15 de noviembre de 1820. Casina Rossa en Piazza di Spagna, Roma.
“La ciudad nos ha acogido bajo una tenue niebla.
Ella ha sido la auténtica razón, y no otra, por la que mi visión de este lecho
de arte y belleza ha sido camuflada audazmente a mis sentidos.
El
destino esta vez ha querido obsequiarme con este manto benefactor que, como el
láudano, logra no producirme un mayor desasosiego. Su poder, caprichoso y
temerario a la vez, se extiende más allá de la realidad, porque este gigantesco
vidrio biselado les impide a mis ojos ver y contemplar y, torpes como los
exploradores que han perdido su brújula, se tienen que conformar con imaginar e
implorar.
A
la hora que nos hemos dirigido hacia la Piazza di Spagna, las calles de Roma
estaban vacías, lo que ha incrementado en mí esa sensación de ensueño fantasmal
que nos ha acompañado desde que entramos en la ciudad hasta que hemos llegado a
nuestro destino. Ese vacío que esta vez yo no he logrado cubrir con la poesía
es lo que me ha hecho pensar que, la verdad, como el entorno que nos acoge, es
más bien un sueño en el que apenas cabe la búsqueda de la absolución; una absolución
que yo siempre he explorado a través de la belleza; una belleza que no es sino
la trágica exaltación de la libertad. Sin embargo, ahora esa libertad parece
estar poseída por una fuerza sobrenatural, y a mí se me antoja que se ha
transformado en el silencio que nos acompaña.
«¿Culpable
o inocente?», me he preguntado al bajar del coche. Y sin saber qué responder,
me he quedado hipnotizado mirando la majestuosidad que me rodeaba y esa
capacidad envolvente que sobre mis pensamientos ha tenido la ampulosa presencia
de una arquitectura milenaria y bella en sí misma. Las humildes formas, a la
par rectas y angulosas, de la casa donde nos vamos a hospedar caen doblegadas
como ínfimos súbditos a los pies de las caprichosas curvas barrocas de la
infinita escalinata que se ha presentado ante mí como el acceso más próximo al
cielo; por no hablar de la voluptuosidad de la fuente que, a mayor gloria de
sus chorros de agua, he visto que sirve de abrevadero a los múltiples animales
que pasan por este lugar...
...Pero antes de que el azar me tuviese reservada esta grata sorpresa, el doctor James Clark nos estaba esperando, y Severn, nada más verle, me repitió de nuevo que me abrigara bien antes de apearme del carruaje. Hacía algo de frío, pero era un frío distinto al de Inglaterra. En los días que hemos estado en Nápoles, me he fijado en que incluso la niebla es diferente, ya que apenas avanza el día desaparece por sí sola. Entonces el sol se tiñe de múltiples tonos anaranjados que se difuminan como en una acuarela sobre un cielo color cian que aquí parece tan irreal que no me da miedo. Hay algo en él que me atrae, pero todavía no sé muy bien lo que es, porque enseguida mi mirada se pierde en aquello que de momento permanece firmemente apegado a la tierra, como mis pies que, cada vez más torpes, esta mañana han tropezado con los adoquines mal encajados de las calles de la ciudad de Roma; morada de prístina belleza que me impide regresar a ese otro lugar de «mirada interior» en donde no existen el espacio y el tiempo, y donde a veces es posible alcanzar el verdadero ideal de la contemplación que me lleva a la más pura imaginación. Sí, ya lo dije hace tiempo: «Byron describe lo que ve y yo lo que imagino». Mi estímulo no es otro que la belleza, pero presiento que esta ciudad para mí va a ser como una cárcel, de la que un negro presagio me dice que nunca saldré. Todo lo que me rodea en sí mismo es bello, pero mis manos apenas si son capaces de dirigir al lapicero sobre las hojas en blanco de mi libreta para que retrate todo aquello que la mera contemplación me hace imaginar. Ahora mis manos caen abatidas, y cuando todavía les queda un poco de fuerza se consuelan rebuscando el libro que siempre llevo conmigo en mis bolsillos que, como un salvavidas, acude en su auxilio y en el de mi mortecino espíritu. Ese objeto inanimado y liviano que reposa inocente cerca de mi piel, y no me impide andar, es mi más fiel compañero, pues hace las veces de oxígeno cuando mi necesidad de poesía se vuelve apremiante. Sin embargo, aquí soy un poeta cuyo pensamiento yermo y estéril es incapaz de alcanzar la suprema armonía que exige la composición de los versos de un poema. La inspiración ya solo me llega como respuesta al desasosiego que se apodera de mí cada vez con mayor frecuencia. Esa es la sombra que queda después de mi larga enfermedad. El poeta de «la melancolía inalcanzable» se halla perdido en la mayor y más burda de las desesperanzas y de los desconsuelos. «Estómago que ya no me dejas comer todo lo que necesito, apiádate de mí, para que la fuerza y el ímpetu que necesito regresen a mi lado, y con ellos los poemas que tanto anhelo», imploro. «Si solo veo, ¿qué va a ser de mí?», me pregunto. ¡Roma, majestuosa estancia repleta de plazas y fuentes, museos e iglesias, cuadros y esculturas…! Ya no soy capaz de imaginar aquello que siento.”
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.
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