lunes, 21 de enero de 2019

JAY McINERNEY, LA BUENA VIDA: LA RENUNCIA QUE YACE BAJO LOS ESCOMBROS Y SUS CENIZAS




El día que la cúpula que nos protege de todo aquello a lo que nunca imaginamos que deberíamos enfrentarnos, cae encima de nuestras vidas, emprendemos un nuevo camino. Incierto, por lo inesperado. Trágico por la dimensión de lo inaccesible que tiene. Increíble, por su capacidad para trastornarnos. El día que las Torres Gemelas sucumbieron al terrorismo en el Bajo Manhattan, no sólo cambió el skyline de la ciudad de Nueva York, ni la concepción de intocables de los norteamericanos resguardados en sus celdas doradas repletas de dinero, codicia y poder, sino que también lo hicieron las vidas de los seres humanos que allí vivían; vidas que fueron obligadas a reinventarse de una forma tan abrupta como desesperada. Aquel día, los muertos dejaron sus vidas en el recuerdo imborrable de millones de personas para siempre; y los vivos tuvieron que aprender a experimentar la vida con otra escala de valores que, sin embargo, al poco tiempo volvieron a su norte cual brújula que sólo pierde su orientación por un pequeño espacio de tiempo. En este sentido, Jay McInerney, en La buena vida, trata de convencernos de que por encima de toda tragedia, el ser humano es capaz todavía de crear el milagro del amor. Una esperanza, la del amor, que corre el riesgo de mitigarse tras la renuncia que yace bajo los escombros y sus cenizas. Allí, donde la pasión busca desprenderse del fuego y el humo de dos rascacielos calcinados. Allí, donde la muerte y la sinrazón de los muertos se dan la mano. Allí, donde el pánico sólo engendra miedo. Lejos de un lugar, en el que la esperanza, ya no es la que atesoró la juventud.



McInerney, incansable narrador de la última parte del way of live americano, en su narrativa siempre trata de ejercer de contrapunto a esas luces de neón que plagan de reflejos de irrealidad a las noches neoyorquinas y norteamericanas, y lo hace con el desdén de aquellos que han triunfado y se han hundido en más de una ocasión. Una especie de tobogán vital y literario que ya se encuentra presente en su primera y célebre novela, Luces de neón, y que sigue su búsqueda en la trilogía del matrimonio Calloway de la que, La buena vida, es su segunda entrega tras Al caer la luz. Esa perseverancia literaria, que tan presente se encuentra en Fitzgerald, y de cuyo estilo literario se nutre McInerney, es una forma de narrar que arranca de esa parte íntima y lírica que poseen todas las tragedias, para a partir de ahí construir universos personales y literarios forjados en la penumbra de las desdichas que abarcan espacios universales. Digno componente de la última parte de lo que en su momento se dio en llamar como La gran novela americana, McInerney, disecciona a la ciudad de Nueva York y a sus gentes con la pericia del observador que sabe bien de lo que habla, porque no en vano, es una víctima más de la ciudad; ciudad que ve, escucha y sondea como un minero de almas solitarias. De este modo, sus novelas se sustentan en un buen número de personajes secundarios que nos ayudan a comprender y acotar a sus protagonistas. En el caso de La buena vida, Corrine lo hace en Luke, mientras que Russell queda un poco difuminado por su apática forma de afrontar la muerte su amigo Jim en el 11-S.



La buena vida parte de ese momento de paz anterior al nefasto 11-S, y se enfrenta a los cambios que se producen en todos aquellos que tuvieron que vivir y resucitar como fantasmas tras tan magna tragedia. McInerney aborda el suceso desde la proximidad de unos personajes que hablan y se esconden, transitan o divagan por esa atmósfera de imágenes de ciencia ficción y de aire irrespirable; aire denso procedente del humo de la fusión del hierro y el plástico de unas torres que en muy poco tiempo transmutaron en invisibles. La capacidad del escritor norteamericano para confrontar la esperanza basada en las relaciones entre las personas y el amor, que surge como respuesta a un pasado en caída libre, es colosal, por lo cercano y real que nos parece. Sus personajes son de carne y hueso, y su forma de narrar la hiperrealidad de un suceso y unas vidas imbuidas en él, se cuelan en lector de una manera tan adictiva, que le obligan a saber más de todo aquello que se le cuenta. Esa épica, tan presente en las novelas de McInerney, hace de su técnica narrativa basada en la sencillez expositiva un gancho perfecto que se sustenta, tanto en unos buenos diálogos como en una estructura que aborda muy bien los universos literarios que crea; universos amplios que no desdeñan, ni del amor hacia ese profundo Sur americano que tan magníficamente retratado sale en esta novela, ni de la pomposidad social de unos Hamptoms, siempre influyentes y desfasados de fiestas y borracheras.



