lunes, 22 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXVIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: ODA A JOHN KEATS #JohnKeats200aniversario

 



ODA A JOHN KEATS

I              

Mírame a través del tiempo, dulce amor,

despójate de tus fríos sudores.

Tiembla, sufre, ojalá tu alma solo se estremeciera por mí.

Implora un instante a mi lado, dulce amor,

acariciemos el rocío de la mañana hasta

yacer juntos y exhaustos por el olor de las flores.

Toca de nuevo tu arpa cual ruiseñor del bosque, y

enamórame como si fuera tu bella Eurídice.

Lira sin cuerdas, testigo de sus noches sin luna,

enséñame la senda donde se depositaron sus tormentos.

 

II

Ronroneo con fauces afiladas sobre el tiempo, dulce amor.

El destino sucumbe tras las raíces del sauce porque,

ya nadie acude a ti —con los pasos sincopados del AMOR—,

nadie quiere cobijarse del sol bajo tu sombra, y solo yaces.

Yo acudo allí cada tarde,

antes de que anochezca, con

lágrimas postreras hundidas entre las rendijas del bosque.

Y lloro. Lloro bajo la sombra de tus ramas.

Lloro sabiendo que a mí solo me cura tu mirada.

Lloro, dulce amor, yo que solo vivo para amarte.

 

III

Amor, hieres mis recuerdos mientras surges de entre las flores.

Amor, ¿dónde están tus suaves y poderosas manos?,

coge la parte de mi cuerpo que ya no sangra con ellas.

Disfrazado con los colores del bosque acude a mí y,

déjame posarme entre tus ramas y,

así, yo las adornaré, una a una, como si fueran los pálidos versos de tus poemas.

Dulce canto el del ruiseñor que busca la inmortalidad

en el cálido silencio de una tarde soleada.

Cántame, ruiseñor, con tu voz suave.

¿quieres, tú, señor ruiseñor?

 

IV

Anhelo morir a tu lado y, no volver a extrañar tu cuerpo.

Salid, sin duelo, lágrimas corriendo…

Poséeme por donde mi cuerpo se convierte en seda.

Quiero ser tuya en la sinuosidad del bosque,

en un lugar donde solo crezcan las flores

¿Recuerdas?

«¡Naturaleza curandera, deja sangrar a mi espíritu!

¡Oh, libera a mi corazón de la poesía y déjame descansar!»

No, dulce amor, yo te llevaré a lo más frondoso del bosque,

a un lugar donde no necesitaremos de adormideras.

 

V

Cántame, dulce amor, como si fueras el misterioso viento de la noche,

llena de versos mis sueños y,

con ellos, reúne a todos los dioses.

No quiero que estés solo y,

no poder decirte un buenas noches.

Volvamos a buscar nuestro gozo de nuevo entre las flores.

¡Belleza dulce y radiante, no le dejes solo! y,

concédeme el deseo de ser suya más allá de las grietas del tiempo.

No te sientas solo, dulce amor,

porque volveremos a contemplar cómo crecen los manzanos.

 

VI

¡Versos acudid a calmar la desazón de mi alma!

Llevadme a donde, por fin, seré suya, solo suya…

¿Quién se opondrá ahora a mi más profundo deseo?

¡Dejadme disfrutar de este festín de glotonas miradas!

Salid, fuera de mí, sombras sin escrúpulos y cargadas de desvelos.

Entre volantes acudiré a su encuentro,

recuperando el olor de nuestro recuerdos.

Dicha, atavíame del aroma de la pasión,

ayúdame a decirle cómo le quiero.

¡Dejadme…, dejadme disfrutar de este festín de glotonas miradas!

 

VII

John, depositemos nuestras promesas en el lenguaje de las flores.

Dulce amor, enséñame el camino de tu lecho,

rompamos las cuerdas de tu conciencia y,

naveguemos bajo las aguas del Leteo.

Nadie vendrá a preguntar por nosotros,

condenados por los dioses a no dejar rastro de nuestros encuentros.

Dulce amor, el tacto tiene memoria,

y marchará de nuestro lado a través de las grietas del horizonte.

Pósate dentro de mí, en el infierno de mis más íntimos deseos,

ámame tan despacio que no me dé tiempo a olvidarlo, te deseo.

 

VIII

Dulce amor, guarda en lo más hondo de ti la esencia de nuestro encuentro.

Lucha contra los dioses para que no nos castiguen con el silencio.

Apenas nos dio tiempo a nada,

ni tan siquiera a descifrar el espíritu de nuestras miradas.

Resucito contigo, amor, en los laberintos del tiempo,

en las simas prolongadas de la nostalgia.

Miedos alojados en el último confín de los vientos.

Luché contra ti, dulce amor, pero aún te llevo dentro.

En el manicomio de nuestro amor,

todavía supuro el dolor de tus llagas.

 

IX

Dulce amor, juntos pasearemos por sendas iluminadas por lunas de seda desde,

donde remontaremos nuestro último vuelo.

¡Dime cuán necesaria es mi presencia!

ya sin miedo a unir nuestros deseos.

Y arribaremos en cálidas fuentes donde calmaremos nuestros desvelos.

Sedientos caminaremos hasta el fin y,

ya nunca volveremos a vivir más en ayer.

Dulce amor, el infierno de nuestros temores dejará de existir y,

volaremos, cual ruiseñores, por cielos sin tormentas ni nubarrones,

en un edén donde de nuevo las mariposas se posarán sobre nuestros deseos.

 

X

Dentro de poco ya no volveré a preguntarme

qué hare yo sin ti, dulce amor,

seremos la envidia de aquellos que desprecian el amor y,

solo buscan la falsa naturaleza de las pasiones.

Quiero que cada noche recorra nuestros cuerpos el néctar de las flores y,

dibujes en mis labios el rocío de los placeres.

Allá a donde iremos ya no nos harán falta las falsas deidades, porque

tu Fanny, más torpe que bella,

más triste que radiante,

será toda tuya para siempre. 

Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 21 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXVII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EPÍLOGO, EL DESTINO DE SUS DESEOS #JohnKeats200aniversario



 «Apartado, a lo lejos, en gigante ignorancia,

me llegan noticias tuyas, y de las Cícladas,

como el que se sienta a la orilla del mar y quizás

anhela visitar los profundos corales de los delfines.

