La vida y la literatura están plagadas de casualidades, y ambas, poseen eso que denominamos como lagos interiores que en apariencia nadie ve, pero que sin duda existen. La necesidad última del ser humano por expresarse, le llevó a una joven madre canadiense llamada Alice Munro a refugiarse en la escritura, y lo hizo mientras sus hijas pequeñas dormían la siesta. El silencio y ese eco profundo de la conciencia que, cual duende no nos deja conciliar el sueño, hicieron su función de una forma sencilla y magistral en la todavía joven e inexperta Alice. Seguidora de la mejor tradición de los escritores norteamericanos, ella supo conjugar su propio mundo a través de la demoledora precisión del relato corto caracterizado por la pasión del retrato psicológico de sus personajes, en lo que podríamos denominar como la aventura de los discursos interiores. Tanto es así que una buena parte de su producción transcurre en un condado que lleva su propio nombre, al mejor estilo de Faulkner.
Alice Munro nos ha dejado con la misma sensación que sus cuentos al terminar de leerlos: aturdidos por el peso de una vida unida a la intemperie por la que transitaban sus personajes. Viajeros sin más rumbo que el del sentido de la búsqueda de una felicidad que nunca coincide con lo esperado. Un inconveniente que, sin embargo, no jugó en su contra sino a favor de ese espíritu de lucha y confrontación con la realidad que la llevaron a crear un mundo propio, donde el amor y la necesidad del sentido de la libertad fueron dos de sus brújulas más importantes a lo largo de toda su obra literaria. Una libertad que, sin embargo, ella compartió muchas veces en silencio, tal y como declaró cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en el año 2013 —fue la primera mujer que en ser distinguida con ese galardón por una obra cimentada en sus relatos cortos—. En este sentido, Munro, como buena diseñadora de vidas ajenas conocía de la importancia del tiempo y la soledad que conllevaban el oficio de escribir, de ahí que en una de las múltiples entrevistas que concedió tras recibir el Nobel declarara que Demasiada felicidad sería su último libro, porque el poco tiempo que le quedaba no lo quería pasar sola, sino junto a su familia. Una dura decisión que no llegó a cumplir, pues no la debió resultar fácil renunciar a aquello que amaba, por más que la vida que transcurría más allá de su obra literaria la apartara de su segundo marido hacía poco tiempo. En aquel momento, con 82 años, y sin la posibilidad de ir a recoger el Nobel, Munro a pesar de todo se mostró al mundo sonriente y segura de su victoria: la materialización de su más valioso sueño como escritora.
La soledad de Alice Munro nace como esa fuerza que nos somete a lo largo de la vida. Soledad que no desaparece con la muerte, pues se trata de un reflejo interior que nunca se extingue ni tampoco llega a atisbarse en un mundo hostil y primitivo como el que habitamos. Una inmunidad a la muerte que se refleja en sus relatos cortos, donde las aguas subterráneas por las que fluyen sus historias no dejan de correr por su mente y la de sus personajes. Aguas que una y otra vez salen a la luz en narraciones afincadas en una realidad muchas veces hostil porque huyen de ella asociadas a la indiferencia. Vidas anónimas que también necesitan de algo de cariño. Un cariño que parece que nunca encuentran, porque Munro indaga en los secretos que mueven nuestras vidas y en las atrocidades que éstos engendran. El resultado de todo ello convierte a sus personajes en seres débiles y sensibles que necesitan de ilusiones efímeras o absurdas que se crean ellos mismos para sobrevivir. La vida, en estos casos, es un espacio de ausencias. Ausencias que, sin duda, necesitan aliarse con el destino, y donde las historias contadas lo son de vidas paralelas que no tienen nada en común, salvo la soledad. Vidas paralelas que, sin embargo, acaban uniéndose en un enigmático final marca de la casa que nos ofrece la posibilidad de terminar o reinterpretar lo leído o imaginado. Un ejemplo de todo ello es el cuento titulado como Demasiada felicidad. En esta pequeña biografía de la matemática rusa Sofia Kovalevski, Alice Munro nos proporciona una clase magistral de contención, frialdad, y perfección narrativa a la hora de relatarnos los últimos días de la matemática rusa, pues lo hace con una mirada inequívocamente sublime hacia el personaje, lo que nos obliga a no dejar de leer. Demasiada felicidad es la partitura de una hermosa historia de amor y sus desencuentros. De su atrevimiento y su desencanto. De su valentía y sus renuncias. Una historia plena de magnetismo. Intensa. Mágica como un cuento de hadas. Reveladora como el mayor de los milagros. Una historia donde la nieve hace de justiciera maldita y atroz. Una historia que en su último capítulo llega a la perfección. La limpieza con la que Munro afronta esta biografía es admirable, porque nada falta y nada sobra en esta brillante narración teñida por el infortunio y la soledad que nos acoge a lo largo de nuestras vidas, a pesar de que en ella tenga cabida la frase demasiada felicidad como expresión de ese último deseo que nos acoge antes del final. Una felicidad que, sin embargo, se transforma en la cruel soledad del diferente. Igual que el amor que te despoja del mundo. Sí, Alice Munro nos ha dejado bajo el silencio y el eco profundo de la conciencia.
Ángel Silvelo Gabriel.
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