La buena vida es un fiel reflejo de las múltiples vicisitudes a las que el ser humano se enfrenta a lo largo de su vida; una línea continua con sus curvas, subidas y bajadas y, que en este caso, son el fiel reflejo de la renuncia que yace bajo los escombros y sus cenizas. Unos escombros y sus cenizas que buscan salir de su propio fracaso.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 9 de enero de 2019

IRÈNE NÉMIROVSKY, DOMINGO: QUINCE RELATOS SOBRE LA NECESIDAD DE VIVIR Y SER AMADO


Allí donde las vidas comienzan y acaban. Allí donde las historias que nos narran descubren todo aquello que se esconde debajo de nuestra piel. Allí donde los sentimientos no entienden de convencionalismos porque están atrapados por la pasión del amor, la oscuridad de la codicia, o el trágico destino de las guerras. Espacios interiores y exteriores que se entremezclan a medio camino entre el reconocimiento y el sufrimiento de aquel que entiende su existencia como la necesidad de vivir y ser amado. Dos pliegues de una misma tela que, sin embargo, al menor descuido se rasgan y son imposibles de volver a componer. Estos quince relatos de Némirovsky reunidos bajo el título de Domingo son un canto a la incertidumbre del fracaso y al miedo a la pérdida. Y son castillos de naipes que penden de un frágil hálito de aliento que los derribe sin apenas dejar rastro. En estas quince historias, cuya extensión muchas veces van más allá del clásico relato corto para acercarse sin miedo a una novela corta, la escritora ucraniana nos desglosa de una forma inteligente y didáctica todos los valores existenciales que forman parte de su narrativa. Un estilo narrativo ampliamente contrastado en las numerosas novelas publicadas en España por Salamandra. Una de esas características presente en su narrativa es la necesidad de amar independientemente de la edad que se tenga. El amor está por encima del engaño y es una necesidad, nos expresa Némirovsky en el relato homónimo que abre esta recopilación. Una advertencia que también está presente en Las orillas dichosas, cuando nos acerca al amor visto por los ojos de una mujer vieja, abandonada y que se dedica a la prostitución. Una forma de ver el amor que la autora confronta con una joven bella, rica y ambiciosa. El contrapunto, en este caso, está entre lo ya hecho (pasado), y lo que se va a hacer (futuro). Como si, en el amor, estuviésemos condenados al fracaso. Un fracaso que nos nubla el corazón y la ideas. Estos dos ejemplos del amor visto por los ojos y el prisma de la mujeres abren este libro que, enseguida, recala en uno de sus mejores relatos, por lo sugerente que resulta y lo distinto que, a priori, se nos presenta ante el resto. Aíno es un precioso retazo sobre la estancia de la autora en Finlandia en su huida hacia Europa (París) desde Rusia. La joven autora que Némirovsky era en esa época es capaz, sin embargo, de crear un universo donde las descripciones y el ambiente que crea son ajustados, brillantes, líricos y acertados. Parece que estemos allí, entre la nieve. En este relato la intriga que crea la escritora de origen ucraniano a través de Aíno nos lleva a una historia donde el misterio y su desenlace nos dejan perdidos dentro de esa habitación en la que casi nada permanece.


