Qué hay mejor que acudir a la
familia cuando una la necesita, o como en el caso de la protagonista de este long-seller,
se queda huérfana y con una dote anual de 100 libras. Parece que para Flora
Poste esta fue la mejor decisión a la hora de afrontar y resolver su futuro
y, de paso, evitar la pesada carga de un trabajo de secretaria mal remunerado.
Para ello, contaba a su favor con una educación «cara deportiva y larga» que le
proporcionaron sus padres, y que la alejaba de toda prestación de servicios que
no fuera la de organizar todo aquello que le resultase digno de organizar. Como
incluso a una familia entera, los rurales y paletos Starkadder de la granja
Cold Comfort Farm en Sussex. Desde la ironía más fina y la flema inglesa más
locuaz, Stella Gibbons se sirve de esta novela para no dejar de
dar puntada sin hilo sobre todo aquello que no le gusta o le parece
sencillamente atroz, cursi o estúpido de la sociedad de su época. La hija
de Robert Poste fue publicada inicialmente en 1932, pero tiene, por
ejemplo, referencias al futuro o sobre Estados que no existen, lo que la
proporcionan unas dosis de intemporalidad y desconexión espacial y temporal que
le permiten una mayor libertad, si cabe, a la hora de lanzar su mordaz crítica
sobre aquello que aborda. En este libro hay multitud de referencias a
escritores consagrados, como por ejemplo Shelley, al que la Gibbons
lanza sus dardos sin contemplación, o como también hace desde el inicio, en el
prólogo, en una carta con un alto tono sarcástico. Una carta dirigida a un tal Anthony
Pookworthy que no es otro que el novelista de cierta fama Hugh S.
Wapole.
La hija de Robert Poste
es una novela de lectura ágil y en ocasiones amena, pero sin llegar a ser
desternillante ni cómica, aunque sí desenfadada y a veces divertida. Y, sobre
todo, irreverente por la determinación y el desparpajo con el que se
desenvuelve su protagonista. No obstante, en nuestra contra está el
desconocimiento de la clase rural de una Inglaterra profunda y sus giros
lingüísticos, sus bromas, y ese sentir tan propio que rodea a la familia de los
Starkadder; una recopilación de personajes a medio camino entre la
locura y el disparate, a los que Stella Gibbons nos presenta con
mucho acierto e inteligencia. Sin embargo, esa falta de empatía con ese tipo de
convivencia y costumbres en la vida una familia campesina de Sussex no se debe
en ningún momento a la traducción, por otra parte inmejorable de José C.
Vales que, gracias a sus notas a pie de página, nos ilustra muy bien
aquello en lo que la autora quiso hacer hincapié, sino que se debe más a que la
acción y los personajes de la novela son los últimos vestigios de una sociedad
ya desaparecida en el lodo de los tiempos. En este sentido, la reivindicación
que Stella Gibbons hace de su forma de ver el mundo rural y sus
relaciones personales no está basada en la reivindicación de sus costumbres o
ideas, sino que más bien pasea sobre ellas y al contemplarlas las ejecuta sobre
un lienzo surrealista, sobre el que pone todo el énfasis en los descarriados
planteamientos de todos y cada uno de los Starkadder, a los que Flora
Poste, magistralmente va amoldando a sus intereses, porque si algo
reivindica con ello la autora es la libertad de elección de las personas. Una
libertad que se aleja, o está en la otra punta de las costumbres ancestrales,
ridículas y sin sentido, de un granja anclada en el pasado.
Stella Gibbons da
una pátina de brillo a una clase social perdida en las campiñas enfangadas de
una Inglaterra desconocida. Y lo hace con la inteligencia de quien sabe lo que
quiere a la hora de afrontar un relato sobre aquello que le interesa. Ya sea
para ensalzarlo, o para criticarlo como sucede en esta novela, La hija de
Robert Poste. Una narración a la que la única pega que se le puede
poner es no haber facilitado a sus lectores un desenlace para la expresión:
«vio algo sucio en la leñera», de la tía Ada Doom. Una expresión que en
la novela funciona como un hilo conductor de toda ella. Aunque quizá, para
nuestro consuelo, en ciertas ocasiones lo menos es más, y la autora decidió en
su momento dejar a nuestro libre albedrío descifrar qué significado tiene esa
frase para cada uno de nosotros. Aunque tal vez no tenga ninguno, como tantas
otras cosas en la vida.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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