El otro día contemplé el mar. En la playa de Neptuno. En la ciudad de Valencia. Cerca de donde el ser humano le ha comido un trocito de su inmensidad a esa gran balsa azul. Lo hice embobado, buscando todavía lo que hay detrás del horizonte, pero esta vez sin hacer piruetas. Dejando volar a mi imaginación.
Acabábamos de dar un paseo por la ampliación del puerto de Valencia (donde todavía permanecen omnipresentes las edificaciones en forma de cubos acristalados que conforman las sedes de cada uno de los equipos que han disputado la Copa América) y disfrutábamos de un refrigerio antes de dar cuenta de una de sus famosas paellas en el restaurante La Marcelina, cuando nos quedamos mirando el mar, o más bien, a la cercana inmensidad de la arena de la playa y la profundidad enfurecida del Mar Mediterráneo.
De toda esta zona, que hace años era la frontera de los chiringuitos de playa y el inicio del puerto comercial, ha surgido como por arte de magia un espacio que como pudimos comprobar no sólo ha servido como escenario para el circuito urbano de la Fórmula Uno, sino que aprovechando ese evento deportivo de resonancia mundial, la ciudad se ha adueñado de ese pedacito de mar al que aludía anteriormente, y lo ha convertido en un inigualable mirador, un puerto deportivo repleto de plásticas instantáneas al amanecer, y de un circuito, que además de para pasear se puede utilizar como circuito urbano de bicicletas.
En definitva, Valencia siempre tiene ese encanto de sorprender con algo que no te esperabas al llegar, y que hace, que una y otra vez tengas la necesidad de romper el espejo de los recuerdos.
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