¡Y tú que eras ciego! Y entonces Júpiter rasgó el velo

para que vieras el Cielo y dejarte vivir,

y Neptuno te hizo un refugio de espuma,

y Pan hizo cantar para ti a sus enjambres del bosque;

sí, en las orillas de las tinieblas hay luz,

y los abismos muestran selvas por descubrir,

y hay en la medianoche una mañana en ciernes,

y hay una triple visión en la sutil ceguera.

Esto fue lo que viste, como en cierta ocasión sucedió

a Diana, la Reina de la Tierra, y el Cielo, y el Infierno.»

Poema A Homero, de John Keats

 ¿Qué será de nosotros cuando hayamos muerto? Nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestros recuerdos… todo quedará en manos de los nuestros, que serán los encargados de cumplir con el designio de nuestros deseos.

¿Qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo? No es fácil responder a esta pregunta, y mucho menos cuando el protagonista es uno de los principales poetas británicos del Romanticismo, y menos aun cuando su poesía, tan exuberante como imaginativa, solo es atemperada por la melancolía. John Keats, el hombre que siempre andaba con un libro en el bolsillo (tal y como lo describía Cortázar), falleció a las veintitrés horas del 23 de febrero de 1821. Lo hizo en calma, y acompañado de su inseparable y buen amigo Joseph Severn. Este describe su muerte en una carta que escribió cuatro días más tarde.

«Roma, 27 de febrero de 1821

Ya no existe; murió con la más perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro, la cercanía de su muerte se manifestó. Severn… yo… le­vántame… me estoy muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios porque esto ha llegado…Lo levanté en mis brazos. La flema parecía hervir en su garganta, y fue en aumento hasta las once, en que él fue deslizándose gradualmente hacia la muerte, tan silencioso que todavía creí que estaba durmiendo. Me es imposible decir nada más ahora. Estoy deshecho por cuatro noches en vela, sin dormir desde entonces, y mi pobre Keats muerto. Hace tres días que abrieron su cuerpo; los pulmones faltaban por completo. Los médicos no alcanzaban a imaginarse cómo pudo vivir estos dos meses. El lunes acompañé su querido cuerpo a la tumba, junto con muchos ingleses. Todos se preocupan mucho por mí; debo haber tenido un fuerte acceso de fiebre. Ahora estoy mejor, pero aun totalmente impedido.

La policía ha estado aquí. Los muebles, las paredes, el piso, todo debe ser destruido y cambiado, pero el doctor Clark atiende a todo.

Con mis propias manos puse las cartas en su ataúd.

Esta sale con el primer correo. De lo contrario algunos de mis amables amigos hubiesen escrito antes.»

Keats no murió solo en Roma porque, además de la lealtad y compañía de Severn y el auxilio espiritual de su poesía, también contó con la ayuda y los cuidados del doctor James Clark, que lo trató con mimo y devoción, pues además de conocer su historia era un devoto de la poesía, y él fue quien cumplió con una de las últimas voluntades del poeta e hizo que su sepultura fuera cubierta de margaritas, como una muestra más de su amor por la naturaleza y el esteticismo que siempre tiene un valor moral. Ese yo lírico, presente en la Oda a un ruiseñor, y que se eleva entre los árboles y compara la eternidad de la naturaleza y la trascendencia de los ideales con la fugacidad del mundo físico, le acompañó hasta el final. Esa fugacidad de la que Keats intenta alejarse, contraponiéndole su ansia de eternidad, es un deseo que sin duda a día de hoy podemos expresar que consiguió a través de sus poesías y sus cartas (de gran valor literario), cumpliendo de esta forma parte de ese anhelo, y alejando de sí la maldición que le persiguió a lo largo de su corta existencia. En este sentido, las circunstancias personales que rodearon a su vida, y en concreto los tres últimos meses de sufrimiento que abarcan este libro, hacen de su relato un hecho heroico en sí mismo. Dicen los entendidos que nunca es en vano el dolor del artista ante el proceso creador, pero en Keats, además, nos enfrentamos al dolor físico que poco a poco apaga la vida del artista que, sin fuerzas, lo deja todo en manos del destino. Aciago devenir, triste y miserable, pues hasta las condiciones económicas que albergaron sus últimos días entre los vivos fueron lamentables, pero que gracias a ese otro gran héroe llamado Joseph Severn el corazón derrotado de Keats no conoció, pues su sola sospecha hubiese sido suficiente para acelerar su amargo final.

Quizá, después de todo, el alma del poeta haya encontrado en algún momento el reconocimiento que tan esquivo se le mostró en vida, pues tal y como recoge Julio Cortázar al final de su libro Imagen de John Keats: «Él había murmurado un día: “Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses”. Cincuenta años más tarde será Matthew Arnold quien confirme el alba: “Está. Está con Shakespeare”», tal y como fue su deseo.

El cuerpo de John Keats descansa en el cementerio protestante de Roma, detrás de la pirámide de Cayo Cestio. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: «...uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica ha adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, solo recordado por su sepulcro».

Pero no queda ahí la nómina de ilustres que le dedicaron un póstumo reconocimiento, ya que Shelley también lo hizo en el poemario Adonais: «Ve a Roma… a la vez el Paraíso, / la tumba, la ciudad y el desierto; / donde sus ruinas como destruidas montañas se alzan,…» e incluso describió la sensación que le transmitió el camposanto: «el cementerio es un espacio abierto entre las ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas que se mezclan con las frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a uno enamorarse de la muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan hermoso». Un deseo que el poeta vio cumplido apenas un año más tarde cuando falleció víctima de un naufragio, y que, según cuenta la leyenda, llevaba un libro de poemas de Keats en el bolsillo. Ahora descansa al lado de Keats y de Severn, que tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía ese lugar, y así lo hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: «anduve por allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él».

