Cuando las
primeras luces del alba todavía no se adivinan por el horizonte más lejano del
Mediterráneo, Jaime Gil de Biedma regresa a su casa, y lo hace atrapado por esa
soledad que la madurez ya no le permite volcar en un papel en forma de poema. No
es la ausencia de los demás la causante de esa sensación, sino ese manto que
recubre a sus días y le hace sentirse como un extraño dentro de sí mismo. Un
limbo existencial que se asemeja demasiado a esa triste dualidad que le acoge
desde que tenía tres años y que no le deja vivir en paz. Esa desazón que, desde
ese día, le condenó a estar solo. Ese vivir a secas que, al caer la noche, ha intentado
desahogar en las alcantarillas de la vida, donde nada ni nadie podían
encontrarle, ni siquiera él a sí mismo. Ahí es donde ha forjado, a golpe de
yunque y de pasiones desatendidas, esa leyenda que comenzó cuando dijo eso de:
"yo prefiero ser poema y no poeta", para que de esa forma, pueda más
lo que el poema dice que lo que el poeta escribe. Y mientras esto piensa, Jaime
Gil de Biedma se encuentra con la sinuosidad del tiempo reconvertida en regresos
cargados de despedidas, y todas, en la mayoría de las ocasiones, tienen un mismo
denominador común: Barcelona. De ahí, que en esa geografía de la huida no esté
del todo solo, pues su domicilio de la calle Aragón primero, o esa esporádica
visita al Barrio Chino en una noche de San Juan, cuando apenas había dejado de
ser un niño, después, también son parte de esa otra vida, aquella que Barcelona
le ha obsequiado plena de sonidos, aromas y costumbres burguesas de las que
siempre ha querido escapar. Esa doble vida que acababa a las ocho de la tarde,
y que desde casi siempre, le ha acompañado como una amante a quien no se le ha
pedido que nos rinda pleitesía. Es entonces, cuando de esa lejanía surge un
idilio trágico y poéticamente salvaje, pues aquello que no se transforma en
pasión carnal desaforada deviene en amor platónico; ese amor en el que los
deseos son una especie de sueño que se resiste a acabar. En esa deriva infinita
es en la que el poeta descansa del hombre: “Eran
las noches incurables y la calentura./ Las altas noches de estudiante solo/ y
el libro intempestivo/ junto al balcón abierto de par en par (la calle recién
regada desaparecía/ abajo, entre el follaje iluminado)/ sin un alma que llevar
a la boca”. (Extracto del poema Noches
del mes de junio). Aquí es donde la cordial y segura pluma del día, cambia,
y se convierte en la intempestiva pluma que rasga las hojas de una libreta que
le acompaña durante la vigilia de la noche, a la que él acompaña de un
cigarrillo y un vaso de whisky con hielo. Siempre pensó que vivir era tan
importante para un creador como su propia obra, por eso, nunca se cansó de
vivir intensamente, porque como decía Heráclito: el tiempo es ese niño que
mueve los peones. Aunque eso fue antes y no ahora que, al quitarse la gabardina
de vuelta a casa, se le antoja que es como esa última estancia de paso que deja
su cuerpo desnudo al descubierto, por más que este se refugie bajo un traje de
chaqueta sin corbata. Es la desnudez que le acoge a aquel que ya siente cerca
el final, y que sabe que todo lo ha dicho, bien lo sabe él. Solo contra el
tiempo, eso es todo.
"De qué sirve, quisiera yo saber,
cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación -y ya es decir-,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?
