¿Qué es mejor la abundancia de
los gestos en forma de clicks, o la observación que se ajusta a la ausencia de
palabras? En una época donde todos somos cómplices de una hiper comunicación
que en la mayoría de los casos contamina más que alumbra, o donde el feminismo
se expresa de una forma exacerbada a la hora de comunicar sus objetivos,
podríamos decir que la mejor opción es la de la abundancia. Sin embargo, si
leemos Madame Solario asistimos al contrapunto de todo lo
expuesto, pues su máximo empeño se pone en observar y reinterpretar la falta de
gestos y palabras, por no hablar de la libertad personal y sexual inherentes a
su protagonista. Madame Solario es una novela escrita por la escritora norteamericana
Gladys Huntington poco después de 1916, pero que no vio la luz
hasta 1956 de una forma anónima. En ella, la protagonista de esta larga novela
nos obliga a prestar toda nuestra atención en la ausencia de palabras, en la
quietud del gesto apenas turbado por la aparente serenidad que esconde la mayor
y la peor de las pasiones tras el velo que cubre su rostro, y en el análisis
indirecto de las intenciones. Verso libre en un mundo abocado a su desaparición
—la Belle Époque—, Natalia Solario rinde homenaje a todas
aquellas sinergias que rigen nuestras vidas, pero sin llegar a culminar ninguna
de ellas, al menos en apariencia. Ella se erige en la máxima expresión de la
elegancia, la dulzura y la exquisita educación, pero también del desamor, el
infortunio y la desesperación que le producen las vertiginosas fauces del
incesto. Con un lenguaje exquisito en las descripciones del lago Como y sus
villas, o de los trajes y vestidos de una inmovilista y arcaica sociedad
aristocrática que disfruta del final del verano en el hotel Cadennabia, ese
mismo lenguaje, sin embargo es parco en las alusiones directas a las
necesidades vitales que traspasan el poder de las palabras para inundarse de
gestos y desmesura. Este enredo pasional y de suspense ya fue muy bien dramatizado
de una forma mucho más intensa y poética por Gabrielle D’Annunzio
en su famosa novela El Placer (1889), en la que también precisa
de un suculento número de páginas para resolver las pasiones más incontrolables
de su protagonista. No obstante, con el paso de los años, la literatura dejó a
un lado el impostado lenguaje de los gestos para pasar al menos pragmático
idioma de la acción. Aún tardaría unos años en hacerlo, pero tanto el escritor
norteamericano Scott Fitzgerald
en su magnífico retrato de los años veinte y su derrumbe presente en sus
novelas, como más tarde hiciera Henry Miller en su tórrido
destierro parisino, llevan a la novela y su forma de retratar el mundo a un
espacio distinto que nos obliga a reinterpretar la sociedad y sus pasiones de
una forma distinta —por directa y abrupta— que se aleja del hieratismo de la
sinrazón de Gladys Huntington en Madame Solario. Dijo
bien su marido cuando calificó a este texto como de “único, un Frankenstein”,
aunque el monstruo tenga esta vez el pelo rubio y la piel fina.
Madame Solario es
una suerte de novela que cabalga entre dos mundos: el real y el deseado. Un
reflejo que se transmite en todos los personajes principales de esta novela: el
joven inglés, Bernard; el hermano de Natalia, Eugène; o el conde ruso Kovanski.
Ese reflejo distópico del amor y la desesperación inherente a todos ellos se
encuentra mejor retratado tanto en la primera como en la tercera parte de la
novela, aquellas donde la voz narrativa se deposita en Bernard; una voz que, en
algunas ocasiones, nos recuerda a la nebulosa que años más tarde se encontrará
en Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, aunque en nuestro caso
se sitúe en tierras italianas. Un destierro que en la novela de Huntington
se traduce en el descubrimiento del amor de una forma inocente por parte del
joven inglés, Bernard, que sin embargo y en apariencia no tiene prisa en verlo
culminado, haciendo suyo el lema de que se disfruta más del viaje que de la
meta. Una meta, Madame Solario, que no renuncia a abandonar un estatus y un
mundo que para ella no es el de una buscada decadencia, sino más bien el de un
mundo perturbado por las más bajas pasiones que conducen a una segura
decadencia y decrepitud. Vampira de almas y amores, Madame Solario es una
perenne superviviente de una sociedad plagada de convencionalismos a los que
ella reta sin importarle traspasar las barreras de la moralidad que la llevan
hasta las ciénagas más inciertas de una amoralidad que a día de hoy resulta
cuando menos naif. Le falta algo a esta novela que se pierde sin mucho sentido
en una larga y copiosa segunda parte, en la que su autora nos muestra la otra
cara de su protagonista. Quizá sea la intensidad poética que sí tiene la novela
de D´annunzio antes citada, o el ardor de un Lawrence
Durrell en estado de gracia en El Cuarteto de Alejandría
—sobre todo en el primer volumen titulado Justine—. O quizá sea también el
tardío descubrimiento de la autoría de esta novela (1980), lo que nos lleva a
someterla a un análisis crítico comparativo con otras obras también consideradas
como de maestras, que, aunque escritas con posterioridad, sin embargo
fueron publicadas muchos años antes. Una definición —la de maestras— que
también se podría atribuir a muchas de las novelas de Irène Nemirovsky
y que, sin duda, han soportado mucho mejor el paso del tiempo a pesar de que
las hallamos descubierto recientemente. Sea como fuere Gladys Huntington,
que también veraneó en el lago Como con su familia, prefirió permanecer en un
segundo plano —como su protagonista— y no editar esta novela con su nombre. Un
anonimato que se desdibujó en los años ochenta y la convirtió en una autora de
éxito. Un éxito que por otra parte no vio, porque se suicidó en 1959 tras
sufrir varias tragedias familiares y ser consciente del derrumbamiento del
mundo que la vio nacer.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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