Hombres de perfil. Hombres
matéricos con las bocas abiertas que se enfrentan a otros hombres-pájaro.
Hombres, donde la fragilidad es su característica dominante. En, Rodin,
cargados de robustez y contundencia frente a la fragilidad y minimalismo de un Giacometti
y, con un elemento común entre ambos, como es la busca de la soledad del
individuo frente al fragmento cono elemento narrativo. Uno y otro, Rodin
y Giacometti, afligidos por la transparencia y vivacidad de las
emociones: dolor, angustia, tensión, alegría, soledad, escapismo, que se
traducen en la fuerza de lo inacabado y la preponderancia de la repetición.
Repetición en busca de una perfección que no llega…, y que nunca llegará. Y
contra esa lucha anónima, acerca de la búsqueda de lo imposible, la huella de
los artistas sobre sus obras. Señas de una identidad que perdura en el tiempo y
fagocita al anonimato. Diálogos entre la materia y la distancia que marcan los
personajes de uno y otro artista sobre un espacio colectivo y visitable como
ocurre en Los burgueses de Calais, que permiten al observador
introducirse en el espacio de la obra de arte para experimentar su expresividad
dentro de ella, tal y como hizo Giacometti en 1950 en el parque
Eugène Rudier en Vésinet. Espacios que no siempre se nos muestran al ras de
suelo, sino también aupados sobre pedestales. Pedestales que dan a sus obras la
preponderancia del mito, de los dioses en sus inalcanzables tronos. Dioses de
perfil, como en le caso de Giacometti, donde sus espigadas
figuras del hombre-perfil se asemejan a las ramas de un árbol que nacen de las
raíces (pedestal) que las sustenta. Ramas que, en ocasiones destacan por su
desproporcionalidad. Y que, en Rodin, son en sí mismos la propia
materia, como si busto y pedestal fueran una misma unidad.
La exposición
Rodin-Giacometti en la Fundación Mapfre de Madrid es un relato acerca
de los sentimientos del ser humano y sus múltiples capacidades de expresión. Un
relato que se nos muestra en forma de ruta de sensaciones que van, desde la
robustez de la presencia en la obra de Rodin, a la fragilidad del
minimalismo figurativo de Giacometti. Una obra, la de Giacometti,
que fue definida por Jean Genet como: “Los guardianes de los
muertos” por la orientación hacia la reducción que tienen muchas de su
figuras-hombre que, en ocasiones, nos permiten visualizarlas como cabezas
planas reducidas a los dos planos. Un efecto que nos hace perder la
espacialidad de la tercera dimensión. Un efecto, donde ese ojo que todo lo ve,
tiene que transportar el sentido de su obra para aportarle la totalidad de su
significado, pues a poco que nos desplacemos alrededor de ellas, asistiremos a
su fascinación por la relación entre el movimiento y el espacio que alcanza su
máxima expresión en su serie El hombre que camina. Un movimiento al que Rodin
impregna a su obra con la contundencia y perversidad de movimientos casi
imposibles.
Otra faceta creativa que abarca
la exposición, y que puede resultar menos interesante de cara al espectador, es
la cantidad de figuras inacabadas que se exponen y que nos dan las coordenadas
del trabajo de cada uno de los artistas a la hora de llegar a la solución
definitiva de cada pieza y, de paso, nos hablan sin cortapisas de la
importancia del trabajo previo y la repetición como señas de identidad de sus
trabajos. Trabajos concienzudamente plasmados en diferentes fases y materiales
que van desde el papel, a la arcilla para acabar en el bronce o el mármol.
Señas de identidad que nos hablan desde la frescura y la contundencia a la hora
de plasmar la soledad del individuo frente al fragmento como discurso
narrativo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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