(Extracto del poema Contra Jaime Gil de Biedma)
¿De quién despedirse
y para qué?, se pregunta mientras va caminado en la voluptuosidad del cuerpo de
la noche, que se desplaza sobre sus pensamientos como años atrás lo hacían sus
ocasionales amantes, a los que Barcelona difuminaba como un dedo lo hace sobre el
carboncillo impregnado sobre un lienzo. ¿De quién despedirse y para qué? se
vuelve a preguntar, esta vez el poeta, porque si de algo está seguro es de que
todo lo ha dicho y todo lo ha sentido, ya sea en el fragor de una batalla
carnal o en la experimentación de los versos que un día adornaron su vida "En el calor, tras la espesura,/ vuelve
el río a latir/ moteado, como un reptil./ Y en la atmósfera oscura/ bajo los
árboles en flor,/ —relucientes, mojados,/ cuando a la noche nos bañábamos—/ los
cuerpos de los dos". (Extracto del poema Días de Pagsanján). El amor quedó muy atrás, apenas en sus
recuerdos, como una carta que, al sacarla del cajón, desprende el olor del
perfume con la que un día fue rociada, eso sí, proporcionándonos ese aura de
felicidad que se diluye en apenas un instante. «Días de vino y de rosas que ya
no volverán», piensa. Y a medida que avanza el hombre, las Ramblas se abren
paso bajo sus pies, dejando atrás el edificio de la Compañía de Tabacos del
número 109 -excusa y trampa a la vez de toda una vida, la suya-, para a partir
de ahí solo prestar atención a esa proximidad del mar que intuye en la brisa
que le acoge poco antes del amanecer. La proximidad del mar... el mar y el agua
como la metáfora que se convierte en la mejor compañera de aquello que ahora
tiene como lo único cierto en este infinito paseo nocturno por sus recuerdos. "¿A qué
vienes ahora,/ juventud,/ encanto descarado de la vida?/ ¿Qué te trae a la
playa?/ Estábamos tranquilos los mayores/ y tú vienes a herirnos, reviviendo/
los más temibles sueños imposibles,/ tú vienes para hurgarnos las
imaginaciones.
De las ondas
surgida,/ toda brillos, fulgor, sensación pura/ y ondulaciones de animal
latente,/ hacia la orilla avanzas/ con sonrosados pechos diminutos,/ con nalgas
maliciosas lo mismo que sonrisas,/ oh diosa esbelta de tobillos gruesos,/ y con
la insinuación/ (tan propiamente tuya)/ del vientre dando paso al nacimiento/
de los muslos: belleza delicada,/ precisa e indecisa,/ donde posar la frente
derramando lágrimas". (Extracto
del poema Himno a la juventud).
«El agua te
exonerará de todos tus pecados, y el mar te cobijará como una nana sonora que
solo oyen los más pequeños», se dice, para quitarle dramatismo a su final,
mientras se le dibuja una sonrisa cínica de diablo en su boca, y que esta vez
ahuyenta las lágrimas de sus ojos. Pero él sabe mejor que nadie que, la
decadencia que le acoge, le hace sentir que hubo una vez en la que todo fue
diferente, y ya sin miedo, puede decirse a sí mismo eso de: confieso que he
vivido. Lo que no le impide resistirse a llegar al final, su final, a pesar de
que cuando mira al horizonte es capaz de adivinar la tenue sombra del nuevo
día, que ya se intuye en el silencio no declarado de los deseos rotos, por no
vividos; y angulosos y enrevesados, por olvidados. Jaime Gil de Biedma todavía
no quiere llegar a la orilla y aceptar que le ha llegado la hora de marcharse.
