Estrella Savirón - A golpe de efecto
En Fragmentos tienen cabida la literatura, la música, el cine, el teatro, el arte y, de vez en cuando, se cuela algún microrrelato.
lunes, 29 de febrero de 2016
TEATRO TRIBUEÑE, PROGRAMACIÓN DE MARZO: SESIÓN DE FIN DE SEMANA
“Una historia sencilla, bien contada, bien interpretada y llena de magia”
TEATRO TRIBUEÑE, PROGRAMACIÓN DE MARZO: JUEVES DE REPERTORIO
Montaje imprescindible para los apasionados del teatro y, particularmente, para los lorquistas”
Azay Arte Magazine – Laura Esteban
“Tribueñe rinde culto a la poesía y la belleza. Esto es teatro”
Javier Villán en El Mundo
“Es muy engañosa la vida”
Ligazón, Valle-Inclán
“Monólogos que nos iluminan y nos ayudan a reencontrarnos con la esencia de lo que somos”
Ángel Silvelo Gabriel
jueves, 25 de febrero de 2016
CARLOS OROZA, EXTRACTO DEL PRIMER POEMA DE SU POEMARIO ÉVAME
La tierra es un espejo
Una marcha del agua con su olfato
Un aroma extendido
Un puente
Un salto
Una lejanía abandonada
Un agua altiva
Una franja de acero
Tránsitos y multitudes que se cruzan y que nunca se van a conocer
Direcciones en calma
Un cuerpo en el ámbito
Una ciudad que se forma mientras la otra sube por su calle cansada
Escucha una voz mientras has de llegar
Vas a subir
A entrar sin descansar en compostura según sus sonidos
A sus cuencas profundas por una tentación de luz
Mirar por todo el cuerpo tirar de mi aliento alucinar con mis ojos
Atraer
Tomar mi cuerpo y bajarlo
Aúllo
Entro entonces por ti
Me dejar al descubierto y andamos en ambas manos tanteando el vacío
Carlos Oroza
miércoles, 24 de febrero de 2016
MIRIAM REYES, PRENSADO EN FRÍO: LOS LATIDOS DE UNA CUENTA-ROBOT, RECONVERTIDOS EN POEMAS QUE REPRODUCEN NUEVAS IDEAS, NUEVAS SENSACIONES
Los procesos de escritura fuera de la
norma no son una novedad dentro de la literatura, baste si no, recodar el
movimiento surrealista de principios del siglo pasado y su proceso de escritura
automática, o los experimentos que protagonizó William Burroughs a
través de su método CUT-UP (cortar y pegar), y que tanto influyó en los
miembros de la beat generation a
mediados del s. XX, «dando fruto a términos de invención propia, construcciones
gramaticales imposibles, palabras desprovistas de significado, pero cargadas de
sonoridad, es decir, poesía en prosa con la que evocar determinadas atmósferas
o ambientes que nos lleven a estados psicológicos y no sentimientos» (tal
y como nos apunta Anxo Cuba en su magnífico artículo “El universo extremo y
delirante de William S. Burroughs”). Sin embargo, lo que nos propone Miriam
Reyes http://miriamreyes.com/ en
su nuevo poemario, Prensado en frío, es algo distinto, pues su azar a la hora de
elegir los versos que componen sus nuevos poemas es otro, pues éstos, proceden
de la máquina y su caprichosa combinación aleatoria. En todo este juego de
casualidades, Miriam parece expresarnos una necesidad de traducirse por el otro,
como si sus poemas fuesen ventanas o espejos por los que colarnos —o colarse—,
para de esa forma, darles una forma y un sentido nuevo; una forma y un sentido
en los que ella necesita, de alguna manera, verse plasmada.
No obstante, no nos llevemos a engaño,
porque la contraportada de este poemario acaba con estas tres palabras
interrogativas: «¿reescritura?, ¿sobreescritura?, ¿desescritura?», y como muy
bien dice el refrán popular: «el que avisa no es traidor», pues cada uno de los
lectores de este Prensado en frío deberá elegir una de estas tres opciones, o
sólo una de ellas, o quizá otra distinta. Por si acaso, Miriam Reyes, en la nota
que abre este libro nos dice que: «adoro el escombro, la ruina…», como
si el último afán de este poemario fuese la deconstrucción que a posteriori
admite múltiples formas, tantas, como cada lector del mismo quiera darle. Pues
de esos latidos aleatorios de la cuenta-robot que se proyectan sobre el papel y
el imaginario de la autora —primero—, y de los lectores —después—, se crea algo
nuevo bajo la premisa de aquello que “se
admite ha perdido el control sobre lo escrito o de probar los límites de
nuestra escritura”, como nos apunta la autora.
Los poemas que se generan en este
particular Prensado en frío, son como latidos poéticos que recorren los
caminos metafóricos de sus anteriores trabajos, pero si bien, son poemas
cargados de versos que se complementan o yuxtaponen unos a otros, dependiendo
de un azar predestinado a forzarnos a reinterpretar un mundo nuevo, pues ese es
el final de cada uno de los poemas de este Prensado en frío, trasladarse desde un
espacio poético inicial a otro bajo la posibilidad de ser otro siendo el mismo,
en una especie de reciclaje donde la esencia no desaparece, pero no así la
forma. Aquí, Miriam Reyes, de una forma
consciente, o no, crea nuevas formas y se recrea en ellas buscando una
complicidad por parte del lector, al que en esta ocasión le va a resultar más
compleja asumir, por la dificultad a la hora de encontrar el ritmo en algunos
de los poema-robots que, de esa manera, nos muestran lo difícil que es adivinar
las coordenadas de lo indeterminado. No obstante, de esa indeterminación ven la
luz palabras que crean versos e imágenes que consiguen continuar el discurso
narrativo de la poetisa gallega, pues su esencia poética sigue estando ahí,
aunque esta vez nos la muestre de una forma distinta. Apuesta valiente la de
Miriam Reyes, que busca e indaga en nuevas corrientes expresivas que
nos permiten seguir explorando la esencia del ser humano a través de las
palabras, en este caso, pero no limitadas a ellas, pues los sentimientos
admiten múltiples maneras de verse arrasados y también acariciados. De ahí, que
de Espejo negro, Bella durmiente y
Desalojos, nazca esta nueva criatura, distinta y bautizada como Prensado
en frío; una criatura reprogramada y estigma de un universo, caótico y
ordenado a un tiempo, que ve la luz bajo las fórmulas analíticas de las
máquinas y las grietas de una poeta que no se rinde a dejar de experimentar
nuevos procesos de creación, quizá, porque hace tiempo que se ha dado cuenta de
que el mundo es una combinación imperfecta de prueba y error.
