El verano, las vacaciones, el retiro, una pausa…, aunque sean en el mejor balneario del mundo, no siempre son sinónimo de bienestar a la hora de disfrutar de la tonta felicidad que nos embarga y nos derrota al final de la vida. Parar y salir de la rutina tiene sus peligros, sí, pues aparte de dejarnos descolocados, nos mueve a ese otro espacio del día a día donde aún tenemos la posibilidad de ver y observarnos de otra forma. La juventud, de Paolo Sorrentino, nos invita, una vez más, a mirar la vida —la nuestra— de esa otra forma, y ahí es donde se encuentra una de las grandes cualidades de esta película, en la que, la profundidad de esteta del celuloide se maneja como nadie. Una profundidad que, por ejemplo, se manifiesta en los ritmos de sus discursos fílmicos a través de una combinación superlativa de cortes musicales que rayan la perfección, pues su capacidad para mostrarnos lo intangible, es tan grande, que nos damos de bruces con esa última esencia que sólo poseen las verdaderas emociones. Esta desazón, estética y existencial, también la logra el cineasta italiano cuando mezcla realidad y ficción en una fusión de secuencias a veces mágicas, como cuando Michael Caine se desplaza por el interior de una iglesia inundada de agua. Aquí, el agua representa el peligro al que uno se expone si cae en brazos de alguna de las múltiples manifestaciones de la belleza que tiene al alcance de su mano. Hoy en día, las diferentes técnicas cinematográficas, permiten eso y mucho más, aunque en la mayoría de los casos pasen desapercibidas para los directores, pero no es el caso de Sorrentino que, nos somete con una rigurosa y plástica disciplina, a un espectáculo mayúsculo de bellas imágenes, entre las que se cuelan —en ocasiones— unos soberbios diálogos que nos hacen reflexionar sobre esa vida que normalmente no vemos. Realidad y ficción, vida y recuerdos, anhelos y reproches, se nos muestran de una forma despiadada, pues en ningún caso se trata de buscar una mentira más gruesa que la propia. En ese devaneo de los recuerdos, los reproches y las medias verdades se mueve un soberbio Michel Caine, el Toni Servillo de esta juventud prodigiosa, pues se torna en la más auténtica esencia de la vida. En este sentido, las coincidencias con el protagonista de La gran belleza nos trasladan hasta el álter ego prototípico de un Paolo Sorrentino despreocupado del qué dirán, pues nos parece que sólo se concentra en su particular idea —estética y trascendente— del hecho fílmico. A menos que seas una piedra, la visión de La juventud te emociona por momentos, te conmueve casi siempre, y te replantea esos débiles cimientos en los que sustentamos nuestra existencia. La búsqueda de la eterna belleza, por más que en este caso se centre de una forma casi dañina en los voluptuosos cuerpos de las mujeres, no nos exime, sin embargo, de nuestra capacidad para recrear esa otra forma de mirar hacia los sentimientos de los que se compone la vida. Es verdad, intentar dibujar la vida a través de los recuerdos, es un juego demasiado peligroso, y más, si lo haces ante la insistencia de todos aquellos que te reclaman que cuentes tu propia existencia de una forma tanto pública como más íntima —familiar—, por no hablar, de la obsesión que tienen muchos de rendir homenajes a aquellos que ya ni piensan ni precisan de ellos.
Paolo Sorrentino nos demuestra en
La juventud las diferentes categorías de las que se rodea la soledad, y, en
este caso, de nuevo ha elegido a grandes compañeros de viaje a la hora de
interpretar y reinterpretar ese eco mudo de las emociones. Michael Caine, como
gran soporte del film, borda su papel de célebre músico retirado al que las
contrariedades de su existencia le van saliendo por sus expresivos ojos, a
pesar de su cerrazón y mutismo a la hora de hablar de ellas o de mostrar sus
verdaderos sentimientos. En este sentido, es especialmente significativa la
escena en la que habla de que él no nació para comunicarse con el habla, sino que
lo hizo para expresarse a través de su música. Frente a él, un Harvey
Keitel encadenado a esa última oportunidad con la que pasar a la
posteridad. Cíclica ironía de alguien que ya ha alcanzado el éxito y que
conjura su suerte a una frase final y a una vieja actriz. El juego de
contrarios no para aquí, porque al igual que la magnífica banda sonora seleccionada
de nuevo por David Lang, Paul Dano, en su búsqueda de la
esencia del personaje que intenta componer en el balneario al que se ha
retirado, es ese otro espejo en el que unos y otros podemos seguir mirándonos a
lo largo de nuestros días. Esa mudez y ese silencio en el que se desenvuelve el
personaje, no es sino una metáfora del falso ruido que rodea a la industria
cinematográfica actual. Aquí, Sorrentino parece decirnos que la esencia del
cine es otra, y, si no, baste recordar la capacidad del italiano para filmar
esos crudos contrates de los cuerpos desnudos —y decrépitos la mayoría de
ellos— en las piscinas, como si el perfil del agua fuera la verdadera frontera
entre realidad y deseo; y todo ello, bajo una magnífica fotografía de Luca
Bigazzi.
La juventud, de Paolo Sorrentino,
nos invita a mirar la vida desde ese punto de vista desde el que casi nunca la
observamos, y, en ese hallazgo de la cotidianeidad, es donde nos reencontramos
con el auténtico eco de la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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