La noche en blanco como excusa para disfrazar de fiesta a nuestra rutina diaria. Insomnes alentando la leyenda de lo que apenas existe. Cielos nublados acompañando al asfalto que por unas horas deja de ser sobado por pesados neumáticos de caucho y se deja cariciar de pies recubiertos de una alegre emotividad.
Nosotros dejamos el coche aparcado cerca de la
Plaza de Colón y empezamos nuestro níveo deambular nocturno, una ruta privada de una ausente luna que nos guiara. A falta de señales y un programa al que someternos, caminamos en dirección a la
Plaza de Cibeles. Nada más comenzar, dimos con la representación de las obras de
Lope de Vega en las escalinatas de la
Biblioteca Nacional, un magnífico escenario para rendir homenaje a nuestras letras, y a uno de nuestros más grandes autores. Enseguida pensé que no había mejor lugar que aquella incómoda escalinata para los actores, como paradigma y emblemático guardián de parte de nuestros recuerdos. Con una magnífica iluminación y un mejor sonido, asistimos al final de una de las repesentaciones (para mí lo mejor de la noche), y en las que extrañamente apenas había gente.
Al llegar a
Cibeles, le hicimos una foto a la Diosa esquivando las vallas que la protegían. En ese momento, y sin darnos cuenta, emulábamos a los osados jugadores de fútbol que de vez en cuando se encaraman a sus lomos festejando sus triunfos. Al fondo de esta estampa, una gigantesca pantalla delante del actual Ayuntamiento nos invitaba a imitar los movimientos y el baile de dos señores que no conocía. Continuamos bajando hasta el
Cuartel General de la Armada, donde una gran cola esperaba poder disfrutar de su famosa escalera y de las espectaculares estancias que les esperaban una vez hubiesen vencido tan inmenso desnivel. Un poco más abajo un Dj en una carpa de
RNE pinchaba música caribeña con la intención de animar a unos espectadores que no tenía. Nos asomamos al
Museo del Prado y una gigantesca cola aguardaba poder disfrutar de sus cuadros, pero nosotros giramos a la derecha y en la
Plaza de Neptuno, otra chica nos invitaba a bailar en el stand de
Samsung, y aquí si que había más personas que imitaban todos sus movimientos con un pañuelo rojo.
De salto en salto, de valla en valla y de zanja en zanja, llegamos a lo que yo esperaba iba a ser la gran sorpresa de la noche en blanco, pero ¡oh!, la iluminación de la
Gran Vía no era tal y unos tímidos focos levantados en un sinfín de torretas, iluminaban de vez en cuando y levemente, las fachadas de los edificios, que de por sí, ya estaban iluminados. Pero como lo de menos de este tipo de atracciones es lo que se anuncia sino lo que se ve y se vive, pues eso, que vimos a la directora
Chus Gutiérrez grabando la película que la habían encargado sobre el evento, y nosotros, que no queríamos pasar a la posteridad, conseguimos taparnos a tiempo nuestros caretos y seguir sin desvelar nuestro anonimato para el gran público (je, je, je) mientras la banda municipal que les acompañaba interpretaba un famoso chotis.
De la
Gran Vía a la
Calle Preciados, de ahí a
Casa Labra (intento fallido de tomarnos una cerveza), y un poco desesperados marchamos por
Arenal hasta
Ópera, y un poco más abajo a la
Pza. de Oriente. Justo al llegar, acababan de proyectar uno de los pases de
Bienvenidos Mr. Marshall, pues nada otra vez será nos dijimos, mientras
Amaya Arzuaga compartía el banco de piedra con nosotros y unos amigos. También desistimos de tomarnos algo en el
Café de Oriente y cuesta arriba hasta la
Pza. Mayor con la intención de inaugurar por nuestra cuenta el remozado y coqueto
Mercado de San Miguel, pero otra vez erramos en el intento, pues estaba lleno de gente y basura. Salimos hacia la
Pza Mayor, pero
Benjamín Prado y sus carteles recitando poesías ya habían desaparecido, en vez de eso, una joven pareja de jóvenes extranjeros nos miraban estupefactos mientras miles de personas pasaba a escasos milímetros de su mesa y su paella.
Pues nada, calle
Carretas abajo, otra vez mayor a la
Puerta del Sol y por fin llegamos a la
Finca de Susana, donde unos amables asiáticos nos dieron de cenar rápido y barato. Una vez repuestos de tanta caminata y reconfortados de nuestra desilusionante noche en blanco, cogimos la calle
Alcalá, y de nuevo el
Paseo de Recoletos... hasta el coche.
Lo mejor de la noche en blanco, sin duda, las personas que a poco que se les haga partícipes de algo, ahí están apuntándose a todo. Lo peor, el resto, ya que llegamos a la conclusión que la crisis también se había pasado por esta alternativa de ocio.