El tiempo pasa lentamente, y acaricia
cada hora, cada minuto, cada instante de mi vida, como solo lo saben hacer las
manos de los amantes… pero ya nada importa. Ni el tiempo ni sus horas ni la más
bella de las damas. Todo desaparece tras el tamiz continuo y perenne del
tiempo, del mismo modo que la luz se fuga en las tardes lluviosas de invierno
detrás de la poderosa cortina de agua que la ampara; y todo, otra vez todo se
convierte en un lienzo en blanco que nada alberga, salvo la esperanza de
aquello que puede llegar a ser. Eterna esperanza que cae como un torrente
salvaje desde la montaña. Anhelos reconvertidos en desgracias que nos marcan
las últimas jornadas. Hombre sin sueños, ni deseo. Estatua inerte de sal, pero
de carne y hueso. Aún me queda una posibilidad, la última, para vencer al paso
del tiempo: acabar siendo un recuerdo o un pequeño episodio en las vidas
ajenas. También me puedo reconvertir en una anécdota revestida de poemas o en
un libro que puede ser abierto en la encrucijada del tiempo. Mi cuerpo
descansará en un agujero y mis libros lo harán confundidos en grandes o
pequeños montones, en estanterías anónimas o en desvencijados baúles cargados
de nostálgicos y efímeros recuerdos. ¿Existirá la posibilidad del encuentro? El
enigma de la vida se burla de nosotros, porque nadie sabe qué será de uno mismo
después de su propio incendio. En un lugar alejado de nuestras llamas, crecerá un solitario árbol testigo de nuestro empeño y, en él, su fruto
simbolizará cada uno de nuestros deseos. Yo quiero ser urna o pájaro, otoño o
primavera…, ojos de un mundo que ya no será el mío, testigo de unas vidas que
ya no me pertenecen. ¡Oh Dios, quién pudiera volver a ser un lienzo en blanco!
Mientras esto deseo, la lluvia llama a mi ventana. Lo hace con
suavidad, pero de una forma tentadora, detrás de una gota golpea otra, pero yo…
yo prefiero refugiarme en las dobleces de mi cama que, aunque húmedas, no son
el símbolo de ninguna esperanza. La lluvia llama a mi puerta cual ángel
anunciador de buenas nuevas. «Aquí estoy», le digo, pero todavía no quiero ir
en pos de tu música celestial. Deja de tocar tu trompeta, que tus melodías,
para mí, todavía no son las de la vida eterna. Quiero quedarme aquí y soñar un
nuevo sueño. ¡Por favor, concédeme este último deseo! Y algo sucede en mi
cuerpo porque tu música celestial se convierte en el trino de un pájaro sediento
de canto y de vuelo. Atravesar el límite del alféizar de la ventana quiero, mas
solo oigo el constante picoteo del pájaro contra la cristalina bóveda de mi
lúgubre féretro. Me advierte de su intención y de su presencia. ¿Me llama o es
una nueva señal de la agonía que estoy padeciendo? ¡Ojalá pudiera volar cual
ruiseñor por el cielo de Roma, y detener por un momento esta sensación de calor
infernal que me consume! Nada ni nadie me impide luchar por salir de mi perenne
letargo y, azaroso por la falta de tiempo, reto a las insalubres cadenas que me
retienen postrado en el lecho de mi próximo deceso. ¿Qué importa ya salvo
esto?, y, cual pájaro que está a punto de iniciar su primer vuelo, muevo mi
alas arriba y abajo. «Perderme lejos de aquí, disiparme, olvidar...» No abro los ojos porque mi deseo es más intenso si lo imagino
que si lo veo. Es cálido y dulce, como los sueños placenteros, «...lo que jamás
entre las ramas has conocido: la fiebre, el hastío, la angustia que se
siente...». Nada queda más allá de los sueños, encrucijadas de los deseos
transportados en el tiempo. ¡Cuánto me hubiese gustado disfrutar de Roma!