Ángel Silvelo Gabriel.
lunes, 22 de febrero de 2016
JOHN KEATS EN EL 195 ANIVERSARIO DE SU MUERTE EN ROMA: LA VOZ DEL POETA QUE LUCHÓ CONTRA SU ACIAGO DESTINO
Mi querido John:
Hoy, 23 de febrero de 2016, se cumplen
195 años de tu muerte en Roma. Hoy, más que nunca, el tiempo difumina nuestra
memoria, pero no borra los confines de nuestra existencia. La huella del poeta se encalla
laboriosa en el tiempo y deviene en una especie de cántico infinito y espectral
que se sobrepone a la amargura congénita al ser humano. Los límites de tu
poesía se parecen mucho al rugir de las olas, pues por muchas noches solitarias
en las que batan con fuerza la silueta de su sonido sin que nadie las observe, ellas
persisten en el intento, y lo hacen una y otra vez, una y otra vez... Hay ecos
que no saben lo que son la soledad y el olvido, ¿recuerdas?: «El
mar conserva eternos sus murmullos en torno/ de playas desoladas, y con su
recio embate/ inunda mil cavernas, hasta que el sortilegio/ de Hécate
les deja su sombrío sonido». John, ahora las olas del mar se transforman en
ondas que no entienden de cordilleras y continentes, pues viajan por el mundo con
la libertad de aquel que no tiene miedo ni tan siquiera a la muerte. Muy
pronto, tus palabras volverán a inundar ese espacio etéreo, anónimo y
sinsentido, pero tan potente como el
rocío de los placeres que un día te llevaron a ser único, por distinto y
perseverante. Nadie quiso apostar por ti en vida, pero el tiempo, ese diapasón
tiránico y hostil, por fin te dio la razón, y te trasladó a ese mar de nubes
desde el que contemplar el mundo con la serenidad de los dioses que saben que
durante su vida terrenal lo dieron todo. Pena y gloria, dolor y traición que,
en el más infinito de los letargos, se hacen extraños como aquellos
sentimientos contradictorios de abnegación y proeza que te acompañaron en tus últimos
días. Hampstead fue ese jardín eterno donde el amor se vistió con el color de
las lilas y las violetas, y donde el viento de la vida fue breve pero placentero.
En ese momento, tu voz fue portentosa, como sólo lo puede ser la del amante que
no conoce otro límite que el de su propia pasión. Fiebre sin fronteras que,
ausente del poder de la desdicha, navegó firme contra tu destino. Tu vida fue efímera,
como una mariposa, pero tan intensa, que multiplicó hasta el infinito esos tres
días que reclamaste junto a tu amada Fanny Brawne (el reflejo de tus heroicos
poemas). Todavía soy capaz de escuchar ese clavicordio, cuyo sonido, tenue y
limpio a la vez, se asemeja a esa imagen que me llevó hacia ti.
John https://es.wikipedia.org/wiki/John_Keats,
no hay límites para nuestros sueños, ni
barreras imposible de flanquear en la vida de un poeta. Héroe de la nada y
adalid de los sueños más maravillosos por imposibles, sé que descansas en paz;
la paz de aquellos que lo entregaron todo a cambio de nada. Debes conocer que
nada sería igual si no supiéramos recitar cualquiera de tus odas, porque no
seríamos capaces de discernir la verdadera razón por la que estamos vivos.
Tenías razón: «algo bello es un goce eterno».
John, te escribo desde este lado en el
que la naturaleza de las derrotas son otras, pues no existe una leal y prístina
lucha por la búsqueda de la belleza a través de la verdad. Ahora, como antes, los hombres
siguen empeñados en almacenar en sus graneros aquello que no tiene otro sentido
que el de la materia sin esencia. John, este es un mundo que se limita
a vivir rodeado de lo posible o predecible. Aquí no hay batallas engendradas
por la imposibilidad de yacer en lo más alto de la copa de un árbol cual
ruiseñor que declina su canto para proyectar algo de luz sobre la miseria de la
vida: «Escucho entre las sombras; y he estado muchas veces/ un poco enamorado
de la Muerte apacible;/ le he dado dulces nombres en versos abstraídos/ para
que fuera al aire mi aliento sosegado;/ y ahora más que nunca morir parece
hermoso,/ sin dolor extinguirse en medio de la noche,/ mientras que tú derramas
tu alma hacia lo lejos,/ ¡absorto en ese éxtasis!». Dulce éxtasis el de la
muerte que a ti te llevó lejos, muy lejos de Leteo, porque entre las
profundidades del olvido, tu voz surge de múltiples formas, y sigue viva como
quizá nunca lo haya estado antes. La presencia de tus poemas se hace presente a
través de las ediciones que año tras año ven la luz en este mundo de tinieblas.
Hasta
tu amada, Fanny Brawne, lucha por salir de su anonimato y del estigma que sobre
su recuerdo y su persona se posaron sobre ella cuando vieron la luz las cartas
de amor que la escribiste. Tu Fanny, ahora, como antes hiciste tú,
lucha porque el destino —ese caprichoso enigma que te alejó tan pronto del
mundo de los vivos de una forma tan trágica—, la dé a ella una nueva
oportunidad de darse a conocer tal y como era, y no tal y como otros la
reinterpretaron. La esencia de Fanny Brawne también merece la pena ser
explorada y conocida, pues gracias a su cercanía a ti te llevó a dibujar esas
odas que han trascendido al perpetuo paso del tiempo. John, tantos han sido los
que se han acercado a tu obra y tu vida desde entonces, que no cesan de ver la
luz —esa luz que a ti se te negó tan pronto—, nuevas obras acerca del universo
del poeta de la melancolía inalcanzable.
La nómina es larga, John, muy larga, y sólo a modo de ejemplo te enunciaré
algunos de aquellos que se han aproximado a ti: Charles Brown, Lord Houghton, Mary
Shelley, Lionel Trilling, Julio Cortázar, Jane Campion, Antonio Rivero
Taravillo, Alejandro Valero, Juan Carlos Mestre…, e incluso un
servidor, que todavía no puede desprenderse de tu sombra.
Allá donde estés, tu recuerdo sigue
indeleble entre los vivos, a pesar de la nula búsqueda de la belleza a través
de la verdad que hoy nos rodea, como te he dicho antes. John, la voz del poeta que luchó
contra su aciago destino, se ha convertido en un símbolo que recorre
las calles de Roma entre los velos del tiempo que se hacen corpóreos a cada
instante, a cada brizna de césped que, procedente de los zapatos de aquellos que
han visitado tu tumba en Campo Cestio, luego pueblan los adoquines de la
bulliciosa ciudad eterna. Tu esencia y tu lírica se desplazan, con fuerza pero
sin prisa, por todos aquellos recovecos de las almas humanas que necesitan ver
y sentir más allá del lugar y el objeto que les ha sido obsequiado desde que nacieron.
