Explorar en lo más oculto de uno
mismo. En esa parte del alma donde se ubica la traición a nuestras ideas. Al
suicidio de los sueños en los que creímos una vez. A la luz de una vida que
quisimos que fuera diferente y, que sin embargo… Noche oscura de sueños rotos.
Vigila de demiurgos que sólo existen en nuestra imaginación. Recuerdos que van
y vienen a nuestro antojo, pero que no se detienen ni espían la verdad. La
verdad del mundo. La verdad que existe nada más salir a la calle. La verdad de
los otros. Porque nuestros sueños no son los de los otros, ni nuestras vidas
sus vidas, ni nuestros hijos sus hijos. Renunciar a todo a lo largo del tiempo
es la mayor virtud del fracaso y, en el caso de la obra de teatro El
precio de Arthur Miller, es navegar, una vez más, por las
profundas y oscuras aguas de la familia, de sus traiciones, de sus rencores, y
de sus fracasos. Fracasos que el paso del tiempo acentúa. Rencores que sólo
esperan la oportunidad de salir a la luz. Crisis enquistadas que buscan su
propio campo de batalla. En El precio es una buhardilla. Un lugar
donde los muebles grandes y viejos se amontonan. Donde el polvo y los recuerdos
conviven con el odio, las rencillas y el aire viciado de muchos años. En este
sentido, la iconografía empleada en el Teatro Kamikaze es tan acertada que su
puesta en escena es un elemento más de la obra, por su carácter omnipresente,
delatador y narrativo dentro de la tragedia familiar. Todo pende de un hilo,
como la magnífica montaña de sillas que parecen que se van a venir abajo de un
momento a otro y, cuya provisionalidad, nos habla de ese otro lenguaje de los
sentimientos: el del miedo. Sin embargo, los personajes de esta obra, como el
mobiliario que tratan de vender o comprar, se muestran reacios a acabar en el
fondo del mar como si fueran un pecio. Y luchan. Luchan contra sí mismos. Y
contra sus mentiras. Mentiras camufladas en las crisis económicas. Y en la
otras. Las propias. Aquellas de las que no se atreven a hablar: de ahí, que las
crisis económicas sean el fracaso de todos. De los que se arruinaron, pero
también de los que se hicieron ricos, porque si sumamos los beneficios y la pérdidas
de unos y otros, el resultado es el vacío.
Al mejor estilo de Broadway, la
obra se inicia con música de jazz; una música que vagamente nos recuerda al
clarinete de Woody Allen; y con unas imágenes sobreproyectadas
que nos hablan de ese otro tiempo del crack del 29. Tan lejano y tan cercano a
todos. Versos y rimas de tragedias que no acabamos de digerir y, que como una
noria que nunca se para, se repiten una y otra vez, una y otra vez. Aquí, los
seres humanos no pasamos de ser esos pequeños ratones que no dejan de empujar
las norias de sus vidas. El jazz y el crack del 29 son la excusa y el telón
visual, sonoro y antesala de la magnífica escenografía de Enric Planas:
por lo sobria, contundente e iconográfica que resulta. Y, porque el menos es
más, funciona como la mejor de las maquinarias de relojería. Silvia Munt
ya había montado esta obra la temporada pasada en Barcelona y, con gran
acierto, decidió dejar el mismo escenario. No ocurre lo mismo con los actores
que, de la mano de Tristán Ulloa y Gonzalo de Castro en los
papeles de los hermanos que hace treinta años que no se ven, encabezan un
reparto equilibrado y contundente, donde la que menos brilla es Elisabet
Gelabert. Tanto Ulloa en su papel de hermano pobre
policía, como de Castro en el de médico y hombre de éxito, van
conduciendo el drama con la fuerza y el empuje que la obra necesita. Eso sí,
sin llegar a los puntos álgidos de La muerte de un viajante, pues El
precio no los tiene, por eso no podemos hablar de un vacío de
interpretación si no de dramaturgia. A los hermanos, esta vez, se les presenta
un contrapunto: genial, astuto y cómplice. Un contrapunto interpretado de forma
mayúscula por Eduardo Blanco. Perfecto tasador de muebles al que
interpreta con la mejor de las virtudes: la de dar vida a un personaje único, y
Eduardo Blanco lo hace con generosidad y acierto, complicidad y
desparpajo, entrega y realismo.
Dejando a un lado el eterno
castigo que suponen para el ser humano y su entorno las crisis económicas, El
precio es una magnífica oportunidad de reencontrarnos con aquel que fue
un gran cirujano de los sentimientos y la naturaleza humana. En El precio
de Arthur Miller se hallan todos los elementos que le dieron fama y
prestigio. Y su labor como dramaturgo, siempre está a gran altura, aunque ésta,
no sea su mejor obra. Su habilidad para para plantear, desarrollar y finalizar
conflictos, le hacen ser un gran mago de los sueños, a pesar que como en este
caso, sean anhelos que retratan el fracaso de todos.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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