No renunciar a ese instinto que
nos lleva a buscar el roce del aire de la libertad en la cara. Escapar de todo:
del mundo, de nuestra propia vida, pero no de aquello que llevamos dentro como
una carga silenciosa que se apodera de nosotros cada vez que nuestra mirada se
pierde en el horizonte. ¿Hay una mayor hazaña que la de cruzar un río por más
que sepamos que sus frías aguas o su profundidad pueden acabar con nosotros? La
necesidad de luchar contra el azar que nos pone una y otra vez en peligro es lo
que lleva a Forrest Tucker —interpretado por un encantador Robert
Redford— a robar bancos una y otra vez. Hasta aquí nada nuevo, si no
fuera porque estamos ante el retrato de una necesidad sólo dañina para su
protagonista, pues por culpa de ella, pasó mucho años encerrados en prisiones
de las que se escapó en infinidad de ocasiones. Redford, en El
viejo y la pistola, da vida a un ladrón de guante blanco. Un ladrón que
se esconde detrás de su sonrisa. Un ladrón de cuento; un cuento naïf narrado
con la sonrisa de la libertad que, bajo una pequeña película, rinde homenaje a
un mito. Y lo hace casi sin hacer ruido, detrás de una estructura narrativa si
se quiere imposible o increíble. Una estructura narrativa que, sin embargo,
está llena de esa perplejidad que nos ocasiona lo sorprendente por inaudito. En
este sentido, la cara de Redford a la hora a atracar un banco
será una de esas líneas de expresión con las que el espectador recordará su
carrera. Esa sonrisa, con la que adorna sus atracos, es el fiel reflejo de
la despreocupación y seguridad con la
que un mito cinematográfico llamado, Robert Redford, hace gala de
sus sutiles valores interpretativos.
En su lento avance y, si se
quiere, repetitivo inicio, El viejo y la pistola busca redimirse
a sí misma de esa aparente sencillez, porque en esa arriesgada quietud es donde
comenzamos un cómodo viaje en el que, poco a poco, descubrimos la necesidad
salvaje de explorar el riesgo y la aventura de un señor cercano a los ochenta
que ya no pide nada a la vida, más allá de poder volver a experimentar el amor
y de seguir trazando su propio destino de banco en banco o sonrisa tras
sonrisa. En esa especie de destierro, David Lowery rinde homenaje
al mito con escenas de las antiguas películas de Redford.
Películas que le sirven al director para delinear la posibilidad de ser otro a
lo largo del tiempo de su protagonista y, también, la de incluir a través de la
metafilmografía un relato paralelo y esclarecedor de las huellas de una vida
azarosa, cuando menos. Una vida que, en esta película, tiene su contrapunto en
el policía encargado de darle caza; un agente del orden interpretado por Casey
Affleck que expresa muy bien, en su ensimismada forma de ver la vida,
el antagonismo respecto a aquel a quien persigue, pues esa cámara lenta con la
que se mueve nos transporta a esa otra necesidad que es la contemplación; una
forma de búsqueda a la que Lowery dota de un par de escenas
dignas de una narración que está a medio camino entre lo naïf y lo mágico, pero
que dotan al relato de eso tan extraño en el mundo del cine actual, como es la
caprichosa determinación de las casualidades, por otra parte, tanta veces presentes
en nuestras vidas. Casualidad o no, El viejo y la pistola nos
lleva a principios de los ochenta como si esa década formara parte de ya de un
mundo desconocido. Los coches, las vestimentas, las edificaciones con su
letreros, las gasolineras y el relato de esta road movie, de bancos y
atracos sin sangre, nos retrotraen a esa fragilidad que persigue a nuestras
vidas; una fragilidad que Robert Redford trata de esquivar a
través de la relación amorosa que entabla con una Sissy Spacek
encantadora en su papel de mujer madura que espera la visita de sus hijos en el
gran rancho en el que vive. Una amplitud que también nos habla de esa búsqueda
de horizontes a la que Forrest Tucker no puede renunciar por mucho que
lo intente y, que ella, sin embargo contempla con la serenidad de aquellos que,
a pesar de que saben que su final está cerca, todavía no renuncian a descubrir
todo aquello que se esconde tras la línea del horizonte. Aunque, como en este
caso, sea a través de un cuento naïf narrado con la sonrisa de un mito
cinematográfico llamado Robert Redford.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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