumbran a través de la repetición de algunas frases a lo largo de las tres escenas distintas de las que se compone la obra y que, sin embargo, no por ello están disociadas, sino que representan una unidad gracias a los recuerdos de los personajes. De ahí la importancia de aquellas frases que se repiten a lo largo de la misma. Frases que nos arrojan luz porque forman parte de escenas de nuestras propias vidas. Escenas que no se borran en el interior de nuestras conciencias. Copenhague es una magnífico ejercicio de vaivén entre el pasado y el presente. Un pasado y un presente que se muestran impasibles con los protagonistas. En este sentido, cabe decir que cada uno de ellos está inconmensurable y en estado de gracia. Ellos son los verdaderos responsables de que el texto sea tan devastador como mágico, pues a través de sus interpretaciones vemos algo de luz sobre la espesa niebla que les acoge. Es muy difícil imaginar esta obra sin Emilio Gutiérrez Caba, Carlos Hipólito y Malena Gutiérrez sobre el escenario, porque ellos son el complemento perfecto del texto de Michael Frayn.



Copenhague es un viaje al pasado y a las consecuencias que ese viaje tendrá en todos nosotros en el futuro. Un futuro cercano para la humanidad. Un futuro que caminó de la mano de un hecho que lo cambió todo, igual que una bicicleta perdida en mitad de la noche y la importancia de un Lucky Strike, quizá, porque ambos representen como nadie la trascendencia de la zona de incertidumbre que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas.

 

Ángel Silvelo Gabriel.