Roma, 15 de
febrero de 1821
La laxitud del tiempo
adormece a mis sentidos, y se deposita sobre ellos cual latido sincopado. Ya no
hay una razón válida para reparar el reloj averiado de mi vida. Todo se
detiene, como un carruaje que llega a su destino. Prefiero no pensar en las
consecuencias a las que tendré que hacer frente cuando se produzca un nuevo cambio
en mi organismo. Mi mayor deseo ahora mismo es seguir postrado en esta cama
repleta de tormentos olvidados en el transcurso de los días, y a la que solo le
queda aguardar su último designio: ser mi lecho de muerte. Tras mi ausencia, no
se usará para nadie más, pues servirá de alimento a las llamas de la tenebrosa
hoguera que acabará con ella y con el resto del mobiliario que me acompaña.
Nada, ni siquiera esta casa, será igual a como ha sido. Las huellas de nuestro
paso por Roma serán borradas más pronto que tarde en una muestra más del
efímero devenir por la vida terrenal de nuestros cuerpos. «No hay más eternidad
para un poeta que la de sus poemas», pienso. Lejos de aquí, en los campos que
sirven de sustento a nuestros pasos en la eternidad, andaremos un nuevo camino,
en el que sí podremos repasar todos y cada uno de nuestros actos, y en el que
también tendremos tiempo para revisar nuestras culpas y la posibilidad de
redimirnos de todas ellas bajo el signo de la justicia. ¿En verdad existe la
justicia en este mundo de tinieblas? Si existiera justicia en este incansable
territorio de bruscas tempestades, a Severn le tendrían que recompensar con una
larga vida llena de pequeños placeres y de íntimas satisfacciones. Su capacidad
de aguante en estos largos meses de enfermedad y penurias ha sido infinita, y
no me ha dejado solo ni de día ni de noche. Y ahora que le oigo trastear en el
cuarto del fondo, siento una insoportable punzada en el centro de mi corazón.
De nuevo se ha puesto a pintar, y le imagino con sus manos cargadas de pinceles
y el caballete orientado hacia la luz de la calle para, de esa forma, esquivar
la oscuridad de estas habitaciones. Sin embargo, la traslación de mis
pensamientos hacia su persona no se traduce en imágenes que plasman sus habilidades
pictóricas. Ahora que yo mismo he sido despojado de mi yo poético, no soy capaz
de pensar en él como artista, sino como persona y amigo. Su inexperiencia y
juventud no han sido un obstáculo para enfrentarse a la muerte, más bien todo
lo contrario, pues se ha comportado como una fuente inagotable de amistad,
fidelidad y sacrificio, a cada cual más admirable. Si no fuese por él y sus
cuidados, ya estaría muerto. Me ha obligado a comer cuando mi estómago ya se
había negado a acoger cualquier tipo de alimento y, gracias a su innata
habilidad y a su prolongada tenacidad, ha logrado vencer a mi desgracia. Sin
embargo, esa lealtad infinita para con mi persona se queda pequeña si la
comparo con esa otra misión que mis últimos cuidados le tienen reservada, porque,
cual albacea de mis instantes finales, será él quien levante acta de ellos ante
mis familiares y amigos, y no me cabe duda de que dejará un fiel testamento de
mis sufrimientos y deseos, porque él también será quien llevará a cabo todos
los mandatos sepulcrales que transitan hacia ese lugar donde se depositarán mis
últimos anhelos de trascendencia después de mi muerte. Me levanto aprovechando
que la enfermera inglesa que venía a cuidarme por la mañana también se ha
indispuesto y hoy no ha venido. Le he dicho a Severn que no hacía falta que
dejara de pintar, y a regañadientes ha accedido a mi petición. Parece que mis
pulmones esta mañana me van a dar un pequeño respiro, y pienso que quizá sea la
mejoría anterior a mi óbito, porque mi estómago ya no me responde, y apenas si
soy capaz de ingerir algo de alimento. Y si desafío a mi debilidad es porque me
quiero despedir de esta triste y humilde morada, donde el destino me ha traído
antes de alcanzar el pacto con la eternidad que me llevará lejos de cualquiera
de los lugares donde he estado. Todavía recuerdo los peldaños de esta escalera
como los pasos previos a la cima de una gran montaña. Huellas y contrahuellas
se extendían ante mí como la más imposible de las metas que, sin embargo, he
sido capaz de coronar en más de una ocasión. Llegar al rellano de esta casa es
en sí mismo una gran victoria, efímera, pero una victoria al fin y al cabo.
Además, arribar aquí también ha supuesto abandonar la cámara repleta de luz que
gobernaba mi vida, y avanzar hacia la puerta de esa otra cámara oscura llena de
silencio que, por fin, me acogerá el resto de mis días. Ya no tengo miedo a
atravesarla como tiempo atrás, pues solo el pensamiento de cualquier mejoría en
mi estado salud me resulta insoportable. Mi mente, cual etapa que llega a su
fin, ha percibido que solo encuentra un sentido a la esperanza con la llegada
de mi muerte, y ese es su último consuelo.
Mientras avanzo lentamente hasta donde se encuentra Severn, me
despido de la casa; morada de modestos espacios y estancias en penumbra que,
compuesta por cuatro habitaciones y un pequeño vestíbulo, para mí, se asemeja
bastante a la idea que tengo del purgatorio, pues su fisonomía y su luz así me
lo atestiguan. Quizá el cielo esté al otro lado de sus paredes, bajo la cúpula
del templo que, escalinata arriba, y en forma de majestuosa iglesia, representa
la ascensión a los Cielos… En mi parsimonioso caminar, mido uno a uno mis
pasos, y reviso con esmero los rimeros de libros que se hacinan en las
estanterías de la pequeña biblioteca. Tras ellos, se esconden en silencio mil y
una vidas; vidas vividas y por vivir… o soñar… Lánguidos deseos que esperan
recobrar el vigor que los acoge al ser de nuevo leídos. Efímeros vuelos sobre
los lindes de la dulzura más bella. Alientos entrecortados por la pasión que se
cobija en la noche. Palabras que resuenan bajo el contraste que se oculta tras
la oscuridad y la luz…
«¡Se
nos fue el día, llevándose todas sus dulzuras!
La dulce voz, los
dulces labios, la suave mano, ese pecho
más suave, cálido
aliento, breve susurro, tierno semitono,
ojos brillantes,
silueta consumada, y talle lánguido.
Se apagó la flor,
y todos sus encantos en brote,
se apagó la
visión de la belleza ante mis ojos,
se apagó la forma
de la belleza entre mis brazos,
se apagó la voz,
la calidez, la blancura, el paraíso…
Todo se
desvaneció en inoportuna víspera,
cuando el
naciente día de fiesta, o la noche festiva,
de amor cubierto
de aromas comienza a tejer
la trama de
espesa oscuridad para oculto deleite...»
Cuando
llego cerca del umbral de la puerta del cuarto donde está Severn, oigo cómo sus
ligeras manos se desplazan sobre el lienzo, y cómo sus pinceles chocan contra
los frascos de cristal de sus pinturas. Al instante me arrepiento de ser capaz
de alentar esa osadía mía que iba en su busca con la sana intención de
interrumpirle y, tal y como he llegado hasta allí, me doy media vuelta. Lo hago
en silencio, e imaginando a mi amigo por fin feliz, pues está haciendo aquello
para lo que el destino le ha llamado. Y a la vez que esto pienso, siento una
sana envidia, como si la llama mortecina de la creación aún reviviese dentro de
mí.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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