Apoderarme de sus calles y sus ecos, «...aquí donde los hombres se escuchan sus
gemidos...». Arrodillarme ante el poder milenario de sus obras de arte y contemplar
hipnotizado la juventud y belleza de sus esculturas, antes de que la inocencia
de mi mirada cambie para siempre «...donde el temblor sacude las tristes canas
que quedan...». Inocencia que solo busca la belleza, poderosa atracción que transforma
la nada en arte, «...donde la
juventud escuálida y marchita muere...». ¡Qué
puede haber más lúgubre que el tedioso proceso que le lleva a un hombre joven a
la muerte! La muerte en sí misma es bella; bella como solo lo puede ser una
nueva vida. Fuerzas contrarias que todo lo pueden, inicio y final de una
historia que acaba en liberación: la del alma prisionera del cuerpo que la
retiene, «...donde solo pensar significa tristeza / y desesperación de ojos
plomizos...». Gozar sin límites para vaciar las penas de la tristeza que las
atrapa. Gozar para marchar lejos de la desesperación de nuestras
miradas, y de nuestro corazón, «...y la Belleza pierde el esplendor de sus ojos
/ que el nuevo amor no ama más allá de mañana...». No quiero un amor terrenal y
pasajero, sino la felicidad eterna que solo se encuentra impregnada en la
mirada del artista que busca a la musa anhelada. Inocencia exenta de pudor como
la voluptuosidad ociosa y desnuda de las ninfas que juegan despreocupadas
alrededor de los dioses. Espacios alegóricos, territorios solitarios y
perdidos, en los que se resguardan la melancolía más bella, la soledad más salvaje
y la desgracia más inhóspita. Todas ellas cualidades impropias del hombre.
Zeus, Apolo, Atenea bautizad mis sueños con la más impronta cualidad de
vuestras deidades. Transformad mis deseos por volar en ágiles plumas que me
ayuden a surcar los cielos de Roma, para después recogerme en vuestro seno. Y
dejadme reposar a vuestro lado, en frondosos aposentos de níveos cúmulos
almohadillados; lugares donde el símbolo de la gloria es eterno. ¡Quiero
atravesar el cielo de Roma y vencer a la quietud que el destino me ha impuesto!
Llegar hasta el otro extremo, donde no existen ni ataduras ni cadenas. ¡Llévame
contigo dulce pájaro, cual sueño de juventud que quiere ser por fin libre!
¡Libérame de temores y reproches, y déjame volar a tu lado…! Este es mi último
deseo antes de descansar para siempre en mi abovedado hipogeo. Me siento ligero
y dispuesto, libre por fin; tan dispuesto me encuentro, que me transformo en un
alado e inmaculado corcel blanco y, como tal, abandono la quietud de mi cama e
inicio un lento vuelo que me lleva fuera de mi amarga estancia. Adiós espacio
de muerte... adiós habitación triste y oscura, lugar de silencios y tormentos.
Adiós para siempre morada de nulos recuerdos. Nada de ti quedará tras mi óbito,
porque arderás como una frágil pira que no podrá defenderse de sus propios
secretos. ¡Qué hermosa se ve Roma desde el cielo! Escondida tras tonos
rosas y violetas, y difuminada bajo la señal de un crepúsculo donde la luz se
vuelve tenue y misteriosa, y donde las siluetas, asustadas, se escapan y se
pierden tras un infinito telón de sombras. Teatro impune al paso del tiempo.
Escenario de eterna belleza. Al menos déjame descansar aquí, en uno de los
nichos de tus múltiples fosas; en un lugar donde solo los que de verdad me
quieran vengan a buscarme. No necesito luz, porque mis ojos no verán...,
tampoco necesito calor, porque mi corazón no latirá. Solo deja que me mezcle
con el viento de la tarde y, junto a él, mecer las hojas de los árboles... Nada
era, nada soy y nada seré más allá de mis poemas. Amargo epitafio que se revela
como la mejor de las metáforas de mi vida entre las tinieblas. ¡Oh Dios,
concédeme la virtud de la sabia espera! Y no me dejes regodearme en la simple
tristeza. Tiempos vendrán donde la dicha se convierta en pura fiesta, para
equilibrar aquellos otros plagados de olvido y desavenencias. Aquí quiero
reposar para siempre, entre tilos, cipreses y naranjos, lejos de los brezos y
los bosques de mi querida Inglaterra; tierra de sublimes recuerdos, de deseos
imposibles y entorchados momentos.