Sin embargo, su deseo de pasar desapercibido incluso después de su muerte solo fue cumplido a medias por sus amigos, ya que tanto Joseph Severn como Charles Brown, en contra de su voluntad, pero con la firmeza que les daba la lealtad hacia un amigo, hicieron esculpir una lira griega con cuatro de sus ocho cuerdas, como símbolo del genio poético que la muerte truncó antes de haber llegado a su madurez. Debajo de ella, puede leerse la inscripción: «Esta tumba / contiene todo cuanto era mortal / de un / JOVEN POETA INGLÉS, / quien, / en su lecho de muerte, / en la amargura de su corazón, / a merced de sus enemigos, / quiso / que se grabaran en su lápida estas palabras: / Aquí yace Uno / cuyo Nombre estaba escrito en el Agua / 24 de febrero de 1821».

A unos metros a la izquierda, en la tapia del cementerio, hay un medallón con su efigie y unos versos en los que se lee en acróstico su apellido. Tras estos singulares signos de su paso entre los vivos, tenemos la dicha de que aún nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos, en un espacio de mirada interior donde no existe el tiempo ni el silencio. 

Madrid, 12 de junio de 2013 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel

jueves, 18 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXVI) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS MUERE EN LA PLACIDEZ DEL SILENCIO #JohnKeats200aniversario

 


Roma 23 de febrero de 1821.

Alrededor de las cuatro de la tarde.

 

La luz del día se apaga lentamente en mis pupilas. Abro los ojos todo lo que puedo, pero apenas veo, salvo sombras que se apoderan de mi maltrecha razón. Intento humedecer un poco mis labios, pero mi lengua solo es capaz de segregar algo de saliva con la que mojarlos. «Esta debe ser la señal que con tanto anhelo aguardo», pienso. Intento oler el aroma de la muerte, pero todavía no lo detecto. Muevo un poco la mano sobre las sábanas de mi lecho, pero no distingo su rugosidad con mi tacto. Acudo en auxilio de mi oído, pero nada oigo. Este es el certero veredicto del destino que me aguarda al final del camino. Mis sentidos han dejado de existir mientras que yo sigo aún vivo. Me da igual no ver u oler, porque aún puedo cobijarme bajo la cúpula de los recuerdos. «Estoy listo para partir, en lo que será mi viaje hacia ninguna parte», me digo. De nada sirven las metáforas a la hora de entrar en el infinito, porque allí no me harán falta las palabras. Por extraño que parezca, una gran paz interior me acompaña y, antes de que el habla también me abandone, quiero despedirme de mi gran amigo Severn. Le llamo como solo lo puede hacer un moribundo y, de la mejor manera que puedo, le digo: «Severn... yo... levántame... me estoy muriendo... moriré fácilmente... no te asustes... sé firme... y da gracias a Dios porque esto ha llegado...», y cierro definitivamente los ojos.

Me quedo sin palabras, pero no sin pensamientos. Ahora soy el poeta del silencio. ¡Muerte silente que me estás aguardando, ya estoy listo para partir! Envíame la nave que lleve mi alma al averno, pero antes, deja que me zambulla en las aguas tranquilas del lago, porque quiero concederle a mi espíritu el placer de la experiencia antes de llevarle más allá del pensamiento. Déjame disfrutar tan solo un momento, justo ese breve instante con el que consolar a mi alma antes de marchar a su definitivo destierro. Aguas profundas y misteriosas que me vais a acoger, mecedme como en los sueños, y susurradme una dulce canción cuando depositéis mi cuerpo en lo más profundo de vuestro lecho. Ya siento las olas batir contra mi demacrado cuerpo y, con su leve balanceo, tientan a la ausencia de palabras como en un fugaz recuerdo. Agua bendita y purificadora de tormentos, acógeme como al más humilde de tus siervos y graba mi nombre en la más transparente de tus esencias. Y llévame lejos, a un lugar donde pueda disfrutar del recuerdo de mis versos.

«El mar conserva eternos sus susurros a lo largo

de las orillas desoladas, y con su recia marea

inunda veinte mil cavernas, hasta que el encanto

de Hécate les deja su sombrío sonido.

A menudo encuentra su temple calmado

y durante días apenas se mueven las conchas

diminutas de allí donde al fin quedaron,

cuando se desataron los vientos de los Cielos.

Vosotros que tenéis los ojos cansados y doloridos,

alegradlos ante la inmensidad del mar;

vosotros que tenéis los oídos silenciados por el estruendo

o demasiado hartos de pesadas melodías,

sentaos junto a una vieja caverna y meditad...»

Y siento cómo se cumplen mis deseos… y dejo de ser… y dejo de existir, pues noto cómo mi alma abandona mi cuerpo. Es un instante placentero, al que no le acoge el menor de los desvelos… Todo es como el más dulce de los sueños y, sin apenas darme cuenta, entro en los confines del tortuoso silencio.

«Si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú,

no viviría en brillo solitario suspendido en la noche

y observando, con párpados eternamente abiertos,

como paciente e insomne ermitaño de la Naturaleza,

las agitadas aguas en su sagrado empeño

purifican las humanas costas de la tierra,

ni miraría la suave máscara de la nieve

recién caída sobre los montes y los páramos;

no, aunque constante e inmutable,

reclinado sobre el pecho maduro de mi amada,

sintiendo por siempre su dulce vaivén,

despierto para siempre en dulce inquietud,

callado, para escuchar en silencio su dulce respirar...»

FIN

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 16 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXV) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS SOBREVUELA ROMA CONVERTIDO EN UN RUISEÑOR #JohnKeats200aniversario

 