Domingo también le sirve a la autora para fijar su mirada crítica sobre los judíos y el poder que sobre éstos ejerce el dinero, Fraternidad es un buen ejemplo de ello, y la anciana protagonista de este relato y su hijos así nos lo atestiguan. Una familia que, por cierto, es devorada por la codicia. La exaltación de las virtudes y defectos del ser humano también se dan la mano en Los vapores del vino, una magnífica y extensa metáfora en la que el vino, como exaltación de la vida, el amor y el sexo, tiene sobre un pequeño pueblo pesquero de Finlandia. Una exaltación que está por encima de la política y las guerras. Aquí, mediante unas magníficas descripciones, la autora crea una ambiente, a la vez, cerrado y lúcido, de los más profundos sentimientos del ser humano y su necesidad de ser libre. Unas tensiones vitales que también están presentes en Lazos de sangre, donde unos hermanos se enfrentan a la desdicha del amor. Aquí, la presencia de la muerte libera tensiones y afectos que, la calma del día a día, se encarga de borrar. En el amor, como en el resto de las vicisitudes de la vida, la posición que desempeñamos nos hace egoístas, porque no nos resulta fácil desprendernos de lo que consideramos como nuestro. Como nuestro es el poder de prejuzgar en nuestros hijos una postura que nosotros mantuvimos en el pasado, vertiendo sobre ellos la sombra de nuestro fracaso, tal y como el ocurre al Sr. Mitaine, el protagonista del relato titulado, Un hombre honrado, donde Némirovsky, una vez más, enfrenta al hombre contra sus contradicciones desde el título de la historia, pues ese alma atormentada por las acciones del pasado transitan por el retrato de muchos de sus personajes. El dinero, en este caso, y el mal que despierta en el protagonista, son el hilo conductor de una historia muy bien narrada, sobre todo, por el perfil psicológico que nos muestra del Sr. Mitaine y de los personajes que viven en el pueblo de provincias en el que vive. El dinero, de nuevo,  es el canalizador de la vida en El incendio. Una vida que, de alguna forma, también espera el amor y la necesidad de experimentar el sabor del deseo una vez más. Un amor y un deseo que, sin embargo, pueden venir bajo el matiz de la sorpresa de aquello que nunca imaginamos, ni tampoco supimos vislumbrar en el primer destello de lujuria del que fuimos víctimas.


En la última parte de esta colección de relatos la escritora ucraniana se dedica, casi exclusivamente, a la guerra y las consecuencias que ésta tiene sobre las aparentes vidas tranquilas de sus protagonistas. Aquí el destino de la confrontación bélica se muestra más caprichoso que nunca, y resucita o elimina a los seres humanos de una forma tan arbitraria que es imposible refugiarse de tal maldición. En El desconocido, el desastre de la guerra que rompe fronteras y familias a ambos lados del frente se hace presente de una forma sórdida, y la funesta sorpresa del relato rompe un poco el molde en el que se desenvuelve Némirovsky habitualmente, pues en ese relato nos habla del desgarro con sumo acierto mediante una prosa limpia y muy cuidada. En El confidente, como el cuento anterior, uno de los protagonistas debe hacer frente a una revelación que le hace pensar que ha estado viviendo otra vida, o una vida de mentira. Sin embargo, hay ocasiones en las que la verdad no es suficiente para derribar a nuestros instintos, sentimientos, recuerdos y sensaciones. Esta recopilación se cierra con el relato El señor Rose, donde la guerra de nuevo se alza como una luz cegadora del destino de los hombres que se ven obligados a vivir aquellas experiencias por las que nunca pensaron que deberían pasar, y que ponen de manifiesto la falta de preparación que los franceses, en este caso, tuvieron ante la Segunda Guerra Mundial. El azar, de nuevo, se muestra majestuoso y lúcido sobre las miserias de los hombres. Unas miserias que nos hablan sobre la necesidad de vivir y ser amado.


Ángel Silvelo Gabriel.