Hay que tener el valor de vencer al miedo, y acabar de subir la loma que divide
el horizonte —cada día nos es más necesario—, como hiciste tú, para llegar a conocer
qué hay en ese otro lado, material y corrupto, como éste, pero sin duda, más
liviano y natural, como todo aquello que se nos presenta como nuevo cada día.
John, desde este lado, el mar sigue
siendo mensajero de grandes dramas humanos, pues ni eso hemos sido capaces de
arreglar, pero también, igual que ese eco perdido en lo más profundo de una
cueva, tus poemas sirven para concelebrar bodas y hacer del amor ese último
lugar que conquistar y en el que quedarse a vivir: «Si yo fuera constante como
tú, estrella lúcida/ no en brillo solitario suspendido en la noche/ y
observando con párpados eternamente abiertos, como insomne eremita de la
naturaleza,/ las agitadas aguas que en su sagrado empeño/ purifican las costas
humanas de la tierra,/ ni mirando la máscara reciente de la nieve/ caída con
dulzura sobre montes y páramos». Nada hay comparable a ese último sentimiento que
tú reinterpretaste en forma de cascada, transparente y dichosa, sobre la que
depositar el último hálito de nuestras vidas. Detrás de cada uno de tus poemas,
persiste esa última necesidad de alcanzar lo imposible, como si el alma del
hombre siempre estuviese condenada a esa eterna condena: «La belleza es verdad; la verdad,
belleza —Todo eso y nada más has de saber en la tierra». Bellas palabras
que escenifican ese sentir de las derrotas amargas. John, nuestro día a día nos
sumerge en el lodo de la insulsa cotidianeidad que no produce grandes hazañas,
más allá de la mera supervivencia, esa que tú buscaste con el ahínco que el
destino te negó. Ahí está, parte de tu leyenda, pues si ese hubiese sido tu
deseo, podrías haber presentado tu renuncia a la vida que, de una forma milagrosa,
se prolongó durante más de dos meses en la soledad de una Roma, oscura y extraña
para ti, donde la luz poco a poco se tornó azul.
John, creo que ha llegado el momento de
la despedida; esa que se vuelve incierta por ser compañera del silencio. Allí, donde te vuelva a encontrar,
diré que una vez puse mi mano sobre tu memoria, infinita y apoteósica, como la
mayor de las manifestaciones de la belleza que jamás haya visto o conocido,
quizá, por eso, el destino te llevó hasta Roma, un lugar donde descansar
rodeado de múltiples pruebas de aquellos que muchos tildan como de imposible.
John, la vida es como una sucesión de estaciones que de repente se para, ¿recuerdas?:
«Estación de neblinas y fértil abundancia,/ compañera del sol maduro y
fecundante,/ con quien conspiras para colmar y honrar con frutos/ las vides que
rodean los aleros de paja/ y cargar con manzanas los árboles musgosos/ del
caserío, henchir de sazón todo fruto,/ hinchar la calabaza, llenar las
avellanas/ de una dulce semilla, y hacer brotar más flores/ y más flores
tardías para que las abejas/ piensen que no se acaban las cálidas jornadas,/
pues rebosó el estío sus celdas pegajosas».
¡Hasta siempre, John!
Ángel Silvelo Gabriel.
ALAS, LECTURA DE MICRORRELATOS COORDINADA POR LOLA BUENDÍA: MÁLAGA, 1 DE MARZO A LAS 19,30 H., CALLE DE LA MERCED, 1
El próximo 1 de marzo, dentro de las actividades paralelas a la exposición
CUÉNTALAS, Lola Buendía López coordinará el acto: "Lectura de Microrrelatos"
comenzando los actos de ALAS del mes de marzo
(8M DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER). Os esperamos.
MI RELACIÓN CON LA COMIDA DE ÁNGÉLICA LIDDELL Y DIRIGIDA E INTERPRETADA POR ESPERANZA PEDREÑO: EL ARTE COMO HAMBRE DE LOS SENTIMIENTOS REVOLUCIONARIOS
El escenario poco a poco se va llenando
de palabras dibujadas con una rabia roja de ira y con una tiza blanca que las plasma
sobre el escenario como si fueran la semilla de una revolución, la que en cada
obra de teatro nos propone una inconformista Angélica Liddell https://es.wikipedia.org/wiki/Ang%C3%A9lica_Liddell.
Despertar, individuo y privilegio son
las primeras palabras escritas que van ocupando una de las diagonales del
escenario, y, también, representan el primer puñetazo sobre nuestra conciencia.
Mi
relación con la comida es el pretexto, tal y como nos narra Liddell en
su texto, para confrontar, una vez más, a la obra de arte frente al ámbito
burgués que la gobierna y la controla en nuestro país. Sus postulados son ya de
sobra conocidos, y, en esta ocasión, esta obra escrita en plena época del
bienestar aznariano, no deja de representar, por ello, un grito de protesta
contra esa sonrisa tonta y acomodaticia con la que cada uno de los españoles se
retrataba frente a su nuevo coche o su nueva casa.
Entonces, tanto o más que ahora, poco
importaba que nadie pudiese pagar o hacer frente a aquello que firmaba, pues los
conceptos pobreza, hambre o instinto de conservación no se conjugaban en el lenguaje coloquial de un pueblo narcotizado
por el dinero. No obstante, la dramaturga no se conforma con el afán de la
crítica por la crítica, sino que intenta transponerse a su propio reflejo, para
de esa forma, intentar acercarse al otro. Aquí, ese otro tampoco sale muy bien
parado, pues esa es una de las estrategias de la autora —hacernos sentir
incómodos—. Ese sentido trágico de la existencia se refleja en frases como
ésta: «los pobres odian a los que son todavía más pobres» —. Y es
verdad, porque de esa maniobra, salimos jodidamente incómodos a través de una
puesta en escena plena de simbolismos —manidos muchos de ellos: como el
tricornio de la Guardia Civil o el póster de Marx—, pero con los que la autora juega
a hacernos cómplices, por nuestro estatismo, del eterno discurso sobre la
pobreza, invitándonos a tomar partido a través del HAMBRE COMO ARMA SOCIAL.