El tiempo pasa lentamente, y acaricia cada hora, cada minuto, cada instante de mi vida, como solo lo saben hacer las manos de los amantes… pero ya nada importa. Ni el tiempo ni sus horas ni la más bella de las damas. Todo desaparece tras el tamiz continuo y perenne del tiempo, del mismo modo que la luz se fuga en las tardes lluviosas de invierno detrás de la poderosa cortina de agua que la ampara; y todo, otra vez todo se convierte en un lienzo en blanco que nada alberga, salvo la esperanza de aquello que puede llegar a ser. Eterna esperanza que cae como un torrente salvaje desde la montaña. Anhelos reconvertidos en desgracias que nos marcan las últimas jornadas. Hombre sin sueños, ni deseo. Estatua inerte de sal, pero de carne y hueso. Aún me queda una posibilidad, la última, para vencer al paso del tiempo: acabar siendo un recuerdo o un pequeño episodio en las vidas ajenas. También me puedo reconvertir en una anécdota revestida de poemas o en un libro que puede ser abierto en la encrucijada del tiempo. Mi cuerpo descansará en un agujero y mis libros lo harán confundidos en grandes o pequeños montones, en estanterías anónimas o en desvencijados baúles cargados de nostálgicos y efímeros recuerdos. ¿Existirá la posibilidad del encuentro? El enigma de la vida se burla de nosotros, porque nadie sabe qué será de uno mismo después de su propio incendio. En un lugar alejado de nuestras llamas, crecerá un solitario árbol testigo de nuestro empeño y, en él, su fruto simbolizará cada uno de nuestros deseos. Yo quiero ser urna o pájaro, otoño o primavera…, ojos de un mundo que ya no será el mío, testigo de unas vidas que ya no me pertenecen. ¡Oh Dios, quién pudiera volver a ser un lienzo en blanco!

Mientras esto deseo, la lluvia llama a mi ventana. Lo hace con suavidad, pero de una forma tentadora, detrás de una gota golpea otra, pero yo… yo prefiero refugiarme en las dobleces de mi cama que, aunque húmedas, no son el símbolo de ninguna esperanza. La lluvia llama a mi puerta cual ángel anunciador de buenas nuevas. «Aquí estoy», le digo, pero todavía no quiero ir en pos de tu música celestial. Deja de tocar tu trompeta, que tus melodías, para mí, todavía no son las de la vida eterna. Quiero quedarme aquí y soñar un nuevo sueño. ¡Por favor, concédeme este último deseo! Y algo sucede en mi cuerpo porque tu música celestial se convierte en el trino de un pájaro sediento de canto y de vuelo. Atravesar el límite del alféizar de la ventana quiero, mas solo oigo el constante picoteo del pájaro contra la cristalina bóveda de mi lúgubre féretro. Me advierte de su intención y de su presencia. ¿Me llama o es una nueva señal de la agonía que estoy padeciendo? ¡Ojalá pudiera volar cual ruiseñor por el cielo de Roma, y detener por un momento esta sensación de calor infernal que me consume! Nada ni nadie me impide luchar por salir de mi perenne letargo y, azaroso por la falta de tiempo, reto a las insalubres cadenas que me retienen postrado en el lecho de mi próximo deceso. ¿Qué importa ya salvo esto?, y, cual pájaro que está a punto de iniciar su primer vuelo, muevo mi alas arriba y abajo. «Perderme lejos de aquí, disiparme, olvidar...» No abro los ojos porque mi deseo es más intenso si lo imagino que si lo veo. Es cálido y dulce, como los sueños placenteros, «...lo que jamás entre las ramas has conocido: la fiebre, el hastío, la angustia que se siente...». Nada queda más allá de los sueños, encrucijadas de los deseos transportados en el tiempo. ¡Cuánto me hubiese gustado disfrutar de Roma! Apoderarme de sus calles y sus ecos, «...aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos...». Arrodillarme ante el poder milenario de sus obras de arte y contemplar hipnotizado la juventud y belleza de sus esculturas, antes de que la inocencia de mi mirada cambie para siempre «...donde el temblor sacude las tristes canas que quedan...». Inocencia que solo busca la belleza, poderosa atracción que transforma la nada en arte, «...donde la juventud escuálida y marchita muere...». ¡Qué puede haber más lúgubre que el tedioso proceso que le lleva a un hombre joven a la muerte! La muerte en sí misma es bella; bella como solo lo puede ser una nueva vida. Fuerzas contrarias que todo lo pueden, inicio y final de una historia que acaba en liberación: la del alma prisionera del cuerpo que la retiene, «...donde solo pensar significa tristeza / y desesperación de ojos plomizos...». Gozar sin límites para vaciar las penas de la tristeza que las atrapa. Gozar para marchar lejos de la desesperación de nuestras miradas, y de nuestro corazón, «...y la Belleza pierde el esplendor de sus ojos / que el nuevo amor no ama más allá de mañana...». No quiero un amor terrenal y pasajero, sino la felicidad eterna que solo se encuentra impregnada en la mirada del artista que busca a la musa anhelada. Inocencia exenta de pudor como la voluptuosidad ociosa y desnuda de las ninfas que juegan despreocupadas alrededor de los dioses. Espacios alegóricos, territorios solitarios y perdidos, en los que se resguardan la melancolía más bella, la soledad más salvaje y la desgracia más inhóspita. Todas ellas cualidades impropias del hombre. Zeus, Apolo, Atenea bautizad mis sueños con la más impronta cualidad de vuestras deidades. Transformad mis deseos por volar en ágiles plumas que me ayuden a surcar los cielos de Roma, para después recogerme en vuestro seno. Y dejadme reposar a vuestro lado, en frondosos aposentos de níveos cúmulos almohadillados; lugares donde el símbolo de la gloria es eterno. ¡Quiero atravesar el cielo de Roma y vencer a la quietud que el destino me ha impuesto! Llegar hasta el otro extremo, donde no existen ni ataduras ni cadenas. ¡Llévame contigo dulce pájaro, cual sueño de juventud que quiere ser por fin libre! ¡Libérame de temores y reproches, y déjame volar a tu lado…! Este es mi último deseo antes de descansar para siempre en mi abovedado hipogeo. Me siento ligero y dispuesto, libre por fin; tan dispuesto me encuentro, que me transformo en un alado e inmaculado corcel blanco y, como tal, abandono la quietud de mi cama e inicio un lento vuelo que me lleva fuera de mi amarga estancia. Adiós espacio de muerte... adiós habitación triste y oscura, lugar de silencios y tormentos. Adiós para siempre morada de nulos recuerdos. Nada de ti quedará tras mi óbito, porque arderás como una frágil pira que no podrá defenderse de sus propios secretos. ¡Qué hermosa se ve Roma desde el cielo! Escondida tras tonos rosas y violetas, y difuminada bajo la señal de un crepúsculo donde la luz se vuelve tenue y misteriosa, y donde las siluetas, asustadas, se escapan y se pierden tras un infinito telón de sombras. Teatro impune al paso del tiempo. Escenario de eterna belleza. Al menos déjame descansar aquí, en uno de los nichos de tus múltiples fosas; en un lugar donde solo los que de verdad me quieran vengan a buscarme. No necesito luz, porque mis ojos no verán..., tampoco necesito calor, porque mi corazón no latirá. Solo deja que me mezcle con el viento de la tarde y, junto a él, mecer las hojas de los árboles... Nada era, nada soy y nada seré más allá de mis poemas. Amargo epitafio que se revela como la mejor de las metáforas de mi vida entre las tinieblas. ¡Oh Dios, concédeme la virtud de la sabia espera! Y no me dejes regodearme en la simple tristeza. Tiempos vendrán donde la dicha se convierta en pura fiesta, para equilibrar aquellos otros plagados de olvido y desavenencias. Aquí quiero reposar para siempre, entre tilos, cipreses y naranjos, lejos de los brezos y los bosques de mi querida Inglaterra; tierra de sublimes recuerdos, de deseos imposibles y entorchados momentos.

