Cuando uno lee este libro de reportajes literarios y crónicas de viajes cree tener el mundo en la palma de la mano, pues tal parece la ambición viajera del escritor norteamericano. Un James Salter que cautiva con reflexiones inesperadas o frases cortas que definen y describen en un pequeño espacio grandes momentos de la vida. Instantes que tienen el poder de fijar la mirada sobre el todo obviando a la nada. Sobre aquello que de verdad es importante sobre lo que no lo es. Y, por supuesto, de resaltarnos el punto de reflexión que atesora siempre la mirada del escritor que logra atrapar tu pensamiento. A todo ello, hay que añadir el rasgo esencial de la mayoría de las historias, viajes y peripecias que aquí se cuentan: el riesgo. Aquel que le llevó a pilotar un caza de las fuerzas aéreas norteamericanas en su juventud; a escalar paredes verticales de un grado de dificultad extremo; o a regresar a las pistas de esquí en las que en anteriores ocasiones se había roto el brazo, la pierna o una costilla, porque como nos relata en un viaje a Japón —que hizo con su hijo y un grupo de australianos a los que no conocían y con los que recorrieron una de las islas del archipiélago nipón en bicicleta—: «De vez en cuando lloviznaba. Era una de las mañanas más bonitas de mi vida y bordeaba la costa sin prisas, sin sobresaltos. No tenía pasado ni futuro, lo había entregado todo a la carretera vacía. Abajo, en las rocas, el mar estaba claro y verde. Entre la carretera y la costa había pequeños arrozales, casas azotadas por los elementos, pueblos tranquilos. Yo cantaba mientras pedaleaba, en armonía con la tierra y el cielo» todo nace de la propia entrega que cada uno hace a su vida. Esa entrega que busca la armonía y la esencia que le acompañan en cada uno de sus viajes, ya sea por las calles de París, los castillos del Loira o el sur de Inglaterra, cuando saliendo de Londres inicia una caminata de tres días en la que, entre otros lugares y casas, llega a la de Virginia Woolf, aquella de la que partió para suicidarse. Un matiz literario que para alguien que le gusta la literatura no pasa desapercibido por mucho que Salter nos lo presente de una forma casual; un matiz con el que también adorna sus visitas a los cementerios, o que le hizo residir durante una temporada en un hotel frente al camposanto Pere Lachaise de París.
No es extraño entonces que, después de leer y adentrarnos en esta experiencia vital y viajera que es Otros lugares, adivinemos por qué Salter tardó tanto tiempo en publicar cada nuevo libro, o simplemente se enrocara en la revisión de sus primeras novelas durante cuatro o cinco años, pues el despliegue de sus experiencias por los Alpes suizos, sus pistas de esquí, y sus hoteles y restaurantes son dignos del mejor escritor de guías de viajes. Lo que también podríamos decir de su afición al alpinismo. O ese regreso a la ciudad más antigua de Alemania, Tréveris, que en nada se parece a la que él conoció treinta años antes. Alejado de su experiencia como aviador, esta vez no deja de pisar el suelo con la firmeza del que va bien sujeto al mundo. Un periplo al que él se expone con lo justo, y ligero de equipaje, como mejor fórmula de regresar a su juventud, pues ese sin duda es uno de sus objetivos: volver a pisar la calma y el orden de los paisajes europeos, sobre todo, los franceses que una vez formaron parte de la vida soñada. Una nómina de búsqueda de sensaciones y recuerdos que también hace extensible a la literatura cuando va a aquellos lugares que sus escritores favoritos frecuentaron, como el hotel Hilltop de Tokio, el preferido de Mishima, y en el que se hospedó en multitud de ocasiones, y unos días antes de su muerte. O su visita a Tánger tras leer a Paul Bowles. Una nómina nómada que, en muchas ocasiones, realiza en solitario como mejor forma de afrontar lo nuevo con la tempestad que le rodea al ser humano cuando se enfrenta solo ante lo desconocido. Esa incertidumbre, sin duda, es una de las huellas que marcan el territorio de este libro libre en su concepción. Heterogéneo en la multiplicidad de experiencias. Y único en cuanto a su forma de ser narrado con un estilo impecable y cercano al resto de la producción literaria de este gran escritor norteamericano que necesitaba fijarse en la vida de sus amigos para crear sus personajes literarios, pues decía que la suya carecía de interés. De esa ambivalencia entre la experiencia y el deseo nace este libro que se pasea a lo largo de toda una vida, y que en un momento dado también llega a su fin, como por ejemplo lo hace el verano: «Ha llegado el final de la estación, tal vez la mejor época de todas, silencio y días perfectos. Una última hora junto al mar. Sobre la arena casi vacía, una pinza de cangrejo, dos niños con su madre, una vitola de puro, una joven desnuda. Ave.» Y tras esa cortina, los recuerdos, aquellos que sin darnos cuenta nos llevan a poseer el mundo en la palma de la mano.
Ángel Silvelo Gabriel.