Tirarnos a una piscina. Buscar el
fondo. Y explorar el silencio bajo sus aguas. Allí, donde nos atrevemos a
“mirar de frente a las mandíbulas abiertas”. Fieras que desean devorarnos
porque saben que no somos víctimas fáciles de engullir. Allí, donde los ojos
cerrados y la respiración estancada en la abominable oscuridad del terror que
solo existe en una habitación-cocodrilo son nuestras señales de identidad.
Allí, donde el grito se hace palabra. “Y lo que no se ve o no debe ser dicho
encuentran su verdadero sentido”. Allí, donde el grito y su posibilidad de
transformarse en palabra son la única opción. Palabra hecha agua. Redentora y
Asfixiante. Agua transformadora del dolor y la forma de mirarlo. Agua
transparente que en nuestras conciencias deviene en habitaciones-cocodrilo que
lo engullen todo. El presente y el pasado. El dolor y el placer. La agonía y la
redención. En esa necesidad de nuestro deseo a la hora de colonizar la experiencia
del otro es en la que Mónica Ojeda ha construido Nefando.
Nefando, un videojuego creado como un sinfín de gritos vertidos sobre el
silencio. De la noche. De lo que no se ve. De lo que no debe ser dicho. De lo
no visto. De lo no dicho. Como un juego exterior-interior existente en cada uno
de los seis personajes de esta novela que traspasa las líneas invisibles de
nuestras mentes y sus conciencias. Del deseo y el terror que se afianza como
una liberación del alma que, atormentada, está sujeta a las reglas de un cuerpo
que en ocasiones ni conocemos ni deseamos. Cuerpo-prisión. Cuerpo-deseo.
Cuerpo-terror. Cuerpo que transita por la mugre de un mundo que no
visualizamos. Como tampoco lo hacemos con el dolor que solo nosotros sabemos
que nos hace daño. Ese, sin duda, es uno de los aciertos de esta novela y de su
autora. Novela-difícil. Novela-dolorosa. Novela-única. Como único es mirar al
dolor desde la valentía del que sabe que no saldrá ileso del intento. Dolor
íntimo y perverso. Dolor sobre uno mismo y sobre el otro. El otro que ya no es
un reflejo, sino la puerta que nos lleva hacia el abismo. A la derrota. A la
destrucción. A la muerte.
Nefando es una
cacofonía de la vida interior y de los miedos que nos comporta, no solo
aceptarla, sino retarla. Vida de estragos y sexo. Sangre y cuerpos lamidos.
Penetraciones anales y canibalismo. Decapitaciones animales y pornografía que
solo existe en la deep web. Infierno de contraseñas liberadoras.
Acertijos sin resolver. Y vidas que alientan un deseo desde la pedofilia. Cómic
sin héroes. Pornografía sin reglas. Ciencia ficción sin platillos volantes.
Todos ellos conforman un juego que no existe. ¿Acaso existe la zona oscura?
Aquella que no nos atrevemos a mirar o admitir. El lenguaje polifónico de los
personajes de Nefando nos arrastra hacia ese otro que creemos no
ser y, sin embargo, late dentro de nosotros. Todos llevamos un monstruo dentro
que se mece bajo las notas musicales de Daft Punk o Gorillaz.
Todos exploramos en alguna ocasión la sonrisa del deseo de un hombre-cocodrilo
que lo abarca todo en la noche-oscura del deseo incontrolado y liberador.
Límites que no conocen fronteras. Límites que necesitan de una voz: el
silencio. Un silencio reconstruido a base de una prosa poética indestructible:
«Lo que se escriba aquí tiene que ser más importante que el silencio...»
Arrolladora y violenta: «El erotismo es violento como la naturaleza». Herida
por el deseo: «El deseo se parece a cientos de pájaros estrellándose contra una
boca cerrada». Una prosa poética que se olvida de respirar bajo el agua para
crear otros mundos y otros valores. Donde la lealtad hacia uno mismo es la
necesidad de realizar un viaje hacia las entrañas de una habitación tamizada
por las noches sin luz. Una prosa poética que busca a la vez lo bello y lo
horrible: «la diferencia entre lo bello y lo horrible es la misma que la de
adentro y afuera del baúl: ninguna».
Mónica Ojeda ha
creado en Nefando una suerte de adivinanza sobre lo nunca
escrito. Territorios salvajes que no vírgenes. Territorios sacralizados que son
atravesados por el deseo más impulsivo y las noches plagadas de luciérnagas:
«En lo innombrable hay imperios de luciérnagas». Pulsiones incontrolables como
lo no creado: «Lo revulsivo merecía ser articulado; alguien debería ensuciarse en
el lenguaje para que los demás pudieran verse». Un lenguaje polifónico donde el
grito fue hecho palabra.
Ángel Silvelo Gabriel.
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