Hay una extraña belleza en el
dolor que nos hace ver la vida como un maravilloso campo sembrado de flores
antes de tener que adentrarnos en el averno de la tragedia y la muerte. Allí
donde el cielo azul y el verde de las praderas se transforman en un herrumbroso
gris sin más matices que el color negro. Entonces es cuando surge el verdadero
valor del héroe. Aquel que es capaz de transformar la tragedia en esperanza, el
más incierto de los futuros en un plausible presente ausente del escarnio de la
sangre y la muerte. Y ese camino que se debe cruzar para lograrlo es un camino
de soledad, incertidumbre y, sobre todo, pánico, pues el pánico es el que nos
devuelve a sentirnos humanos en las desgracias, los contratiempos y las
catástrofes. Ese camino, también, es un camino de múltiples deseos ante lo
imposible, de exploración de sueños que buscan la supervivencia por encima de
todo, pero también, la lealtad firme y rotunda de la misión encomendada, el deber
cumplido y la visualización de los seres sobre los que poder derramar nuestras
lágrimas, tal y como hace un árbol que crece solo en la llanura. En la
intemperie. A la vista de los demás. Y con el único consuelo de sus raíces. En
este sentido, Sam Mendes en 1917, crea un universo
único e impactante de claroscuros a la forma que Caravaggio hizo
en sus cuadros, donde la luz se proyecta sobre el protagonista y las sombras
recrean aquello que hace posible que dirijamos nuestra mirada hacia él. Aquí es
donde no se nos debería olvidar que el héroe, no sería tal, sin la ayuda de
todos aquellos que le rodean, amparan o estimulan. Un estímulo que, en 1917
no solo procede de ese infinito, perpetuo y magistral plano secuencia en el que
está filmado, sino también en la portentosa fotografía de Roger Deakins
que nos transporta a un lugar inesperado por lo bello que se nos muestra en
unas ocasiones y lo terrible que nos parece en otras; y el guion que el propio Mendes
ha escrito junto a Krysty Wilson-Cairns, y en el que resalta
sobremanera aquello de que lo menos es más. Un juego, el de los claroscuros,
que funciona como una balanza que se vence a uno y otro lado con la fuerza de
los sentimientos más puros y primarios del ser humano. En esa proximidad a la
esencia de la vida es en donde 1917 es única e imprescindible, y
donde reta en su concepción y ejecución al término de obra maestra. Y, por
tanto, resulta muy difícil de entender por qué los grandes estudios
cinematográficos no hacen una mayor apuesta por este tipo de películas que son
las que en verdad permanecerán en nuestra memoria a lo largo del tiempo. Como
decía el poeta británico John Keats en su famoso poema Oda a
una urna griega: «La belleza es verdad; la verdad, belleza. Esto es todo lo
que sabes sobre la tierra, y todo lo que necesitas saber». Un axioma infinito e
inmutable a lo largo del tiempo.
La otra gran virtud de 1917
es volver a enfrentarnos a esa perenne soledad a la que todos nos vemos
avocados a lo largo de nuestras vidas, y lo hace con la majestuosidad de una
gran película de aventuras, donde lo que menos importa es como acabe, por más
que creamos que lo hará bien, pues lo más importante de esta genuina película
bélica que, en ocasiones nos retrotrae al film de Stanley Kubrick,
Senderos de gloria, es todo aquello que ocurre antes de llegar a su
escena final; un camino, el recorrido por 1917 lleno de vida y
muerte, horror y belleza, esperanza y decepción, que nos va llevando de la mano
a lo largo de dos horas con la maestría de aquel que nos muestra el horror de
la guerra y la infinita magnitud de su destrucción, pero también el verdadero
valor del amor y la esperanza como pocas veces veremos en una sala de cine. En
este sentido, el gran acierto de Sam Mendes es arriesgar por una
película cuyo rodaje implicaba un salto al vacío sin red y una apuesta
impagable por aquello, que si sale bien, te encumbrará hacia la gloria. De ahí
su valor y su éxito, porque en esta ocasión el saltador cayó de pie e ileso
sobre un gran campo de margaritas. Un campo donde un árbol crece solo en la
llanura a modo de mejor metáfora con la que el cineasta se sirve para
ilustrarnos acerca del verdadero sentido de la vida: el amor a los tuyos.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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