Arder sin la más mínima intención
de ser purificado. Arder para acabar con todo. Arder sin otro propósito que el
de la protesta. Arder para fijar la mirada en el otro. El oprimido. El
olvidado. El enfermo. El enfermo de sida que necesita de ese agua de fuego
vertida sobre el tormento para arder sin más en la ceremonia de la búsqueda del
cuerpo del otro. Del cuerpo desnudo del otro y sus caricias. David
Wojnarowicz se retrató a sí mismo y a su universo envuelto en llamas.
Llamas de guerra y de pasión. Llamas como la mejor forma de manifestar su
desacuerdo con el tiempo que le tocó vivir como alternativa a la New wave
imperante a finales de los setenta y mediados de los ochenta en el mundo del
arte. Se refugió en el Lower East Village neoyorquino. Allí recorrió sus
calles y sus muelles abandonados para nutrirlos de alma. Espacios vacíos a los
que él dotó de la firmeza del arte como medio de expresión que aúna fuerza y
tensión y, de paso, ocupa huecos olvidados por los otros. Huecos del alma que
permanecen en continuo estado de tortura. De miedo. De pasión. De muerte. La
multiplicidad artística de Wojnarowicz fue tan incesante como
camaleónica en todas y cada una de sus manifestaciones: escritura, poesía,
música, pintura, escultura, collage, montajes, películas. De ahí que el acierto
de esta exposición esté en mostranos una buena parte de todos ellos, pues todos
ellos son medios con los que el artista norteamericano expresó su profundo
desacuerdo con las corrientes artísticas e ideológicas imperantes a finales del
siglo XX. Su activismo a favor de los enfermos de sida no hizo sino expresar
ese multitudinario aislamiento de los otros que él hizo propio. Esa historia
que, como tantas otras, le quitaba el sueño. Historias plagadas de guerras
perdidas o enfermedades silenciadas por el establishment. Historias de
vidas condenadas a una muerte joven.
Su senda narrativa y artística nos
acerca a los oprimidos en forma de cabezas de escayola adornadas con vivos
colores y mapamundis tintados o repletos de collages, y también nos resalta el
silencio que en sí mismo protagoniza el anonimato en su larga y magnífica
exposición fotográfica Arthur Rimbaud in New York, integrada por
instantáneas de sus amigos posando en distintos lugares de Manhattan con una
careta del poeta francés cubriéndoles la cara. Una senda narrativa que a su
paso por la música nos recuerda a los retazos sonoros de unos Talking
Heads adornados por la genialidad que los hizo únicos y, que en su
vertiente final —en el caso de Wojnarowicz— se manifiesta con cuadros de gran formato donde un permanente
color gris oscuro, con el que pinta maquinarias industriales, trenes o insectos,
hacen de contrapunto a las huecos —a modo de ventanas— a través de los que
asistimos a guerras o espacios ajenos a la propuesta principal del cuadro, que
sin embargo complementan el lenguaje ético siempre presente en su obra. Un
color gris oscuro que moldea y se contrapone a esos verdes y rojos oscuros, y a
su vez tan brillantes, que parecen un magma recién salido del centro de la
Tierra. En esa necesidad expresiva, también resaltan los cuadros donde se nos
muestran los estragos del sida en aquellos a los que Wojnarowicz
estuvo más cercano, llegando a su punto más álgido cuando retrata los últimos
instantes de vida de su amigo Peter Hujar en veintitrés
instantáneas en blanco y negro que nos muestran un profundo respeto por la
vida: "Todo lo que hago, lo hago pensando en Peter: mi hermano, mi padre,
mi vínculo emocional con el mundo". Un mentor que fue quien le animó que
se dedicara de lleno al arte y se olvidara de la escritura.
David Wojnarowicz
fue un rebelde con causa. Un rebelde marcado por la violencia familiar que
vivió y que tanto le marcó a lo largo de su vida, lo que le convirtió en un outsider
en busca de su lugar en el mundo. Una lucha que al final (falleció con 37
años), le llevó hasta su activismo político; una activismo que se enfatizó tras
la muerte de Hujar: su mentor, amigo y amante. Todo ello queda muy bien representado
en el último cuadro de la exposición y en su famoso texto: "Un día este
niño se hará grande. Un día este niño hará algo que provoque que los hombres
que visten los uniformes de sacerdotes y rabinos, hombres que habitan en
ciertos edificios de piedra, pidan su muerte. Un día los políticos promulgarán
leyes contra este niño.
Un día las familias darán
información falsa a sus hijos y cada niño traspasará esa información de manera
generacional a sus familias y esa información se diseñará para que la
existencia de este niño sea intolerable. Todo esto empezará en uno o dos años,
cuando descubra que desea situar su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de
otro chico",porque en esa historia que le quitaba el sueño, todo era como
el agua de fuego vertida sobre el tormento.
Ángel
Silvelo Gabriel.