El día que la cúpula que nos
protege de todo aquello a lo que nunca imaginamos que deberíamos enfrentarnos,
cae encima de nuestras vidas, emprendemos un nuevo camino. Incierto, por lo
inesperado. Trágico por la dimensión de lo inaccesible que tiene. Increíble,
por su capacidad para trastornarnos. El día que las Torres Gemelas sucumbieron
al terrorismo en el Bajo Manhattan, no sólo cambió el skyline de la
ciudad de Nueva York, ni la concepción de intocables de los norteamericanos
resguardados en sus celdas doradas repletas de dinero, codicia y poder, sino
que también lo hicieron las vidas de los seres humanos que allí vivían; vidas
que fueron obligadas a reinventarse de una forma tan abrupta como desesperada. Aquel
día, los muertos dejaron sus vidas en el recuerdo imborrable de millones de
personas para siempre; y los vivos tuvieron que aprender a experimentar la vida
con otra escala de valores que, sin embargo, al poco tiempo volvieron a su
norte cual brújula que sólo pierde su orientación por un pequeño espacio de
tiempo. En este sentido, Jay McInerney, en La buena vida,
trata de convencernos de que por encima de toda tragedia, el ser humano es
capaz todavía de crear el milagro del amor. Una esperanza, la del amor, que
corre el riesgo de mitigarse tras la renuncia que yace bajo los escombros y sus
cenizas. Allí, donde la pasión busca desprenderse del fuego y el humo de dos
rascacielos calcinados. Allí, donde la muerte y la sinrazón de los muertos se
dan la mano. Allí, donde el pánico sólo engendra miedo. Lejos de un lugar, en
el que la esperanza, ya no es la que atesoró la juventud.
McInerney,
incansable narrador de la última parte del way of live americano, en su
narrativa siempre trata de ejercer de contrapunto a esas luces de neón que
plagan de reflejos de irrealidad a las noches neoyorquinas y norteamericanas, y
lo hace con el desdén de aquellos que han triunfado y se han hundido en más de
una ocasión. Una especie de tobogán vital y literario que ya se encuentra
presente en su primera y célebre novela, Luces de neón, y que sigue su
búsqueda en la trilogía del matrimonio Calloway de la que, La
buena vida, es su segunda entrega tras Al caer la luz. Esa
perseverancia literaria, que tan presente se encuentra en Fitzgerald,
y de cuyo estilo literario se nutre McInerney, es una forma de
narrar que arranca de esa parte íntima y lírica que poseen todas las tragedias,
para a partir de ahí construir universos personales y literarios forjados en la
penumbra de las desdichas que abarcan espacios universales. Digno componente de
la última parte de lo que en su momento se dio en llamar como La gran novela
americana, McInerney, disecciona a la ciudad de Nueva York y
a sus gentes con la pericia del observador que sabe bien de lo que habla,
porque no en vano, es una víctima más de la ciudad; ciudad que ve, escucha y
sondea como un minero de almas solitarias. De este modo, sus novelas se
sustentan en un buen número de personajes secundarios que nos ayudan a
comprender y acotar a sus protagonistas. En el caso de La buena vida,
Corrine lo hace en Luke, mientras que Russell queda un
poco difuminado por su apática forma de afrontar la muerte su amigo Jim
en el 11-S.
La buena vida parte
de ese momento de paz anterior al nefasto 11-S, y se enfrenta a los cambios que
se producen en todos aquellos que tuvieron que vivir y resucitar como fantasmas
tras tan magna tragedia. McInerney aborda el suceso desde la
proximidad de unos personajes que hablan y se esconden, transitan o divagan por
esa atmósfera de imágenes de ciencia ficción y de aire irrespirable; aire denso
procedente del humo de la fusión del hierro y el plástico de unas torres que en
muy poco tiempo transmutaron en invisibles. La capacidad del escritor
norteamericano para confrontar la esperanza basada en las relaciones entre las
personas y el amor, que surge como respuesta a un pasado en caída libre, es
colosal, por lo cercano y real que nos parece. Sus personajes son de carne y
hueso, y su forma de narrar la hiperrealidad de un suceso y unas vidas imbuidas
en él, se cuelan en lector de una manera tan adictiva, que le obligan a saber
más de todo aquello que se le cuenta. Esa épica, tan presente en las novelas de
McInerney,
hace de su técnica narrativa basada en la sencillez expositiva un gancho
perfecto que se sustenta, tanto en unos buenos diálogos como en una estructura
que aborda muy bien los universos literarios que crea; universos amplios que no
desdeñan, ni del amor hacia ese profundo Sur americano que tan magníficamente
retratado sale en esta novela, ni de la pomposidad social de unos Hamptoms,
siempre influyentes y desfasados de fiestas y borracheras.
La buena vida es un
fiel reflejo de las múltiples vicisitudes a las que el ser humano se enfrenta a
lo largo de su vida; una línea continua con sus curvas, subidas y bajadas y,
que en este caso, son el fiel reflejo de la renuncia que yace bajo los
escombros y sus cenizas. Unos escombros y sus cenizas que buscan salir de su
propio fracaso.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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