Roma, 14 de febrero de 1821
Me acaricia una paz celestial
cual doncella enamorada; es suave y tenue como un tímido beso. No viene vestida
de negro o de oscuros colores; es blanca como la túnica de una diosa… y casi
transparente. Se posa suavemente sobre mi atormentado rostro, al que cada día
que pasa le quedan menos huellas de vida. Su tacto es tan efectivo como la más
poderosa de las pócimas, y le devuelve a mi espíritu ese estado de letargo
indefinido que yo todavía identifico como la sensación más parecida al sueño
que me ha embriagado desde que llegué a Roma. Siempre pensé que la muerte vendría
precedida de un olor determinado, que nadie más que mi instinto sabría
reconocer, pero esa señal de alarma todavía no se ha producido, y dudo mucho de
que acuda para avisarme que mi momento ha llegado. Más bien será el sueño
eterno quien me acogerá tras uno de mis violentos accesos de tos, justo cuando
mis pulmones se paren para siempre. Entonces, ya no habrá más vida que las
sensaciones que acompañen a mi alma muda y penitente.
¿Por qué me acogen estos pensamientos cargados de tan dulce y
amarga melancolía a la vez? Sería mucho más fácil luchar contra el destino con
todas mis fuerzas cual rebelde que pierde la vida por una causa justa, pero al
fin, se ha producido un gran cambio en mi mente y siento cómo la paz me acoge
en su seno en un placentero viaje. A pesar de todo, el último vestigio de
supervivencia que le queda a mi ser me hace seguir buscando una salida, pero ya
todo es diferente para mí, y la debilidad de mi cuerpo me lleva a hacerlo de
otro modo... muy cerca... en un lugar próximo a mis sueños; y lo hago iluminado
por una gran serenidad que sin necesidad de convocarla se ha apoderado de mí.
Esa es la diferencia más importante, la ausencia de un objetivo que no sea el
del propio final. En este inmenso sosiego que me gobierna, todavía soy capaz de
enfrentarme al eco perdido de mis recuerdos con la única ayuda del poder
evocador que en ocasiones tiene para mí el pasado. Regreso a los días que
llegué a Roma, entonces la soledad que me acompañaba se solapó, sin apenas
darme cuenta, con la curiosidad recuperada de una mirada que escudriñaba cada
rincón de la ciudad. En uno de esos recónditos lugares, mis atónitos ojos
dieron con un volumen de las obras de Alfieri. El azar quiso que, todavía, la
angustia propia de mi enfermedad permaneciera dormida a mi lado sin molestarme
más de lo necesario; y, en esa tregua no pactada entre desiguales, decidí
enfrentarme a la trágica búsqueda de la libertad como única forma de librarme
de mi destino. Sin embargo, las palabras de Alfieri no me tenían reservado ese
don que me permitiera escapar de mi desdicha bajo su halo hacia la última
salida que buscaban mis temores, y a la segunda página, lo tuve que abandonar:
«Sfuggir cosi me stessa, come
altrui...!».
Enseguida me di cuenta de que esa tampoco era la verdadera solución,
por mucho que las tragedias de Alfieri representaran para mí la manifestación
más pura de la poesía y su tragedia. Incapaz como fui de
encontrar una vía de escape en sus hojas, dejé el libro abierto con el deseo de
que sus versos me inundaran de un rayo de esperanza, como ahora hago con mis
últimas fuerzas.
«Misera me! solliero a me non resta,
Altro che il pianto, ed il pianto e delitto!
Ma, riportare alle pió interne stanza
Vo’il color mio; piú libera... Che reggio?
Carlo? Ah! si stugga: ogni mio detto sguardo
Tradi potriami on ciel! sfuggasi.»
Le confieso a Severn algunos de mis pensamientos, justo aquellos
que conjugan una parte de mis sepulcrales deseos, y todo se diluye de nuevo,
como si mis palabras fuesen la melodía de un delicioso sueño. Me quedo en
silencio, pero el sigilo de la noche y el frío viento de este duro invierno me
acercan el sonido del agua cual cascada arrebatadora. Y tengo una premonición,
porque ya sé lo que significa esa triste melodía. Sin necesidad de
incorporarme, escucho el monótono gorgoteo de los chorros «teñidos de violeta» de la triste Barcaccia hundida
sobre tierra firme. Y en la oscura quietud que reina en la soledad de la noche
de la Piazza di Spagna, le digo a
Severn que se pare a escuchar y, mientras me hace caso, le formulo un nuevo
deseo: Severn, quiero que en mi lápida se grabe la siguiente inscripción, «yace
aquí uno cuyo nombre fue escrito en el agua»95. Y añado: «poema misterioso
que nadie escribirá; imagen sepulcral que en sí misma, es mi sola paz presente».
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