El tiempo pasa lentamente, pero ya nada importa, ni siquiera mi corazón se muestra compungido cuando desde el cielo veo a enamorados que desaparecen tras las puertas, o a jóvenes que buscan a sus amadas a la salida de los templos. La vida, ese gran teatro de sombras, de espectros que van y vienen, como góndolas que surcan canales de ida y vuelta, sin apellidos ni gloria. ¡Qué es la vida sino la más anónima de las desgracias!, la pérdida de la inocencia que nunca más podrá ser rescatada. Mi alma marcha ya suspendida del aire y no siente la humedad del agua que inunda a las calles de Roma. «El agua persigue a mis etéreos empeños», pienso, tanto como el gorgoteo de la hundida Barcaccia lo ha hecho a mis romanos suplicios. Agua, símbolo del paso del tiempo, poderosa como solo su transparente eco puede serlo. Veni, vidi, vinci, parece decirme en su lenguaje de fugaz recuerdo. En la repetición de su sonido está su más afamado secreto... A ella también debo el poema misterioso de mi sepulcral epitafio, pero ahora, quiero marchar más lejos. Ver para no tener que imaginar y darles a los ojos de mi alma algo de dicha terrenal. Inicio mi vuelo desafiando a la lluvia que se quiebra ante mí como un ligero tapiz compuesto de transparentes velos. Atravieso esa frontera imaginada que divide a la realidad de mis deseos, pero algo ocurre porque no remonto el vuelo. El destino parece decirme que el tiempo de mis aladas hazañas ha llegado a su fin. ¡Caprichoso destino que huyes lejos de mí, déjame disfrutar el final de mi dicha! Ya nada importa, salvo seguir alimentando el poder de los sueños. Acudo a la parte más onírica de mis sentidos y los recluto a todos en pos de este último deseo: volar por la ciudad de Roma. «Volar no puedo», me dicen. «Hagamos posible lo imposible», les ordeno, y, cual poeta que arma su pluma con la más sublime de las metáforas, surco el firmamento de Roma acompañado de los múltiples ecos de mis recuerdos… El Foro romano se alza radiante en la pupila de mis sueños, arrastrando victorias y temores en todo su apogeo. ¿Cuántos otros antes que yo vagaron bajo sus arcos y cúpulas, amaron y oraron tras la sombra de sus columnas y templos? Atrás todos quedaron sin dejar apenas huella de su paso por la tierra, salvo aquellos que diseñaron y esculpieron los límites de este espacio que se posa ante nuestros ojos como el mejor de sueños. En este instante, en el que apenas le quedan datos a mis recuerdos, acudo a Severn y su sabia palabra, a esos días en los que me relataba todo aquello que sus extasiados ojos aún retenían dentro de su cerebro. La Capilla Sixtina con sus majestuosos frescos, las figuras y estatuas del Campidoglio, las pinturas de Rafael o las esculturas de Miguel Ángel desterradas de su níveo mármol. Figuras a las que el artista les ha dado alma, pétrea o pictórica, pero alma al fin y al cabo, pues solo ellas tienen en sí mismas el poder del recogimiento más sincero, ese que hace temblar al espíritu más sensible de los hombres; un lugar donde solo se esconden las virtudes de los héroes. Poder milenario e infinito que traspasa la barrera del sueño y me hace sentir un escalofrío que recorre todo mi cuerpo, lo que quiere decir que todavía no estoy muerto. Antes de marcharme para siempre no quiero dejar de imaginar un último revoloteo y, con el mayor de mis anhelos, me poso sobre la cúpula del Panteón de Agripa que, poseída por un arcoíris que traspasa los límites de su bóveda, me hace atravesar su óculo y llegar a su marmóreo pavimento. Y allí me hallo, en una superficie todavía impregnada de la lluvia que procede de las nubes del cielo. Mágico lugar que, ante mis ojos, parece representar el símbolo perfecto para el final de mi sueño. Tumba milenaria, cuna perpetua del descanso silencioso de emperadores y artistas, símbolo imperial de la ciudad eterna. Estoy tan a gusto aquí adentro, que no me siento con ganas de volver a retomar el vuelo.

«El pueblo, el cementerio, el ocaso,

las nubes, los árboles, las colinas... todo parece,

aunque hermoso, frío, extraño, como en un sueño

que hace tiempo tuve y ahora vuelve de nuevo;

y el pálido y efímero verano un breve destello

parece ganado al temblor del invierno;

al calor del zafiro, sus astros nunca brillan:

todo es fría belleza; el dolor nunca cesa

para quien, como Minos, puede gozar

de la auténtica belleza, libre del mortal tinte

que en ella impregnan el orgullo enfermizo

y la imaginación falaz.»