domingo, 6 de enero de 2019

ROMA, UNA PELÍCULA DE ALFONSO CUARÓN: LA VIDA FILMADA TAL Y COMO ES



Vigilar el mundo desde un cielo por el que sólo transitan aviones que nos muestran sus ruidosos fuselajes, para poco a poco, acercarnos con un poderoso zoom a esa tierra demoledora que sustenta cada día a nuestros pies. Pies que se posan encima de un terreno resbaladizo o movedizo. Un terreno sobre el que nos caemos con la única intención de volver a levantarnos. Esa cercanía de una cámara que, desde unos magníficos planos generales, se adentra en la piel de los sentimientos para hacernos creer que aun somos capaces de percibir la vida tal y como es, y no como nos la cuentan, es una de esas rara avis que posee esta película. El naturalismo de la puesta en escena, el ritmo de una cámara que sigue la cadencia de un corazón que busca en las entrañas de aquello que ve, sin más referencia que la memoria, y la distancia con el tiempo que marcan los recuerdos. Este inesperado neorrealismo que despoja al cine de la inexactitud del tiempo para volcar toda su fuerza en el potencial de largas secuencias que, sin embargo, se nos muestran sin llegar a su finalización para que de este modo cada espectador pueda ir construyendo su propia película, son algunas de las características que hacen a esta película única y diferente. Del mismo modo que, en su percepción de la fotografía sobre todo aquello que se nos muestra, la convierten en una plástica experiencia visual a través de imágenes que buscan en la sencillez la interpretación de la belleza. Por ejemplo, la secuencia inicial del agua que se desliza sobre el pavimento hasta que llega a desaparecer por el sumidero, es un claro indicio de ello.



Alfonso Cuarón en, Roma, se refugia en el útero de su infancia y en la supervivencia que resiste a la devastación del paso del tiempo, para desde ese recóndito lugar, ofrecernos una historia de héroes mudos y anónimos. Héroes que, sin embargo, no se rinden ante las circunstancias adversas de sus vidas. Son héroes, mejor dicho, heroínas, que reinterpretan la vida desde la verdad de los sentimientos, o desde un corazón que, por muy afligido que esté, se muestra valiente. En este sentido, no se nos debería olvidar que el director mexicano dedica esta película a las mujeres más importantes de su vida. Una de ellas es la empleada de hogar, Cleo, interpretada por una majestuosa Yalitza Aparicio. Otra es su madre que, en Roma, visualizamos a través de Nancy García García. Ellas son el cordón umbilical de un tiempo y una vida a la que Cuarón dota de la permeabilidad de las sensaciones hasta convertir lo cotidiano en una suerte de épica del mundo y de la existencia, pues en Roma, está al alcance de nuestras manos todo aquello que alguna vez fue importante en nuestras vidas.



Roma es uno de esos extraños hallazgos que convierten el día a día en una Biblia de imágenes que inundan a nuestros ojos de vida. Vida hecha de pequeños descubrimientos, de miedos, inseguridades y proezas que nadie saben lo que significan, porque nadie se para a contemplar los sentimientos como los hace Cuarón: desde la desnudez de la inocencia que busca su propia verdad. Una verdad que se sustenta en la realidad de ese corredor de fondo que no ceja en su empeño de llegar a una meta que sólo existe dentro de él. Hay rebeldía en los personajes de esta película, pero es una rebeldía sumida en el silencio de ese sol que nos muestra las experiencias vitales bajo el manto de la felicidad silenciosa que se refugia en los límites del corazón. Hay muchas escenas en esta película que, desde la incertidumbre, nos ponen los pelos de punta, como por ejemplo, la de la playa que acaba con toda la familia abrazada cerca de la orilla del mar. Una secuencia y una imagen que, por sí mismas, valen por toda un vida, pues nos hablan de la necesidad del otro y de la íntima necesidad de cubrir ese caparazón de nosotros mismos que se queda desguarnecido ante la desgracia. Desgracias adornadas con las lágrimas de una infancia que se desborda una y otra vez por los límites de los recuerdos. Recuerdos-frontera, recuerdos-sima, recuerdos-inocencia. En esa inocencia que nos muestra Cuarón nace la necesidad de esta película de abordarlo todo, como si ese pequeño espacio de tiempo de apenas unos meses, que transcurre entre finales del año 1970 y principios de 1971, fuese la historia de todo una generación, y también de un pueblo, el mexicano, que como tantas otras veces se nos muestra convulso, como la tierra sísmica bajo la que se asienta. Y, al otro lado, o lejos de ahí, el cielo. El cielo con sus nubes, sus rayos, sus huracanes y sus aviones que pasan y pasan, y no dejan de pasar. Vigilantes perennes e indiferentes de todo aquello que sucede bajo su ruidoso fuselaje, como si en verdad, los adelantos tecnológicos sólo sirvieran para alejarnos de la vida y, de esa tierra firme, donde transcurre nuestro día. Aviones que son el reflejo de la distancia que existe entre el cielo, implacable e infinito, y el embrión del que procedemos.   

 

Ángel Silvelo Gabriel.