Roma. Los jardines y el mirador del Pincio. Un lugar desde el que observar la cuna del arte a través de la melancolía.
«¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime o simplemente una evasión temporal de la experiencia?». Me siento bien, lo
suficiente como para hacerme este tipo de preguntas. El aire tibio de Roma
parece que ha mejorado mi estado de salud, lo que, unido a la deslumbrante
belleza de la ciudad, ha hecho que todo parezca nuevo y distinto para mí. Las
fuentes, el agua, el cercano Tevere, una escultura o una simple fachada
remueven en mí esas sensaciones de bienestar que ya había olvidado por
completo. Aunque de una forma moderada todavía, siento cómo las ganas de vivir
regresan a mi atormentado ánimo, inestable la mayoría de las veces, pero que
ahora intenta abrirse paso por una nueva senda más firme entre tanta
incertidumbre. Siguiendo las prescripciones del doctor Clark, que piensa que
todos mis males están relacionados con el estómago y no con mis pulmones, hago
más ejercicio de lo que en mí era habitual en los últimos tiempos y,
aprovechando estos días de bonanza climatológica, subimos por la escalinata de
Piazza di Spagna y, ya en la colina,
paseamos por los jardines del Pincio. Como le dije a la Sra. Brawne, en una
carta que escribí el 24 de octubre en Nápoles y cuyo significado no era el que
ahora trato de exponer: «esto parece un sueño…», y hasta la vegetación se muestra compasiva con
nuestros anhelos. En los días plenos de sol, aparte de hacernos creer que
estamos en primavera, aprovechamos para disfrutar de las inigualables y bellas
vistas que la ciudad de Roma nos brinda desde la atalaya que se alza sobre la Piazza
del Popolo; terraza de caprichos y
victorias, balcón de instantáneas milenarias que han ido mejorando con el paso
del tiempo. Miguel Ángel, Rafael, Sangallo… todos ellos escondidos tras sus
obras de arte y firmes ante el paso del tiempo. No puedo expresar mayor
felicidad que esta, la del artista que presenta batalla y vence al transcurrir
de los días. La infinitud dentro de la finitud más exigua. Esta sensación de
vivir en una constante eclosión de colores me hace volver a ti, Fanny, cuando
te dije: «finjamos que volveré en primavera».
Si me dejo llevar por esta inesperada amalgama cromática que se presenta
ante mis ojos, en la que los tejados oxidados se funden con el límpido y tenue
reflejo azul del cielo que cae como una cascada que impregna de tonos blancos y
grisáceos los mármoles de una gigantesca arquitectura, me olvido de nuestra
amarga y dura despedida, y me siento con fuerzas para volver a ti; a ese
instante en el que tu madre me dijo: «vuelve, vive aquí, cásate con Fanny», y a
cuando tu hermana Toots se acercó a mí y, dándome un regalo, me dijo: «te
quiero». No hay en el mundo nada más bello y más intenso que ese amor
cristalino para devolverme a ti y a tu presencia. Cada día, toco el mechón de
tu pelo que guardo dentro de mi último poemario, y a partir de ahí sueño que
caigo en un lecho de margaritas, donde el blanco y el amarillo se funden con tu
voz:
«—Despertaremos y descubriremos que esto es un sueño. Debe haber
otra vida, no pueden habernos creado para sufrir así.
—Dudo que volvamos a vernos en esta tierra.
—Entonces, ¿por qué te marchas?
—Porque mis amigos ya me han pagado el pasaje… Hemos tejido una
red tú y yo que está sujeta a este mundo, pero ese mundo es de nuestra
invención. Debes cortar los hilos, Fanny.
—Sabes que haría cualquier cosa.
—Tengo conciencia.
—Finjamos que volveré en primavera.
—Claro que volverás.
—Viviremos en el campo.
—Cerca de mamá.
—Nuestro dormitorio dará a un huerto lleno de manzanos.
—Y sembraremos un jardín en el que crezcan las flores
silvestres.
—Y nos acostaremos cuando el sol aún esté alto.
—Y la luz de la luna entrará por la ventana.
—Y yo te acercaré a mí, y besaré tus pechos, tus brazos, tu
cintura...
—Toda entera.
—El tacto tiene memoria.
—Ya lo sé.»
Tu recuerdo y mi promesa estos días se han convertido en el único objetivo de mi vida. Regresar a Inglaterra y volver a verte sería mi mayor felicidad, si es que todavía estoy predestinado a ella. Hasta que llegue ese momento, Severn y yo pasamos las tardes dando paseos junto al joven oficial de la Armada británica, el teniente Elton, convaleciente de tisis. Como puedes ver, no soy el único inglés enfermo que busca entre las paredes de Roma su salvación; un lugar que se presenta ante mí como un sanatorio donde la belleza es la única medicina capaz de curar lo imposible, o donde la palabra libertad resuena en mi conciencia como la más auténtica de las conquistas. Fanny, si no te lo había dicho antes, aunque solo fuese en mis pensamientos, es por ese miedo que se apodera de mí sin causa justificada cuando trato de hacerte alguna confesión que se aleja de ti y de mí, pero en nuestros paseos, es bastante frecuente que nos encontremos con Pauline Borghese, la hermana menor de Napoleón Bonaparte. Ella, al igual que nosotros, ahuyenta sus males andando entre árboles y jardines que le enriquecen la vista y le distraen el pensamiento. Como muy bien nos relató el teniente Elton, Pauline Borghese ha sido una de las mujeres más bellas del Imperio francés, pero a mí, sus tórridas extravagancias no me llaman la atención. Dicen que el escultor Antonio Canova la esculpió semidesnuda tumbada en una chaise longue, con una manzana en una mano y apenas vestida con una túnica que dejaba ver sus pechos, pero que su marido se escandalizó tanto al ver el resultado final de la escultura, que mandó taparla y enviarla a los almacenes de su villa, para que nadie la viera. Pauline es una mujer singular que, a su edad, trata de ganarse el favor de los mortales, ora con una sonrisa que disimula sus grandes dotes para la seducción, ora con un fino sentido de la observación con el que intenta ocultar sus pretensiones que, por otra parte, ya están muy mermadas por su enfermedad. A pesar de todo, siempre se hace adornar de elegantes collares y cinturones que brillan como si fueran de piedras preciosas, y hasta desprende un aroma que define muy bien su pasión por la vida. A mí, sin embargo, ella no me sugiere nada, salvo cuando en su mirada encuentro ese brillo plagado de señales que me hablan del sufrimiento; un sufrimiento ¡que me resulta tan familiar…! Nuestros grandes silencios no impiden que formemos un grupo extravagante y ecléctico, cuyo único afán es el de amar la vida; una vida que para algunos de nosotros pende de un hilo no demasiado fuerte. Ese último destello, donde la belleza lo anula todo, es al que yo trato de asirme con lo que me resta de fuerzas. ¡Qué bello es todo esto, amor mío! Yo creo que es por la luz, que provoca una intensa pigmentación de colores que irradian energía y esperanza a nuestros corazones. ¡Oh Fanny, si estuvieras aquí, a mi lado! ¡Cómo disfrutarías de esa sensación de efímera eternidad que me embarga algunos instantes! A pesar de todo, nada es equiparable a tu mirada, al tacto de tus manos o a tus palabras, que se deslizan sobre mi corazón para darle una pátina de esa esperanza que tanta falta me hace.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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