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 14 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXIV) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS SE DESPIDE DE FANNY #JohnKeats200aniversario


 

Vienes a buscarme cargada con todos nuestros recuerdos. No necesitas mediar palabra, y enseguida intuyo que estás dispuesta a vencer al brillo oscuro que me acoge en la noche. Hechizo mágico el que te acompaña, con el que nadie más que tú logra iluminar las entrañas de mi alma. Fanny, te veo llegar como solo lo hacen las hadas, aunque no poseas un carro alado tirado por falsas deidades. Llevas el pelo recogido y vienes engalanada con uno de tus vestidos preñado de volantes. No me dejas hablar y, en un rápido gesto, acaricias mi fría cara. Me coges de la mano con la soltura que solo poseen las diosas clásicas; diosa de mis tinieblas que, nada más tocar mi corazón con tu alma, lo curas de la enfermedad que lo atenaza. Como en los juegos de magia me levanto de la cama, y sigo tus pasos cual Lázaro resucitado, pero tú no giras el cuello para mirar el resultado de tu milagro. Sin la necesidad de verte, adivino una feliz sonrisa dibujada en tus labios. Tiras con fuerza de mí, mientras recorremos una senda en la que no hay árboles ni plantas. Corremos igual que lo hacíamos por el bosque de Hampstead, sin el compromiso de llegar a ninguna parte. Atravesamos algo que se asemeja a un campo repleto de nubes, y enseguida llegamos al lugar donde nos conocimos... y donde nos amamos sin necesidad de llegar a tocarnos. En mi sueño, hay una especie de velo gigante que nos tapa, como si nuestros votos de amor necesitasen de esa fina cúpula transparente para aislarse. Sin embargo, para nosotros no es necesario pasar por esa cuarentena, y cogidos de la mano me llevas hasta tu casa; amarga estancia que nos acogió en nuestra despedida, pero que esta vez, acude a mí bañada por el color de la esperanza. «Ya hemos llegado», me dices. «Este es tu nuevo hogar», añades. Cuando terminas de pronunciar esas palabras, cual pócima milagrosa, la fiebre que me ha acompañado a lo largo de nuestro veloz viaje desaparece, y de nuevo me encuentro como antes de que mi enfermiza tos se apoderara de mi cuerpo. No necesito preguntarte si todo lo que está ocurriendo es real, porque a mí me lo parece y, harto de estar tumbado en la cama, nuestro inesperado reencuentro se convierte en el mejor de los regalos posibles para un moribundo. Enseguida dejo de pensar en estos pequeños pormenores, y me concentro en ti y en lo que estoy viviendo. Te propongo dar un paseo bajo los árboles que ya intentan adivinar la próxima primavera y, sin dejar de sonreírme, me dices que sí. Sigues sin ponerte el sombrero, y el poder de tu mirada se convierte en un poderoso vendaval que me arrastra hasta el más profundo de los deseos. Quiero darte un beso, pero interpones tu dedo índice entre nuestros labios antes de decirme que espere, porque tienes una sorpresa para mí. Andamos entre restos de hojas secas ya pisadas que, bajo nuestros zapatos, no significan nada. Al principio, no puedo dejar de mirar hacia el suelo, porque no siento el contacto de mis pies con la solidez del terreno, pero tú sigues insistiendo en tirar de mi brazo, y esa determinación es como una señal para mí, porque a partir de ese momento me dejo llevar, como en los sueños... Nos paramos en un pequeño claro del bosque y dejas caer tu mano para abrazarme en un largo y cálido beso. Mientras me besas, intuyo que un haz de luz nos ilumina cual rayo que procede directamente del cielo. Cierro los ojos y me pierdo bajo la suavidad de tu piel. Es un instante fugaz, como los deseos, pero tan intenso y conmovedor, que siento que todo mi sufrimiento hasta llegar aquí ha merecido la pena. Dulce tributo el de mis pesadillas, que ahora sí, se están transformando en el mejor de los anhelos. Volver a besarte… y volver a tocarte es el más acertado presente que un enfermo puede recibir cuando siente que ya está a punto de partir hacia el otro lado. Tú, sin embargo, no me dejas pensar, y llenas de cálidos besos mis recuerdos. Atraviesas los lindes de mi corazón y, como no te conformas con ello, traspasas el espacio de nuestros deseos. Ataviados con nuestra sola presencia, nos desnudamos el uno frente al otro bajo la escarcha de la campiña inglesa. No sentimos frío, sino que más bien parece que flotamos sobre el suelo. «Quiero entregarme a ti», me dices, y el miedo a perderlo todo me hace guardar silencio; «el silencio de los muertos», pienso, sin atreverme a romper el designio de tus íntimos deseos. Juntos capturamos el infinito, porque no hay palabras que puedan describir la dulce transformación que estamos viviendo. Los recuerdos caen prisioneros de la pasión, y hasta nuestras promesas zaheridas por el amor se quedan sin palabras. Hacemos un largo viaje atrapados por la certeza de nuestros sentimientos. Todo es como en un sueño perfecto; tan perfecto que, por un instante, somos capaces de vulnerar nuestro equivocado destino. En ese lugar, y en ese momento, llegamos a ser felices, como solo lo pueden ser aquellos que traspasan la línea de la frontera que divide a los amantes. No nos decimos nada, pues el amor a veces no necesita de las palabras. «Eres como el mejor de mis poemas», pienso. Nada puede existir en el mundo ni en nuestras vidas que iguale este encuentro que todavía está presente en el reflejo de tu mirada. Haz de íntima felicidad, capaz de transportar nuestros deseos a la tumba eterna de los recuerdos, recuerdos imborrables que traspasarán la tiranía del paso del tiempo. Nunca podré olvidar esta mirada tuya que marca sobre mis entrañas el más profundo de los sentimientos de la vida: el amor.

Abandonamos la soledad del bosque de los enamorados, mientras acordamos firmar nuestra unión en una perpetua alianza. Corremos con premura desde el altar de los placeres hacia el resto de nuestras vidas. Todo sigue ocurriendo como en el mejor de los sueños, pues marchamos envueltos en el halo de los que desconocen el miedo. Los temores abandonan nuestros cuerpos, y la fiebre deja de ser un síntoma de enfermedad para convertirse en la dicha de los corazones recientemente conquistados. La seguridad del amor se aloja dentro de nosotros cual rocío de los placeres... cual rocío de los placeres... ¡Qué difícil es perderse en los vericuetos del amor!, pero nuestra determinación es ciega y, por ello, se convierte en poderosa. Antes de llegar al altar donde nos vamos a casar, iniciamos un leve descenso; el de aquellos que se saben condenados al más terrible de los castigos; el de la ausencia de tiempo y de vida para llegar a culminar el fin último de sus sueños.

