¿Cómo podemos columpiar a la
muerte? Nos vestimos de negro y disfrazamos al óbito con flores mudas y
obedientes. Si pudiésemos, huiríamos a otro lugar, pero hay una profunda fosa
que nos separa de la felicidad. Atravesamos el océano solo por reivindicar un
espacio en el dolor, pero delante de la negra columna de alabastro nos quedamos
mudos de lágrimas. Echamos las manos atrás y nuestra espalda se estremece
porque no siente nada, salvo esa íntima necesidad de las palabras. Palabras
que, cobardes, también huyeron para irse lejos, muy lejos..., al otro lado de
la cascada que nos separa de la verdad. Nos abrazamos, nos besamos y
contemplamos petrificados a la caja del finado, mientras el falso vaho de su aliento,
entumece el cristal de la vitrina que le separa de la vida, con un engañoso
hálito disfrazado de marioneta: «Solo el frío respira en la sala./ Tu cuerpo es
ahora una imagen que adoramos». En ese momento, una fuerza extraña nos posee, y
seguimos corriendo, porque queremos apoderarnos de todos los secretos que
guarda celosamente el fondo del mar, pero por mucho que lo intentamos somos incapaces
de reproducir el sonido de sus olas. Su eco mece nuestro vestido negro dentro
de una maleta vacía. Esa imagen es lo más parecido al columpio con el que siempre
hemos soñado desde de niños, y por eso, nos gustaría ser ese vestido, negro o no,
para dejarnos llevar por una melodía que solo él conoce, pero alguien nos dice:
—Únicamente yo/ soy tuya de verdad—, y nada importa ya, porque aquella que
tiene la cicatriz de nuestra firma en su vientre, nos reclama solo para ella. El
cuerpo de aquella que nos dio la vida se hace presente, y julio deja de
significar la posibilidad de llenar una maleta vacía.
Desalojos es una caja
simétrica donde caprichosamente colocamos nuestros recuerdos hasta que alguien
llega y le da la vuelta para tirarlo todo. El orden, entonces, se convierte en caos,
de la misma forma que la vida deviene en recuerdos. Desalojos es también una cinta de
vídeo muda, donde una voz en off nos relata aquello que vemos en forma de no confesiones, pues todo se limita a un
travelling de imágenes donde las palabras se han quedado huérfanas de sonidos dentro
y fuera de la caja de madera: «Lo tenía todo preparado para hacerte feliz/ y
llegué tarde./ No pude evitar que te fueras sabiendo/ que conmigo habías fracasado».
Y ahí nos quedamos, mirando a la muerte de la misma forma que contemplamos una
vida que no entendemos. Gritamos desesperados por el auxilio de una voz que ya
no escuchamos, y por la presencia de un cuerpo que ya no vemos, e igual que en
una película de ciencia ficción arremetemos contra nuestros sueños para creer
que dejarás de ser cuerpo y pronto serás parte de una tierra donde podremos depositar
nuestros maltrechos pies: «Sueño tu cuerpo como hierba/ acariciando mi cuerpo
rendido en la espesura».
Y las palabras buscan unas
huellas que otros se han dedicado a borrar, y como no encuentran tu rastro, el
viaje se convierte en una singladura escasa por ridícula: «me hice tan pequeña
como una ciruela/ en algún lugar entre las paredes de mi estómago». Y el mundo
que hasta entonces conocíamos se escapó entre las paredes de un techo que de
pronto dejó de existir: «¿Vas a enseñarme a vivir?/ Te dejaré tocar mi
colección de cáscaras/ compartiré contigo las uñas que guardo en los/ bolsillos». Hasta que alguien llama a nuestra
puerta: «Amar la nieve no me ayuda a resistir el frío./ Desmonté las calles de
una ciudad tras otra/ para alimentar el fuego/ y me puse a vivir/ entre las
hogueras». Y entre las hogueras aparecieron de nuevo las palabras: «Antes de
nacer ya te llevaba escrita... Te permitiría sobrevivirme».
Ángel Silvelo Gabriel.
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