Parásito es aquel que vive del
otro. Ya sea éste el Estado —estamento que por cierto no se analiza en esta
película— o de un particular, a modo de un Robin Hood moderno sin más
escrúpulos que los de copiar la mímesis del otro. En esta ocasión, ese otro es
el opulento. El rico. El poderoso. O eso al menos es lo que nos muestra el
director surcoreano Bong Joon-ho en Parásitos, la
película con la que ha ganado este año la Palma de Oro de Festival de Cine de
Cannes. Aquí la salvación no se produce a través del esfuerzo que nos puede
llevar a disfrutar de una vida mejor, sino mediante la astucia a la hora de
compartir aquellos bienes que ya tienen los más afortunados. De ahí, la
importancia de tener un plan, como se nos recuerda en varias ocasiones a lo
largo del largometraje. La importancia de tener un plan y también la pericia de
traspasar la fina capa que separa al amo del siervo en un espacio compartido.
Espacio de lujo y placeres que se encuentran muy a mano, tanto de unos como de
otros. De ahí, que salvarse del precipicio de la pobreza se puede hacer de
muchas maneras, pero en Parásitos, la dignidad, el esfuerzo o el
mérito a la hora de escalar en la sociedad, son características que no se
encuentran entre los componentes de la familia pobre, donde todo se deja en
favor de la importancia de tener un plan. Plan rápido y sin escrúpulos. Plan
sin memoria ni vergüenza. Plan abocado al fracaso y sus consecuencias. Y ahí es
donde se encuentra la dura crítica hacia aquellos que creen que el éxito es
algo que se posee sin esfuerzo, y sí solo a través del ingenio.
Parásitos es una
película que también contiene una gran crítica social sobre cómo se relacionan
los estratos sociales más poderosos con los más empobrecidos. Llegando a la
conclusión de que, aparte de que unos y otros mantengan la distancias de una
forma continua y a veces cotidiana en espacios comunes donde el siervo sirve a
su amo, ambos se parecen demasiado, pues ambos tiene el mismo objetivo. Esa libertad
que proporciona el poder del dinero, en este caso, escarba en la miseria del
ser humano en uno y otro bando para no dejar títere sin cabeza. Parásitos es un
film que entremezcla estilos y situaciones divertidas y terribles con una
naturalidad pasmosa, y sin que apenas nos asombre, pues una peculiaridad de la
historia que se nos cuenta es que parece que la misma es tan real como si la
estuviésemos contemplando desde una de las ventanas de nuestra casa, aunque no
demos pábulo a aquello que contemplamos. Esa sensación de asombro y desasosiego
se despliega con una gran dirección de actores y un ritmo visual y narrativo
casi mágico a lo largo de las más de dos horas que dura el largometraje. El
gran acierto del director coreano es hacernos ver las diferentes formas con las
que el ser humano afronta su supervivencia dependiendo de la clase social a la
que pertenezca. Una lucha donde los buenos no son tan buenos, ni los malos son
tan malos. En este sentido, el propio Bong Joon-ho nos advierte
que la mayor lucha por la supervivencia no se produce entre ricos y pobres,
sino entre aquellos que luchan denodadamente por defender el último escalón
social al que pertenecen, proporcionándonos en este film unas grandes dosis de
violencia y crueldad a la hora de mostrarnos tal defensa de la misera sin mayor
dignidad que la de aplastar al otro sin más.
La capacidad visual que el
director tiene para mostrarnos esa ciudad surcoreana sin nombre es magistral. Y
lo hace a través de una fotografía limpia que nos muestra unos decorados
impactantes. Tanto en su versión de la alta sociedad como la del sótano de la
baja, pues ambas son dignas de admiración, por no hablar de lo bien que están
filmadas las imágenes de la huida bajo la lluvia. Una lluvia en forma de agua
purificadora que sin embargo no es capaz de limpiar el mal que se ha hecho, y
que además, a medida que avanza la secuencia nos vamos dando cuenta de las
consecuencias de todo lo anterior que acaba de ocurrir. No obstante, algo que
no se nos debe pasar por alto es que en esas sinergias entre los más poderosos
y los más pobres, lo más preocupante es la falta de visualización que unos
tienen sobre los otros y que, en Parásitos, se percibe cuando los
dueños de la mansión se van a pasar el fin de semana fuera. Aquí, la invisibilidad
de las barreras parece posible, aunque siempre esté el aciago destino para
sacarnos de nuestro error y mojarnos con unas grandes dosis de realidad. Una
realidad que nos demuestra cómo el ser humano, en la sociedad actual, a lo que
de verdad se encuentra encadenado es a los vicios de la gula, la lujuria, la codicia o la crueldad. En este
sentido, el estamento social está perfectamente establecido mediante la bella
mansión donde viven los señores de esta película, con un sótano que hará de
entrañas. Entrañas ocultas, pero que existen y salen a la luz en el momento más
inoportuno (y de ahí la oportunidad e inteligencia por parte del director al
mostrárnoslo cómo y cuándo lo hace). Parásitos es una película de
ida y vuelta. De momentos de sosiego con otros que te sobresaltan, pero que
sobre todo te hacen mantenerte muy alerta sobre aquello que te muestra. Una
especie de pantalla gigante desde la que poder observar el mundo y al prójimo.
Un prójimo que, en muchas ocasiones, no es tan distinto a nosotros, por mucho
que se vista con ropas caras o vivan en grandes mansiones, pues todo parece que
se resume a la importancia de tener un plan.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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