Este largo e intenso monólogo social nos
lleva a una segunda parte del discurso en el que, Angélica Liddell, incide más
si cabe, en la idea del INDIVIDUO FRENTE AL ESTADO. Esta vez, intentado involucrarnos
de una forma distinta, pues lo hace aliándose con el ritmo de la poesía trágica,
donde las palabras se asocian y se transforman: «no quiero ser buena», en
una nueva demostración de ese paroxismo que parece decirnos de una manera
sempiterna que LIDDELL ESTÁ CONTRA TODOS. En este nuevo espacio de guerra de
guerrillas, la autora carga contra la Iglesia Católica y sus símbolos, pero no
conforme con eso, a su vez, trata de hacer desaparecer ese estatismo intelectual
o acomodaticio de los espectadores, obligando a los asistentes a ser una parte
activa de la obra, con lo que parece querer decirnos que, para la catalana, en
el CONCEPTO DE ESPECTÁCULO TOTAL, tal y como ella lo entiende, “UNO” PUEDE
LLEGAR A SER EL “OTRO”. A partir de este momento, el discurso ético del texto nos
lleva a lo que podríamos denominar como un desbocamiento ideológico que no
conoce límites, para que, de esa forma, no podamos argumentar que hemos salido del
teatro indemnes o sin sufrir daños: «¡ojalá mi obra fuese molesta y beneficiosa
a la vez!», nos dice Liddell en una nueva manifestación de su ideario
político y existencial. En este sentido, hay que decir que el discurso
inseminado en esa poesía trágica antes aludida, nos hace caminar sobre un suelo
donde los adoquines no son de piedra sino de cristales rotos, cuyo único objeto
es unir lo bello y lo justo —la sangre unida a la vida y la muerte—, o, en un
acto de resistencia, confrontar a la violencia poética frente a la violencia a
secas. Aquí, la provocación deviene en un planteamiento más mayestático si
cabe: EL TEATRO CONTRA EL HOMBRE o el arte como hambre de sentimientos
revolucionarios.
Todo esto, sería inimaginable sin la
desnuda, pero descarnada puesta en escena, que han ideado Esperanza Pedreño e Isidro Paterna,
donde la esencia es el hueso y no la carne. Desde esa desnudez, donde la
palabra es la verdadera protagonista, Esperanza Pedreño se revuelve sobre
sí misma para vomitarnos, como si fuera la propia Liddell, un repertorio de
necesidades físicas, escatológicas e intelectuales que, en ocasiones, compagina
muy bien con unas castañuelas y un taconeo aflamencado que reclaman la esencia
del arte y del ser humano. A lo que hay que unir, esa fuerza expresiva que
poseen las letras pintadas con tiza blanca sobre un encerado inmenso y negro que
acoge al escenario; un universo que a su vez, viene representado por un balón
hinchable que va y viene, sube y baja, como si fuera ese mundo que gira con y
sin nosotros de una forma perenne, y sobre el que poco podemos hacer, salvo
quizá, desinflarlo para que desaparezca. Mención aparte, merece la relación de
la actriz con su vestuario, pues las sensaciones de transformación y de expresión
son infinitas, tanto o más que las múltiples formas que adopta Esperanza
Pedreño en esta obra, donde su valentía, su decisión y fuerza actoral están
fuera de toda duda, incluso, en un texto tan incendiario como éste de Angélica
Liddell.
Ángel Silvelo Gabriel.
jueves, 18 de febrero de 2016
JUAN CARLOS MESTRE, LA TUMBA DE KEATS: EL CANTO UTÓPICO DE LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Al contrario que en la cubierta del
poemario, donde se representa al amor montado en un pequeño hipocampo, Roma
aparece en este conjunto de poemas como un inmenso espacio —por infinito—,
donde unir diferentes voces y ecos —hay quien expresa que Mestre intenta
reconciliar el cristianismo y el marxismo—. No obstante, el amor y el tiempo
son sólo dos de las acepciones presentes en esta gran bóveda de la ensoñación
de las causas perdidas, donde Keats https://es.wikipedia.org/wiki/John_Keats no es la causa, sino el
símbolo a través del cual Juan Carlos Mestre explora la
posibilidad de enunciar la voz del otro u otros, pero no de un otro u otros
cualesquiera, sino de aquellos que no tienen voz en el mundo de los vivos, y,
quizá, por eso, la voz poética instale a su imaginario en un metafórico
silencio de los cementerios que no es tal, pues la lírica que impregna a cada
poema, se remueve con fuerza contra lo imposible, y lo hace en una suerte de
utopía en la que los muertos recuperan la voz mediante las palabras del poeta.
Poemas extensos, poemas preñados de figuras literarias —anáforas, sinestesias,
etc.—, repeticiones rítmicas y sin ritmo, hallazgos que nunca imaginaste e
imágenes que nunca soñaste, buscan la vanguardia como una propuesta que en sí
misma no ha acabado.
Mestre huye de la experiencia y sale a encontrar otro universo de la mano de la utopía. En este sentido, no es de extrañar que, el famoso epitafio de la tumba de John Keats: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua», se le quede corto, pues a él no le hace falta esa definición de la nada para subirse a la quilla de los oprimidos y guiarles por una Roma milenaria que sólo no existe para aquel que no quiere ver. El tiempo y el mundo contra el hombre adquieren aquí la majestuosidad de las grandezas y las miserias presentes en los seres humanos de una forma inteligente, pero también muy dañina.
Como dice muy bien María Nieves Alonso en su ensayo Las letras van de amor: «La tumba de Keats… recrea el antiguo relato del viaje físico que deviene en viaje espiritual y en búsqueda de la verdad, de la paz y de un centro espiritual». Como igual de cierto es que estamos ante un texto de inicios pero no de finales, pues la propuesta del poeta no es la de darnos las respuestas sino la de formularnos las preguntas en un juego feroz e indeterminado de incertidumbres. De esa duda es de la que mayor provecho se saca, parece decirnos el autor, que explora su discurso también a través de aquellos que acompañan al poeta romántico en el cementerio de Campo Cestio en Roma: Shelley, Severn, Gramsci…, para confrontar sus voces y sus alegatos con la historia de una ciudad —eterna—, que ha asistido a múltiples y muy diferentes formas de gobierno y opresión, como si todas ellas nos condujeran hasta la mayor liberación del hombre, y, cuya máxima expresión, fuese la que queda plasmada en su tumba, donde sólo tiene que dar cuenta de sus obras al viento de la noche que intenta colarse por su lápida. En uno de sus versos, Mestre nos dice lo siguiente: «Roma ha muerto y entre el desorden sexual de las cúpulas/ la sombra de Shelley es un barco del que se arrojan contra el/ acantilado los albaneses», o esto otro en el mismo poema: «Ésa la curiosidad del que nombra ante la curia la erección de/ Trajano,/ el que en la sala de los cónclaves declara: mi Vaticano es la tumba/ de John Keats,/ y considera un ultraje el propósito de la eternidad ante el que se/ devoran los hombres.»