«¿Dónde empezó todo?», se pregunta. Quizá en los bares de la calle Escudilleras
o en la Bodega Bohemia o en el Hotel Cosmos, pero él sabe muy bien que no,
porque ni siquiera su primera noche en el burdel de la calle Ríos Rosas fue el
inicio de su doble vida. La necesidad de explorar su otra vida se la dio Estapé
cuando le aconsejó que escribiera versos en un interminable paseo, ¡que se le parece
tanto a este!, y que sin quererlo le provoca un estremecimiento. Todo se resume
a esto, a la mera transformación de un cuerpo que se convierte en alma, como la
vida se transmuta en poema. «Los poemas de la experiencia», se dice, sin dejar
de pensar en aquella noche y en ese largo paseo desde el restaurante de la
Avenida Roma hasta su casa y viceversa, y así hasta el infinito, pues esa fue
la sensación que tuvo al compartir el que hasta entonces había sido su secreto. La poesía necesita de esas
experiencias, bien lo sabe él ahora, de esas confesiones, después de las
cuales, uno no es el mismo, pues ha dejado parte de sí en las palabras que han
salido por su boca. «Palabras extrañas que no suenan igual ni significan lo
mismo en el eco de nuestros pensamientos que cuando las oímos a través de
nuestra boca», piensa. Empieza por los sonetos, le dijo Estapé, que son lo más
jodido. Y ese fue el inicio de una parte de ese todo tan inmenso que es la otra
vida, pues sus poemas empezaron a ser ese púlpito al que subirse para dirigirse
a una sala vacía, porque tal y como él mismo dijo en uno de sus primeros
poemas: "yo nací en la época de la pérgola y el tenis".
«¿Qué
fue de la fiesta?», se pregunta. "Te acompañan las barras de los bares/ últimos de la
noche, los chulos, las floristas,/ las calles muertas de la madrugada/ y los
ascensores de luz amarilla/ cuando llegas, borracho,/ y te paras a verte en el
espejo/ la cara destruida,/ con ojos todavía violentos/ que no quieres cerrar.
Y si te increpo,/ te ríes, me recuerdas el pasado/ y dices que envejezco". (Extracto del poema Contra
Jaime Gil de Biedma). Porque nada detesta más que sus propias arrugas,
de ahí que lo que más le hubiese gustado, antes y ahora, es que su retrato
envejeciera en un desván y condenar al paso del tiempo a permanecer dentro del
armario del olvido. Nunca quiso envejecer ni tampoco estar solo, y sin
embargo... Bien lo sabe él, la edad madura es una edad tonta donde te pasas el
día angustiado, porque piensas que te vas a morir. Lo mejor de la decadencia es
retrasarla, como el momento del orgasmo. ¿Gauche Divine?, ¡qué nombre más
inocente!, tan atrapado por los convencionalismos burgueses que apenas si le
producen una leve mueca en su boca. «La política y sus puritanismos conceptuales
que no sirven para nada», piensa. En este interminable paseo por las noches de
su vida, Jaime Gil de Biedma casi ha llegado frente al monumento de Colón que,
con su brazo en alto, le indica el
camino que no debe coger. Y mientras piensa en aquello que dijo hace tiempo: la
naturaleza evoca lo que es igual a sí mismo y la realidad es cambiante, primero
arroja su gabardina al suelo y luego se quita la chaqueta que también aleja de
su cuerpo. La brisa del Mediterráneo le acaricia el cuello, desprotegido por su
camisa a medio abrochar, y sigue en su camino porque sabe lo que le aguarda. Y
lo hace mientras piensa en su padre: "¿Qué
me agradeces, padre, acompañándome/ con esa confianza/ que entre los dos ha
creado tu muerte?/ No puedes darme nada. No puedo darte nada/ por eso me
entiendes". (Poema, Son pláticas
de familia). Después gira su cabeza a la derecha e intuye El Raval, donde
tantas veces fue feliz en sábanas ajenas sin necesidad de reproches, pero gira
a la izquierda y dirige sus pasos hacia la Barceloneta, porque no quiere dejar
huellas de este su último recorrido por la noche de Barcelona. Y llega a la
playa, a la orilla del mar, donde se desnuda despacio, mientras mira al
horizonte por el que se dibuja la luz de un nuevo día en el que él ya no
estará. «Solo hay una forma de vivir la poesía, y esa forma es cuando eres
joven, luego ya nada importa, sino ir dejando pasar el tiempo en un lento
devenir de los días, en los que muchas veces estaremos solos», piensa. Y antes
de sumergirse definitivamente en el agua, se dice a sí mismo: quizá sea verdad eso
de que soy el último de los románticos.
"Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro".
(Extracto del poema No volveré a ser joven)
Ángel Silvelo Gabriel