El tiempo pasa lentamente, pero ya nada importa, ni siquiera mi
corazón se muestra compungido cuando desde el cielo veo a enamorados que
desaparecen tras las puertas, o a jóvenes que buscan a sus amadas a la salida
de los templos. La vida, ese gran teatro de sombras, de espectros que van y
vienen, como góndolas que surcan canales de ida y vuelta, sin apellidos ni
gloria. ¡Qué es la vida sino la más anónima de las desgracias!, la pérdida de
la inocencia que nunca más podrá ser rescatada. Mi alma marcha ya suspendida
del aire y no siente la humedad del agua que inunda a las calles de Roma. «El
agua persigue a mis etéreos empeños», pienso, tanto como el gorgoteo de la
hundida Barcaccia lo ha hecho a mis
romanos suplicios. Agua, símbolo del paso del tiempo, poderosa como solo su
transparente eco puede serlo. Veni, vidi,
vinci, parece decirme en su lenguaje de fugaz recuerdo. En la repetición de
su sonido está su más afamado secreto... A ella también debo el poema
misterioso de mi sepulcral epitafio, pero ahora, quiero marchar más lejos. Ver
para no tener que imaginar y darles a los ojos de mi alma algo de dicha
terrenal. Inicio mi vuelo desafiando a la lluvia que se quiebra ante mí como un
ligero tapiz compuesto de transparentes velos. Atravieso esa frontera imaginada
que divide a la realidad de mis deseos, pero algo ocurre porque no remonto el
vuelo. El destino parece decirme que el tiempo de mis aladas hazañas ha llegado
a su fin. ¡Caprichoso destino que huyes lejos de mí, déjame disfrutar el final
de mi dicha! Ya nada importa, salvo seguir alimentando el poder de los sueños.
Acudo a la parte más onírica de mis sentidos y los recluto a todos en pos de
este último deseo: volar por la ciudad de Roma. «Volar no puedo», me dicen.
«Hagamos posible lo imposible», les ordeno, y, cual poeta que arma su pluma con
la más sublime de las metáforas, surco el firmamento de Roma acompañado de los múltiples
ecos de mis recuerdos… El Foro romano se alza radiante en la pupila de mis
sueños, arrastrando victorias y temores en todo su apogeo. ¿Cuántos otros antes
que yo vagaron bajo sus arcos y cúpulas, amaron y oraron tras la sombra de sus
columnas y templos? Atrás todos quedaron sin dejar apenas huella de su paso por
la tierra, salvo aquellos que diseñaron y esculpieron los límites de este
espacio que se posa ante nuestros ojos como el mejor de sueños. En este
instante, en el que apenas le quedan datos a mis recuerdos, acudo a Severn y su
sabia palabra, a esos días en los que me relataba todo aquello que sus
extasiados ojos aún retenían dentro de su cerebro. La Capilla Sixtina con sus majestuosos frescos, las figuras y estatuas
del Campidoglio, las pinturas de Rafael o las esculturas de Miguel Ángel
desterradas de su níveo mármol. Figuras a las que el artista les ha dado alma,
pétrea o pictórica, pero alma al fin y al cabo, pues solo ellas tienen en sí
mismas el poder del recogimiento más sincero, ese que hace temblar al espíritu
más sensible de los hombres; un lugar donde solo se esconden las virtudes de
los héroes. Poder milenario e infinito que traspasa la barrera del sueño y me
hace sentir un escalofrío que recorre todo mi cuerpo, lo que quiere decir que
todavía no estoy muerto. Antes de marcharme para siempre no quiero dejar de
imaginar un último revoloteo y, con el mayor de mis anhelos, me poso sobre la
cúpula del Panteón de Agripa que,
poseída por un arcoíris que traspasa los límites de su bóveda, me hace
atravesar su óculo y llegar a su marmóreo pavimento. Y allí me hallo, en una
superficie todavía impregnada de la lluvia que procede de las nubes del cielo.
Mágico lugar que, ante mis ojos, parece representar el símbolo perfecto para el
final de mi sueño. Tumba milenaria, cuna perpetua del descanso silencioso de
emperadores y artistas, símbolo imperial de la ciudad eterna. Estoy tan a gusto
aquí adentro, que no me siento con ganas de volver a retomar el vuelo.
«El pueblo, el
cementerio, el ocaso,
las nubes, los
árboles, las colinas... todo parece,
aunque hermoso,
frío, extraño, como en un sueño
que hace tiempo
tuve y ahora vuelve de nuevo;
y el pálido y
efímero verano un breve destello
parece ganado al
temblor del invierno;
al calor del
zafiro, sus astros nunca brillan:
todo es fría
belleza; el dolor nunca cesa
para quien, como
Minos, puede gozar
de la auténtica
belleza, libre del mortal tinte
que en ella
impregnan el orgullo enfermizo
y la imaginación
falaz.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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