21 de noviembre de 1820. Casina Rossa en Piazza di Spagna, Roma.
“Mi instinto es víctima del caos que me rodea y de la ansiedad que tan pronto se
apodera de mí como se va de mi lado. Me encuentro solo en tierra de nadie y, de
una forma perenne, tengo esa sensación de estar perdido y no saber dónde me
hallo desde que abandoné Londres. Es como un escalofrío que recorre todo mi
cuerpo y se comporta a modo de bastón que me acompaña a todas partes, pues no
me ha dejado ni un momento en el largo viaje que nos ha traído hasta aquí. Yo
le echo la culpa a las fiebres que se alojan en mi cuerpo, pero cuando estoy
lúcido, reconozco que el recuerdo de Fanny sigue siendo muy fuerte, y mis
sentidos parecen herirse con su propia sinrazón. A pesar de todo, mi voluntad
más temprana, justo la que me acompaña nada más levantarme, me lleva en busca
de nuevos destinos, y en estos primeros días de estancia en Roma lo primero que
hago es mirar al horizonte a través de la ventana. Busco el mar sin saber por
qué. Yo creo que todo es debido a los sufrimientos que se apoderaron de mí, y
mi débil espíritu, durante el tiempo que duró la cuarentena dentro del navío en
el puerto de Nápoles. El resultado de tanta zozobra ha sido que el olor a
salitre se ha quedado impregnado en mi memoria. En el silencio que antecede al
alba, imagino el sonido de las olas batiéndose contra el Maria Crowther, pero mi esfuerzo es en vano, porque en
tierra firme nada es igual. El no poder experimentar el leve balanceo de la
nave al despertarme me hace sentir diferente y exento de esa temerosa y
desconocida prontitud creativa que me llevó a escribir sin proponerme ninguna
meta concreta. No sé si fue la cercanía del Vesubio o el revivir las
ensoñaciones épicas que me llevaron a crear Endymion,
pero esos días, compuse más poemas que en todo un año de mi vida. El miedo a
que fueran mis últimos versos me hizo caer en un trance místico ajeno a mí. Al
recordarlo, me parece que todo sucedió como en un sueño, fuera de los límites
de mi cuerpo. Pero mi dicha no es completa, porque la memoria que me trae el
recuerdo del mar cada mañana me castiga con la nebulosa más absoluta cuando
intento describir ese estado febril que en nada se parece al que me invade
cuando mi enfermedad se muestra hostil contra mi cuerpo. La única certeza que
me ampara es que ese vaivén, junto a la soledad de la noche atrapada por los
límites del mar y el cielo, han sido el mejor antídoto contra el dolor de mi
alma; un dolor que nadie más que yo reconoce, y que solo se atemperó por el
inmenso poder de los recuerdos cuando pisamos tierra cerca de la Isla de Wight
donde, una vez más, la poesía me llevó hasta el último confín de mis sueños...
… Aparto la mirada de la ventana, y, con ello, intento engañar al horizonte que, más inteligente que yo, me recuerda que esta vez recibí al otoño en alta mar, en un lugar y de una forma muy distintos a como siempre lo había hecho. Sin embargo, enseguida me doy cuenta de que, a pesar de todo, el otoño se presentó ante mí cargado con su característica y tenue melancolía. ¿De nuevo soy reo de la melancolía?, pero el sonido de los primeros carruajes sobre las calles de Roma me devuelve a esa realidad de la que ansío escapar.”
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.
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