Escondidos tras una máscara que, sin embargo, no es capaz
de interrumpir los latidos de nuestro corazón. Atrapados en la sinuosidad
intangible del mañana. Derrotados por la oscuridad de una línea que, como una
frontera sin nombre, es violada una y otra, una y otra vez... No hay más reglas
en la suntuosidad del amor ni en la intimidad de una habitación despojada de
todo adorno que no sea la esencia del deseo, parecen decirnos los protagonistas
de Juego
y distracción http://salamandra.info/libro/juego-y-distraccion.
Quizá, porque ahí es donde los amantes buscan su refugio, en el silencio de una
pasión que no necesita de más cortejo que el del placer de la carne. Constructores
de sueños que evitan las pesadillas y que juegan a ser libres dentro de sí
mismos y con el otro. Amantes. Amantes puros. Amantes prístinos que se muestran
transparentes, pues nada tienen que esconder, y sí mucho que dar. Darse a sí
mismos y al otro, en un juego infinito que no conoce límites, pues los amantes
de verdad necesitan estar perdidos en el horizonte del deseo.
Dean y Anne-Marie galopan con el viento a su favor, y lo
hacen subidos en un coche deportivo de otra época, como sus deseos. Y lo hacen
sobre sus asientos. Huyen. Huyen sin descanso de ese tipo de vida al que cada
uno de ellos está condenado, pero a la que ninguno de los dos ni quiere llegar
ni sabe cómo esquivar. De momento, su
máxima y más urgente necesidad, es alejarse de ese otro mundo que ruge tras
ellos aunque no sepan muy bien cómo es, pero que lo único cierto es que se va
creando kilómetro tras kilómetro de las sinuosas carreteras que transitan, y tras
cada anónima habitación de hotel donde sus cuerpos acaban juntándose con el
único objetivo de encontrarse a uno mismo a través del otro, como si el otro
fuese el espejo necesario en el que sentir la íntima obligación de verse
reflejado. En este caso, la maestría de James Salter no sólo se encuentra en
la desnudez de las acciones, en la pulcritud de las múltiples escenas de sexo,
sino en traernos esa percepción de lo íntimo y lo ajeno a través de los ojos de
un narrador que juega con el lector y sus personajes. Esa escritura limpia y
repleta de múltiples y maravillosas imágenes, se comporta como el mejor fluido
para una historia, cuya intrahistoria, es la de salvar el alma propia a través
del alma ajena. Esa necesidad de pérdida y sensualidad, esa sensación errática
de la existencia en la que la propia juventud nos impone vivir como si no
hubiese la posibilidad de un mañana, alcanza altas cotas de lirismo y verdad en
Juego
y distracción, donde una vez más, se nos invita a contemplar la
descarnada experiencia de aprender a vivir sin más cuando, quizá, no estemos
preparados para ello. La melancolía que Salter pone al servicio de su
majestuosa narrativa nos atrapa sin otro argumento que el de la propia palabra.
Cabe destacar, sin duda, el inicio de la novela, hasta que el narrador llega a
Autum. Aquí Salter es capaz de captar nuestra atención como Thomas
Wolfe hizo al inicio de esa pequeña obra maestra titulada El
niño perdido.
Salter https://es.wikipedia.org/wiki/James_Salter
en Juego
y distracción reclama un lugar en ese olimpo de las letras
norteamericanas en el que ya están Ernest Hemingway con Por quién doblan las campanas, Scott
Fitzgerald con Al este del edén,
Kerouac con En la carretera; un olimpo que después de él alcanzaron Jay
McInerney con Luces de neón o Bret Easton Ellis con Menos que cero, pues todos ellos nos
retratan la pugna que el ser humano entabla entre la realidad y los deseos,
sobre todo, en esa primera juventud donde todavía la sociedad nos deja
divertirnos para más tarde reclamarnos esos momentos de diversión y felicidad
con la cadena del trabajo. La libertad, como anhelo imposible de
alcanzar, nos deja en las manos de Salter ese amargo sabor de la victoria que
no disfrutamos como nuestra, porque, quizá, al igual que el narrador de esta magnífica
novela, intentamos vivirla a través de las experiencias de los otros, igual que
si quisiéramos atrapar sombras en la niebla, porque, quizá, también, esa sea la
única solución cuando estamos perdidos en el horizonte del deseo.
Ángel Silvelo Gabriel