«Mi más querido amor, dulce hogar de todos mis temores

y esperanzas y alegrías y jadeantes miserias,

esta noche, creo adivinar, tu belleza luce

una sonrisa tan deliciosa

tan brillante y tan radiante,

como cuando con ojos extasiados, doloridos y humildes,

perdidos en dulce asombro,

miro y miro.»

Todos nos están esperando. Tu madre con una dulce sonrisa, tus hermanos con un alegre brillo en sus ojos, Brown con cara de sorpresa, pero también con devoción y hasta ternura, Hunt, Haslam, Haydon y hasta Reynolds están allí presentes con un gesto de aprobación en sus rostros. Más allá de las primeras filas, intuyo a Shelley y Byron y, al fondo, detrás del grueso tronco de un árbol, adivino la mirada de Shakespeare… Artistas y poetas, musas y amadas, todos juntos en pos de nuestra alianza; una unión que será sellada con las poderosas cadenas de la poesía y los sueños.

¿Qué ocurrió más tarde? Después de jurarnos amor eterno, tu silueta se disolvió como solo ocurre en los sueños, y por más que intentaba tocarte era inútil, porque te difuminaste como únicamente lo hacen los buenos recuerdos. Buscaba un poco de compasión por tu parte, pero igual que viniste, te marchaste, dejándome de nuevo a solas con la humedad de la cama de los muertos. Fanny, allá donde vayas estaré a tu lado, escondido tras las grietas de tu existencia, velando tus sueños… Y cuando todo haya terminado, pediré un deseo, un único deseo… Y despojaré a mi alma de su perenne desconsuelo. Y el desasosiego que anidó en mis entrañas se marchará lejos, muy lejos… al otro lado de la colina, de donde nunca más volverá para atormentarme. Así ahuyentaré a ese esclavo hechizo que tanto daño me ha hecho y, de esa forma, despojaré a mi alma de los últimos restos de desgracia e infortunio que durante tanto tiempo me han subyugado. Fanny, no te sientas desgraciada. Nuestro tiempo ha sido corto, pero intenso. Y nuestro amor el mejor de los recuerdos. Todo ha merecido la pena, ¿me oyes?, todo. Incluso este breve sueño cargado de imposibles deseos. Te quiero, Fanny, como solo los locos pueden hacerlo y, entre mis cenizas, se leerá tu nombre.

 

«¡Guárdalo para mí, dulce amor! Aunque la música transpire

visiones voluptuosas en el cálido aire,

aunque nade a través del peligroso remolino de la danza,

sé como un día de abril,

sonriente y frío y alegre,

un lirio sobrio, sobrio y hermoso;

y entonces, cielos, habrá allí

un junio más cálido para mí.»

Mi queridísima niña:

En estos días donde el horizonte se difumina con el infinito, la distancia entre nosotros se diluye como solo lo hacen los pasos al final del camino. Mi vida se acaba, pero mi necesidad de soñar contigo no se extingue con el alba de cada mañana. Ojalá pudiera romper la barrera del tiempo para vivir siempre en pasado, en una eternidad caprichosa que tuviese el don de poder ser repetida. El eco de tu voz todavía me llega a través de los recuerdos, y me deja su huella en el hueco más profundo de mi corazón, donde solo tú te depositas. Hay violines que lloran tu ausencia en cada uno de mis pensamientos, y sus cuerdas emiten llantos que rebotan una y otra vez en la parte más sensible de mi conciencia. No me arrepiento ni por un instante de que no hayas sido mía, pues, en la íntima soledad de mis sueños, hemos alcanzado el poder reservado a las estrellas, pues cada vez que unimos nuestros cuerpos se desprende un intenso rayo de luz que ilumina toda la faz de la tierra. Fanny, ya no nos diremos más te quiero, pero cada día que pase, una cascada de sensaciones llenará de gozo tu corazón que, al final, marchará por otra senda. La vida continúa y se repite, pero no para nosotros. A ti aún te quedará la posibilidad de renacer y ser otra en ti misma… a través del tiempo, y a través de los días que están por venir y que de nuevo te llenarán de gozo. Para los momentos de triste nostalgia tendrás mis poemas y, bajo los versos que un día compuse para ti y para el resto, hallarás las huellas marchitas de nuestro amor. Entonces, vigila tu llanto y piensa que, de nuevo, algún día marcharemos juntos de la mano, y que ya nunca nada ni nadie volverá a separarnos.

Eternamente tuyo,

J. Keats.

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 12 de febrero de 2021

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XXXIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: KEATS, EXCLAMA: ¡SIENTO CRECER LAS FLORES SOBRE MÍ! #JohnKeats200aniversario

 


Roma, 18 de febrero de 1821

 

La debilidad se apodera de mi cuerpo, y me hace caer en el tremendismo desangelado del miedo. Es una sensación tan distinta a todas las anteriores, que soy incapaz de hacerle frente y me dejo llevar cual rayo de luz perdido en la inmensidad del bosque. Ahora no tengo el vigor suficiente como para medir la intensidad de las tinieblas que me aprisionan, pero en un leve claro que se abre paso dentro de mi oscuro sufrimiento, pienso que hasta en eso soy afortunado, porque si no fuera por las escasas fuerzas que me quedan, no lo podría soportar, de tan certero como se muestra este último golpe. Ya no me puedo mover, y todo se resume a un abrir y cerrar de ojos hasta que me vence el sueño… A pesar de todo, en este espacio de incertidumbre, todavía recuerdo vagamente el último de mis sueños, el único placer que en estos momentos se encuentra a mi alcance. Tengo suerte, porque la naturaleza aún me acoge en su seno, como si ese en verdad fuera mi último destino. Soñé con un gran campo lleno de flores que se extendía a lo largo de una pequeña loma, tras la cual, solo se veía el cielo. No había árboles a mi alrededor que me cobijaran del sol radiante que difuminaba el reflejo de mi mirada. Iba solo y, mientras ascendía lentamente por la loma, pisaba con sumo cuidado el manto floral de la tupida alfombra que le mostraba pleitesía a mis pies. Sin embargo, no tenía una sensación placentera, sino más bien todo lo contrario, pues dentro de mí, tenía el presentimiento de que algo me estaba esperando tras la línea que el horizonte creaba con el límite más alto de la colina. Y al poco tiempo, esa señal vino a mi encuentro, y comencé a desdibujarme cual carboncillo entre amapolas y margaritas. Mi rápida transformación me llevó a dejar de ser yo mismo, y me convertí en un pesado tallo que sobresalía de la tierra. Lo más extraño de esta fugaz aventura es que no recuerdo cómo me introduje dentro de la capa vegetal que recubría el campo, pues mi memoria solo fue tangible desde el momento en que mi ser se mutó y dejó de ser hombre para brotar de nuevo a la tierra como una flor… No llegué más allá, porque me desperté de pronto, empapado en un sudor frío que bañaba todo mi cuerpo cual rocío del sufrimiento, y así me quedé, sin saber el tipo de flor en el que me convertía y sin adivinar cuál era el verdadero significado de mi sueño.