Mestre huye de la experiencia y sale a encontrar otro universo de la mano de la utopía. En este sentido, no es de extrañar que, el famoso epitafio de la tumba de John Keats: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua», se le quede corto, pues a él no le hace falta esa definición de la nada para subirse a la quilla de los oprimidos y guiarles por una Roma milenaria que sólo no existe para aquel que no quiere ver. El tiempo y el mundo contra el hombre adquieren aquí la majestuosidad de las grandezas y las miserias presentes en los seres humanos de una forma inteligente, pero también muy dañina.
Como dice muy bien María Nieves Alonso en su ensayo Las letras van de amor: «La tumba de Keats… recrea el antiguo relato del viaje físico que deviene en viaje espiritual y en búsqueda de la verdad, de la paz y de un centro espiritual». Como igual de cierto es que estamos ante un texto de inicios pero no de finales, pues la propuesta del poeta no es la de darnos las respuestas sino la de formularnos las preguntas en un juego feroz e indeterminado de incertidumbres. De esa duda es de la que mayor provecho se saca, parece decirnos el autor, que explora su discurso también a través de aquellos que acompañan al poeta romántico en el cementerio de Campo Cestio en Roma: Shelley, Severn, Gramsci…, para confrontar sus voces y sus alegatos con la historia de una ciudad —eterna—, que ha asistido a múltiples y muy diferentes formas de gobierno y opresión, como si todas ellas nos condujeran hasta la mayor liberación del hombre, y, cuya máxima expresión, fuese la que queda plasmada en su tumba, donde sólo tiene que dar cuenta de sus obras al viento de la noche que intenta colarse por su lápida. En uno de sus versos, Mestre nos dice lo siguiente: «Roma ha muerto y entre el desorden sexual de las cúpulas/ la sombra de Shelley es un barco del que se arrojan contra el/ acantilado los albaneses», o esto otro en el mismo poema: «Ésa la curiosidad del que nombra ante la curia la erección de/ Trajano,/ el que en la sala de los cónclaves declara: mi Vaticano es la tumba/ de John Keats,/ y considera un ultraje el propósito de la eternidad ante el que se/ devoran los hombres.»
La tumba de Keats es, además, el ronroneo de los gatos en
la oscuridad de la noche; una noche donde reina la soledad de las lápidas y la
desintegración de los fantasmas, pues sombras son todas aquellas ánimas que
recorren nuestras maltrechas conciencias. Aquí, el poeta se erige como un descubridor
de piras donde quemar nuestros ingratos pecados; escultor de las miserias
humanas que se arrastran por el fango de nuestro particular día a día; pintor
de la desidia de la caridad mal entendida o del ultraje del último penitente,
como si desde el Templete de San Pietro
in Montorio, el poeta hiciese de discóbolo lanzando sus versos a un aire
sagrado —por el arte y el silencio que atesoran su entorno—, para con ellos,
revisitar la Roma que, desde un poco más arriba —en la Fontana dell’Acqua
Paola—, filmó Paolo Sorrentino para deleite de los turistas japoneses que
caían rendidos ante tanta belleza.
Ese último intento de lanzarnos al vacío de la belleza por la belleza, sin más argumentos que la irracionalidad de nuestra locura estética, es a la que contrapone Mestre el canto utópico de la búsqueda de la verdad, en un pulso sin medida ni tiempo a través de la fuerza de las palabras que, en su caso, exploran la necesidad de lo imposible, como el propio Keats hizo al perfeccionar el soneto shakesperiano en una suerte infinita de odas mágicas; odas recubiertas de la verdad que sólo posee la poesía, pues cada una de ellas por sí sola, es capaz de arrebatar el poder al más abyecto de los hombres, y de paso, dejar su huella en el alma de aquellos que necesitan sentirse libres; libres como el ruiseñor que se posaba en lo más alto de la copa del árbol, y, desde allí, ofrecía su particular trino a quien le quisiera escuchar. Así se levanta Keats de su tumba cada vez que alguien lee uno de sus poemas, pues su voz, aunque en este caso sólo sea un símbolo, sigue siendo infinita, pues lucha contra ese olvido con tan sólo entonar uno de sus poemas: «La belleza es verdad; la verdad, belleza —Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra».
Ese último intento de lanzarnos al vacío de la belleza por la belleza, sin más argumentos que la irracionalidad de nuestra locura estética, es a la que contrapone Mestre el canto utópico de la búsqueda de la verdad, en un pulso sin medida ni tiempo a través de la fuerza de las palabras que, en su caso, exploran la necesidad de lo imposible, como el propio Keats hizo al perfeccionar el soneto shakesperiano en una suerte infinita de odas mágicas; odas recubiertas de la verdad que sólo posee la poesía, pues cada una de ellas por sí sola, es capaz de arrebatar el poder al más abyecto de los hombres, y de paso, dejar su huella en el alma de aquellos que necesitan sentirse libres; libres como el ruiseñor que se posaba en lo más alto de la copa del árbol, y, desde allí, ofrecía su particular trino a quien le quisiera escuchar. Así se levanta Keats de su tumba cada vez que alguien lee uno de sus poemas, pues su voz, aunque en este caso sólo sea un símbolo, sigue siendo infinita, pues lucha contra ese olvido con tan sólo entonar uno de sus poemas: «La belleza es verdad; la verdad, belleza —Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra».
Ángel Silvelo Gabriel.
viernes, 12 de febrero de 2016
TEATRO TRIBUEÑE: PROGRAMACIÓN DE FEBRERO, PROGRAMA DE FIN DE SEMANA
“Arte dentro del arte[…] obra, genial por momentos, irónica y sarcástica en otros. Es una obra maestra, sin duda. No se la pierdan.”
Javier Villán - El Mundo
TEATRO TRIBUEÑE: PROGRAMACIÓN DE FEBRERO, JUEVES DE REPERTORIO
“Irina Kouberskaya transforma la tragedia lorquiana en esperanza”
Juan Ignacio García Garzón en ABC
“Si el teatro es drama y el drama es belleza, Irina Kouberskaya y Hugo Pérez han conseguido en esta insólita Bernarda cumbres de belleza turbadora.”
Javier Villán en El Mundo
“Para mí el aire”
Ligazón, Valle-Inclán
Esta vez, la propuesta de un teatro tan fresco como diferente, lleva el título de Navegando por ideas escondidas.”
