El escenario poco a poco se va llenando
de palabras dibujadas con una rabia roja de ira y con una tiza blanca que las plasma
sobre el escenario como si fueran la semilla de una revolución, la que en cada
obra de teatro nos propone una inconformista Angélica Liddell https://es.wikipedia.org/wiki/Ang%C3%A9lica_Liddell.
Despertar, individuo y privilegio son
las primeras palabras escritas que van ocupando una de las diagonales del
escenario, y, también, representan el primer puñetazo sobre nuestra conciencia.
Mi
relación con la comida es el pretexto, tal y como nos narra Liddell en
su texto, para confrontar, una vez más, a la obra de arte frente al ámbito
burgués que la gobierna y la controla en nuestro país. Sus postulados son ya de
sobra conocidos, y, en esta ocasión, esta obra escrita en plena época del
bienestar aznariano, no deja de representar, por ello, un grito de protesta
contra esa sonrisa tonta y acomodaticia con la que cada uno de los españoles se
retrataba frente a su nuevo coche o su nueva casa.
Entonces, tanto o más que ahora, poco
importaba que nadie pudiese pagar o hacer frente a aquello que firmaba, pues los
conceptos pobreza, hambre o instinto de conservación no se conjugaban en el lenguaje coloquial de un pueblo narcotizado
por el dinero. No obstante, la dramaturga no se conforma con el afán de la
crítica por la crítica, sino que intenta transponerse a su propio reflejo, para
de esa forma, intentar acercarse al otro. Aquí, ese otro tampoco sale muy bien
parado, pues esa es una de las estrategias de la autora —hacernos sentir
incómodos—. Ese sentido trágico de la existencia se refleja en frases como
ésta: «los pobres odian a los que son todavía más pobres» —. Y es
verdad, porque de esa maniobra, salimos jodidamente incómodos a través de una
puesta en escena plena de simbolismos —manidos muchos de ellos: como el
tricornio de la Guardia Civil o el póster de Marx—, pero con los que la autora juega
a hacernos cómplices, por nuestro estatismo, del eterno discurso sobre la
pobreza, invitándonos a tomar partido a través del HAMBRE COMO ARMA SOCIAL.
Este largo e intenso monólogo social nos
lleva a una segunda parte del discurso en el que, Angélica Liddell, incide más
si cabe, en la idea del INDIVIDUO FRENTE AL ESTADO. Esta vez, intentado involucrarnos
de una forma distinta, pues lo hace aliándose con el ritmo de la poesía trágica,
donde las palabras se asocian y se transforman: «no quiero ser buena», en
una nueva demostración de ese paroxismo que parece decirnos de una manera
sempiterna que LIDDELL ESTÁ CONTRA TODOS. En este nuevo espacio de guerra de
guerrillas, la autora carga contra la Iglesia Católica y sus símbolos, pero no
conforme con eso, a su vez, trata de hacer desaparecer ese estatismo intelectual
o acomodaticio de los espectadores, obligando a los asistentes a ser una parte
activa de la obra, con lo que parece querer decirnos que, para la catalana, en
el CONCEPTO DE ESPECTÁCULO TOTAL, tal y como ella lo entiende, “UNO” PUEDE
LLEGAR A SER EL “OTRO”. A partir de este momento, el discurso ético del texto nos
lleva a lo que podríamos denominar como un desbocamiento ideológico que no
conoce límites, para que, de esa forma, no podamos argumentar que hemos salido del
teatro indemnes o sin sufrir daños: «¡ojalá mi obra fuese molesta y beneficiosa
a la vez!», nos dice Liddell en una nueva manifestación de su ideario
político y existencial. En este sentido, hay que decir que el discurso
inseminado en esa poesía trágica antes aludida, nos hace caminar sobre un suelo
donde los adoquines no son de piedra sino de cristales rotos, cuyo único objeto
es unir lo bello y lo justo —la sangre unida a la vida y la muerte—, o, en un
acto de resistencia, confrontar a la violencia poética frente a la violencia a
secas. Aquí, la provocación deviene en un planteamiento más mayestático si
cabe: EL TEATRO CONTRA EL HOMBRE o el arte como hambre de sentimientos
revolucionarios.
Todo esto, sería inimaginable sin la
desnuda, pero descarnada puesta en escena, que han ideado Esperanza Pedreño e Isidro Paterna,
donde la esencia es el hueso y no la carne. Desde esa desnudez, donde la
palabra es la verdadera protagonista, Esperanza Pedreño se revuelve sobre
sí misma para vomitarnos, como si fuera la propia Liddell, un repertorio de
necesidades físicas, escatológicas e intelectuales que, en ocasiones, compagina
muy bien con unas castañuelas y un taconeo aflamencado que reclaman la esencia
del arte y del ser humano. A lo que hay que unir, esa fuerza expresiva que
poseen las letras pintadas con tiza blanca sobre un encerado inmenso y negro que
acoge al escenario; un universo que a su vez, viene representado por un balón
hinchable que va y viene, sube y baja, como si fuera ese mundo que gira con y
sin nosotros de una forma perenne, y sobre el que poco podemos hacer, salvo
quizá, desinflarlo para que desaparezca. Mención aparte, merece la relación de
la actriz con su vestuario, pues las sensaciones de transformación y de expresión
son infinitas, tanto o más que las múltiples formas que adopta Esperanza
Pedreño en esta obra, donde su valentía, su decisión y fuerza actoral están
fuera de toda duda, incluso, en un texto tan incendiario como éste de Angélica
Liddell.
Ángel Silvelo Gabriel.
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