Cuando regresé al mundo de los vivos, lo primero que hice fue dar gracias a la naturaleza, inseparable compañera que solo me muestra su gratitud allá donde mi mente me lleva y que, además, siempre está dispuesta a ofrecerme la posibilidad infinita de nacer una vez más en cada primavera. Es en vano mi sueño, lo sé, pero en esta vigilia que se está tornando interminable, necesito visualizar asideros a los que agarrarme antes de tornar para siempre, porque es el miedo a partir el que me atenaza, más que el cierto final que me aguarda. Viajar hacia lo desconocido siempre ha sido una experiencia intrigante para la que los sentidos todavía no tienen una certera respuesta. Menos mal que, hasta que llegue ese instante último y definitivo, Severn seguirá a mi lado, cual vigía que me protege contra mis miedos. Su cercanía, sin duda, me ayuda a alejar de mi lado la duda y el espanto que me acogen tanto a mí como a la escasa serenidad de mi espíritu, y gracias a él aguanto, porque si no, este trance sería mucho más insoportable. En esta soledad final compartida, ahora siento algo parecido a los estertores de la muerte, pero al cabo de un tiempo compruebo que solo se trata de las flemas que anidan dentro de mi garganta, y que apenas me dejan respirar. Le hago una señal a Severn, y él me incorpora un poco hasta que soy capaz de expulsarlas en un golpe de tos. Estos repentinos accesos de ahogo son como los vaivenes que se producían dentro del barco que nos trajo hasta Roma, cuando nuestra nave fue el centro de las tormentas mientras atravesábamos el canal de la Mancha y, como entonces, zarandean mi castigado y disminuido cuerpo, haciéndole saber la cercanía del final del viaje. Esta vez no se trata de una impostura poética, sino de la certeza que reside en la naturaleza y en el interior de nuestro más íntimo instinto. En mi desesperanza, intento mostrarme todo lo tranquilo que puedo, porque el sentido de mi olfato todavía sigue sin percibir ese aroma sepulcral que me anunciará que ha llegado el momento, y de algún modo, esa sensación de espera y de ausencia compartida me hace permanecer entero dentro de la proximidad del abismo. He deseado tanto que llegara esta etapa última de mi vida que nunca pensé que el miedo se apoderaría de mí en el momento de la verdad, pero igual que cuando comenzaba a escribir un nuevo poema, esta es una sensación que mi mente no controla y que deja paso al más puro juego de los sentidos. Sin embargo, ahora yo creo que más bien es una señal de lo que me aguardará más adelante… Y como si todo estuviese escrito de antemano, al abrir los ojos de nuevo, le digo a Severn «a mi juicio el placer más intenso que he experimentado en mi vida es observar el crecimiento de las flores». Mi querido amigo me mira extrañado, y un tanto compungido, en lo que intuyo que él ha interpretado como una nueva fase de mi delirio. Pero no se trata de eso, porque mi mente aún navega tranquila en la quietud de unas aguas densas y placenteras, que sin yo quererlo, me llevan a pensar lo lejos que estoy de la capacidad negativa que tiempo atrás me posibilitaba el don de la transformación; un alteración que acudía a mí en una especie de éxtasis que me sobrecogía mientras componía mis versos. Pero ahora, no queda nada de esa intemporalidad creativa. Muy a mi pesar, me he convertido en un extraño adalid de las palabras que está exento de la habilidad de la ensoñación. «¿De qué me sirven las palabras?», me pre­gunto, si allí a donde voy no existe un lenguaje escrito, pues a buen seguro solo reinará el mundo de los sentidos que no se transmiten a través de vocablos. Por eso, antes de que el don del lenguaje me abandone, quiero pedirle mis últimos deseos a Severn: en la quietud y fría soledad de mi ataúd, deseo que me acompañen las cartas de Fanny y mi hermana, y un mechón de pelo de esta. Y mi último capricho… mi último capricho será que las margaritas crezcan sobre mi tumba, cual manto que acoja mi sueño eterno…

Me he vuelto a quedar dormido y, al abrir los ojos, lo primero que observo son unas flores encima de mi cabeza. La fiebre no me deja ver y sentir otra cosa, y ni siquiera sé si Severn está a mi lado, pero, llevado por una fe ciega hacia aquello que veo, exclamo: «¡siento crecer las flores sobre mí!»99. Inválido de cuerpo, mi inocencia todavía cree que tengo el poder suficiente para crecer debajo de la tierra, aunque solo sea en forma de tallo del que sale una flor. «Imagen perfecta del sentido de la vida», pienso.

«¿Por qué reí esta noche? No hay voz que responda,

ningún Dios ni Demonio de severa respuesta

se digna replicar desde el Cielo o Infierno.

Y enseguida a mi humano corazón me dirijo:

¡Corazón! Tú y yo estamos aquí, tristes y solos;

dime, ¿por qué reí? ¡Oh, dolor mortal!

¡Oh, Tiniebla! ¡Tiniebla! Siempre he de gemir

preguntando en vano al Cielo y al Infierno y al corazón:

¿por qué reí? Conozco el plazo de mi vida,

que extiende mi fantasía a su máxima dicha;

pero morir quisiera esta noche, y observar

las brillantes insignias de este mundo, rotas...»

 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.