Ángel Silvelo Gabriel
jueves, 11 de febrero de 2016
JOSÉ SARAMAGO, EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS: LA INTRAHISTORIA DEL PASO DEL TIEMPO
Hay pocas manifestaciones, tan majestuosas
o propiciatorias, de ser otro, que a través de la literatura. El eco de la vida
se repite tantas veces como la osadía o el valor del autor que es capaz de
enfrentarse a la intrahistoria del paso del tiempo quiera o tenga el valor de
afrontar. José Saramago lo hace a lo largo de nueve meses y quinientas
páginas que, son y serán, el testamento vivo que el Premio Nobel portugués dejó
de su admiración hacia el más grande de los poetas portugueses de todos los
tiempos, Fernando Pessoa. En este caso, Saramago adopta la personalidad
de Ricardo
Reis, uno de los más conocidos e importantes —dentro de la
multiplicidad— heterónimos de Pessoa, para a través de su persona, posibilitar
a su mentor y maestro, la posibilidad de vivir esos nueve meses posteriores a
su muerte el 30 de noviembre de 1935 en el hospital de San Luis de los
Franceses en Lisboa. Las revoluciones, la Guerra Civil española, el nazismo, el
fascismo y el Estado Novo portugués, son ese reflejo del alma vital y mundial, que
Saramago quiere dar a conocer a Pessoa a través de Ricardo Reis, para de esa
forma, darle la posibilidad de seguir al tanto de los acontecimientos del mundo,
de Portugal, y de su querida Lisboa. En este sentido, el eco del tiempo es
infinito, pues asistimos a la facultad de reconstruir el tiempo una y otra vez,
tantas, como cuantas veces se lea esta novela por cada lector, pues en cada
lectura, se reconstruirán esa época, ese mundo y esa ciudad de una forma diferente,
porque aunque siguen existiendo ya nos son los mismos. Ese punto, donde la
imaginación tiene que ponerse a trabajar y fabular, es donde el cuerpo de esta
novela se hace fuerte e intransigente con el paso del tiempo, como si estuviese
cincelada en una piedra que ni siquiera el viento puede borrar los relieves de
sus letras, palabras y frases. En un estilo literario preciosista, irónico y
barroco, Saramago nos invita a pasear por una Olissippo que conoce bien, pero
que ya no existe, y se sirve de su fuerza expresiva para llevarnos por un
contorno vital que ni tan siquiera su ironía es capaz de borrar, pues el matiz
altamente político de su prosa, no deja lugar a ninguna duda. Un autor existencialista
como él, sin embargo, recurre y recorre la trayectoria vital de un Ricardo Reis,
de una forma banal, pues el heterónimo de Pessoa sólo pone los ojos al escritor
que, es, quien en verdad escribe esta historia. Eso sí, el ejercicio
estilístico de esta novela es impecable, a la altura, sin duda, de Los
cachorros de otro Premio Nobel, Vargas Llosa, pero al contario que
esta novelita corta del escritor peruano, El año de la muerte de Ricardo Reis
es un novelón de gran cuerpo que, a pesar de todo, resiste muy bien el transcurso
dilatado de la historia que nos narra. Este monólogo interior que carece de
diálogos, y que el propio Saramago interpela en el texto corrido a través de
comas, con la única salvedad de la letra mayúscula que nos anuncia el inicio de
cada parlamento, es ante todo una mayúscula vuelta de tuerca al universo
pessoano, pues el texto está ricamente inseminado de referencias, anécdotas y
citas al rey de la paradoja, Pessoa, al que Saramago concede, la virtud y el
acierto, de presentarse al protagonista de la novela durante los nueve meses
que se narran en la misma. La particularidad de estas apariciones está en que Pessoa
no se presenta como un fantasma, sino como una figura que, con el paso del tiempo
va perdiendo sus contornos hasta que se convierta en una sombra, como nuestra
memoria. Esa posibilidad de vida tras la muerte, es en la que Saramago indaga
para darle cuerpo y definitiva sepultura a un mito que trasunta y divaga,
quizá, como hizo siempre, por un mundo a la deriva que él abandonó antes de
tiempo, pero que sin duda, también él supo que sería así antes de que el último
hálito de su vida saliera por sus pulmones. Las contradicciones que le asaltan
a Ricardo Reis a lo largo de la novela son, en ocasiones, aquellas que Pessoa
padeció y sufrió en su vida, con el matiz, de que Saramago le da a su
protagonista la posibilidad de resarcirse de aquellas faltas o ausencias que el
poeta portugués no tuvo en vida, como por ejemplo, disfrutar de un amor carnal
y otro platónico a la vez; o la posibilidad de habitar una casa que, aunque
fuese alquilada, no le obligó a llevar sus propios muebles, como Pessoa hacía
en cada una de sus dieciocho mudanzas a lo largo de su vida desde que regresó
de Durban. En este sentido, hay como un ajuste de cuentas vital a favor de Pessoa,
y al que Saramago no se resiste —y hace muy bien— pues nos posibilita ver, leer
y sentir ese reflejo inconcluso en la vida del poeta. No obstante, y, como en otras
obras de Saramago, aquí también está presente ese último homenaje al pueblo
llano y al ser humano, con el que el Nobel portugués rescata del olvido a esos
personajes anónimos de un pueblo al que ama. Baste recordar cómo define a
Lisboa: «Aquí, donde el mar se acabó y la tierra espera». Y así se nos presenta
Lisboa, Pessoa, Ricardo Reis…, y nuestra propia vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
martes, 9 de febrero de 2016
TRES HERMANAS DE A. CHÉJOV, BAJO LA DIRECCIÓN DE JUAN PASTOR, EN LOS TEATROS DEL CANAL: LA INFRUCTUOSA E INSULSA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
Moscú como edén donde cumplir
nuestros sueños. Moscú como entelequia que nos permite tejer un manto que nos
proteja de todo aquello que no hace mal, hasta incluso de los malos recuerdos.
Moscú, espacio donde reivindicar la esperanza de un futuro mejor… En esa
infructuosa, por insulsa, búsqueda de la felicidad por parte de tres hermanas: Olga, Masha e Irina, es donde el maestro
Chéjov
ubica una de sus últimas obras dramáticas, y donde quizá, también, mejor sitúa
su particular búsqueda del demiurgo existencial del ser humano. La idiotez o la
estupidez del hombre, a la hora de intentar cambiar el rumbo de su vida,
convierten a esta obra de teatro en un perfecto espejo en el que mirarse en la
situación actual de un mundo sólo inmerso en sus propios vicios y errores, donde
el hedonismo rampante es, quizá, el más abrumador de todos ellos, pues cada vez
menos, el ser humano se muestra interesado por salir de esa zona de confort en
la que vive y habita, siendo un buen ejemplo de ello, la falsa plenitud
personal que alcanza a través, y en, las redes sociales. En contraposición a
todo ese infinito ejército, una vez más, Juan Pastor se alza como un faro que
nos intenta iluminar a lo largo de nuestro oscuro camino, y lo hace, bajo la
también falsa apariencia de las cosas sencillas y los acontecimientos banales
que transcurren en la no menos banales vidas de la familia Prózorov. La propuesta del director y los actores, del ya mítico Teatro
Guindalera, se ve engrandecida por el escenario y la sala que acogen a
esta función dentro de los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid, pues la
amplitud de espacios, permiten a la compañía afrontar la representación en un
lugar más holgado donde llevar a cabo su trabajo, más si cabe, en este caso, al
encontrarnos en una obra de teatro coral, donde atrezzo y actores cambian y se
combinan en un perfecto juego de idas y venidas, pones y quitas que representan
de una forma muy acertada ese axioma que nos dice: «vamos a cambiarlo todo,
para que todo siga igual», pues es en esa inconsistente capacidad para llegar a
cambiarlo todo, en la que se mueven Olga, Masha e Irina junto al resto de personajes
que componen esta obra de teatro en la que, Chéjov, de una forma pacífica y sin
grandes aspavientos, dirige a sus actores hacia el abismo, en contraposición,
por ejemplo, con los dramaturgos norteamericanos de mediados del s. XX.
