martes, 25 de septiembre de 2018

GABRIELE D’ANNUNZIO, EL PLACER: LA DECADENTE Y SENSUAL BÚSQUEDA DE LA BELLEZA



La oscuridad que persigue al deseo sólo es comparable a luz que descubre el éxtasis. La búsqueda de ese placer sin medida es la narración de un tránsito oscuro, plagado de temores, miedos, sinsabores y la kinesia de un alma que busca desprenderse del cuerpo que la amordaza. Baste decir que: «El decadentismo se interesó por plasmar en la obra literaria una suprarrealidad por vía de la introspección y el escudriñamiento de un más allá por medio de los sueños y las sensaciones que dicta el inconsciente». Y ese viaje sin límites y sin final es el que nos narra de una forma voluptuosa, metafórica y culturalista Gabriele D’Anunnzio en El placer, una novela que representa como pocas la decadente y sensual búsqueda de la belleza. Atrapado en esa cárcel de hedonismo que sólo respira a través de unos sentidos desmedidos y enfermizos D’Annunzio crea a un seductor —y álter ego de sí mismo—, Andrea Sperelli, que sigue la estela de otros grandes conquistadores de la historia de la literatura como el Don Juan Tenorio de Zorrilla o Giacomo Casanova, sin olvidarnos, por supuesto, de la efigie erótica y sexual de los personajes más libérrimos del Marqués de Sade, o más recientemente, de la ironía del decadente Jep Gambardella en La grande bellezza. E igual que sucede en la película de Paolo Sorrentino, tras este entramado de deseos, luces y sombras se extiende Roma, y lo hace como ese tapiz que lo cubre y lo contempla todo. Roma es la escena, el atrezo, la vida y el aire de El placer. Sus diferentes y exquisitos cielos, sus celebérrimas fuentes, sus calles adoquinadas, sus carruajes de caballos o esa pastoril escena de rebaños cruzando sus inmortales vías, son el contrapunto más sereno por el que Andrea Sperelli sueña y se desespera junto a sus dos amadas: Elena Muti y Maria Ferres. El amor que manifiesta Sperelli es un éxtasis cercano al misticismo; un misticismo al que dota de un lenguaje recargado de largas y minuciosas descripciones, —propias de otros tiempos—, y que siempre van acompañadas de un exquisito dominio del mundo del arte en sus diferentes manifestaciones. En El placer, el arte es la herramienta con la que el narrador explora la vida interior de su protagonista y el alma femenina, a la que narcotiza con el don de las palabras. Palabras bellas en sí mismas: insinuantes, acertadas, liberadoras, pasionales y, cuya melodía, es una nueva manifestación de esa otra partitura superior que es el placer sin más. Sperelli habla, escribe, pinta y tiene el criterio de aquellos de derrumban voluntades con el aura que desprenden. Sabe esperar y atormentarse, pues en esa espera y en ese tormento también está el premio que oculta el éxtasis del placer, incólume a la virginidad del alma: «Engañar a una mujer constante y fiel, calentarse con una gran llama suscitada por un deslumbramiento falaz, dominar a un alma con el artificio, poseerla toda y hacerla vibrar como un instrumento, habere non haberi, puede ser un  gran deleite. Pero engañar sabiendo que se es engañado es un estúpido y estéril trabajo, es un juego aburrido e inútil.»



Leer El placer es también rodearse del refinamiento y el lujo de las estancias de unos condes y duques que viven los años finales del s.XIX bajo el signo de la decadencia y el hedonismo, sin importarles nada de aquello que se escape más allá de su propia sombra. El Palacio Barberini con su gran jardín delantero o sus monumentales estancias, o el Palazzetto Zuccari donde se refugia y reside Andrea Sperelli —situado a poco más de cien metros de donde murió el poeta romántico inglés, John Keats años antes— rodeado de obras de arte por doquier, son sólo unas pequeñas muestras de esa magnificencia con la que D’Annunzio viste y nos presenta a Roma, ciudad sin par que respira inmortalidad tras cada esquina, bajo la singularidad de sus calles y monumentos. Todos ellos son visitados por Sperelli, que se mueve por Piazza Espagna y, que mientras sube o baja su gran escalinata, observa cómo los obreros arreglan la barccacia de Bernini. O pasea por El Pincio tras dejar a un lado el reflejo azul de la última luz de la tarde que desprende la fachada de Trinitá dei Monti y la majestuosa soledad de su obelisco circunspecto al paso del tiempo, hasta que llega a Villa Médicis y posteriormente se interna en Villa Borghese, donde talla palabras de amor a sus amantes en las balaustradas bajo el estilete literario de Goethe. Y así indefinidamente, pues al otro lado de la ciudad nos muestra la Via Nazionale, El Tritone, las Quattro Fontane, el Quirinal y un sinfín de referencias mundanas cargadas con el aplomo que la inmortalidad y la belleza hacen de El placer un magnífico señuelo de la ciudad de Roma que, bajo la metafórica y sensual prosa de D’Annunzio se erige brillante y única.



El placer fue la primera novela que escribió Gabriele D’Annunzio y, en ella, explora la necesidad del amor, pero también de su lado más perverso: el odio. Andrea Sperelli será víctima de ambas mientras vive en la solitaria morada que se construye; una morada interior en la que se enfrentará a su propia codicia sin límite, a los celos y a la perversidad del éxtasis que le persigue en la unión de su cuerpo con el de sus amadas. Ambicioso, culto e insaciable en sus apetitos carnales y estéticos, no podrá evitar lo inevitable: ser víctima de la decadente y sensual búsqueda de la belleza.

 

Ángel Silvelo Gabriel.

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