En Tres hermanas, también,
una vez más, asistimos al espectáculo que nos presenta lo cómico dentro de lo
trágico, y donde, de nuevo, el papel protagonista de las mujeres en las obras
del dramaturgo ruso es más que sobresaliente, pues siempre nos dibuja almas
femeninas con esa carga existencial que, en ocasiones, las aparta de la realidad
que las rodea y las lleva a crearse un mundo propio (como por ejemplo el de Masha
cuando recita un poema que nunca es capaz de terminar). En este sentido, la huida,
como válvula de escape por la que llegar a poder afrontar la pérdida de la felicidad,
es la opción que adoptan unas hermanas, y por ende, una sociedad a la que
representan, y que son el más fiel reflejo del final de la era zarista en Rusia,
que camina sin mayor determinación, que la del propio paso del tiempo, hacia su
extinción. Usos, ideales y costumbres que, como en la época actual, van a
cambiar sin que el ser humano que va a ser protagonistas de ellas, sepa cuál y cómo
va a ser ese cambio, ni cuándo se va a producir, por lo que la representación
de la deriva alcanza en esta obra tintes más bien catastróficos y demoledores.
Hay que aprender a leer tras las apariencias, y a eso es a lo que nos invita
Chéjov en Tres hermanas, y lo hace bajo el signo de un juego coral constante;
un juego que emite un eco de voces embarulladas a las que les une, como ya se ha
dicho antes, la esperanza de un futuro mejor, quizá, porque como dice Olga al final de la obra; “Queridas
hermanas. Nada acaba como esperábamos. Nuestra vida no ha terminado aún. Nos
queda mucho por vivir». Un fatídico final en el que nada más que sobrevivirán los
más fuertes, como hace la propia Natacha,
la mujer de Andrei, cuando se apodera
de la casa de la familia Prózorov, una manifestación de fuerza que, años más
tarde, también reproducirá Harold Pinter en El portero.
Ángel Silvelo Gabriel.
domingo, 7 de febrero de 2016
CAROL, DE TODD HAYNES: LA MIRADA Y EL DESEO EN UN MUNDO INFELIZ
Una de las válvulas de escape de
la naturaleza humana es el deseo, ese incómodo compañero de viaje que nos
dibuja líneas en nuestro interior sin pedírselo, y que nadie entiende más que
uno mismo. Ese gen inspirador de la felicidad y el tormento, de la lujuria y la
pasión, del cielo y el infierno, se puede sustentar en múltiples
manifestaciones, y una de ellas es la mirada; una mirada que es un perfecto cómplice
del juego de lo invisible, pues invisible es el deseo, sobre todo, en un mundo
infeliz en el que ya casi nadie entiende de aquello que no es obvio y banal. El
deseo se convierte así en un territorio virgen donde poder explorar nuestra
propia libertad, y ahí, donde cada uno de nosotros debe enfrentarse a sí mismo
para llegar a conocerse mejor, es donde surge la inestabilidad de nuestros
sentimientos y el miedo a romper esos hilos que, nos mantienen unidos, a un
universo tan frío como desalentador. Todd Haynes conoce todo esto muy
bien, pues sustenta su película, Carol, en la mirada y el deseo en un
mundo infeliz. La sociedad americana de principios de los cincuenta no se
caracterizaba, precisamente, por ser un espacio de libertades, aunque caminaba
poco a poco hacia esa universal proclama de los derechos civiles que, a pesar
de su importancia, aún no ha conseguido derribar una buena parte de sus
barreras raciales y sociales. Esta circunstancia, como tantas otras, está
presente en Carol de una forma muy sutil —si exceptuamos los comportamientos
del marido de Carol—, pues Todd Haynes ha tratado de llevar al cine la novela
de Patricia
Highsmith mediante leves pinceladas donde lo más importante es sugerir
a imponer, en contraposición con la atmósfera exterior que lo circunda todo,
porque Carol, es la invitación a un viaje de experiencias interiores basadas en
la intensidad de aquello que no se dice, de ahí, la importancia de las miradas;
un juego donde Rooney Mara gana por goleada a Cate Blanchett.
Carol es un juego inocente, pero
sólo en apariencia; un juego donde además subyace una vez más el concepto de
viaje como sinónimo de huida, pues es fuera de nuestro hábitat cotidiano, donde
somos más propensos a manifestar esa necesidad de libertad en un mundo cerrado
por los convencionalismos, y, que todavía, en la década de los cincuenta, no
estaba preparado para asumir la carga moral que entonces conllevaba aceptar la
relación amorosa entre dos mujeres. En este juego soterrado del deseo sin más,
Todd Haynes ha adoptado la decisión de mostrárnoslo bajo la omnipresente lupa
de los primeros planos de dos actrices que ejecutan muy bien ese doble reflejo
que representan, la seductora (Carol), y la exploradora de nuevas sensaciones
(Rooney), pues en ningún caso estamos ante un juego de sumisión, sino más bien
de necesidad de encontrarse a sí mismas, en ambos casos. Para ello, Haynes
utiliza el poder de una fotografía granulada y casi obsesiva en el rodaje de los
interiores, con la que intenta reflejar esa nebulosa de una luz que se posa
sobre los personajes como una manta de papel cebolla. Esa forma opresiva de
expresión, se realza todavía más por la contraposición que supone la intensidad
de la luz con la que están rodados los exteriores, como si Haynes, jugara con
el espectador de cara a resaltar las habilidades de un hábil fotógrafo, lo que
unido a su forma de narrarnos la historia, donde el flashback es su mejor arma,
hacen de Carol una experiencia diferente, pues estamos ante una película en
ocasiones lenta y de cortos diálogos para la forma de entender el cine en la
actualidad, lo que la convierten en un rara avis de la industria de Hollywood,
cada día más pendiente de las catástrofes y las muertes colectivas sin sentido.
Sin embargo, el gran hecho
anecdótico que planea sobre Carol está directamente relacionado con la autora del
mismo, Patricia Highsmith, pues esta historia de amor entre dos mujeres, está
basada en un hecho real que le aconteció a la propia autora de la novela en su
juventud, y que bajo el seudónimo de Claire Morgan, publicó esta novela
por primera con el título de El precio de
sal —vendiendo un millón de ejemplares de la misma—, no siendo hasta
treinta años más tarde, cuando se volvió a editar con el título de Carol, revelándose en su epílogo las
verdaderas razones de su anonimato inicial. Además, se dice que era el único
libro de Patricia Highsmith en el que no había un muerto, pero no es así, pues
a los tres meses después de su publicación, murió la mujer coprotagonista de
esta historia lésbica.
Sea como fuere, la adaptación
cinematográfica de Carol, es la necesidad de encontrar el deseo en un mundo
infeliz; un deseo sustentado mediante un profundo juego de miradas que siempre
nos invitan al misterio y al desconcierto, como la búsqueda de la propia
libertad.
Ángel Silvelo Gabriel.
lunes, 1 de febrero de 2016
LA JUVENTUD, DE PAOLO SORRENTINO: EL ECO DE LA VIDA
El verano, las vacaciones, el retiro, una pausa…, aunque sean en el mejor balneario del mundo, no siempre son sinónimo de bienestar a la hora de disfrutar de la tonta felicidad que nos embarga y nos derrota al final de la vida. Parar y salir de la rutina tiene sus peligros, sí, pues aparte de dejarnos descolocados, nos mueve a ese otro espacio del día a día donde aún tenemos la posibilidad de ver y observarnos de otra forma. La juventud, de Paolo Sorrentino, nos invita, una vez más, a mirar la vida —la nuestra— de esa otra forma, y ahí es donde se encuentra una de las grandes cualidades de esta película, en la que, la profundidad de esteta del celuloide se maneja como nadie. Una profundidad que, por ejemplo, se manifiesta en los ritmos de sus discursos fílmicos a través de una combinación superlativa de cortes musicales que rayan la perfección, pues su capacidad para mostrarnos lo intangible, es tan grande, que nos damos de bruces con esa última esencia que sólo poseen las verdaderas emociones. Esta desazón, estética y existencial, también la logra el cineasta italiano cuando mezcla realidad y ficción en una fusión de secuencias a veces mágicas, como cuando Michael Caine se desplaza por el interior de una iglesia inundada de agua. Aquí, el agua representa el peligro al que uno se expone si cae en brazos de alguna de las múltiples manifestaciones de la belleza que tiene al alcance de su mano. Hoy en día, las diferentes técnicas cinematográficas, permiten eso y mucho más, aunque en la mayoría de los casos pasen desapercibidas para los directores, pero no es el caso de Sorrentino que, nos somete con una rigurosa y plástica disciplina, a un espectáculo mayúsculo de bellas imágenes, entre las que se cuelan —en ocasiones— unos soberbios diálogos que nos hacen reflexionar sobre esa vida que normalmente no vemos. Realidad y ficción, vida y recuerdos, anhelos y reproches, se nos muestran de una forma despiadada, pues en ningún caso se trata de buscar una mentira más gruesa que la propia. En ese devaneo de los recuerdos, los reproches y las medias verdades se mueve un soberbio Michel Caine, el Toni Servillo de esta juventud prodigiosa, pues se torna en la más auténtica esencia de la vida. En este sentido, las coincidencias con el protagonista de La gran belleza nos trasladan hasta el álter ego prototípico de un Paolo Sorrentino despreocupado del qué dirán, pues nos parece que sólo se concentra en su particular idea —estética y trascendente— del hecho fílmico. A menos que seas una piedra, la visión de La juventud te emociona por momentos, te conmueve casi siempre, y te replantea esos débiles cimientos en los que sustentamos nuestra existencia. La búsqueda de la eterna belleza, por más que en este caso se centre de una forma casi dañina en los voluptuosos cuerpos de las mujeres, no nos exime, sin embargo, de nuestra capacidad para recrear esa otra forma de mirar hacia los sentimientos de los que se compone la vida. Es verdad, intentar dibujar la vida a través de los recuerdos, es un juego demasiado peligroso, y más, si lo haces ante la insistencia de todos aquellos que te reclaman que cuentes tu propia existencia de una forma tanto pública como más íntima —familiar—, por no hablar, de la obsesión que tienen muchos de rendir homenajes a aquellos que ya ni piensan ni precisan de ellos.
Paolo Sorrentino nos demuestra en
La juventud las diferentes categorías de las que se rodea la soledad, y, en
este caso, de nuevo ha elegido a grandes compañeros de viaje a la hora de
interpretar y reinterpretar ese eco mudo de las emociones. Michael Caine, como
gran soporte del film, borda su papel de célebre músico retirado al que las
contrariedades de su existencia le van saliendo por sus expresivos ojos, a
pesar de su cerrazón y mutismo a la hora de hablar de ellas o de mostrar sus
verdaderos sentimientos. En este sentido, es especialmente significativa la
escena en la que habla de que él no nació para comunicarse con el habla, sino que
lo hizo para expresarse a través de su música. Frente a él, un Harvey
Keitel encadenado a esa última oportunidad con la que pasar a la
posteridad. Cíclica ironía de alguien que ya ha alcanzado el éxito y que
conjura su suerte a una frase final y a una vieja actriz. El juego de
contrarios no para aquí, porque al igual que la magnífica banda sonora seleccionada
de nuevo por David Lang, Paul Dano, en su búsqueda de la
esencia del personaje que intenta componer en el balneario al que se ha
retirado, es ese otro espejo en el que unos y otros podemos seguir mirándonos a
lo largo de nuestros días. Esa mudez y ese silencio en el que se desenvuelve el
personaje, no es sino una metáfora del falso ruido que rodea a la industria
cinematográfica actual. Aquí, Sorrentino parece decirnos que la esencia del
cine es otra, y, si no, baste recordar la capacidad del italiano para filmar
esos crudos contrates de los cuerpos desnudos —y decrépitos la mayoría de
ellos— en las piscinas, como si el perfil del agua fuera la verdadera frontera
entre realidad y deseo; y todo ello, bajo una magnífica fotografía de Luca
Bigazzi.
La juventud, de Paolo Sorrentino,
nos invita a mirar la vida desde ese punto de vista desde el que casi nunca la
observamos, y, en ese hallazgo de la cotidianeidad, es donde nos reencontramos
con el auténtico eco de la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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